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100 Clásicos de la Literatura

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Todo un costado del laboratorio estaba ocupado por una ancha chimenea, crisoles y hornos apropiados para todo tipo de experimentos químicos. Retortas, instrumentos de física por todas partes, mesas llenas de frascos, papeles e informes, una máquina eléctrica..., pilas..., un aparato, me dijo Robert Darzac, que utilizaba el profesor Stangerson "para demostrar la disociación de la materia ante la acción de la luz solar", etcétera. Y a lo largo de las paredes, los armarios, con puertas o con vitrinas, que dejaban ver microscopios, cámaras fotográficas especiales, una cantidad increíble de cristales.

Rouletabille tenía la nariz metida en la chimenea. Con la punta de los dedos hurgaba en los crisoles... De pronto, se enderezó, sosteniendo un pedacito de papel a medio consumir... Vino hasta nosotros, que estábamos conversando cerca de una ventana, y dijo:

–Guárdenos esto, señor Darzac.

Me incliné sobre el trozo de papel chamuscado que el señor Darzac acababa de tomar de manos de Rouletabille, y leí claramente las únicas palabras que permanecían visibles:

rectoría perdido nada encanto,

ni el jar de su esplendor.

Y debajo: "23 de octubre". Por segunda vez, desde la mañana, me encontraba con estas mismas palabras sin sentido; y, por segunda vez, observé que producían en el profesor de la Sorbona el mismo efecto fulminante. Lo primero que hizo el señor Darzac fue mirar hacia el tío Jacques. Pero este no nos había visto, ocupado como estaba en la otra ventana... Entonces, el novio de la señorita Stangerson abrió su portafolios temblando, guardó allí el papel y suspiró: "¡Dios mío!".

Mientras tanto, Rouletabille se había metido en la chimenea: es decir que, parado sobre los ladrillos de un hornillo, observaba atentamente la chimenea que se iba estrechando y, a cincuenta centímetros por encima de su cabeza, se cerraba completamente con unas placas de hierro sujetas a los ladrillos, y dejaba pasar tres tubos de unos quince centímetros de diámetro cada uno.

–Es imposible pasar por ahí –afirmó el joven, regresando de un salto al laboratorio. Además, si él lo hubiera intentado, todos estos fierros estarían tirados en el suelo. ¡No! ¡No! La respuesta no la encontraremos aquí...

A continuación, Rouletabille examinó los muebles y abrió las puertas de los armarios. Después, les tocó el turno a las ventanas, que declaró inviolables e invioladas. Ante la segunda ventana, encontró al tío Jacques mirando con gesto absorto.

–Y bien, tío Jacques, ¿qué está mirando por ahí?

–Miro al hombre de la policía, que no deja de dar vueltas alrededor del estanque... ¡Se cree listo, pero no llegará mucho más lejos que los otros!

–¡Usted no conoce a Frédéric Larsan, tío Jacques! – dijo Rouletabille, sacudiendo la cabeza con melancolía. – O no hablaría de ese modo... ¡Créame, si hay alguien capaz de encontrar al asesino, es él! – Y Rouletabille suspiró.

–¡Para encontrarlo, habría que saber cómo lo perdimos...! –replicó el tío Jacques obstinadamente.

Por fin, llegamos a la puerta del "cuarto amarillo".

–¡Detrás de esta puerta, algo importante sucedió! – dijo Rouletabille con una solemnidad que, en cualquier otra circunstancia, habría resultado cómica.

7. DONDE ROULETABILLE PARTE EN EXPEDICIÓN DEBAJO DE LA CAMA

Rouletabille, después de empujar la puerta del "cuarto amarillo", se detuvo en el umbral, diciendo con una emoción que yo sólo comprendería más tarde:

–¡Oh!¡El perfume de la dama vestida de negro!

El cuarto estaba a oscuras; el tío Jacques quiso abrir los postigos, pero Rouletabille lo detuvo:

–¿El drama ocurrió en plena oscuridad? – preguntó.

–No, joven, no lo creo. La señorita siempre procuraba tener una mariposa en su mesa, y yo se la encendía todas las noches antes de que se acostara... ¡Yo era casi como su doncella, cuando llegaba la noche! La verdadera doncella venía recién a la mañana. ¡La señorita trabaja hasta tan tarde..., por la noche!

–¿Dónde estaba esa mesa con la mariposa? ¿Lejos de la cama?

–Lejos de la cama.

–¿Podría encender la mariposa ahora?

–La mariposa está rota, y el aceite se derramó cuando cayó la mesa. Todo lo demás está igual. Sólo tengo que abrir los postigos y verá...

–¡Espere!...

Rouletabille volvió al laboratorio para cerrar los postigos de las dos ventanas y la puerta del vestíbulo. Cuando estuvimos completamente a oscuras, encendió un fósforo, se lo dio al tío Jacques y le dijo que se dirigiera con él al centro del "cuarto amarillo", al mismo lugar en el que ardía, aquella noche, la mariposa.

El tío Jacques, que iba calzado con zapatillas (solía dejar sus zuecos en el vestíbulo), entró al "cuarto amarillo" con su fósforo y distinguimos vagamente, apenas iluminados por la pequeña llama moribunda, los objetos tirados sobre las baldosas, la cama en un rincón y, frente a nosotros, a la izquierda, el reflejo de un espejo que colgaba en la pared, cerca de la cama. Todo fue rápido.

Rouletabille dijo:

–¡Suficiente! Puede abrir los postigos.

–Por favor, no entren –rogó el tío Jacques. Podrían dejar marcas con sus zapatos..., y no hay que tocar nada... Lo decidió el juez, así, de buenas a primeras, aunque ya terminó con su asunto...

Y empujó los postigos. La pálida claridad del exterior entró iluminando un desorden siniestro entre paredes de color azafrán. El parqué –pues aunque el piso del vestíbulo y el del laboratorio era de baldosas, el del "cuarto amarillo" era de parqué– estaba cubierto por una estera amarilla, de una sola pieza, que ocupaba casi toda la habitación y se prolongaba hasta debajo de la cama y del tocador, únicos muebles que seguían aún en pie. La mesa redonda del medio, la mesita de luz y las dos sillas estaban tiradas en el suelo. No impedían ver, sobre la estera, una gran mancha de sangre que provenía, según nos dijo el tío Jacques, de la herida en la frente de la señorita Stangerson. Además, había gotitas de sangre salpicadas por doquier, que seguían, por así decirlo, la huella muy visible de unos pasos, los anchos pasos negros del asesino. Todo parecía indicar que esas gotas de sangre provenían de la herida del hombre, quien, en algún momento, dejó impresa su mano roja en la pared. Había otras marcas de esa mano en la pared, pero mucho menos definidas. Era, efectivamente, la huella de una ruda mano de hombre ensangrentada.

No pude dejar de exclamar:

–¡Fíjense!... ¡Fíjense en la sangre de la pared!... El hombre que puso tan firmemente su mano aquí estaba, en ese momento, a oscuras y, sin duda, creyó que tocaba una puerta. ¡Creyó que la empujaba! Por eso la apoyó con tanta fuerza y dejó sobre el papel amarillo un dibujo terriblemente acusador; porque, que yo sepa, no existen muchas manos como esta. Es grande y fuerte, ¡y todos los dedos son del mismo largo! ¡No está el pulgar! Sólo tenemos la marca de la palma. Y si seguimos la huella de esta mano –proseguí–, vemos que, después de apoyarse en la pared, la tantea, busca la puerta, la encuentra, busca la cerradura...

–Desde luego –interrumpió, burlón, Rouletabille. ¡Pero no hay sangre en la cerradura, ni en el cerrojo!...

–¿Y eso qué prueba? – repliqué con un sentido común del que me sentía orgulloso. Él habrá abierto la cerradura y el cerrojo con la mano izquierda, lo que me parece natural, porque la mano derecha la tenía herida...

–¡No abrió nada! – exclamó de nuevo el tío Jacques. ¡No estamos locos, sabe! ¡Y éramos cuatro cuando derribamos la puerta! Yo proseguí:

–¡Qué mano tan extraña! ¡Fíjense! ¿No les parece extraña?

–Es una mano muy normal –replicó Rouletabille–, cuyo contorno se ha deformado al deslizarse por la pared. ¡El hombre limpió su mano herida en la pared! Ese hombre debe medir un metro ochenta.

–¿Qué le hace pensar eso?

–La altura de la mano sobre la pared...

Luego, mi amigo se ocupó de la marca que había dejado la bala en la pared. La marca era un agujero redondo.

–La bala –dijo Rouletabille – vino de frente; ni de arriba, ni de abajo.

También nos hizo observar que el agujero en la pared estaba unos centímetros por debajo de la huella dejada por la mano.

Rouletabille, volviendo a la puerta, ahora tenía la nariz pegada a la cerradura y al cerrojo. Comprobó que, efectivamente, se había hecho saltar la puerta desde afuera, pues la cerradura y el cerrojo seguían en la puerta derribada, una cerrada y el otro echado, y en la pared, los dos soportes estaban casi arrancados: colgaban, sostenidos todavía por un tornillo.

El joven redactor de L´Époque los examinó con atención, luego observó la puerta por los dos lados, se cercioró de que no se podía abrir ni cerrar el cerrojo desde el exterior, y corroboró que habían encontrado la llave en la cerradura en el interior. También se aseguró de que, una vez puesta la llave en la cerradura, en el interior, esta no se podía abrir con otra llave. Por fin, tras haber comprobado que no había en esa puerta ningún dispositivo de cierre automático, en una palabra, que se trataba de una puerta común y corriente, provista de una cerradura y un cerrojo muy sólidos que habían permanecido cerrados, profirió estas palabras:

–¡Esto va mejor!

Luego se sentó en el piso y se descalzó rápidamente. Ya en medias, entró en la habitación. Lo primero que hizo fue inclinarse sobre los muebles caídos y examinarlos con extremo cuidado. Nosotros lo mirábamos en silencio. El tío Jacques, cada vez más irónico, le decía:

–¡Ay, jovencito, jovencito! ¡Se lo está tomando muy en serio!...

Pero Rouletabille levantó la cabeza:

–Ha dicho la pura verdad, tío Jacques, su ama no llevaba, aquella noche, el pelo en bandós. ¡He sido un idiota al pensarlo!...

 

Y, ágil como una serpiente, se deslizó bajo la cama.

El tío Jacques prosiguió:

–¡Y pensar que el asesino se había escondido ahí abajo! Ya estaba ahí cuando entré, a las diez, para cerrar los postigos y encender la mariposa..., porque ni el señor Stangerson, ni la señorita Mathilde, ni yo salimos del laboratorio hasta el momento del crimen.

Oímos la voz de Rouletabille desde debajo de la cama:

–Tío Jacques, ¿a qué hora llegaron el señor y la señorita Stangerson al laboratorio, de donde no saldrían?

–¡A las seis!

La voz de Rouletabille seguía diciendo:

–Sí, estuvo aquí abajo... Es cierto. Además, es el único lugar donde se podía esconder... Se ve todavía la marca de sus zapatones. Ustedes cuatro, cuando entraron, ¿miraron debajo de la cama?

–Enseguida... Hasta dimos vuelta la cama antes de volverla a su sitio.

–¿Y entre los colchones?

–En la cama sólo había un colchón, sobre el que colocamos a la señorita Mathilde. Y el portero y el señor Stangerson transportaron ese colchón inmediatamente al laboratorio. Debajo del colchón sólo había un elástico metálico que no podía ocultar nada ni a nadie. En fin, señor, piense que éramos cuatro y que no se nos podía escapar nada, con lo pequeña que es la habitación y lo poco amoblada que está..., y con todo cerrado a nuestras espaldas en el pabellón.

Me atreví a sugerir una hipótesis:

¡Tal vez salió con el colchón! Adentro del colchón, quizás... ¡Todo es posible en este misterio! En la confusión, el señor Stangerson y el portero no se habrán dado cuenta de que transportaban el doble de peso... ¡Y si el portero resulta cómplice...! Sólo es una hipótesis, pero explicaría muchas cosas... Y, en particular, el hecho de que en el laboratorio y el vestíbulo no se hallaran las huellas de pasos que sí se encuentran en el cuarto. Cuando transportaron a la señorita del laboratorio al castillo, si el colchón quedó un instante cerca de la ventana, habría podido permitir que el hombre escapara...

–¿Y qué más? ¿Y qué más? ¿Y qué más? – me soltó Rouletabille desde debajo de la cama, burlándose ostensiblemente.

Me sentí un poco ofendido:

–Realmente no lo sé... Todo parece posible...

–El juez de instrucción tuvo la misma idea, señor –dijo el tío Jacques–, y ordenó que examinaran cuidadosamente el colchón. Tuvo que reírse de su idea, señor, como se ríe su amigo ahora, ¡porque no se trataba de un colchón con doble fondo!... Y además, sabe, si hubiera habido un hombre en el colchón lo habríamos visto...

Yo mismo tuve que reírme y después comprobé, en efecto, que había dicho algo absurdo. Pero, ¡cuáles eran los límites de lo absurdo en un caso semejante!

Sólo mi amigo era capaz de decirlo, ¡y hasta cierto punto!...

–Dígame –exclamó el reportero, siempre debajo de la cama–, ¿alguien movió la estera?

–Nosotros mismos, señor –explicó el tío Jacques. Como no encontramos al asesino, nos preguntamos si no habría un agujero en el parqué...

–No lo hay –respondió Rouletabille. ¿Tienen un sótano?

–No, no hay sótano... Pero eso no detuvo nuestra búsqueda y tampoco evitó que el señor juez y, sobre todo su secretario estudiaran el parqué, tabla por tabla, como si efectivamente hubiera un sótano debajo...

Entonces reapareció el reportero. Sus ojos brillaban, su nariz palpitaba; parecía un animal joven de regreso de un acecho exitoso... Se quedó en cuatro patas. A decir verdad, no pude evitar compararlo interiormente con un admirable animal de caza sobre la pista de alguna sorprendente presa... Y olfateó los pasos del hombre, del hombre que había jurado llevar ante su amo, el director de L´Époque, ¡porque no debemos olvidar que nuestro Joseph Rouletabille era periodista!

Así, a gatas, recorrió los cuatro rincones de la habitación, escudriñándolo todo, inspeccionado todo lo que veíamos, que era poco, y ' todo lo que no veíamos, que era, al parecer, inmenso.

El tocador era una simple mesita con cuatro patas, que era imposible transformar en un escondite pasajero... No había armario (la señorita Stangerson tenía su guardarropas en el castillo).

La nariz y las manos de Rouletabille subían por las paredes, que eran de ladrillo macizo. Cuando hubo terminado con las paredes y pasado sus dedos ágiles por toda la superficie del papel amarillo, hasta llegar al cielo raso –que pudo alcanzar subido a una silla que había colocado sobre el tocador, ingeniosa escalerilla que arrastró por toda la habitación–, y una vez que hubo terminado con el cielo raso, donde examinó cuidadosamente la marca de la otra bala, se acercó a la ventana, para seguir con los barrotes y los postigos, todos muy sólidos e intactos. Finalmente, lanzó un ¡uf! de satisfacción y declaró que ¡ahora estaba tranquilo!

–¿Y bien? ¿Todavía duda de que la pobre señorita estaba encerrada cuando nos la asesinaron? ¡Cuando nos pedía auxilio!... –gimió el tío Jacques.

–No –dijo el joven reportero secándose la frente. Doy fe de que el "cuarto amarillo" estaba cerrado como una caja fuerte...

–De hecho –acoté–, por eso mismo este misterio es el más sorprendente que conozco, incluso en el campo de la imaginación. En "Los crímenes de la calle Morgue", Edgar Poe no inventó nada parecido. El lugar del atentado estaba lo suficientemente cerrado para que no pudiera escapar un hombre, pero contaba al menos con esa ventana por la que podía deslizarse el autor de los asesinatos, que era un mono... Pero aquí no hay ningún tipo de abertura. Cerrados como estaban la puerta, los postigos y las ventanas, ¡ni una mosca podía entrar o salir!

–¡Es verdad! ¡Es verdad! – asintió Rouletabille, quien seguía secándose la frente, que parecía transpirar no tanto por el reciente esfuerzo físico como por la agitación de sus pensamientos. ¡Es verdad! ¡Es el más hermoso, enorme y curioso de los misterios!...

–Ni el Animalito de Dios –gruñó el tío Jacques–, ni el mismísimo Animalito de Dios, de haber cometido el crimen, hubiera podido y escapar. ¡Escuchen!... ¿Lo oyen?... ¡Silencio!...

El tío Jacques nos hacía señas de que nos calláramos y, con el brazo extendido hacia la pared, hacia el bosque cercano, escuchaba algo que nosotros no oíamos.

–Se fue –terminó por decir. Tendré que matarlo... Es demasiado siniestro ese animal..., pero es el Animalito de Dios; va a rezar todas las noches a la tumba de Santa Genoveva, y nadie se atreve a tocarlo por miedo de que la tía Agenoux le eche un maleficio...

–¿De qué tamaño es el Animalito de Dios?

–Más o menos como un sabueso grande... Estoy hablando de un monstruo. ¡Ay! Más de una vez me pregunté si no había sido él quien prendió de la garganta a nuestra pobre señorita con sus garras. Pero el, Animalito de Dios no usa zapatones, ni dispara con un revólver, ni tiene una mano como esa –exclamó el tío Jacques, señalándonos de nuevo la mano roja en la pared. Y, además, lo hubiéramos visto tan bien como a un hombre, y se hubiera quedado encerrado en el cuarto y en el pabellón igual que un hombre...

–Claro –dije. De lejos, antes de haber visto el "cuarto amarillo", yo también me había preguntado si el gato de la tía Agenoux...

–¡Usted también! – exclamó Rouletabille.

–¿Y usted? – le pregunté.

–Yo no, ni por un instante... ¡Desde que leí el artículo de Le Matin, supe que no se trataba de un animal! Ahora puedo jurar que aquí sucedió una terrible tragedia... Pero no nos ha hablado de la boina encontrada, ni del pañuelo, ¿eh, tío Jacques?

–Se los llevó el magistrado, naturalmente –dijo el otro, dudando.

El reportero añadió muy serio:

–Yo no he visto el pañuelo ni la boina, pero puedo decirle cómo son.

–¡Ah! Es usted muy listo... –y el tío Jacques tosió, incómodo.

–El pañuelo es grande, y azul con rayas rojas, y la boina es una vieja boina vasca, como esa –agregó Rouletabille señalando la que llevaba puesta el hombre.

–¡Es cierto!... Usted es adivino...

Y el tío Jacques intentó reírse, pero no lo consiguió.

–¿Cómo sabe que el pañuelo es azul con rayas rojas?

¡Porque si no hubiera sido azul con rayas rojas no se habría encontrado ningún pañuelo!

Sin prestar más atención al tío Jacques, mi amigo sacó de su bolsillo una hoja de papel blanco, tomó una tijera, se inclinó sobre las huellas de pasos, apoyó su papel encima de una de ellas y comenzó a cortar. Así obtuvo una plantilla de papel de contorno muy preciso, que me entregó, rogándome que no la perdiera.

Después se volvió hacia la ventana y, señalando a Frédéric Larsan, que no había abandonado la orilla del estanque, le preguntó al tío Jacques si el policía también había venido a trabajar en el "cuarto amarillo".

–¡No! – respondió Robert Darzac, quien no había pronunciado palabra desde que Rouletabille le diera el pedacito de papel chamuscado. ¡Pretende que no necesita ver el "cuarto amarillo", que el asesino salió del "cuarto amarillo" de una forma muy natural, y que lo demostrará esta noche!

Al oír a Roben Darzac hablar así, Rouletabille –cosa extraordinaria –palideció.

–¿Sabrá Frédéric Larsan la verdad que yo sólo presiento? – murmuró. Frédéric– Larsan es muy hábil..., muy hábil..., y lo admiro... Pero hoy se trata de hacer algo más que una investigación policial... ¡Más de lo que enseña la experiencia!... ¡Se trata de ser lógico, pero lógico, compréndanme bien, como Dios fue lógico cuando dijo: dos más dos es igual a cuatro! ¡Se trata de empuñar la Razón por el extremo correcto!

Y el reportero se precipitó afuera, enloquecido por la idea de que el famoso gran Fred pudiera encontrar, antes que él, la solución del problema del "cuarto amarillo".

Logré alcanzarlo en la entrada del pabellón.

–¡Vamos! – le dije. ¡Cálmese!... ¿Acaso no está contento?

–Sí –me confesó con un gran suspiro. Estoy muy contento.

Descubrí muchas cosas...

–¿De orden moral o de orden material?

–Algunas de orden moral y una de orden material. Fíjese, esto, por ejemplo.

Y, rápidamente, sacó del bolsillo de su chaleco una hoja de papel, que debió de haber guardado durante su expedición bajo la cama, y en cuyo pliegue había colocado un cabello rubio de mujer.

8. EL JUEZ DE INSTRUCCIÓN INTERROGA A LA SEÑORITA STANGERSON

Cinco minutos más tarde, mientras Joseph Rouletabille se inclinaba sobre las huellas de pasos descubiertas en el parque al pie de la ventana del vestíbulo, un hombre, que debía ser un criado del castillo, llegó hasta donde estábamos, dando grandes zancadas, y le gritó a Robert Darzac, que bajaba del pabellón:

–Señor Darzac, ¿sabe que el juez de instrucción está interrogando a la señorita?

Robert Darzac nos dio una vaga excusa y salió corriendo en dirección al castillo; el hombre echó a correr detrás de él.

–Si el cadáver habla –dije–, esto va a ponerse interesante.

–Tenemos que enterarnos –dijo mi amigo. Vamos al castillo.

Y me arrastró. Pero, en el castillo, un gendarme apostado en el vestíbulo nos prohibió el acceso a la escalera del primer piso. Tuvimos que esperar.

Durante ese tiempo, esto sucedía en la habitación de la víctima. El médico de la familia, al comprobar que la señorita Stangerson se encontraba mucho mejor, pero temiendo una recaída fatal que no permitiría volver a interrogarla, creyó que era su deber avisar al juez de instrucción... Y este había decidido proceder inmediatamente a un breve interrogatorio. A este interrogatorio asistieron el señor de Marquet, el secretario, el señor Stangerson y el médico. Más tarde, durante el proceso, logré procurarme el texto de dicho interrogatorio. Helo aquí, en toda su jurídica sequedad:

Pregunta. – Señorita, ¿es capaz de darnos algunos detalles del horrible atentado del que ha sido víctima sin fatigarse demasiado?

Respuesta. – Me siento mucho mejor, señor, y voy a decirle lo que sé. No noté nada anormal cuando entré en mi habitación...

P. – Perdón, señorita. Si me lo permite, voy a hacerle unas preguntas y usted las responderá. Eso la cansará menos que un largo relato.

R. – Como diga, señor.

P.– ¿Cómo empleó usted el tiempo aquel día? Quisiera que sea lo más precisa y meticulosa posible. Si no es demasiado pedir, señorita, me gustaría reconstruir cada uno de sus movimientos de aquel día.

R. – Me levanté tarde, a las diez, por que la noche anterior mi padre y yo habíamos vuelto tarde, ya que habíamos asistido a la cena y a la recepción ofrecidas por el presidente de la República, en honor de los delegados de la Academia de Ciencias de 1 Filadelfia. Cuando salí de mi habitación, a las diez y media, mi padre ya estaba trabajando en el laboratorio. Trabajamos juntos hasta el mediodía; dimos un paseo de una media hora por el parque; almorzamos en el castillo. Media hora de paseo hasta la una y media, como todos los días. Después, mi padre y yo regresamos al laboratorio. Allí nos encontramos con mi doncella, que acababa de arreglar mi cuarto. Yo entro al "cuarto amarillo" para encargarle algunas cosas sin importancia a esta empleada, que sale del pabellón enseguida, y retomo el trabajo con mi padre. A las cinco, salimos del pabellón para dar otro paseo y para tomar el té.

 

P.–Antes de salir, a las cinco, ¿volvió a entrar a su cuarto?

R. – No, señor. Mi padre entró en él, porque le pedí que me trajera el sombrero.

P.– ¿Y no vio nada sospechoso?

Señor Stangerson. – Claro que no, señor.

P.–Además, es casi seguro que el asesino todavía no estaba debajo de la cama en ese momento. Cuando salieron, ¿la puerta de la habitación quedó cerrada con llave?

Señorita Stangerson. – No. No teníamos ninguna razón para hacerlo...

P. – A partir de ese momento, ¿cuánto tiempo estuvieron el señor Stangerson y usted fuera del pabellón?

R.–Más o menos una hora.

P.–Sin lugar a dudas, fue en el transcurso de esa hora cuando el asesino se introdujo en el pabellón. ¿Pero cómo? No lo sabemos. Se han encontrado, en el parque, huellas de pasos que se alejan de la ventana del vestíbulo, pero no se ven pasos que se acerquen. ¿La ventana del vestíbulo estaba abierta cuando salió con su padre?

R. – No me acuerdo.

Señor Stangerson. – Estaba cerrada.

P. – ¿Y cuando volvieron?

Señorita Stangerson. – No presté atención.

Señor Stangerson. – Seguía cerrada... Lo recuerdo; muy bien porque, al regresar, dije en voz alta: "¡La verdad es que el tío Jacques la podía haber abierto en nuestra ausencia!...".

P.–¡Qué extraño, qué extraño! Recuerde, señor Stangerson, que el tío Jacques, mientras estaban afuera y antes de irse, la había abierto. Entonces volvieron a las seis al laboratorio y reanudaron su trabajo.

Señorita Stangerson. – Sí, señor.

P.–¿Y no volvió a abandonar el laboratorio desde esa hora hasta el momento en que entró a su habitación?

Señor Stangerson. – Ni mi hija ni yo, señor. Teníamos un trabajo tan urgente, que no perdíamos ni un minuto. Hasta tal punto que desatendíamos todo lo demás.

P.–¿Cenaron en el laboratorio?

R.–Sí, por la misma razón.

P.–¿Acostumbran cenar en el laboratorio?

R.–Muy pocas veces.

P.–¿Podía saber el asesino que esa noche cena– E rían en el laboratorio?

Señor Stangerson. – Por Dios, señor, no lo creo... Fue al volver al pabellón, a eso de las seis, cuando tomé la decisión de que mi hija y yo cenáramos en el laboratorio. En ese momento, se nos acercó el guardabosque, quien me retuvo un instante para pedirme que lo acompañara en una inspección urgente por el lado del bosque que yo había decidido talar. No podía hacerlo y pospuse la tarea para el día siguiente, y entonces le pedí al guardabosque, que tenía que pasar por el castillo, que le avisara al mayordomo que cenaríamos en el laboratorio. El guardabosque se despidió para llevar mi recado, y yo me reuní con mi hija, a quien le había dado la llave del pabellón y que, a su vez, la había dejado en la puerta del lado de afuera. Mi hija ya estaba trabajando.

P.–Señorita, mientras su padre seguía trabajando, ¿a qué hora entró en su habitación?

Señorita Stangerson. – A las doce de la noche.

P.–¿Entró el tío Jacques en el "cuarto amarillo" en el transcurso de la noche?

R.–Para cerrar los postigos y encender la mariposa, como todas las noches...

P–¿No advirtió nada sospechoso?

R.–Nos lo habría dicho. El tío Jacques es un buen hombre que me quiere mucho.

P.–Señor Stangerson, ¿afirma usted que el tío Jacques no volvió a salir del laboratorio y que se quedó todo el tiempo con usted?

Señor Stangerson. – Estoy seguro. No tengo ninguna duda al respecto.

P.–Señorita, cuando entró en su habitación, cerró inmediatamente la puerta con llave y cerrojo.

Son muchas precauciones, sabiendo que su padre; y su criado estaban allí. ¿Acaso temía usted algo?

R.–Mi padre no tardaría en regresar al castillo ni el tío Jacques en ir a acostarse. Y además, efectivamente, algo temía.

P.–¿Y tanto temía ese algo que tomó prestado el revólver del tío Jacques sin decírselo?

R.–Es verdad, no quería asustar a nadie, principalmente porque mis temores podían resultar pueriles.

P.–¿Y qué era lo que temía?

R.–No sabría decírselo exactamente. Desde hacía varias noches, me parecía oír en el parque y fuera de él, alrededor del pabellón, ruidos insólitos y, a veces, pasos o crujidos de ramas. La noche que precedió al atentado, en que no me acosté hasta las tres de la mañana, de vuelta del Elíseo, me quedé un instante en la ventana y me pareció ver unas sombras...

P.–¿Cuántas sombras?

R.–Dos sombras que daban vueltas alrededor del estanque... Después, la luna se escondió y no vi nada más. Otros años, en esta época, ya he vuelto a mis aposentos en el castillo, donde reanudo mis costumbres de invierno; pero este año me había propuesto no abandonar el pabellón hasta que mi padre hubiera terminado el resumen de sus trabajos sobre La disociación de la materia para la Academia de Ciencias. No quería que esta importante obra, que estaría terminada en unos días, fuera demorada por cualquier cambio de nuestras costumbres cotidianas. Comprenderá que no haya hablado con mi padre de mis temores infantiles y que los ocultara al tío Jacques, quien no habría podido contener su lengua. Sea como fuera, yo sabía que el tío Jacques tenía un revólver en el cajón de su mesa de noche, así que aproveché un momento en que el buen hombre se ausentó durante el día para subir rápidamente al desván y tomar su. arma, que guardé en el cajón de mi propia mesa.

P.–¿Tiene usted algún enemigo?

R.–Ninguno.

P.–Comprenderá, señorita, que precauciones tan excepcionales sorprenden a cualquiera.

Señor Stangerson. – Es cierto, hija, son precauciones muy sorprendentes.

R.–No; les digo que hacía dos noches que no me sentía nada tranquila.

Señor Stangerson. – Tendrías que habérmelo dicho. Es imperdonable. ¡Habríamos evitado una desgracia!

P.–Una vez cerrada la puerta del "cuarto amarillo", ¿se acuesta usted, señorita?

R.–Sí, y como estoy muy cansada, me duermo en seguida.

P.–¿La mariposa seguía encendida?

R.–Sí; pero emitía una luz muy tenue...

P.–Entonces, señorita, díganos lo que ocurrió.

R.–No sé si hacía mucho tiempo que dormía, pero de pronto me despierto... Doy un fuerte grito...

Señor Stangerson. – Sí, un grito horrible... ¡Al asesino!... Todavía lo tengo en mis oídos...

P.–Da usted un fuerte grito...

R.–Había un hombre en mi cuarto. Se abalanzó sobre mí, me puso las manos en la garganta e intentó estrangularme. Ya me estaba ahogando cuando, de pronto, mi mano logra sacar, del cajón entreabierto de mi mesa de luz, el revólver que había puesto allí y que estaba listo para disparar. En ese momento, el hombre me tira de la cama y blande sobre mi cabeza una especie de maza, pero yo disparé. En seguida, sentí un rudo golpe, un golpe terrible en la cabeza. Todo esto, señor juez, fue más rápido de lo que puedo decir, y ya no sé nada más.

P.–¡Nada más!... ¿No tiene idea del modo en que el asesino pudo escaparse de su habitación?

R.–Ni idea... No sé nada más. ¡Uno no sabe lo que pasa a su alrededor cuando está muerto!

P.–¿El hombre era alto o bajo?

R.–Sólo vi una sombra que me pareció imponente.

P.–¿No nos puede dar algún indicio?

R.–Señor, no sé nada más; un hombre se abalanzó sobre mí, le disparé..., y no sé nada más.