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100 Clásicos de la Literatura

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Pero de pronto, unas semanas antes de los acontecimientos que nos ocupan, un rumor al que al principio no se le dio mayor importancia –tan increíble parecía– se propagó por París. ¡La señorita Stangerson consentía, por fin, en premiar la inextinguible llama de Robert Darzac! Sólo cuando se comprobó que el mismo Robert Darzac no desmentía tales comentarios nupciales, se consideró, finalmente, que podía haber algo de cierto en un rumor tan inverosímil. Por fin, el señor Stangerson tuvo a bien anunciar, un día en que salía de la Academia de Ciencias, que la boda de su hija y Robert Darzac se celebraría en la intimidad del castillo de Glandier, tan pronto como su hija y él hubieran dado el último toque al informe que resumiría todos sus trabajos sobre La disociación de la materia, es decir, el retorno de la materia al éter. Los recién casados se instalarían en el Glandier, y el yerno colaboraría en la obra a la que padre e hija habían consagrado su vida.

El mundo científico todavía no había tenido tiempo de recuperarse de esta noticia cuando se enteró del intento de asesinato de la señorita Stangerson, que había ocurrido en las condiciones fantásticas que hemos enumerado y que nuestra visita al castillo va a permitirnos precisar aún más.

No he dudado en darle al lector todos estos detalles retrospectivos, que conocía a raíz de mis relaciones de negocios con Robert Darzac, para que, al cruzar el umbral del "cuarto amarillo", supiera tanto como yo.

5. DONDE JOSEPH ROULETABILLE LE DIRIGE A ROBERT DARZAC UNA FRASE QUE PRODUCE SU PEQUEÑO EFECTO

Hacía unos minutos que Rouletabille y yo caminábamos a lo largo de una tapia que bordeaba la vasta propiedad del señor Stangerson, y ya divisábamos la reja de entrada cuando atrajo nuestra atención un personaje que, encorvado a medias hacia el suelo, parecía tan ocupado que no nos vio llegar. Por momentos se inclinaba, se acostaba casi, en el suelo; por momentos se levantaba y observaba atentamente la tapia; unas veces miraba el hueco de su mano, después daba grandes pasos, luego se ponía a correr y volvía a mirar el hueco de su mano derecha. Rouletabille me detuvo con un gesto:

–¡Silencio! ¡Frédéric Larsan está trabajando!... No lo molestemos.

Joseph Rouletabille sentía una gran admiración por el famoso policía. Yo nunca había visto a Frédéric Larsan, pero conocía muy bien su reputación.

El caso de los lingotes de oro de la Casa de la Moneda, que resolvió cuando todos se daban por vencidos, y el arresto de los ladrones de cajas fuertes del Crédito Universal lo habían vuelto casi un personaje público. En aquella época, en que Joseph Rouletabille todavía no había dado las pruebas admirables de un talento único, Larsan pasaba por la inteligencia más apta para desenredar la enmarañada madeja de los crímenes más misteriosos y más oscuros. Su reputación se había extendido en el mundo entero y, a menudo, la policía de Londres o de Berlín, o incluso de los Estados Unidos, le pedía ayuda cuando los inspectores y los detectives nativos confesaban haber llegado al límite de su imaginación y sus recursos. Así pues, no es de extrañar que, desde el comienzo del misterio del "cuarto amarillo", el jefe de la Sûreté haya pensado en enviar a su valioso subordinado a Londres, adonde Frédéric Larsan había sido enviado por un importante caso de títulos robados, un telegrama que decía: "Vuelva rápido". Creíamos que Frédéric, a quien llamaban, en la Sûreté, el gran Fred, se había dado mucha prisa: sin duda sabía por experiencia que, si lo molestaban, era porque seguramente necesitaban de sus servicios. Fue por eso que aquella mañana Rouletabille y yo lo encontrábamos en plena tarea. Pronto comprendimos en qué consistía.

Lo que no dejaba de observar en el hueco de su mano derecha no era otra cosa que su reloj, y parecía muy ocupado en contar los minutos. Luego desanduvo el camino, reemprendió una vez más su carrera, que no detuvo hasta llegar a la reja del parque, volvió a consultar su reloj, lo puso en su bolsillo, encogió los hombros con un gesto de desaliento, empujó la reja, penetró en el parque, volvió a cerrar la reja con llave, levantó la cabeza y, recién entonces, nos divisó a través de los barrotes. Rouletabille corrió y yo lo seguí. Frédéric Larsan nos esperaba.

–Señor Fred –dijo Rouletabille, quitándose el sombrero y mostrando un profundo respeto, fundado en la auténtica admiración que el joven reportero sentía por el célebre policía–, ¿podría decirnos si Robert Darzac se halla en el castillo en este momento? Está aquí uno de sus amigos, del tribunal de París, que desearía hablarle.

–No lo sé, señor Rouletabille –replicó Fred estrechando la mano de mi amigo, porque ya había tenido ocasión de encontrarse con él varias veces en el transcurso de sus investigaciones más difíciles. No lo he visto.

–Los caseros nos podrán informar, ¿verdad? – dijo Rouletabille, señalando una casita de ladrillos que tenía la puerta y las ventanas cerradas, y que, indudablemente, debía albergar a aquellos fieles guardianes de la propiedad.

–Los caseros no podrán informarle, señor Rouletabille.

–¿Por qué no?

–¡Porque están detenidos desde hace una hora!...

–¡Detenidos! – exclamó Rouletabille. ¿Ellos son los asesinos?... Frédéric Larsan se encogió de hombros.

–¡Cuando no se puede detener al asesino –dijo Larsan con un tono de suprema ironía–, uno siempre se puede dar el lujo de descubrir a los cómplices!

–¿Fue usted quien ordenó detenerlos, señor Fred?

–¡Ah! ¡No! ¡No faltaba más! Yo no mandé que los detuvieran; primero porque estoy casi seguro de que no tienen nada que ver en el asunto, y segundo porque...

–Porque ¿qué? – preguntó ansiosamente Rouletabille.

–Porque... Nada... –dijo Larsan, sacudiendo la cabeza. ¡Porque no hay cómplices! – susurró Rouletabille.

Frédéric Larsan se detuvo en seco, mirando al reportero con interés.

–¡Ah! ¡Ah! Entonces tiene alguna idea sobre el caso... Sin embargo, no ha visto nada, jovencito... Todavía no ha entrado aquí...

–Ya lo haré.

–Lo dudo... La consigna es terminante.

–Entraré si me permite ver a Robert Darzac... Usted sabe que somos viejos amigos... Haga eso por mí, señor Fred, se lo ruego... Acuérdese del bello artículo que le hice sobre los "Lingotes de oro". Por favor, sólo unas palabras con Robert Darzac.

En ese momento, la cara de Rouletabille era muy cómica. Reflejaba un deseo tan irresistible de franquear ese umbral, al otro lado del cual ocurría algún prodigioso misterio; suplicaba con tal elocuencia, no sólo con la boca y con los ojos, sino también con todos sus rasgos, que no pude evitar echarme a reír. Frédéric Larsan, al igual que yo, tampoco pudo mantenerse serio.

Sin embargo, del otro lado de la reja, Frédéric Larsan volvía a meter tranquilamente la llave en su bolsillo. Yo lo examinaba.

Era un hombre que podía tener unos cincuenta años. Tenía una hermosa cabeza, el pelo entrecano, la tez mate, el perfil duro; la frente era prominente; la barbilla y las mejillas estaban cuidadosamente afeitadas; los labios, sin bigote, delicadamente dibujados; los ojos, algo pequeños y redondos, se clavaban en las personas con una mirada inquisidora que extrañaba e inquietaba. Esbelto y de mediana estatura, su aspecto general era elegante y simpático. Nada tenía del vulgar policía. Era un gran artista en su género, y él lo sabía; se podía percibir que tenía una elevada idea de sí mismo. El tono de su conversación era el de una persona escéptica y desengañada. Su extraña profesión le había hecho frecuentar tantos crímenes y bajezas, que habría resultado inexplicable que no le endureciera un poco los sentimientos, según la curiosa expresión de Rouletabille.

Larsan volvió la cabeza al oír el ruido de un coche a sus espaldas. Reconocimos el cabriolé que, en la estación de Épinay, había llevado al juez de instrucción y a su secretario.

–¡Mire! – dijo Frédéric Larsan. ¿Usted quería hablar con Robert Darzac? ¡Ahí está!

El cabriolé ya había llegado a la reja y Robert Darzac le pedía a Frédéric Larsan que le abriera la entrada del parque. Le decía que estaba muy apurado y que apenas tenía tiempo de llegar a Épinay para tomar el próximo tren a París, cuando me reconoció. Mientras Larsan abría la reja, el señor Darzac me preguntó qué podía traerme al Glandier en un momento tan trágico. Entonces noté que estaba atrozmente pálido y que su rostro reflejaba un infinito dolor.

–¿La señorita Stangerson se encuentra mejor? – le pregunté inmediatamente.

–Sí –dijo. Quizás la salven. Tienen que salvarla.

No agregó: "o moriré", pero sentimos temblar el final de la frase al borde de sus labios exangües.

Entonces intervino Rouletabille:

–Señor, sé que está apurado. Sin embargo, necesito hablar con usted. Tengo algo muy importante que decirle.

Frédéric Larsan interrumpió:

–¿Me disculpan si los abandono? – preguntó a Robert Darzac. ¿Tiene una llave o quiere que le dé esta?

–Gracias, tengo una llave. Yo cerraré la reja.

Larsan se alejó rápidamente en dirección al castillo, cuya mole imponente se divisaba a un centenar de metros.

Robert Darzac, con el ceño fruncido, ya se mostraba impaciente. Presenté a Rouletabille como a un excelente amigo; pero, no bien supo que el joven era periodista, el señor Darzac me miró con reproche, se excusó por la urgencia que tenía de llegar a Épinay en veinte minutos, saludó y fustigó su caballo. Pero Rouletabille, ante mi profundo estupor, ya había sujetado las riendas y detenido el pequeño carruaje con mano vigorosa, mientras pronunciaba esta frase, desprovista para mí de todo sentido:

–La rectoría no ha perdido nada de su encanto, ni el jardín de su esplendor.

 

Apenas salieron estas palabras de la boca de Rouletabille vi que Robert Darzac se quedaba perplejo; aunque estaba pálido, palideció aún más, sus ojos se clavaron en el joven con espanto y descendió inmediatamente de su coche con una indescriptible alteración.

–¡Vamos! ¡Sígame! – balbuceó. Y, de repente, prosiguió con una especie de furor–: ¡Vamos, señor, vamos!

Y desanduvo el camino que conducía al castillo, sin decir una palabra más, mientras Rouletabille lo seguía sin soltar el caballo. Le dirigí unas palabras al señor Darzac..., pero no me respondió. Interrogué con la mirada a Rouletabille, pero no me vio.

6. AL FONDO DEL ROBLEDAL

Llegamos al castillo. El viejo torreón se unía a la parte del edificio enteramente reconstruida durante el reinado de Luis XIV por otro cuerpo de edificación moderna, estilo Viollet–le–Duc donde se encontraba la entrada principal. Creo que nunca antes había visto algo tan original, ni tan feo, ni, sobre todo, tan extraño arquitectónicamente como aquel raro conjunto de estilos disparatados. Era monstruoso y cautivador. Al acercarnos, vimos a dos gendarmes que se paseaban delante de una pequeña puerta que daba a la planta baja del torreón. Pronto nos enteramos de que, en esa planta baja, que antiguamente había sido una prisión y ahora servía para guardar trastos, habían encerrado a los caseros, el señor y la señora Bernier.

Robert Darzac nos hizo entrar a la parte moderna del castillo por una ancha puerta protegida por una marquesina. Rouletabille, que había dejado el caballo y el cabriolé al cuidado de un criado, no perdía de vista al señor Darzac; seguí su mirada y me di cuenta de que se dirigía exclusivamente hacia las manos enguantadas del profesor de la Sorbona. Cuando estuvimos en un saloncito lleno de muebles anticuados, el señor Darzac se volvió hacia Rouletabille y le preguntó de un modo bastante brusco: –¡Hable! ¿Qué quiere de mí?

El reportero respondió con la misma brusquedad:

–¡Estrecharle la mano!

Darzac retrocedió:

–¿Qué significa esto?

Evidentemente, había comprendido lo que yo comprendí entonces: que mi amigo lo consideraba sospechoso del abominable atentado. La huella de la mano ensangrentada en las paredes del "cuarto amarillo" se presentó en su mente... Miré a aquel hombre de fisonomía tan altiva, de mirada habitualmente tan frontal, y que en ese momento se turbaba de manera tan extraña. Tendió su mano derecha y, señalándome, dijo:

–Usted es amigo del señor Sainclair, quien me hizo un favor desinteresado en una causa justa, señor, y no veo por qué tendría que negarle mi mano...

Rouletabille no tomó su mano. Dijo, mintiendo con una audacia sin igual:

–Señor, he vivido algunos años en Rusia y allí adquirí la costumbre de no estrechar nunca la mano de quien no se quite los guantes.

Creí que el profesor iba a dar rienda suelta a la furia que comenzaba a agitarlo; pero, por el contrario, con un violento y visible esfuerzo, se calmó, se quitó los guantes y mostró sus manos. No tenían ninguna cicatriz.

–¿Está satisfecho?

–¡No! – replicó Rouletabille. Mi querido amigo –dijo, volviéndose hacia mí–, me veo obligado a pedirle que nos deje solos un instante.

Saludé y me retiré, estupefacto por lo que acababa de ver y oír, y sin comprender cómo Robert Darzac no había echado a la calle a mi impertinente, ofensivo y estúpido amigo... Pues, en aquel instante, no perdonaba a Rouletabille por sus sospechas, que habían desembocado en aquella inaudita escena de los guantes...

Me paseé más o menos veinte minutos delante del castillo, tratando –aunque sin lograrlo– de unir entre sí los diferentes acontecimientos de esa mañana. ¿Qué idea tenía Rouletabille? ¿Era posible que creyera que Robert Darzac fuera el asesino? ¿Cómo podía imaginar que ese hombre, que iba a casarse en unos días con la señorita Stangerson, se hubiera introducido en el "cuarto amarillo" para asesinar a su prometida? Por último, no entendía cómo el asesino había salido del "cuarto amarillo" y, mientras no me explicaran aquel misterio –que me resultaba inexplicable–, estimaba que nadie debía sospechar de nadie. En fin, ¿qué significaba aquella frase descabellada que todavía resonaba en mis oídos: "La rectoría no ha perdido nada de su encanto ni el jardín de su esplendor"? Estaba ansioso por encontrarme a solas con Rouletabille para preguntárselo.

En ese momento, el joven salió del castillo con Robert Darzac. Curiosamente, me di cuenta, apenas los vi, de que eran los mejores amigos del mundo.

–Vamos al "cuarto amarillo" –me dijo Rouletabille. Venga con nosotros. A propósito, querido amigo, se quedará conmigo todo el día. Almorzaremos juntos por aquí...

–Almorzarán conmigo, aquí, señores...

–No, gracias –replicó el joven. Almorzaremos en la Posada del Torreón...

–Comerán muy mal... Allí no encontrarán nada.

–¿Le parece?... Yo espero encontrar algo allí –replicó Rouletabille. Después de almorzar, seguiremos trabajando, escribiré mi artículo, y Sainclair será tan amable de llevarlo a la redacción...

–¿Y usted? ¿No regresará conmigo?

–No, dormiré aquí...

Me volví hacia Rouletabille. Hablaba en serio, y Robert Darzac no se mostró en absoluto sorprendido...

En aquel momento pasábamos delante del torreón, y oímos algunos lamentos. Rouletabille preguntó:

–¿Por qué detuvieron a esa gente?

–Es un poco por mi culpa –dijo el señor Darzac. Ayer le hice notar al juez de instrucción que es inexplicable que los caseros hayan tenido tiempo de oír los disparos, vestirse y recorrer la gran distancia que separa su casa del pabellón, todo eso en dos minutos; porque no transcurrieron más de dos minutos entre los disparos y el momento en que se encontraron con el tío Jacques.

–Efectivamente, es sospechoso –asintió Rouletabille. ¿Y estaban vestidos?

–Eso es lo increíble... Estaban completamente vestidos..., de pies a cabeza y bien abrigados... No le faltaba ninguna prenda a su vestimenta.

La mujer llevaba zuecos, pero el hombre tenía los cordones de sus zapatos atados. Ahora bien, ellos declararon que se habían acostado, como todas las noches, a las nueve. Esta mañana, cuando llegó el juez de instrucción, que había traído de París un revólver del mismo calibre que el del crimen (porque no quiere tocar el revólver que es prueba del delito), mandó a su secretario a disparar dos tiros en el "cuarto amarillo", con la ventana y la puerta cerradas. Estábamos con él en la casa de los caseros; no oímos nada..., no se alcanza a oír nada. Eso significa que los caseros mintieron, no cabe duda... Estaban listos; ya estaban afuera, cerca del pabellón; esperaban algo. Por cierto, no se los acusa de ser los autores del atentado, pero es probable que sean cómplices... El señor de Marquet ordenó que los detuvieran inmediatamente.

–Si fueran cómplices –dijo Rouletabille–, habrían llegado desarreglados o, mejor aún, no habrían llegado. Cuando alguien se precipita a los brazos de la justicia, con tantas pruebas de complicidad en su contra, es porque no es cómplice. No creo que haya habido cómplices en este asunto.

–Entonces, ¿por qué estaban afuera a la medianoche? ¡Que lo digan!

–Seguramente tienen algún interés en callarse. Se trata de saber cuál es... Aunque no sean cómplices, puede tener importancia. Todo lo que sucede en una noche semejante es importante...

Acabábamos de cruzar un viejo puente construido sobre el foso y entrábamos en esa parte del parque llamada "El Robledal". Había allí robles centenarios. El otoño ya había retorcido sus hojas amarillentas, – y sus altas ramas, negras y serpenteantes, parecían horribles cabelleras, nudos de reptiles gigantescos entrecruzados como los que el antiguo escultor retorció en la cabeza de Medusa. Aquel lugar, que la señorita Stangerson habitaba en verano porque le resultaba alegre, nos pareció, en aquella estación, triste y fúnebre. El suelo estaba negro, embarrado por las lluvias recientes y el cieno formado por las hojas muertas; los troncos de los árboles estaban negros; hasta el cielo, sobre nuestras cabezas, estaba de duelo, cargado de espesos nubarrones. Y, en aquel retiro sombrío y desierto, vimos las paredes blancas del pabellón. Extraña construcción, sin una ventana visible desde el lugar donde aparecía ante nosotros. Sólo una pequeña puerta señalaba la entrada. Parecía una tumba, un amplio mausoleo en el fondo de un bosque abandonado... A medida que nos acercábamos, adivinábamos su disposición. El edificio recibía toda la luz que necesitaba al mediodía, es decir, del otro lado de la propiedad, del lado del campo. Detrás de la pequeña puerta cerrada sobre el parque, el señor y la señorita Stangerson debían de encontrar un reducto ideal para vivir con su trabajo y sus sueños. Además, voy a dar enseguida el plano del pabellón. Tenía una planta baja, a la que se accedía por unos escalones, y un desván bastante elevado que no nos interesa en absoluto. Este es el sencillo plano de la planta baja, que ofrezco al lector.

Fue dibujado por el mismo Rouletabille, y pude comprobar que no le faltaba una sola línea, una sola indicación que pudiera ayudar a la solución del problema que se planteaba entonces ante la justicia. Con las indicaciones y el plano, sabrán tanto como sabía Rouletabille cuando entró al pabellón por primera vez, y todos nos preguntábamos: ¿Por dónde se pudo haber escapado el asesino del "cuarto amarillo"?

1. "Cuarto amarillo", con su única ventana enrejada y una sola puerta que da al laboratorio.

2. Laboratorio, con sus dos grandes ventanas enrejadas y sus puertas: una que da al vestíbulo y la otra, al "cuarto amarillo".

3. Vestíbulo, con su ventana sin reja y su puerta de entrada, que da al parque.

4. Baño.

5. Escalera que conduce al granero.

6. Amplia y única chimenea del pabellón, que sirve para las experiencias del laboratorio.

Antes de subir los tres escalones de la puerta del pabellón, Rouletabille nos detuvo y le preguntó a quemarropa al señor Darzac:

–Y bien, ¿cuál es el móvil del crimen?

–Para mí, señor, no hay ninguna duda con respecto a eso –dijo el novio de la señorita Stangerson con enorme tristeza. Las huellas de los dedos, los profundos arañazos en el pecho y en el cuello de la señorita Stangerson demuestran que el miserable que estaba allí cometió un terrible atentado. Los peritos médicos, que examinaron ayer esas marcas, afirman que fueron hechas por la misma mano cuyo rastro ensangrentado quedó en la pared; una mano enorme, señor, y que no entraría en mi guante –añadió con una amarga e indefinible sonrisa...

–Esa mano roja –interrumpí–, ¿no podría ser la huella de los dedos ensangrentados de la señorita Stangerson, quien, en el momento de caer, habría chocado contra la pared y dejado, al deslizarse, una imagen alargada de su mano llena de sangre?

–No había una sola gota de sangre en las manos de la señorita Stangerson cuando la levantaron –respondió Darzac.

–Entonces –dije–, ahora estamos seguros de que era la señorita Stangerson la que estaba armada con el revólver del tío Jacques, ya que hirió la mano del asesino. ¿Quiere decir que ella tenía miedo de algo o de alguien?

–Es probable...

–¿No sospecha de nadie?

–No... –respondió el señor Darzac, mirando a Rouletabille.

Rouletabille, entonces, me dijo:

–Tiene que saber, mi amigo, que la investigación está un poco más avanzada de lo que quiso confiarnos nuestro misterioso señor de Marques. No sólo la instrucción ahora sabe que el revólver fue el arma que la señorita Stangerson usó para defenderse, sino que sabe, lo supo enseguida, cuál fue el arma que sirvió para atacar y para golpear a la señorita Stangerson. El señor Darzac me ha dicho que se trata de un hueso de cordero. ¿Por qué el señor de Marquet rodea a ese hueso de cordero de tanto misterio? ¿Para facilitar las investigaciones de la Sûreté? Probablemente. Tal vez imagina que van a encontrar a su propietario entre aquellos hampones de París que son conocidos por utilizar este instrumento, el más terrible que la naturaleza haya inventado, para cometer sus crímenes... Y además, ¿alguien puede saber lo que pasa por la cabeza de un juez de instrucción? – agregó Rouletabille con despectiva ironía.

Yo pregunté:

–¿Entonces encontraron un hueso de cordero en el "cuarto amarillo"?

–Sí, señor –dijo Robert Darzac–: al pie de la cama; pero le ruego que no lo mencione. El señor de Marquet nos ha pedido que guardáramos el secreto. – Hice un gesto de asentimiento. Es un enorme hueso de cordero que tenía la cabeza o, mejor dicho, la articulación completamente roja por la sangre de la espantosa herida que le había causado a la señorita Stangerson. Es un viejo hueso de cordero que, según las apariencias, ya debió servir para algunos crímenes. Eso piensa el señor de Marquet, que lo envió a París, al laboratorio municipal, para que lo analizaran. Cree, en efecto, que descubrió no sólo la sangre fresca de la última víctima, sino también marcas rosadas que no serían otra cosa sino manchas de sangre seca, testimonios de crímenes anteriores.

 

–Un hueso de cordero, en la mano de un asesino experimentado, es un arma espantosa –dijo Rouletabille–, un arma más efectiva y más segura que un pesado martillo.

–Bien lo ha demostrado el miserable –dijo lleno de dolor Robert Darzac. El hueso de cordero golpeó terriblemente a la señorita Stangerson en la frente. La articulación del hueso de cordero se adapta perfectamente a la herida. Para mí, esta herida habría sido mortal si el asesino no hubiera sido detenido en parte, al dar el golpe, por el revólver de la señorita Stangerson. Herido en la mano, tiró el hueso de cordero y se escapó. Lamentablemente, el golpe con el hueso de cordero ya había sido asestado y completado..., y la señorita Stangerson estaba casi muerta, después de haber sido casi estrangulada. Si la señorita Stangerson hubiera logrado herir al hombre con el primer disparo, se habría salvado, quizás, del hueso de cordero... Pero ella seguramente tomó su revólver demasiado tarde; además, el primer disparo, en la lucha, se desvió, y la bala fue a dar al cielo raso; recién el segundo disparo le acertó...

Tras decir esto, el señor Darzac golpeó a la puerta del pabellón. ¿Hace falta que les confiese mi impaciencia por penetrar en el lugar del crimen? Temblaba y, a pesar del inmenso interés que tenía la historia del hueso de cordero, me inquietaba ver que nuestra conversación se prolongaba y que la puerta del pabellón no se abría.

Finalmente, se abrió.

Un hombre, a quien reconocí como al tío Jacques, estaba en el umbral.

Me pareció que tendría unos sesenta años bien cumplidos. Larga barba blanca, el cabello blanco cubierto por una boina vasca, un traje de pana marrón con los bordes gastados, zuecos; de aspecto gruñón, una cara bastante desagradable que, sin embargo, se iluminó no bien vio a Robert Darzac.

–Unos amigos –dijo simplemente nuestro guía. ¿No hay nadie en el pabellón, tío Jacques?

–No puedo dejar entrar a nadie, señor Robert; pero por supuesto que la consigna no rige para usted... ¿Quién lo entiende? Ya vieron todo lo que había que ver, esos señores de la justicia. Hicieron bastantes dibujos y averiguaciones.

–Disculpe, señor Jacques, una pregunta antes que nada –dijo Rouletabille.

–Hágala, joven, y si puedo contestarle...

–¿Su ama llevaba, aquella noche, el cabello en bandós..., usted me entiende: el cabello en bandós sobre la frente?

–No, señorito. Mi ama nunca llevó el pelo en bandós como usted dice, ni esa noche, ni las demás. Tenía, como siempre, el pelo recogido de forma que se podía ver su hermosa frente, ¡pura como la de un niño que acaba de nacer!...

Rouletabille gruñó, y se puso inmediatamente a inspeccionar la puerta. Examinó minuciosamente la cerradura automática. Comprobó que esa puerta no podía nunca quedar abierta y que hacía falta una llave para abrirla. Después entramos en el vestíbulo, un pequeño cuarto bastante luminoso, con piso de baldosas de color rojo.

–¡Ah! ¡Aquí está la ventana por la que se escapó el asesino! – dijo Rouletabille.

–¡Qué dicen, señores, qué dicen! ¡Pero si se hubiera escapado por ahí, lo habríamos visto, seguro! ¡No somos ciegos! ¡Ni el señor Stangerson, ni yo, ni los caseros que metieron en la cárcel! ¿Por qué no me meten también a mí en la cárcel, por lo de mi revólver?

Rouletabille ya había abierto la ventana y examinado los postigos. – ¿Estaban cerrados a la hora del crimen?

–Con el pestillo de hierro, por adentro –dijo el tío Jacques. Y en cuanto a mí, sé muy bien que el asesino pasó a través...

–¿Hay manchas de sangre?

–Sí, mire, ahí, en la piedra, por afuera... ¿Pero qué clase de sangre?

–¡Ah! – exclamó Rouletabille. Se ven los pasos..., allá, en el camino... La tierra estaba muy mojada, los examinaremos más tarde.

–¡Tonterías! – interrumpió el tío Jacques. ¡El asesino no pasó por allí! – Y entonces, ¿por dónde?

–¡Y yo qué sé!

Rouletabille observaba todo, husmeaba todo. Se puso de rodillas y, rápidamente, revisó las baldosas manchadas del vestíbulo. El tío Jacques seguía:

–¡Ah! No encontrará nada, señorito. Ellos no encontraron nada... Y, además, ahora está demasiado sucio... ¡Entró tanta gente! No quieren que lave las baldosas... Pero el día del crimen yo, el tío Jacques, había baldeado las baldosas..., y, si el asesino hubiera pasado por ahí con sus "tamangos", lo habríamos visto; ¡bastantes marcas dejó con sus zapatones en la habitación de la señorita!

Rouletabille se levantó y preguntó:

–¿Cuándo lavó estas baldosas por última vez?

Y clavaba en el tío Jacques unos ojos a los que no se les escapa nada.

–¡Pero le digo que el mismo día del crimen! A eso de las cinco y media..., mientras la señorita y su padre daban un paseo antes de comer aquí mismo, porque cenaron en el laboratorio. Al día siguiente, cuando vino el juez, pudo ver todas las huellas de los pasos en el piso, tan claras como tinta sobre papel, como quien diría. Y bien, ni en el laboratorio, ni en el vestíbulo, que estaban limpios como una moneda nueva, se encontraron sus pasos... ¡Los del hombre!... Y, como los encontramos cerca de la ventana, por afuera, entonces tiene que haber agujereado el cielo raso del "cuarto amarillo", pasado por el desván, perforado el techo y bajado hasta la ventana del vestíbulo, dejándose caer por allí... Ahora bien, no hay ningún agujero en el cielo raso del "cuarto amarillo"..., ni en mi desván, ¡por supuesto!... Así que, como ven, no se sabe nada... ¡Nada de nada!... ¡Y, a fe mía, no se sabrá nunca nada!... ¡Es un misterio del demonio!

Repentinamente, Rouletabille se arrodilló, casi delante de la puerta de un pequeño baño que se abría en el fondo del vestíbulo. Se quedó en esa posición por lo menos un minuto.

–¿Y bien? – le pregunté cuando se volvió a levantar.

–¡Oh! Nada importante; una gota de sangre.

El joven se volvió hacia el tío Jacques.

–Cuando limpió el laboratorio y el vestíbulo, ¿la ventana del vestíbulo estaba abierta?

–No señor, estaba cerrada. Pero, después de limpiar, encendí leña para el señor, en el hornillo del laboratorio, y había humo, porque la había encendido con periódicos. Entonces abrí las ventanas del laboratorio y la del vestíbulo para hacer corriente de aire. Después, volví a cerrar las del laboratorio, pero dejé abierta la del vestíbulo, y después salí un instante, para ir a buscar un cepillo al castillo... Cuando volví al pabellón, la ventana estaba cerrada, y el señor y la señorita ya se hallaban trabajando en el laboratorio.

–¿El señor y la señorita Stangerson habrán cerrado la ventana cuando entraron?

–Quizás.

–¿No se lo preguntó?

–¡No!...

Después de echar un vistazo prolongado al pequeño baño y al hueco de la escalera que conducía al desván, Rouletabille, que ignoraba por completo nuestra existencia, entró al laboratorio. Confieso que lo seguí con una profunda emoción. Robert Darzac no perdía un solo gesto de mi amigo... En cuanto a mí, mis ojos se dirigieron enseguida a la puerta del "cuarto amarillo". Estaba cerrada o, mejor dicho, apoyada contra el laboratorio, porque comprobé inmediatamente que se hallaba medio desvencijada e inutilizable... Los esfuerzos de los que se precipitaron sobre ella, en el momento del drama, la habían roto... Mi joven amigo, que realizaba su tarea metódicamente, contemplaba, sin decir una palabra, la habitación en la que nos encontrábamos... Era amplia y luminosa. Dos grandes ventanas, casi ventanales, provistas de barrotes, se abrían al inmenso campo. Un claro en el bosque, una vista magnífica sobre todo el valle, sobre la llanura, hasta la gran ciudad que j debía divisarse, más lejos, en el fondo, los días de sol. Pero, hoy, no hay más que barro en la tierra, hollín en el cielo..., y sangre en este cuarto...