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100 Clásicos de la Literatura

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–¡Ahora no entiendo nada! – exclamé. Aunque, en realidad, nunca lo he entendido...

Rouletabille se encogió de hombros:

–¿No hay nada que le haya llamado la atención en el artículo de Le Matin?

–La verdad que no... Todo lo que dice me pareció igualmente extraño...

–Está bien, pero... ¿Y la puerta cerrada con llave? – Es lo único natural del relato...

–¡Es verdad!... ¿Y el cerrojo?...

–¿El cerrojo?

–El cerrojo echado por dentro... ¡Cuántas precauciones tomó la señorita Stangerson...! Yo creo que la señorita Stangerson sabía que tenía motivos para temerle a alguien; había tomado sus precauciones; incluso se había apoderado del revólver del tío Jacques, sin avisarle. Seguramente, no quería asustar a nadie; sobre todo, no quería asustar a su padre... Lo que la señorita Stangerson temía ocurrió... y se defendió. Hubo una pelea, y utilizó hábilmente su revólver para herir al asesino en la mano –así se explica la huella de la ancha mano de hombre ensangrentada en la pared y en la puerta, de ese hombre que buscaba casi a tientas una salida para huir–, pero no disparó con suficiente rapidez como para escapar del golpe terrible que iba a recibir en la sien derecha.

–¿Entonces no fue el revólver el que hirió a la señorita Stangerson en la sien?

–El diario no lo dice y yo, por mi parte, no lo creo así, porque me parece lógico que el revólver haya sido usado por la señorita Stangerson contra el asesino. Ahora bien, ¿cuál era el arma del asesino? Ese golpe en la sien parecería probar que el asesino quiso matar a la señorita Stangerson, después de intentar en vano estrangularla... El asesino debía saber que el desván estaba habitado por el tío Jacques, y pienso que es una de las razones por las que quiso actuar con un arma silenciosa, tal vez una cachiporra o un martillo...

–¡Todo eso no nos explica cómo salió nuestro asesino del "cuarto amarillo"! – repuse.

–Por supuesto –respondió Rouletabille levantándose–; y, como hay que explicarlo, voy al castillo de Glandier, y vine a buscarlo para que me acompañe...

–¡Yo!

–Sí, mi querido amigo, lo necesito. L´Époque me encomendó definitivamente este caso, y tengo que aclararlo lo antes posible.

–Pero, ¿en qué puedo ayudarlo?

–Roben Darzac está en el castillo de Glandier.

–Es cierto... ¡Y debe de estar desesperado!

–Tengo que hablar con él...

Rouletabille pronunció esta frase con un tono que me sorprendió:

–¿Acaso ve algo interesante por ese lado?... –le pregunté.

–Sí.

Y no quiso decir nada más. Pasó a mi salón rogándome que me arreglara de prisa.

Yo conocía a Robert Darzac por haberle hecho un gran favor judicial en un proceso civil, cuando era secretario del letrado Barbet Delatour. Robert Darzac, que en aquella época tenía unos cuarenta años, era profesor de Física en la Sorbona. Estaba íntimamente relacionado con los Stangerson, porque, luego de siete años de cortejarla asiduamente, finalmente estaba a punto de casarse con la señorita Stangerson, una mujer de cierta edad (tendría unos treinta y cinco años) pero todavía muy hermosa.

Mientras me vestía, le grité a Rouletabille, que comenzaba a impacientarse en mi salón:

–¿Tiene alguna idea sobre la condición del asesino?

–Sí –respondió. Lo imagino, si no hombre de mundo, por lo menos de una clase bastante alta... Todavía no es más que una impresión...

–¿Y qué le hace tener esa impresión?

–Pues bien –replicó el muchacho–, la boina mugrienta, el pañuelo vulgar y las huellas de los zapatos toscos en el suelo...

–Comprendo. –exclamé. – ¡No se dejan tantas huellas tras de sí, cuando son la expresión de la verdad!

–¡Algo lograremos de usted, mi querido Sainclair! – concluyó Rouletabille.

3. "UN HOMBRE PASÓ COMO UNA SOMBRA A TRAVÉS DE LOS POSTIGOS"

Media hora después, Rouletabille y yo estábamos en el andén de la estación de Orleans, esperando que saliera el tren que nos dejaría en Épinay–sur–Orge. Vimos llegar a las autoridades judiciales de Corbeil, representadas por el señor de Marquet y su secretario. El señor de Marquet había pasado la noche en París –con su secretario– para asistir, en la Scala, al ensayo general de una revista de la que era el autor encubierto, y que había firmado simplemente como Castigat Ridendo.

El señor de Marquet empezaba a envejecer noblemente. Era un hombre cortés y galante, y la única pasión de su vida había sido el arte dramático. En su carrera de magistrado, sólo se había interesado realmente por los casos que podían procurarle por lo menos el tema de un acto. Aunque con los importantes contactos que tenía pudo haber aspirado a los más altos puestos judiciales, en realidad sólo había trabajado para "llegar" al romántico Porte–Saint–Martin o al pensativo Odéon. Tal ideal lo había conducido, ya mayor, a ser juez de instrucción en Corbeil, y a firmar Castigat Ridendo una breve pieza picante en la Scala.

El caso del "cuarto amarillo", por sus rasgos inexplicables, debía seducir a un espíritu tan... literario. Le interesaba prodigiosamente, y el señor de Marquet se entregó a él menos como magistrado ávido de conocer la verdad que como aficionado a las comedias de enredos, que concentra toda su atención en la intriga, y que, sin embargo, a nada teme más que a llegar al final del último acto, donde todo se explica.

Así pues, cuando nos encontramos con ellos, oí cómo el señor de Marquet le decía a su secretario en un suspiro:

–¡Ojalá, mi querido señor Maleine, que este contratista no nos eche abajo, con su piqueta, un misterio tan hermoso!

–No se preocupe –respondió Maleine–; su piqueta quizás eche abajo el pabellón, pero dejará intacto nuestro caso. Examiné las paredes y estudié el cielo raso y el piso, y de esto entiendo bastante. A mí no me engañan. Podemos estar tranquilos. No descubriremos nada.

Luego de haber serenado así a su jefe, el señor Maleine nos señaló con un discreto movimiento de cabeza. El señor de Marquet frunció el ceño y, cuando vio acercarse a Rouletabille, quien ya se descubría, se precipitó hacia una de las puertas y subió al tren de un salto, diciéndole a media voz a su secretario:

–¡Sobre todo, nada de periodistas!

El señor Maleine replicó:

–¡Entendido!

Detuvo la carrera de Rouletabille y pretendió impedir que subiera al compartimiento del juez de instrucción.

–Perdonen, señores. Este compartimiento está reservado...

–Soy periodista, señor. Redactor de L'Époque –dijo mi joven amigo, y le prodigó una gran cantidad de saludos y cortesías–, y tengo que decirle unas palabras al señor de Marquet.

–El señor de Marquet está muy ocupado con su investigación...

–¡Oh! Créame, su investigación me es absolutamente indiferente... Yo no escribo sobre perros atropellados –declaró el joven Rouletabille, cuyo labio inferior expresaba en ese momento un infinito desprecio por la literatura de los "informadores generales". Soy cronista de espectáculos... y como esta noche tengo que hacer una breve crítica sobre la revista de la Scala...

–Suba, señor, por favor... –dijo el secretario, apartándose.

Rouletabille ya estaba en el compartimiento. Lo seguí. Me senté a su lado; el secretario subió y cerró la puerta.

El señor de Marquet miraba a su secretario.

–¡Oh, señor! – comenzó Rouletabille. No culpe "a este buen hombre" si transgredí sus órdenes; no es con el señor de Marquet con quien quiero tener el honor de hablar, ¡sino con el señor Castigat Ridendo!... Como cronista de teatro de L´Époque, permítame felicitarlo...

Y Rouletabille, luego de presentarme, se presentó a su vez.

El señor de Marquet acariciaba su barba puntiaguda con un gesto inquieto. En pocas palabras le explicó a Rouletabille que era un autor demasiado modesto para desear que el velo de su seudónimo se corriera públicamente, y esperaba que el entusiasmo del periodista por la obra del dramaturgo no llegara a descubrir al público que el señor Castigat Ridendo no era otro sino el juez de instrucción de Corbeil.

–La obra del autor dramático podría perjudicar –añadió, con una ligera vacilación a la obra del magistrado... sobre todo en la provincia, donde todo es un poco rutinario...

–¡Oh! ¡Cuente con mi discreción! – exclamó Rouletabille levantando las manos y poniendo al Cielo de testigo.

En ese momento, el tren arrancó...

–¡Ya salimos! – dijo el juez de instrucción, sorprendido de vernos hacer el viaje con él.

–Sí, señor, la verdad se pone en marcha... –dijo el reportero, sonriendo amablemente–, en marcha hacia el castillo de Glandier... ¡Bonito caso, señor de Marquet, bonito caso!...

–¡Oscuro caso! Increíble, insondable, inexplicable caso... Y sólo temo una cosa, señor Rouletabille... y es que los periodistas metan sus narices por querer explicarlo...

Mi amigo recibió la indirecta.

–Sí –dijo simplemente–, es de temer... Se meten en todo... En cuanto a mí, señor juez de instrucción, sólo le hablo porque la casualidad, la pura casualidad, me puso en su camino y casi en su compartimiento.

–¿Adónde va usted? – preguntó el señor de Marquet.

–Al castillo de Glandier –dijo Rouletabille sin vacilar. El señor de Marquet se sobresaltó.

–¡No podrá entrar, señor Rouletabille!...

–¿Usted me lo impedirá? erijo mi amigo, ya dispuesto a dar batalla.

–¡Claro que no! Aprecio demasiado a la prensa y a los periodistas para mostrarme desagradable en ningún caso, pero el señor Stangerson ha prohibido la entrada a todo el mundo. Y la puerta está bien custodiada. Ayer, ni un solo periodista pudo cruzar el vallado del Glandier.

 

–Tanto mejor –replicó Rouletabille–, llego a tiempo.

El señor de Marquet apretó los labios y pareció dispuesto a mantener un obstinado silencio. Sólo se distendió un poco cuando Rouletabille no quiso ocultarle por más tiempo que íbamos al Glandier para estrechar la mano "de un viejo amigo íntimo", ya que así se refirió a Robert Darzac, a quien, a lo sumo, había visto una vez en su vida.

–¡Pobre Robert! – continuó el joven reportero. ¡Pobre Robert! Es capaz de morir... Amaba tanto a la señorita Stangerson...

–Verdaderamente da pena ver el dolor del señor Darzac... –dejó escapar, como a su pesar, el señor de Marquet.

–Pero es de esperar que la señorita Stangerson se salve...

Ojalá... Su padre me decía ayer que, si llegara a sucumbir, él no tardaría mucho en reunirse con ella en la tumba... ¡Qué pérdida incalculable para la ciencia!

–La herida en la sien es grave, ¿no es cierto?...

¡Claro! Pero es una suerte increíble que no haya sido mortal... ¡Recibió un golpe tan fuerte!

–Entonces, no fue el revólver lo que hirió a la señorita Stangerson

–dijo Rouletabille, lanzándome una mirada triunfal.

El señor de Marquet parecía muy molesto.

–¡Yo no he dicho nada, no quiero decir nada y no diré nada! Y se volvió hacia su secretario como si ya no nos conociera.

Pero no era tan fácil deshacerse de Rouletabille. Este se acercó al juez de instrucción y, mostrándole un ejemplar de Le Matin que sacó de su bolsillo, le dijo:

–Hay una cosa, señor juez de instrucción, que puedo preguntarle sin ser indiscreto. ¿Leyó el relato de Le Matin? Es absurdo, ¿no es cierto?

–Para nada, señor...

–¡Cómo dice! El "cuarto amarillo" sólo tiene una ventana enrejada cuyos barrotes no fueron arrancados, y una puerta que han echado abajo... ¡Y no pueden encontrar al asesino!

–¡Así es, señor! ¡Así es!... ¡Así es como se plantea el interrogante!...

Rouletabille no dijo nada más y se perdió en pensamientos desconocidos... Así pasaron quince minutos.

Cuando volvió a la realidad, dirigiéndose de nuevo al juez de instrucción, dijo:

–¿Cómo estaba peinada la señorita Stangerson esa noche?

–No entiendo adónde quiere llegar –dijo el señor de Marquet.

–Es algo de gran importancia –replicó Rouletabille. Llevaba el pelo en bandós, ¿no es cierto? ¡Estoy seguro de que esa noche, la noche de la tragedia, llevaba el pelo en bandós!

–Pues bien, señor Rouletabille, se equivoca –respondió el juez de instrucción. Esa noche, la señorita Stangerson tenía todo el cabello recogido en un rodete en la cabeza... Debe de ser su peinado habitual... Con la frente completamente descubierta..., se lo puedo asegurar porque examinamos detenidamente la herida. No había sangre en el cabello... y nadie tocó su peinado desde el atentado.

–¿Está seguro? ¿Está seguro de que la señorita Stangerson, la noche del atentado, no tenía el pelo en bandós?...

–Completamente seguro –prosiguió el juez sonriendo–, porque, precisamente, todavía recuerdo al doctor diciéndome, mientras yo examinaba la herida: "Es una lástima que la señorita Stangerson tenga la costumbre de peinarse con el cabello recogido, dejando la frente golpe que recibió en la sien". Ahora bien, le diré que me parece extraño que le dé importancia...

–¡Oh! Si no tenía el pelo en bandós, ¿adónde vamos a parar? – se lamentó Rouletabille. ¿Adónde vamos aparar? Tendré que informarme al respecto. – E hizo un gesto de desolación.

–¿Y la herida en la sien es terrible? – volvió a preguntar.

–Terrible.

–Por último, ¿qué arma se usó?

–Eso, señor, es secreto de instrucción.

–¿Encontró el arma?

El juez de instrucción no respondió.

–¿Y la herida en la garganta?

En este punto, el juez de instrucción aceptó confiarnos que la herida en la garganta era tal que podían afirmar que, si el asesino hubiera apretado esa garganta unos segundos más, la señorita Stangerson habría muerto estrangulada.

–El caso, tal como lo refiere Le Matin –continuó Rouletabille, obstinado–, me parece cada vez más inexplicable. ¿Puede decirme, señor juez, cuántas aberturas, puertas y ventanas hay en el pabellón?

–Hay cinco –respondió el señor de Marquet, después de haber tosido dos o tres veces, pero sin poder resistir más el deseo que tenía de exponer todo el increíble misterio del caso que instruía. Hay cinco, contando la puerta del vestíbulo, que es la única de entrada del pabellón, una puerta que siempre está cerrada automáticamente y que, tanto desde adentro como desde afuera, sólo se puede abrir con un par de llaves especiales de las que el tío Jacques y el señor Stangerson nunca se separan. La señorita Stangerson no las necesita porque el tío Jacques vive en el pabellón y ella, durante el día, está siempre con su padre. Cuando los cuatro entraron precipitadamente en el "cuarto amarillo", cuya puerta habían conseguido derribar, la puerta de entrada del vestíbulo, por su parte, había permanecido cerrada como todos los días, y una de las dos llaves de esa puerta estaba en el bolsillo del señor Stangerson y la otra, en el del tío Jacques. En cuanto a las ventanas del pabellón, son cuatro: la única ventana del "cuarto amarillo", las dos ventanas del laboratorio y la ventana del vestíbulo. La ventana del "cuarto amarillo" y las del laboratorio dan al campo; sólo la ventana del vestíbulo da al parque.

–¡Por esa ventana salió del pabellón! –exclamó Rouletabille.

–¿Cómo lo sabe? – preguntó el señor de Marquet, clavando en mi amigo una extraña mirada.

–Ya veremos más tarde de qué modo se escapó el asesino del "cuarto amarillo" –replicó Rouletabille–, pero tuvo que salir del pabellón por la ventana del vestíbulo...

–Una vez más, ¿cómo lo sabe?

–¡Por Dios, es muy simple! Al no poder huir por la puerta del pabellón, tiene que salir por una ventana y, para que pase, tiene que haber por lo menos una ventana que no esté enrejada. La ventana del "cuarto amarillo" está enrejada porque da al campo; las dos ventanas del laboratorio deben de estarlo por la misma razón. Y dado que el asesino huyó, me imagino que encontró una ventana sin barrotes, y tiene que ser la del vestíbulo que da al parque, es decir, al interior de la propiedad. ¡No es nada del otro mundo!...

–Sí –dijo el señor de Marquet–, pero lo que usted no podía adivinar era que esa ventana del vestíbulo, que es la única, en efecto, que no tiene barrotes, posee unos sólidos postigos de hierro. Ahora bien, esos postigos de hierro permanecieron cerrados por dentro con su pestillo de hierro, y sin embargo, tenemos pruebas de que el asesino, en efecto, huyó del pabellón por esa misma ventana. Rastros de sangre en la pared interior y en los postigos, y huellas de pasos en la tierra, pasos completamente similares a los que medí en el "cuarto amarillo", atestiguan que el asesino se escapó por ahí. Pero entonces, ¿cómo lo hizo, si los postigos permanecieron cerrados por dentro? Pasó como una sombra a través de los postigos. Y, finalmente, lo más desconcertante de todo es haber encontrado la huella del asesino, en el momento en que este huía del pabellón, cuando es imposible tener la menor idea del modo en que el asesino salió del "cuarto amarillo", ya que debió atravesar, forzosamente, el laboratorio para llegar al vestíbulo. ¡Ah, sí, señor Rouletabille! Este caso es alucinante... ¡Es un bonito caso, ya lo creo! Y llevará mucho tiempo encontrar su solución, ¡eso espero!...

–¿Qué es lo que espera, señor juez de instrucción?...

El señor de Marquet se rectificó:

–... No lo espero... Lo creo...

–¿Entonces cerraron la ventana, por dentro, después de que huyó el asesino? – preguntó Rouletabille.

–Seguramente, y eso me parece, por el momento, natural aunque inexplicable... Porque habría un cómplice o varios cómplices..., y no los veo...

Luego de un silencio, agregó:

–¡Ah! Si la señorita Stangerson se sintiera bien hoy para interrogarla...

Rouletabille, continuando con su razonamiento, preguntó:

–¿Y el desván? Tiene que haber una abertura en el desván.

–Sí, en efecto, no la había contado; así serían seis aberturas. Arriba hay una ventanita, más bien un tragaluz y, como da al exterior de la propiedad, el señor Stangerson también mandó poner barrotes. En ese tragaluz, como en las ventanas de la planta baja, los barrotes estaban intactos; y los postigos, que, como es lógico, se abren por dentro, permanecieron cerrados. Por lo demás, no descubrimos nada que pueda hacernos sospechar que el asesino haya pasado por el desván.

–¡Así que para usted, señor juez de instrucción, no caben dudas de que asesino escapó, aunque no se sepa cómo, por la ventana del vestíbulo!

–Todo lo demuestra...

–Yo también lo creo –asintió gravemente Rouletabille. Hizo un silencio y prosiguió:

–Si no encontró ningún rastro del asesino en el desván, como, por ejemplo, esos pasos negruzcos que se advierten en el suelo del "cuarto amarillo", habrá concluido que él no robó el revólver del tío Jacques...

–No hay más huellas, en el desván, que las del tío Jacques –replicó el juez con un significativo movimiento de la cabeza, y se decidió a completar su idea. El tío Jacques estaba con el señor Stangerson... Afortunadamente para él...

–Entonces, ¿qué papel desempeña el revólver del tío Jacques en el drama? Parece quedar demostrado que esa arma sirvió más para herir al asesino que a la señorita Stangerson...

Sin responder a esta pregunta, que, sin duda, lo intrigaba, el señor de Marquet nos informó que habían encontrado las dos balas en el "cuarto amarillo", una en una pared, la que estaba manchada por la mano roja –una mano roja de hombre–, y la otra, en el cielo raso.

–¡Oh! ¡Oh! ¡En el cielo raso! – repitió a media voz Rouletabille. ¡Con que... en el cielo raso! ¡Eso es muy curioso... en el cielo raso!...

Se puso a fumar en silencio, envolviéndose en una nube de humo. Cuando llegamos a Épinay–sur–Orge, tuve que darle un golpe en el hombro para despertarlo de su sueño y traerlo de vuelta al andén.

Allí, el magistrado y su secretario nos saludaron, dándonos a entender que ya nos habían visto lo suficiente; luego subieron rápidamente a un cabriolé que los esperaba.

–¿Cuánto tiempo se tarda en ir a pie de aquí hasta el castillo de Glandier? – le preguntó Rouletabille a un empleado del ferrocarril.

–Una hora y media, una hora cuarenta y cinco sin apurarse –respondió el hombre.

Rouletabille miró el cielo, lo encontró conveniente para él y, sin duda, para mí, porque me tomó del brazo y me dijo:

–¡Vamos!... Necesito caminar.

–¿Y bien? – le pregunté. ¿Se va desembrollando el asunto?

–¡Oh! – exclamó. ¡Oh! ¡No hay nada desembrollado en absoluto!... ¡Está aún más embrollado que antes! Pero tengo una idea.

–Dígala.

–¡Oh! No puedo decir nada por el momento... Mi idea es una cuestión de vida o muerte para dos personas por lo menos.

–¿Cree que hay cómplices?

–No lo creo...

Nos quedamos callados un instante; luego continuó:

–Es una suerte que hayamos encontrado a ese juez de instrucción a su secretario... ¡Vio! ¿Qué le había dicho sobre el revólver?... Tenía la cabeza inclinada hacia el camino, las manos en los bolsillos, y silbaba. Al cabo de un instante, lo oí murmurar:

–¡Pobre mujer!...

–¿Se lamenta por la señorita Stangerson?...

–Sí, es una mujer muy noble y muy digna de piedad... Tiene mucho, muchísimo carácter... Me imagino... Me imagino...

–¿Conoce, pues, a la señorita Stangerson?

–Yo, para nada... Sólo la vi una vez...

–¿Por qué dijo que tiene mucho carácter?

–Porque supo enfrentar al asesino, porque se defendió con valor, y, sobre todo, sobre todo, por la bala en el cielo raso.

Miré a Rouletabille, preguntándome in petto si se estaba burlando de mí o si se había vuelto loco de repente. Pero me di cuenta de que el muchacho nunca había tenido menos ganas de reír que en ese momento, y el brillo inteligente de sus pequeños ojos redondos me dio seguridad acerca del estado de su mente. Y, además, ya me había acostumbrado un poco a sus frases cortadas... cortadas para mí, que a menudo no encontraba en ellas más que incoherencia y misterio hasta que, con unas pocas frases rápidas y precisas, me permitía retomar el hilo de su pensamiento. Entonces todo se aclaraba de pronto: las palabras que había dicho, y que me habían parecido carentes de sentido, se unían con una facilidad y una lógica tal que no podía comprender cómo no lo había entendido antes.

 

4. "EN EL SENO DE UNA NATURALEZA SALVAJE"

El castillo de Glandier es uno de los más antiguos de la región de Île–de–France, donde todavía se alzan tantos ilustres monumentos de la época feudal. Construido en el corazón de los bosques, durante el reinado de Felipe el Hermoso, se levanta a unos cientos de metros del camino que va del pueblo de Sainte–Geneviéve–des–Bois a Montlhéry. Cúmulo de construcciones disparatadas, se halla dominado por un torreón. Cuando el visitante sube los escalones oscilantes de ese antiguo torreón y desemboca en la pequeña plataforma donde, en el siglo XVII, Georges–Philibert de Séquigny, señor del Glandier, Maisons–Neuves y otros lugares, hizo edificar la actual linterna –de un abominable estilo rococó – puede divisar, a tres leguas de allí, por encima del valle y de la llanura, la orgullosa torre de Montlhéry. El torreón y la torre todavía se miran, después de tantos siglos, y parece que se cuentan, por encima de las verdes florestas o de los bosques muertos, las más antiguas leyendas de la historia de Francia. Se dice que el torreón del Glandier vela por una sombra heroica y santa, la de la buena patrona de París, ante quien retrocedió Atila. Santa Genoveva duerme su último sueño en los antiguos fosos del castillo. En verano, los enamorados, balanceando con una mano distraída la canasta de los almuerzos campestres, vienen a soñar o a intercambiar juramentos ante el sepulcro de la santa, piadosamente florecida de nomeolvides. No lejos de este sepulcro, hay un pozo que contiene, según dicen, agua milagrosa. El agradecimiento de las madres levantó en este lugar una estatua a santa Genoveva, y colgó a sus pies las botitas o los gorros de los niños salvados por esta agua sagrada.

En un lugar de tales características, que parecía pertenecer por completo al pasado, el profesor Stangerson y su hija habían venido a instalarse para preparar la ciencia del futuro. Su aislamiento en la profundidad de los bosques les gustó desde el primer momento. Viejas piedras y grandes robles serían los únicos testigos de sus trabajos y de sus esperanzas. El Glandier, antiguamente Glandierum, se llamaba así por la gran cantidad de bellotas que, desde siempre, se habían recogido en aquel lugar. Esta tierra, hoy tristemente célebre, había reconquistado, debido a la negligencia o al abandono de los propietarios, el aspecto salvaje de una naturaleza primitiva; tan sólo los edificios que allí se ocultaban habían conservado la huella de extrañas metamorfosis. Cada siglo había dejado en ellos su impronta: un fragmento arquitectónico al que se unía el recuerdo de algún acontecimiento terrible, de alguna sangrienta aventura; y, por tal razón, este castillo, a donde iba a refugiarse la ciencia, parecía ser el más indicado para servir de escenario a misterios de espanto y de muerte.

Dicho esto, no puedo evitar hacer una reflexión, que es la siguiente.

Si me he detenido un poco en hacer esta triste pintura del Glandier no es porque haya encontrado la ocasión dramática para "crear la atmósfera" necesaria para los dramas que van a desarrollarse ante los ojos del lector, ya que, en realidad, mi principal preocupación, en todo este caso, consistirá en ser lo más directo posible. No tengo la pretensión de ser un escritor. Quien dice escritor dice, casi siempre, novelista y, ¡por Dios!, el misterio del "cuarto amarillo" está lo suficientemente cargado de trágico horror real como para precisar de la literatura. No soy y no quiero ser más que un fiel "cronista". Como debo relatar el acontecimiento, sitúo este acontecimiento en su marco, eso es todo. Es perfectamente natural que sepan ustedes dónde suceden las cosas.

Vuelvo al señor Stangerson. Cuando compró la propiedad, aproximadamente unos quince años antes de la tragedia que nos ocupa, hacía mucho tiempo que nadie habitaba el Glandier. Otro viejo castillo de los alrededores, construido en el siglo XIV por Jean de Belmont, también estaba abandonado, de tal modo que la región se hallaba prácticamente deshabitada. Algunas casitas al costado del camino que conduce a Corbeil, una posada, la Posada del Torreón, que ofrecía una pasajera hospitalidad a los carreteros, eran prácticamente los únicos vestigios de la civilización en aquel lugar abandonado, difícil de encontrar a unas pocas leguas de la capital. Pero ese completo abandono había sido la razón determinante de la elección del señor Stangerson y de su hija. El señor Stangerson ya era famoso; acababa de volver de América, donde sus trabajos habían tenido una resonancia considerable. El libro que había publicado en Filadelfia, La disociación de la materia por acciones eléctricas, había provocado la protesta de todo el mundo científico. El señor Stangerson era francés, pero de familia estadounidense. Unos asuntos de herencia muy importantes lo habían retenido durante varios años en los Estados Unidos. Allí había continuado una obra comenzada en Francia y había regresado a Francia para terminarla, después de haber amasado una enorme fortuna, una vez que los juicios sucesorios terminaran favorablemente, sea por sentencias que le dieron razón, sea mediante acuerdos. Esa fortuna fue bienvenida. Al señor Stangerson, que habría podido, si hubiera querido, ganar millones de dólares explotando o haciendo explotar dos o tres de sus descubrimientos químicos relacionados con nuevas técnicas de tintura, siempre le repugnó emplear en beneficio propio el don maravilloso de inventar que había recibido de la naturaleza; pero no pensaba que su genio le perteneciera. Se lo debía a los hombres, y todo lo que su genio traía al mundo iba a parar, por esa voluntad filantrópica, al dominio público. Si no intentó disimular la satisfacción que le causaba la posesión de aquella fortuna inesperada que le permitiría entregarse por entero a su pasión por la ciencia pura, el profesor debió alegrarse también, al parecer, por otro motivo. La señorita Stangerson tenía veinte años cuando su padre volvió de América y compró el Glandier. Era más bonita de lo que se podría imaginar: poseía, a la vez, toda la gracia parisina de su madre, muerta al dar a luz, y todo el esplendor y la riqueza de la joven sangre americana de su abuelo paterno, William Stangerson. Este, que había nacido en Filadelfia, debió naturalizarse francés, obedeciendo a las exigencias familiares, cuando contrajo matrimonio con una francesa, quien sería la madre del ilustre Stangerson. Así se explica la nacionalidad francesa del profesor Stangerson.

Veinte años, adorablemente rubia, ojos celestes, tez blanca como la leche, radiante y de una salud espléndida, Mathilde Stangerson era una de las más hermosas jóvenes casaderas en todo el antiguo y el nuevo continente. Era un deber para su padre, a pesar del previsible dolor de una separación inevitable, pensar en ese casamiento, y no debió disgustarse al ver llegar la dote. Aunque no dejó, por ese motivo, de "internarse" en el Glandier con su hija, aun cuando sus amigos esperaban que presentara a la señorita Mathilde en sociedad. Algunos fueron a verlo y le manifestaron su asombro. A las preguntas que le hicieron, el profesor respondió: "Es la voluntad de mi hija. Soy incapaz de negarle nada. Fue ella la que eligió el Glandier". Interrogada a su vez, la jovencita replicó con serenidad: "¿En dónde podríamos trabajar mejor que en esta soledad?". Porque la señorita Mathilde Stangerson ya colaboraba con la obra de su padre, pero todavía no era posible imaginar que su pasión por la ciencia llegaría a hacerle rechazar a todos los pretendientes que se le presentaron durante más de quince años. Pero por más retirados que vivieran padre e hija, tuvieron que hacerse presentes en algunas recepciones oficiales, y, en ciertas épocas del año en dos o tres salones de personas de su amistad, donde la gloria del profesor y la belleza de Mathilde causaron sensación. Al principio, la extrema frialdad de la joven no desanimó a los pretendientes; pero, al cabo de unos años, se cansaron. Uno solo persistió con una suave tenacidad y se hizo merecedor del nombre de novio eterno, que él aceptó con melancolía: era Robert Darzac. Ahora, la señorita Stangerson ya no era joven, y parecía que, si no había encontrado motivos para casarse hasta los treinta y cinco años de edad, no los descubriría jamás. Evidentemente, tal argumento carecía de valor para Robert Darzac, ya que él no dejaba de hacerle la corte, si todavía se puede llamar "cortejo" a las atenciones delicadas y tiernas que se prodigan a una mujer de treinta y cinco años, que se ha quedado soltera y ha declarado que no se casará.