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100 Clásicos de la Literatura

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Aquí termina el interrogatorio de la señorita Stangerson. Joseph Rouletabille esperó pacientemente a Robert Darzac. Este no tardó en aparecer.

Había escuchado el interrogatorio en una habitación vecina al cuarto de la señorita Stangerson y venía a contárselo a nuestro amigo con gran exactitud, gran memoria y una docilidad que me sorprendieron una vez más. Gracias a las notas apresuradas que tomó en un papel, pudo reproducir casi textualmente las preguntas y las respuestas.

A decir verdad, el señor Darzac parecía el secretario de mi joven amigo y actuaba en todo como alguien que no puede negarle nada; o mejor aún, como alguien que trabajara para él.

El hecho de la ventana cerrada impresionó mucho al reportero, como había impresionado al juez de instrucción. Además, Rouletabille le pidió al señor Darzac que le repitiera cómo había empleado el tiempo la señorita Stangerson el día del drama, tal como la señorita Stangerson y su padre lo habían declarado ante el juez. La circunstancia de la cena en el laboratorio pareció interesarle muchísimo, y se lo hizo repetir dos veces, para estar más seguro de que únicamente el guardabosque sabía que el profesor y su hija cenarían en el laboratorio, y de qué manera se había enterado de eso el guardabosque.

Cuando el señor Darzac se calló, yo dije:

–Este interrogatorio no echa mucha luz sobre el problema.

–Lo oscurece –afirmó el señor Darzac.

–Lo aclara –dijo, pensativo, Rouletabille.

9. REPORTERO Y POLICÍA

Nos dirigimos los tres hacia el pabellón. A un centenar de metros del edificio, el reportero nos detuvo y, señalando un bosquecillo a nuestra derecha, nos dijo: –De allí salió el asesino para entrar al pabellón.

Como había otros del mismo tipo entre los grandes robles, le pregunté por qué el asesino había elegido ese y no cualquier otro; Rouletabille me respondió indicándome el sendero que pasaba cerca de aquel bosquecillo y que conducía a la puerta del pabellón.

–Como pueden ver, ese sendero está cubierto de grava –dijo. El hombre tiene que haber pasado por allí para ir al pabellón porque no hay huellas de sus pasos de ida sobre la tierra blanda. Ese hombre no tiene alas. Caminó, pero lo hizo sobre la grava, que fue pisada por su calzado sin retener sus huellas: esa grava, en efecto, fue pisada por muchos otros pies, ya que el sendero es el más directo que hay entre el pabellón y el castillo. En cuanto al bosquecillo formado por esa especie de plantas que nunca mueren durante la estación fría –laureles y boneteros– proporcionó al asesino un refugio adecuado para esperar que llegara el momento de dirigirse al pabellón. Oculto en la espesura, el hombre vio salir al señor y a la señorita Stangerson, y después al tío Jacques. La grava se extiende hasta la ventana, o casi, del vestíbulo. Una pisada del hombre, paralela a la pared, que advertimos hace un rato y que yo ya había visto, prueba que, con una sola zancada, él se encontró frente a la ventana del vestíbulo, que el tío Jacques había dejado abierta. Entonces, el hombre apoyó las manos en la ventana y, alzándose sobre ellas, penetró en el vestíbulo.

–Después de todo, es muy posible –dije.

–¿Cómo después de todo? ¿Cómo después de todo?... –exclamó Rouletabille, súbitamente presa de una furia que yo había desencadenado sin quererlo. –¿Por qué dice: "después de todo, es muy posible"?

Le rogué que no se enojara, pero ya lo estaba demasiado para escucharme, y declaró que admiraba la duda con la que ciertas personas (como yo) abordaban superficialmente los problemas más simples, sin arriesgarse nunca a decir: "es así" o "no es así"; de tal modo que su inteligencia llegaba exactamente al mismo resultado que habría obtenido si la naturaleza se hubiera olvidado de rellenar su cavidad craneana con un poco de materia gris. Como me mostré ofendido, mi joven amigo me tomó del brazo y me aseguró "que no lo había dicho por mí, ya que me estimaba de modo especial".

–Pero, en fin –prosiguió–, ¡a veces es criminal no llegar a conclusiones seguras, cuando se puede! ¡Si no saco conclusiones, como lo hago, a partir de esa grava, tendré que hacerlo a partir de un globo! Querido amigo, la ciencia de la aerostática dirigible todavía no está lo suficientemente desarrollada como para que haga entrar en el juego de mis reflexiones al asesino que cae del cielo. Así que no diga que una cosa es posible, cuando es imposible que sea de otra manera. Ahora sabemos cómo entró el hombre por la ventana y también sabemos en qué momento lo hizo. Entró durante el paseo de las cinco. El hecho de que la doncella, que acaba de arreglar el "cuarto amarillo", esté presente en el laboratorio al regresar el profesor y su hija, a la una y media, nos permite afirmar que, a la una y media, el asesino no estaba en el cuarto, debajo de la cama, a menos que la doncella sea cómplice. ¿Qué piensa usted, señor Darzac?

Robert Darzac sacudió la cabeza, declaró que estaba seguro de la fidelidad de la doncella de la señorita Stangerson, y que era una criada muy honesta y abnegada.

–Y además, a las cinco, el señor Stangerson entró en el cuarto para buscar el sombrero de su hija... –añadió.

–También tenemos eso –dijo Rouletabille.

–Así que el hombre entró, cuando usted dice, por esta ventana –dije. Lo admito, pero ¿por qué volvió a cerrar la ventana, lo cual necesariamente iba a atraer la atención de los que la habían dejado abierta?

–Puede que la ventana no se haya cerrado enseguida –me respondió el joven reportero. Pero si volvió a cerrar la ventana, lo hizo a causa del recodo que hace el camino cubierto de grava, a veinticinco metros del pabellón, y a causa de los tres robles que se alzan en ese lugar.

–¿Qué quiere usted decir? – preguntó Robert Darzac, que nos había seguido y escuchaba a Rouletabille con una atención casi anhelante.

–Después se lo explicaré, señor, cuando considere que ha llegado el momento; pero no creo haber pronunciado palabras más importantes sobre este caso, si mi hipótesis se confirma.

–¿Y cuál es su hipótesis?

–Nunca la sabrá si no se confirma. Vea, es una hipótesis muy grave como para que la revele en tanto no sea más que una hipótesis.

–¿Tiene, por lo menos, alguna pista sobre el asesino?

–No, señor, no sé quién es el asesino, pero no tema, señor Darzac, lo sabré.

Pude observar que Robert Darzac estaba muy alterado y sospeché que la afirmación de Rouletabille no le gustó en absoluto. Entonces, si realmente temía que se descubriera al asesino, ¿por qué (me preguntaba a mí mismo), por qué ayudaba al reportero a encontrarlo? Mi joven amigo pareció tener la misma impresión que yo y dijo brutalmente:

–¿No le molestará, señor Darzac, que descubra al asesino?

–¡Ah! ¡Lo mataría con mis propias manos! – exclamó el prometido de la señorita Stangerson con una energía que me asombró.

–¡Le creo! – dijo gravemente Rouletabille. Pero no ha contestado a mi pregunta.

Pasábamos cerca del bosquecillo del que nos había hablado el joven reportero hacía un instante; entré en él y le mostré las huellas evidentes del paso de un hombre que se había escondido allí. Rouletabille tenía razón una vez más.

–¡Pero claro que sí! – dijo. Estamos tratando con un hombre de carne y hueso, que no dispone de más medios que nosotros, ¡y todo esto terminará por aclararse!

Dicho esto, me pidió la plantilla de papel que me había confiado y la apoyó sobre una huella muy clara, en el fondo del bosquecillo. Luego se incorporó, diciendo:

–¡Caramba!

Yo creía que, entonces, iba a seguir la pista de los pasos del asesino que huía desde la ventana del vestíbulo, pero nos llevó bastante lejos, hacia la izquierda, diciéndonos que era inútil meter la nariz en ese lodo y que ahora estaba seguro del camino que el asesino había seguido en su fuga.

–Fue hasta el final de la pared, a cincuenta metros de allí, y después saltó el seto y la fosa; miren, justo enfrente de ese pequeño sendero que lleva al estanque. Es el camino más rápido para salir de la propiedad e ir al estanque.

–¿Cómo sabe que fue al estanque?

–Porque Frédéric Larsan no abandonó la orilla desde esta mañana.

Debe haber allí muchos indicios curiosos.

Unos minutos después, nos encontrábamos cerca del estanque.

Era una pequeña capa de agua pantanosa, rodeada de cañaverales, y sobre la cual todavía flotaban algunas hojas muertas de nenúfar. Probablemente, el gran Fred nos vio llegar, pero era posible que le interesáramos muy poco, porque apenas nos prestó atención y siguió removiendo con la punta de su bastón algo que nosotros no veíamos.

–Fíjense –dijo Rouletabille–, ahí están de nuevo los pasos del hombre que huía; aquí dan vuelta al estanque, vuelven y finalmente desaparecen cerca del estanque, justo delante de ese sendero que conduce a la carretera principal de Épinay. El hombre prosiguió su huida hacia París...

–¿Qué le hace creer eso –lo interrumpí–, si no hay más pasos del hombre en el sendero?

–¿Qué es lo que me hace creer eso? ¡Estos pasos, estos pasos que yo esperaba encontrar! – exclamó, señalando la huella muy nítida de un calzado elegante. ¡Miren!...

E interpeló a Frédéric Larsan.

–¡Señor Fred! – gritó. Aquellos pasos elegantes en la carretera están allí desde que se descubrió el crimen, ¿no es cierto?

–Sí, joven; sí, han sido cuidadosamente relevados –respondió Fred sin levantar la cabeza. Ya ven, hay pasos que vienen y hay pasos que se van...

–¡Porque ese hombre tenía una bicicleta! – exclamó el reportero.

En ese momento, después de haber observado las huellas de la bicicleta que seguían, de ida y de vuelta, los pasos elegantes, creí que había comprendido.

 

–La bicicleta explica la desaparición de los pasos toscos del asesino –dije. El asesino de los zapatos toscos subió a la bicicleta... Su cómplice, el hombre de pasos elegantes, había venido a esperarlo en la orilla del estanque con la bicicleta. ¿Podemos suponer que el asesino actuaba instigado por el hombre de pasos elegantes?

–¡No! ¡No! – replicó Rouletabille con una extraña sonrisa. Yo esperaba encontrar esos pasos desde el principio del caso. Ahora que los tengo, no voy a dejarlos. ¡Son los pasos del asesino!

–Y los otros, los pasos toscos, ¿qué dice usted de ellos?

–También son los pasos del asesino.

–Entonces, ¿hay dos?

–¡No! Sólo hay uno y no tuvo cómplices...

–¡Muy astuto! ¡Muy astuto! – gritó Larsan desde donde estaba.

–Fíjense –prosiguió el joven reportero, mostrándonos la tierra removida por unos tacones toscos–; el hombre se sentó allí y se quitó los zapatones que se había puesto para engañar a la justicia; después, llevándolos sin duda consigo, se puso de pie sobre sus propios zapatos y, tranquilamente, volvió andando a la carretera principal, llevando la bicicleta con la mano. No podía arriesgarse a ir en bicicleta por ese sendero tan accidentado. Además, lo demuestra la marca ligera y vacilante de las ruedas en el sendero, a pesar de lo blando del suelo. Si hubiera habido un hombre montado sobre la bicicleta, las ruedas habrían penetrado profundamente en el suelo... No, no, allí había un solo hombre: ¡el asesino, y a pie!

–¡Bravo! ¡Bravo! – volvió a decir el gran Fred, quien, de repente, vino hacia nosotros, se plantó delante de Robert Darzac y le dijo:

–Si tuviéramos una bicicleta aquí..., podríamos demostrar la exactitud del razonamiento de este joven, señor Darzac... ¿Usted sabe si hay alguna en el castillo?

–¡No! – respondió Darzac. No hay: la mía la llevé a París hace cuatro días, la última vez que vine al castillo antes del crimen.

–¡Qué lástima! – replicó Fred con un tono extremadamente frío. Y, volviéndose hacia Rouletabille, dijo:

–Si esto sigue así, verá que llegaremos los dos a las mismas conclusiones. ¿Tiene alguna idea acerca de la manera en que el asesino salió del "cuarto amarillo"?

–Sí –dijo mi amigo–, una idea...

–Yo también –prosiguió Fred. Y debe de ser la misma. No hay dos maneras de razonar en este caso. Espero la llegada de mi jefe para explicarme delante del juez.

–¡Ah! ¿Va a venir el jefe de la Sûreté?

–Sí, esta tarde, para realizar el careo, en el laboratorio, ante el juez de instrucción, de todos los que jugaron o pudieron jugar un papel en el drama. Será muy interesante. Es una pena que usted no pueda asistir. – Asistiré –afirmó Rouletabille.

–¡Realmente es usted extraordinario..., para su edad! – replicó el policía con un tono cargado de cierta ironía. Sería un excelente policía..., si tuviera un poco más de método..., si obedeciera menos a su instinto y a las protuberancias de su frente. Ya lo he observado varias veces, señor Rouletabille: usted razona demasiado... No se deja llevar lo suficiente por su capacidad de observación... ¿Qué me dice del pañuelo lleno de sangre y de la mano roja en la pared? Usted vio la mano roja en la pared; yo no vi más que el pañuelo... Dígame...–¡Bah! – dijo Rouletabille, un poco cortado. ¡El asesino fue herido en la mano por el revólver de la señorita Stangerson!

–¡Ah! Una observación brutal, instintiva... Tenga cuidado, su lógica es demasiado directa, señor Rouletabille; la lógica le jugará una mala pasada si la maltrata así. Son muchas las circunstancias en las que hay que tratarla suavemente, tomar distancia de ella... Señor Rouletabille, tiene razón cuando habla del revólver de la señorita Stangerson. Es verdad que la víctima disparó. Pero se equivoca cuando dice que hirió al asesino en la mano...

–¡Estoy seguro! – exclamó Rouletabille. Fred, imperturbable, lo interrumpió:

–¡Defecto de observación! ¡Defecto de observación!... El examen del pañuelo, las innumerables manchitas redondas y escarlatas, las impresiones de gotas que encuentro en la huella de los pasos, en el momento preciso en que el pie se posa en el suelo, me demuestran que el asesino no fue herido. ¡El asesino, señor Rouletabille, sangró por la nariz!

El gran Fred estaba serio. Sin embargo, no pude contener una exclamación.

El reportero miraba a Fred, quien miraba seriamente al reportero. Y Fred sacó enseguida una conclusión:

–El hombre que sangraba sobre su mano y su pañuelo, se limpió la mano en la pared. El detalle es muy importante –añadió–, ¡porque no es necesario que el asesino esté herido en la mano para ser el asesino!

Rouletabille pareció reflexionar profundamente y dijo:

–Hay algo, señor Frédéric Larsan, que es mucho más grave que maltratar a la lógica, y es esa tendencia propia de ciertos policías que les hace, con total buena fe, plegar suavemente esta lógica a las necesidades de sus concepciones. Usted ya tiene su propia teoría sobre el asesino, señor Fred, no puede negarlo..., y es necesario que su asesino no esté herido en la mano, porque si no, su teoría caería por tierra... Entonces usted buscó y encontró otra respuesta. Es un sistema muy peligroso, señor Fred, muy peligroso, el que consiste en partir de la idea que uno se hace del asesino para llegar a las pruebas que necesita... Eso podría llevarlo demasiado lejos... ¡Señor Fred, tenga cuidado del error judicial que lo acecha!

Y, riéndose un poco, con las manos en los bolsillos, ligeramente socarrón, Rouletabille clavó sus ojitos maliciosos en el gran Fred.

Frédéric Larsan miró en silencio a ese chiquilín que pretendía ser más listo que él; se encogió de hombros, nos saludó y se fue, dando grandes zancadas y golpeando las piedras del camino con su gran bastón.

Rouletabille lo miraba alejarse; después, el joven reportero se volvió hacia nosotros, con la cara alegre y ya triunfante:

–¡Lo venceré! – exclamó. Venceré al gran Fred, por más astuto que sea; los venceré a todos... ¡Rouletabille es más listo que todos ellos!... Y el gran Fred, el ilustre, el famoso, el extraordinario Fred..., el único Fred, ¡razona con los pies!... ¡Con los pies!... ¡Con los pies!

Y esbozó una pirueta; pero se detuvo súbitamente en medio de su coreografía... Mis ojos siguieron a los suyos; estaban clavados en Robert Darzac, quien, con el rostro desencajado, miraba en el sendero la huella de sus pasos, al lado de la de los pasos elegantes. ¡Eran idénticas!

Creímos que se iba a desmayar; sus ojos, agrandados por el espanto, esquivaron nuestra mirada un instante, mientras su mano derecha tironeaba, con un movimiento espasmódico, la barba que enmarcaba su honrado, dulce y desesperado rostro. Por fin, se controló, nos saludó, nos dijo con voz alterada que necesitaba regresar al castillo y se fue.

–¡Diablos! – dijo Rouletabille.

El reportero también parecía consternado. Sacó de su portafolios un trozo de papel blanco, como lo vi hacer anteriormente, y recortó con su tijera el contorno de los pies elegantes del asesino, cuyo modelo estaba allí, en la tierra. Y después colocó esta nueva plantilla de papel sobre las huellas de los botines del señor Darzac. Se adaptaba perfectamente, y Rouletabille se incorporó, repitiendo:

–¡Diablos!

No me atrevía a pronunciar palabra, imaginando la gravedad de los pensamientos de Rouletabille en aquel momento.

–Sin embargo, creo que Robert Darzac es un hombre honesto... –dijo. Y me arrastró hacia la Posada del Torreón, que divisábamos a un kilómetro de allí, sobre la carretera, al lado de un grupo de árboles.

10. "AHORA HABRÁ QUE COMER CARNE ROJA"

La Posada del Torreón no tenía muy buen aspecto, pero me encantan esas casuchas con vigas ennegrecidas por el tiempo y el humo del hogar, esas posadas de la época de las diligencias, construcciones poco sólidas que pronto serán sólo un recuerdo. Ellas se apegan al pasado, están unidas a la historia, la continúan y hacen pensar en los viejos cuentos de caminantes, cuando se vivían aventuras viajando de un lugar a otro. En seguida noté que la Posada del Torreón tenía dos siglos cumplidos y quizás un poco más. Piedras y cascotes se habían desprendido aquí y allá de la fuerte armazón de madera, cuyas x y v seguían soportando gallardamente el vetusto tejado. Este se había deslizado ligeramente sobre sus soportes, como se desliza la gorra por la frente de un borracho. Sobre la puerta de entrada, un cartel de hierro chirriaba, movido por el viento otoñal. Un artista del lugar había pintado en él una especie de torre coronada por un techo puntiagudo y una linterna, tal como se veía en el castillo de Glandier. Debajo de este cartel, en el umbral, un hombre, de cara bastante desagradable, parecía sumido en pensamientos algo sombríos, a juzgar por los pliegues de su frente y el fruncido ceño de sus tupidas cejas.

Cuando estuvimos cerca de él, se dignó mirarnos y nos preguntó de manera poco agradable si necesitábamos algo. No había duda de que era el poco amable dueño de aquella encantadora residencia. Cuando le manifestamos nuestro deseo de que nos sirviera el almuerzo, nos confesó que no tenía provisiones y que le resultaría difícil satisfacernos; y, luego de decir esto, se quedó mirándonos con una desconfianza que yo no lograba comprender.

–Puede recibirnos –dijo Rouletabille–; no somos policías.

–No le tengo miedo a la policía –respondió el hombre–; no le tengo miedo a nadie.

Yo le hacía señas a mi amigo para hacerle entender que sería mejor no insistir; pero mi amigo, que evidentemente tenía interés en entrar a la posada, se deslizó por debajo del hombro del posadero y apareció en la sala.

–Venga –dijo–, se está muy bien aquí.

Efectivamente, un gran fuego de leña ardía en la chimenea. Nos acercamos y tendimos nuestras manos al calor del hogar, pues aquella mañana ya se dejaba sentir el invierno. La pieza era bastante grande; dos gruesas mesas de madera, algunos taburetes y un mostrador, donde se alineaban botellas de jarabe y de alcohol, constituían su único mobiliario. Tres ventanas daban a la carretera. Un anuncio en la pared, con una joven parisina que alzaba descaradamente su vaso, alababa las virtudes aperitivas de un nuevo vermú. En la repisa de la alta chimenea, el posadero había dispuesto una gran cantidad de jarros, y vasijas de barro y de cerámica.

–Hermosa chimenea para asar un pollo –dijo Rouletabille.

–No tenemos pollo –dijo el anfitrión–; ni siquiera un maldito conejo.

–Ya sé –replicó mi amigo con tono socarrón–; ya sé que ahora habrá que comer carne roja.

Debo confesar que yo no entendía nada de la frase de Rouletabille. ¿Por qué le decía a aquel hombre: "Ahora habrá que comer carne roja"? ¿Y por qué el posadero, no bien oyó esta frase, dejó escapar una maldición que reprimió en seguida y se puso a nuestra disposición tan dócilmente como Robert Darzac cuando oyó las fatídicas palabras: "La rectoría no ha perdido nada de su encanto ni el jardín de su esplendor"? Decididamente, mi amigo tenía el don de hacerse entender por la gente mediante frases absolutamente incomprensibles. Le hice esta observación y se sonrió. Hubiera preferido que se dignara darme alguna explicación, pero se puso un dedo en los labios, lo que significaba, evidentemente, no sólo que no podía hablar, sino que me recomendaba hacer silencio. Mientras tanto, el hombre, después de empujar una pequeña puerta, había gritado que le trajeran media docena de huevos y "el trozo de solomillo". El encargo fue ejecutado de inmediato por una mujer joven, muy complaciente, de admirable cabellera rubia, cuyos hermosos y grandes ojos dulces nos miraron con curiosidad. El posadero le dijo con voz ruda:

–¡Vete! ¡Y no quiero verte por aquí si viene el Hombre Verde!

Y ella desapareció. Rouletabille se apoderó de los huevos que le traían en un bol y de la carne que le sirvieron en una bandeja; colocó todo con precaución a su lado, en la chimenea, desenganchó una sartén y una parrilla que estaban colgadas en el hogar y comenzó a batir nuestra omelette mientras esperaba que la parrilla se calentara. Después, le pidió al hombre dos buenas botellas de sidra y parecía prestar tan poca atención al posadero como el posadero a él. El hombre de a ratos se lo comía con los ojos y de a ratos me miraba a mí, con una ansiedad que intentaba en vano disimular. Dejó que nos preparáramos la comida y puso nuestros cubiertos cerca de una ventana.

De pronto lo oí murmurar:

 

–¡Ah! ¡Ahí está!

Y, con los rasgos alterados, que expresaban un odio atroz, se apostó en la ventana mirando hacia la carretera. No fue necesario prevenir a Rouletabille. El joven ya había soltado su omelette y se unía al posadero en la ventana. Yo también fui.

Un hombre, completamente vestido de terciopelo verde y con la cabeza cubierta por una gorra redonda del mismo color, avanzaba con pasos tranquilos por la carretera, fumando su pipa. Llevaba una escopeta en bandolera y sus movimientos demostraban una soltura casi aristocrática. El hombre frisaba los cuarenta y cinco años. Tenía el pelo y el bigote de color gris. Era notablemente buen mozo. Llevaba quevedos. Cuando pasó cerca de la posada, pareció dudar y preguntarse si entraría o no, miró hacia donde estábamos, dejó escapar unas bocanadas con su pipa y continuó su paseo con el mismo andar insolente. Rouletabille y yo miramos al posadero. Sus ojos fulgurantes, sus puños cerrados y el temblor de sus labios nos informaron de los sentimientos tumultuosos que lo agitaban.

–¡Hizo bien en no entrar hoy! – susurró.

–¿Quién es ese hombre? – preguntó Rouletabille, regresando a su omelette.

¡El Hombre Verde! – gruñó el posadero. ¿No lo conocen? Mejor para ustedes. No es buena compañía... Pues bien, es el guardabosque del señor Stangerson.

–Usted no parece quererlo demasiado... –dijo Rouletabille, mientras echaba en la sartén los huevos para la omelette.

–Nadie lo quiere por aquí, señor. Es un soberbio; debió poseer fortuna hace tiempo y no le perdona al mundo tener que trabajar como criado para vivir. ¡Porque un guardabosque es un sirviente como cualquier otro! ¿No es cierto? ¡Les juro que parece que él fuera el amo del Glandier, como si todas las tierras y los bosques le pertenecieran! ¡Es capaz de no permitir que un pobre caminante meriende un poco de pan sobre el pasto, sobre su pasto!

–¿Viene alguna vez por aquí?

–Viene demasiado. Pero le haré entender que no soporto su cara. ¡Hace tan sólo un mes, no me molestaba! ¡La Posada del Torreón nunca antes había existido para él!... ¡No tenía tiempo! Debía hacerle la corte a la posadera de los Tres Lirios, de Saint–Michel. Ahora que se peleó con ella, busca matar el tiempo en otro lado... Es un mujeriego, un depravado, un mal tipo... No hay un solo hombre honrado que pueda soportarlo a ese... Fíjese, los caseros del castillo no podían ver ni pintado al Hombre Verde.

–Entonces, ¿los caseros del castillo son gente honrada, señor posadero?

–Llámeme tío Mathieu; ese es mi nombre... Y bien, sí, señor, los considero honestos, como que me llamo Mathieu. – Sin embargo, los han detenido.

–¿Eso qué prueba? Pero yo no me quiero meter en asuntos ajenos...

–¿Y qué piensa usted del asesinato?

–¿Del asesinato de esa pobre señorita? Vamos, que es una buena muchacha, y que todos la querían mucho en el lugar. ¿Lo que yo pienso?

–Sí, lo que usted piensa.

–Nada..., y muchas cosas... Pero es asunto mío, a nadie le importa...

–¿Ni siquiera a mí? – insistió Rouletabille.

–Ni siquiera a usted...

La omelette estaba lista; nos sentamos a la mesa y estábamos comiendo en silencio cuando se abrió la puerta y apareció en el umbral una anciana, vestida con harapos, apoyada sobre un bastón, con la cabeza vacilante y mechones de cabello blanco que le caían en desorden sobre la frente mugrienta.

–¡Ah! ¡Aquí está, tía Agenoux! Hacía tiempo que no la veíamos –dijo nuestro anfitrión.

–Estuve muy enferma, a punto de morir –dijo la anciana. ¿Tendría algunas sobras para el Animalito de Dios?

Y entró en la posada, seguida por un gato enorme, de un tamaño tal como nunca imaginé que pudiera existir. El animal nos miró y lanzó un maullido tan desesperado que me dio un escalofrío. Nunca había oído un grito tan lúgubre.

Como atraído por el grito, un hombre entró detrás de la anciana. Era el Hombre Verde. Nos saludó llevándose la mano a la gorra y se sentó a la mesa vecina a la nuestra.

–Deme un vaso de sidra, tío Mathieu.

Cuando el Hombre Verde entró, el tío Mathieu estuvo a punto de abalanzarse sobre el recién llegado; pero, con un esfuerzo visible, se contuvo y le respondió:

–Ya no hay sidra, les di las últimas botellas a estos señores.

–Entonces deme un vaso de vino blanco –dijo el Hombre Verde, sin molestarse.

–No hay vino blanco, ¡no hay nada!

El tío Mathieu repitió con voz sorda:

–¡No hay nada!

–¿Cómo está la señora Mathieu?

Ante esta pregunta del Hombre Verde, el posadero apretó los puños, se volvió hacia él con tanto odio pintado en el rostro que pensé que iba a pegarle, y después dijo:

–Está bien, gracias.

De modo que la joven mujer de grandes ojos dulces que habíamos visto poco antes era la esposa de ese patán repugnante y brutal, cuyos defectos físicos parecían estar dominados por ese defecto moral que son los celos.

El posadero salió de la sala dando un portazo. La tía Agenoux seguía ahí, de pie, apoyada en su bastón y con el gato entre sus faldas.

El Hombre Verde le preguntó:

–¿Estuvo enferma, tía Agenoux, que no la hemos visto desde hace casi ocho días?

–Sí, señor guardabosque. Sólo me levanté tres veces para ir a rezarle a santa Genoveva, nuestra buena patrona, y el resto del tiempo me quedé acostada en mi camastro. ¡No he tenido más que al Animalito de Dios para que me cuidara!

–¿No la dejó sola?

–Ni de día ni de noche.

–¿Está segura?

–Como de que existe el paraíso.

–Entonces, ¿cómo es posible, tía Agenoux, que el grito del Animalito de Dios se oyera durante toda la noche del crimen?

La tía Agenoux fue a plantarse delante del guardabosque y golpeó el suelo con su bastón:

–No sé nada de nada. Pero, ¿quiere que le diga una cosa? No hay dos animales en este mundo que tengan ese grito... Pues bien, yo también, la noche del crimen, oí afuera el grito del Animalito de Dios; y, sin embargo, estaba en mi falda, señor guardabosque, y no maulló ni una sola vez, se lo juro. Cuando oí eso, ¡me persigné como si estuviera oyendo al diablo!

Yo estaba mirando al guardabosque cuando hizo esta última pregunta y, o me equivoco mucho, o sorprendí en sus labios una malvada sonrisa socarrona.

En ese momento, llegó hasta nosotros el ruido de una agitada discusión. Incluso creímos percibir golpes sordos, como si le estuvieran pegando a alguien. El Hombre Verde se levantó y corrió, decidido, hacia la puerta que estaba al lado del hogar, pero esta se abrió y apareció el posadero, que le dijo al guardabosque:

–¡No se asuste, señor guardabosque, es que a mi mujer le duelen los dientes! – Y se rio.

–Tome, tía Agenoux, aquí tiene bofe para su gato.

–¿No piensa servirme nada? – le preguntó el Hombre Verde. El tío Mathieu ya no pudo contener su odio:

–¡No hay nada para usted! ¡Nada para usted! ¡Váyase!...

El Hombre Verde llenó su pipa con calma, la encendió, nos saludó y se fue. Apenas llegó al umbral, Mathieu le cerró la puerta en la espalda y, volviéndose hacia nosotros, con los ojos inyectados de sangre, lleno de rabia y con el puño tendido hacia la puerta que acababa de cerrar detrás del hombre que detestaba, nos susurró:

–No sé quién es usted, el que me dijo hace un rato: "Ahora habrá que comer carne roja". Pero, si le interesa, ¡ahí va el asesino!

Luego de decir esto, el tío Mathieu se retiró. Rouletabille se volvió hacia el hogar y dijo:

–Ahora, vamos a asar nuestro bife. ¿Qué le parece la sidra? ¿Un poco, áspera, no? Como a mí me gusta.

Aquel día no volvimos a ver al tío Mathieu, y un gran silencio reinaba en la posada cuando nos fuimos, después de haber dejado cinco francos sobre la mesa para pagar nuestro festín.

Acto seguido, Rouletabille me hizo caminar cerca de una legua alrededor de la propiedad del profesor Stangerson. Se detuvo diez minutos, en el recodo de un caminito negro de hollín, cerca de las, cabañas de los carboneros, que están en la parte del bosque de Santa Genoveva que linda con la carretera que lleva de Épinay a Corbeil, y me confió que el asesino, seguramente, había pasado por ahí, en vista del estado de los zapatos toscos, antes de ingresar a la propiedad e ir a esconderse en el bosquecillo.