Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—Estás acusado —dijo el sacerdote en voz baja.

—Sí —dijo K—, ya me lo han comunicado.

—Entonces tú eres al que busco —dijo el sacerdote—. Yo soy el capellán de la prisión.

—¡Ah, ya! —dijo K.

—He hecho que te trajeran aquí para hablar contigo —dijo el sacerdote.

—No lo sabía —dijo K—. He venido para mostrarle la catedral a un italiano.

—Deja lo accesorio —dijo el sacerdote—. ¿Qué sostienes en la mano? ¿Un libro de oraciones?

—No —respondió K—, es un folleto con los monumentos históricos de la ciudad.

—Déjalo a un lado —dijo el sacerdote.

K lo arrojó con tal fuerza que se rompió y un trozo con las páginas dobladas se deslizó por el suelo.

—¿Sabes que tu proceso va mal? —preguntó el sacerdote.

—También a mí me lo parece —dijo K—. Me he esforzado todo lo que he podido, pero hasta ahora sin éxito. Además, aún no he concluido mi primer escrito judicial.

—¿Cómo te imaginas el final? —preguntó el sacerdote.

Al principio pensé que terminaría bien —dijo K—, ahora hay veces que hasta yo mismo lo dudo. No sé cómo terminará. ¿Lo sabes tú?

—No —dijo el sacerdote—, pero temo que terminará mal. Te consideran culpable. Tu proceso probablemente no pasará de un tribunal inferior. Tu culpa, al menos provisionalmente, se considera probada.

—Pero yo no soy culpable —dijo K—. Es un error. ¿Cómo puede ser un hombre culpable, así, sin más? Todos somos seres humanos, tanto el uno como el otro.

—Eso es cierto —dijo el sacerdote—, pero así suelen hablar los culpables.

—¿Tienes algún prejuicio contra mí? —preguntó K.

—No tengo ningún prejuicio contra ti —dijo el sacerdote.

—Te lo agradezco —dijo K—. Todos los demás que participan en mi proceso tienen un prejuicio contra mí. Ellos se lo inspiran también a los que no participan en él. Mi posición es cada vez más difícil.

—Interpretas mal los hechos —dijo el sacerdote—, la sentencia no se pronuncia de una vez, el procedimiento se va convirtiendo lentamente en sentencia.

—Así es, entonces —dijo K, y agachó la cabeza.

—¿Qué es lo siguiente que vas a hacer en tu causa? —preguntó el sacerdote.

—Quiero buscar ayuda —dijo K, y elevó la cabeza para ver cómo el sacerdote juzgaba su intención—. Aún quedan posibilidades que no he utilizado.

—Buscas demasiado la ayuda de extraños —dijo el sacerdote con un tono de desaprobación—, especialmente de mujeres. ¿Acaso no te das cuenta de que no es la ayuda verdadera?

—Algunas veces, incluso con frecuencia podría darte la razón —dijo K—, pero no siempre. Las mujeres tienen mucho poder. Si pudiera convencer a algunas mujeres de las que conozco para que trabajen en común para mí, podría abrirme paso. Especialmente en este tribunal, que parece constituido por mujeriegos. Muéstrale una mujer al juez instructor y arrollará la mesa y a los acusados para llegar hasta ella.

El sacerdote inclinó la cabeza hacia el pretil, ahora parecía como si el tornavoz le presionase hacia abajo. ¿Pero qué tiempo podía estar haciendo fuera? Ya no era sólo un día nublado y lluvioso, parecía noche profunda. Ninguna de las vidrieras era capaz de iluminar con un pobre resplandor los oscuros muros. Y precisamente en ese momento el sacristán comenzó a apagar todas las velas del Altar Mayor.

—¿Estás enfadado conmigo? —preguntó K al sacerdote—. Es posible que no conozcas el tipo de tribunal en el que prestas servicio.

No recibió ninguna respuesta.

—Son sólo mis experiencias —dijo K.

Arriba, en el púlpito, todo permaneció silencioso.

—No te he querido ofender —dijo K.

Entonces gritó el sacerdote hacia K:

—¿Acaso eres ciego?

Gritó con ira, pero también como alguien que ve caer a otro y, debido al susto, grita sin voluntad de hacerlo.

Ambos se callaron un rato. El sacerdote no podía reconocer a K, abajo, en la oscuridad, mientras que K podía ver claramente al sacerdote gracias a la pequeña lámpara. ¿Por qué no bajaba? No había pronunciado ningún sermón, sino que se había limitado a darle algunas informaciones, que a él, si las consideraba con detenimiento, antes le podrían dañar que beneficiar. No obstante, a K le parecía indudable la buena intención del sacerdote, no sería imposible que pudieran llegar a un acuerdo si bajaba, tampoco era imposible que recibiera de él un consejo decisivo y aceptable, que le mostrara, por ejemplo, no cómo se podía influir en el proceso, sino cómo se podía salir del proceso, cómo se podía vivir al margen de éste. Esa posibilidad tenía que existir, K había pensado mucho en ella en los últimos tiempos. Si el sacerdote conocía esa posibilidad, a lo mejor se la decía si se lo pedía, aunque perteneciera al tribunal, y a pesar de que K, al atacar al tribunal, hubiese herido sus sentimientos y le hubiera obligado a gritar.

—¿No quieres bajar? —dijo K—. No vas a pronunciar ningún sermón. Baja conmigo.

—Ya puedo bajar —dijo el sacerdote, parecía lamentar su grito. Mientras descolgaba la lámpara, dijo: —Primero tenía que hablar contigo guardando las distancias, si no me dejo influir fácilmente y olvido mi misión.

K le esperó abajo, al pie de la escalera. El sacerdote le ofreció la mano mientras bajaba los últimos escalones.

—¿Me podrías dedicar un poco de tu tiempo?

—Tanto como necesites —dijo el sacerdote, y le dio la lámpara a K para que éste la llevase. Ni siquiera tan cerca perdió su actitud en solemnidad.

—Eres muy amable conmigo —dijo K.

Comenzaron a recorrer la nave lateral uno al lado del otro.

—Eres una excepción entre todos los que pertenecen al tribunal. En ti tengo más confianza que en cualquiera de los demás. Contigo puedo hablar abiertamente.

—No te engañes —dijo el sacerdote.

—¿En qué podría engañarme? —preguntó K.

—Te engañas en lo que respecta al tribunal —dijo el sacerdote—, en la introducción a la Ley se ha escrito sobre este engaño:

«Ante la Ley hay un guardián que protege la puerta de entrada. Un hombre procedente del campo se acerca a él y le pide permiso para acceder a la Ley. Pero el guardián dice que en ese momento no le puede permitir la entrada. El hombre reflexiona y pregunta si podrá entrar más tarde».

—Es posible —responde el guardián, pero no ahora.

«Como la puerta de acceso a la Ley permanece abierta, como siempre, y el guardián se sitúa a un lado, el hombre se inclina para mirar a través del umbral y ver así qué hay en el interior. Cuando el guardián advierte su propósito, ríe y dice:

»—Si tanto te incita, intenta entrar a pesar de mi prohibición. Ten en cuenta, sin embargo, que soy poderoso y que, además, soy el guardián más insignificante. Ante cada una de las salas permanece un guardián, el uno más poderoso que el otro. La mirada del tercero ya es para mí insoportable.

»El hombre procedente del campo no había contado con tantas dificultades. La Ley, piensa, debe ser accesible a todos y en todo momento, pero al considerar ahora con más exactitud al guardián, cubierto con su abrigo de piel, al observar su enorme y prolongada nariz, la barba negra, fina, larga, tártara, decide que es mejor esperar hasta que reciba el permiso para entrar. El guardián le da un taburete y deja que tome asiento en uno de los lados de la puerta. Allí permanece sentado días y años. Hace muchos intentos para que le inviten a entrar y cansa al guardián con sus súplicas. El guardián le somete a menudo a cortos interrogatorios, le pregunta acerca de su hogar y de otras cosas, pero son preguntas indiferentes, como las que hacen grandes señores, y al final siempre repetía que todavía no podía permitirle la entrada. El hombre, que se había provisto muy bien para el viaje, utiliza todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Éste lo acepta todo, pero al mismo tiempo dice:

»—Sólo lo acepto para que no creas que has omitido algo.

»Durante los muchos años que estuvo allí, el hombre observó al guardián de forma casi ininterrumpida. Olvidó a los otros guardianes y éste le terminó pareciendo el único impedimento para tener acceso a la Ley. Los primeros años maldijo la desgraciada casualidad, más tarde, ya envejecido, sólo murmuraba para sí. Se vuelve senil, y como ha sometido durante tanto tiempo al guardián a un largo estudio ya es capaz de reconocer a la pulga en el cuello de su abrigo de piel, por lo que solicita a la pulga que le ayude para cambiar la opinión del guardián. Por último, su vista se torna débil y ya no sabe realmente si oscurece a su alrededor o son sólo los ojos los que le engañan. Pero ahora advierte en la oscuridad un brillo que irrumpe indeleble a través de la puerta de la Ley. Ya no vivirá mucho más. Antes de su muerte se concentran en su mente todas las experiencias pasadas, que toman forma en una sola pregunta que hasta ahora no había hecho al guardián. Entonces le guiña un ojo, ya que no puede incorporar su cuerpo entumecido. El guardián tiene que inclinarse hacia él profundamente porque la diferencia de tamaños ha variado en perjuicio del hombre de la provincia.

»—¿Qué quieres saber ahora? —pregunta el guardián—. Eres insaciable.

»—Todos aspiran a la Ley —dice el hombre—. ¿Cómo es posible que durante tantos años sólo yo haya solicitado la entrada?

»El guardián comprueba que el hombre ha llegado a su fin y, para que su débil oído pueda percibirlo, le grita:

»—Ningún otro podía haber recibido permiso para entrar por está puerta, pues esta entrada estaba reservada sólo para ti. Yo me voy ahora y cierro la puerta».

—El centinela, entonces, ha engañado al hombre —dijo K en seguida, fuertemente atraído por la historia.

 

—No te apresures —dijo el sacerdote—, no asumas la opinión ajena sin examinarla. Te he contado la historia tal y como está escrita. En ella no se habla en ningún momento de engaño.

—Pero está claro —dijo K—, y tu primera interpretación era correcta. El vigilante le ha comunicado el mensaje liberador sólo cuando ya no podía ayudar en nada al hombre.

—Pero él tampoco preguntó antes —dijo el sacerdote—, considera que sólo era un vigilante y como tal se ha limitado a cumplir su deber.

—¿Por qué piensas que ha cumplido con su deber? —preguntó K—. No lo ha cumplido. Su deber consistía en rechazar a los extraños, pero tenía que haber dejado pasar al hombre para quien estaba destinada la entrada.

—No tienes el suficiente respeto a la letra escrita y cambias la historia —dijo el sacerdote—. La historia contiene dos explicaciones importantes del vigilante respecto a la entrada a la Ley, una al principio y otra al final. Una dice: «que no podía permitirle la entrada», y la otra: «esta entrada estaba reservada sólo para ti». Si entre ambas explicaciones existiese una contradicción, tú tendrías razón y el vigilante habría engañado al hombre. Pero no existe ninguna contradicción. Todo lo contrario, la primera explicación, incluso, indica la segunda. Se podría decir que el vigilante se excede en el cumplimiento de su deber al plantear la posibilidad de una futura entrada. En ese momento su único deber parecía consistir en no admitir al hombre. Y, en efecto, muchos intérpretes se maravillan de que el vigilante haya pronunciado semejante indicación, pues parece amar la precisión y cumple escrupulosamente con su deber. No abandona su puesto en tantos años y sólo cierra la puerta en el último momento, siendo consciente de la importancia de su misión, pues dice: «soy poderoso». Además, tiene respeto frente a sus superiores, pues dice: «soy el guardián más insignificante». Cuando se trata del cumplimiento del deber, no admite ruegos ni se deja ablandar, pues se dice: «cansa al guardián con sus súplicas». Tampoco es hablador, pues durante todos los años sólo plantea, como está escrito, preguntas «indiferentes». No se deja sobornar, pues dice sobre un regalo: «sólo lo acepto para que no creas que has emitido algo». Finalmente, su aspecto externo indica un carácter pedante, por ejemplo la gran nariz y la larga y fina barba tártara. ¿Puede haber un vigilante más fiel a su deber? Pero en el vigilante se mezclan otros caracteres esenciales que resultan muy favorables para quien solicita la entrada, y que, además, indican la posibilidad, manifestada en su anterior insinuación, de que en el futuro podría ir más allá de lo que le dicta el deber. No obstante, no se puede negar que es algo simple y, en relación con este atributo, presuntuoso. Si todas las menciones que hace referentes a su poder y sobre el poder de los demás vigilantes, cuya visión, como él reconoce, le es insoportable, son ciertas, entonces muestra, en la manera con que las emite, que sus ideas están afectadas por su simpleza y arrogancia. Los intérpretes aducen: «El correcto entendimiento de un asunto y una incomprensión de éste no se excluyen mutuamente». En todo caso, se debe reconocer que esa simpleza y arrogancia, por muy difuminadas que aparezcan, debilitan la vigilancia de la entrada, son lagunas en el carácter del vigilante. A esto se añade que el vigilante, según su talante natural, parece amable, no siempre actúa como si estuviera de servicio. Al principio dice en broma que, a pesar del mantenimiento de la prohibición, le invita a entrar, pero, a continuación, no le incita a entrar, sino que, como está escrito, le da un taburete y le deja sentarse al lado de la puerta. La paciencia con la que, durante tantos años, soporta las peticiones del hombre, los pequeños interrogatorios, la aceptación de los regalos, la nobleza con la que permite que el hombre a su lado maldiga en voz alta su desgraciado destino, del que hace culpable al vigilante, todo eso indica el talante compasivo del vigilante. No todos los vigilantes habrían actuado así. Y, al final, se inclina profundamente hacia el hombre para darle la oportunidad de plantear una última pregunta. Sólo deja traslucir una débil impaciencia —el vigilante sabe que todo ha acabado—, cuando dice: «Eres insaciable». Algunos intérpretes continúan, incluso, esta línea exegética y afirman que las palabras «eres insaciable» expresan una suerte de admiración, que, por supuesto, tampoco está libre de altivez. Pero así la figura del vigilante adquiere un perfil distinto al que tú le has atribuido.

—Tú conoces la historia con más detalle que yo y desde hace mucho más tiempo —dijo K.

Permanecieron callados un rato. Luego K preguntó:

—¿Entonces crees que no engañó al hombre?

—No me interpretes mal —dijo el sacerdote—, sólo te menciono las distintas opiniones sobre la leyenda. No debes fiarte tanto de las opiniones. La escritura es invariable, y las opiniones, con frecuencia, sólo son expresión de la desesperación causada por este hecho. En este caso hay, incluso, una opinión según la cual precisamente el vigilante es el engañado.

—Ésa es una interpretación que va demasiado lejos —dijo K—. ¿Cómo la fundamentan?

—La fundamentación se basa en la simpleza del centinela. Él dice que no conoce el interior de la Ley, sino sólo el camino que una y otra vez tiene que recorrer ante la entrada. Las ideas que posee del interior se consideran ingenuas y se cree que él mismo teme aquello que también quiere hacer que el hombre tema. Sí, incluso él tiene más miedo que el hombre, pues éste sólo quiere entrar, aun después de haber oído que hay vigilantes más poderosos; el centinela, sin embargo, no quiere entrar, al menos no se dice nada sobre ello. Otros, por el contrario, afirman que él ha tenido que estar en el interior, pues fue admitido para ponerse al servicio de la Ley y eso sólo puede ocurrir en el interior. A esto se responde que una voz procedente del interior pudo nombrarle vigilante y que, por consiguiente, es posible que no hubiese estado en el interior, al menos no en la parte más interna, ya que él mismo dice que no resiste la mirada del tercer centinela. Además, tampoco se informa de que durante todos esos años haya mencionado, aparte de su referencia a los otros vigilantes, algo del interior. Es posible que lo tuviera prohibido, pero no se nos dice nada de esa prohibición. De todo esto se deduce que no sabe nada del aspecto que presenta el interior ni de su importancia y que, por lo tanto, permanece allí engañado. Pero también está engañado respecto al hombre de la provincia, pues es su subordinado y no lo sabe. Que él trata al hombre como si fuera un subordinado, se reconoce en muchos detalles, fáciles de recordar. Pero que realmente sea un subordinado debería derivarse, según esa opinión, con la misma claridad. Ante todo es libre el que está por encima del que permanece sujeto. Ahora bien, el hombre es el que realmente está libre, él puede ir a donde quiera, sólo le está prohibida la entrada a la Ley y, además, sólo por una persona, por el centinela. Si se sienta en el taburete al lado de la puerta y allí pasa toda su vida, lo hace voluntariamente, la historia no habla de ninguna obligación. El centinela, sin embargo, está obligado por su cargo a permanecer en su puesto, no se puede alejar; según las apariencias, tampoco puede ir hacia el interior, ni en el caso de que así lo quisiera. Además, aunque está al servicio de la Ley, sólo presta su servicio ante esa entrada, es decir, en realidad está al servicio de ese hombre, el único al que está destinada dicha entrada. También desde esta perspectiva está subordinado a él. Se puede suponer que, a través de muchos años, sólo ha prestado un servicio inútil, pues se dice que llega un hombre maduro, es decir, que el centinela tuvo que esperar mucho tiempo hasta que pudo cumplir su objetivo y, además, tuvo que esperar tanto tiempo como quiso el hombre del campo, que vino voluntariamente. Pero también el final de su servicio queda determinado por la muerte del hombre, así que permanece subordinado a él hasta su fallecimiento. Y una y otra vez se acentúa que el centinela no sabe nada de eso. No es nada extraordinario, pues, según esta interpretación, el centinela es víctima de un engaño mucho mayor, el que hace referencia a su servicio. Al final habla de la entrada y dice: «Ahora me voy y la cierro», pero al principio se dice que la puerta que da acceso a la Ley permanece abierta, como siempre, así que siempre está abierta, siempre, con independencia de la vida del hombre para el que está destinada esa entrada, por consiguiente el vigilante no podrá cerrarla. Aquí divergen las opiniones. Unos creen que el centinela, con el anuncio de que va a cerrar la puerta, sólo pretende dar una respuesta o acentuar su obligación; otros piensan que en el último momento quiere entristecer al hombre e impulsarle a que se arrepienta. Muchos comentadores coinciden en que no podrá cerrar la puerta. Opinan, incluso, que al menos al final, también en lo que sabe, permanece subordinado al hombre, pues éste ve cómo surge el resplandor de la Ley, mientras que el centinela permanece de espaldas y no menciona nada que haga suponer que ha advertido alguna transformación.

—Esta última interpretación está bien fundada —dijo K, que había repetido para sí, en voz baja, algunos de los pasajes de la aclaración del sacerdote—. Está bien fundada, y creo también que el centinela está engañado. Pero al aceptar esto no me he apartado de mi primera opinión, ambas se cubren parcialmente. No es algo decisivo si el centinela ve claro o se engaña. Yo dije que han engañado al hombre. Si el centinela ve claro, se podría dudar, pero si el centinela está engañado, su engaño se transmite necesariamente al hombre. El centinela no es, en ese caso, un estafador, pero sí tan simple que debería ser expulsado inmediatamente del servicio. Tienes que considerar que el engaño que afecta al centinela no le daña, pero sí al hombre, y con crueldad.

—Aquí topas con una opinión contraria —dijo el sacerdote—. Muchos dicen que la historia no otorga a nadie el derecho a juzgar al centinela. Sea cual sea la impresión que nos dé, es un servidor de la Ley, esto es, pertenece a la Ley, por lo que es inaccesible al juicio humano. Tampoco se puede creer que el centinela esté subordinado al hombre. Estar sujeto, por su servicio, a la entrada de la Ley es incomparablemente más importante que vivir libre en el mundo. El hombre viene a la Ley, el centinela ya está allí. La Ley ha sido la que le ha puesto a su servicio. Dudar de su dignidad significa dudar de la Ley.

—Yo no comparto esa opinión —dijo K moviendo negativamente la cabeza, pues si se aceptan sus premisas hay que considerar que todo lo que dice el vigilante es verdad. Pero eso es imposible, como tú mismo has fundamentado con todo detalle.

—No —dijo el sacerdote—, no se debe tener todo por verdad, sólo se tiene que considerar necesario.

—Triste opinión —dijo K—. La mentira se eleva a fundamento del orden mundial.

K dijo estas palabras como conclusión, pero no eran su juicio definitivo. Estaba demasiado cansado para poder abarcar todas las posibilidades que ofrecía la historia, además conducía a razonamientos inusuales, a paradojas, más adecuadas para funcionarios judiciales que para él. Esa historia tan simple se había tornado en algo informe, quería sacudírsela de encima y el sacerdote, que ahora mostró una gran delicadeza de sentimientos, lo toleró y recibió en silencio la última indicación de K, aunque con toda seguridad no coincidía con ella.

Siguieron andando un rato en silencio. K se mantenía muy cerca del sacerdote, sin saber dónde se encontraba por las tinieblas que les rodeaban. La vela de la lámpara hacía tiempo que se había apagado. Una vez brilló ante él el pedestal de plata de un Santo, pero volvió a sumirse en la oscuridad. Para no depender por completo del sacerdote, K le preguntó:

—¿No nos encontramos cerca de la salida principal?

—No —dijo el sacerdote—, estamos muy lejos. ¿Quieres irte ya?

Aunque en ese momento no pensaba en ello, K respondió en seguida:

—Es verdad, tengo que irme. Soy gerente en un banco, me esperan, sólo he venido para enseñarle la catedral a un hombre de negocios extranjero.

—Bien —dijo el sacerdote, y estrechó la mano de K—, entonces vete.

—No puedo orientarme bien aquí en la oscuridad —dijo K.

—Ve a la izquierda, hacia el muro —dijo el sacerdote—, luego síguelo hasta que encuentres una salida.

El sacerdote sólo se había separado de él unos pasos, cuando K gritó:

—¡Por favor, espera!

—Espero —dijo el sacerdote.

—¿No quieres nada más de mí? —preguntó K.

 

—No —dijo el sacerdote.

Al principio has sido tan amable conmigo dijo K, y me lo has explicado todo, pero ahora me despides como si no te importase nada.

—Tienes que irte —dijo el sacerdote.

—Bien, sí —dijo K—, compréndelo.

—Comprende primero quién soy yo —dijo el sacerdote.

—Tú eres el capellán de la prisión —dijo K, y se acercó al sacerdote.

No necesitaba regresar tan pronto al banco como en un principio había creído. Podía permanecer aún allí.

—Yo pertenezco al tribunal —dijo el sacerdote—. ¿Por qué debería querer algo de ti? El tribunal no quiere nada de ti. Te toma cuando llegas y te despide cuando te vas.

El final

La noche anterior al día en que cumplía treinta y un años —serían las nueve de la noche, tiempo de silencio en las calles—, dos hombres llegaron a la vivienda de K. Vestían levitas, sus rostros eran pálidos y grasientos, y estaban tocados con chisteras firmemente encajadas. Después de intercambiar algunas formalidades ante la puerta de la casa, repitieron las mismas formalidades, pero con más ceremonia, ante la puerta de K. Aunque nadie le había anunciado la visita, K, poco antes de la llegada de aquellos hombres, había permanecido sentado en una silla cerca de la puerta, también vestido de negro, poniéndose lentamente sus guantes, en una actitud similar a cuando alguien espera huéspedes. Se levantó en seguida y contempló a los hombres con curiosidad.

—¿Les han enviado para recogerme? —preguntó.

—Los hombres asintieron, uno de ellos hizo una seña a su compañero con la chistera en la mano. K reconoció que había esperado una visita distinta. Fue hacia la ventana y contempló una vez más la calle oscura. Casi todas las ventanas de la calle de enfrente también estaban oscuras, en muchas habían corrido las cortinas. En una de las ventanas iluminadas se podía ver cómo jugaban dos niños detrás de unas rejas, se tocaban con las manos, aún incapaces de moverse de sus sitios. «Viejos actores de segunda fila es lo que envían para recogerme» —pensó K, y miró a su alrededor, para convencerse otra vez de ello—. «Buscan librarse de mí de la forma más barata». K se volvió de repente y preguntó:

—¿En qué teatro actúan ustedes?

—¿Teatro? —preguntó uno de los hombres con un tic en la comisura del labio, volviéndose hacia su compañero para buscar consejo. El otro hizo gestos mudos, como el que lucha contra un ser fantasmal.

—No están preparados para que se les pregunte —se dijo K, y fue a recoger su sombrero.

Ya en la escalera querían cogerle de los brazos, pero K dijo:

—Cuando estemos en la calle, no estoy enfermo.

No obstante, en cuanto llegaron a la puerta le agarraron de un modo inaudito para K. Mantenían los hombros justo detrás de los suyos, no doblaban los brazos, sino que los utilizaban para rodear los brazos de K en toda su largura, por debajo agarraban las manos de K con una maña de colegio, pero estudiada e irresistible. K iba muy recto entre ambos, ahora los tres formaban tal unidad que, si alguien hubiese golpeado a uno de ellos, todos habrían sentido el golpe. Constituían una unidad como sólo la materia inanimada puede formar.

K, bajo la luz de las farolas, intentó a menudo contemplar mejor a sus acompañantes de lo que lo había hecho en la penumbra de su vivienda, a pesar de que la forma en que lo llevaban dificultaba esa operación. «A lo mejor son tenores» —pensó al mirar sus dobles papadas. La limpieza de sus rostros le daba asco. Vio cómo la mano lustrosa restregó el rabillo del ojo, frotó el labio superior, rascó las arrugas de la barbilla.

Cuando K lo advirtió, se detuvo, así que los otros también se detuvieron. Se encontraban al borde de una plaza solitaria, adornada con jardines.

—¡Por qué les han enviado precisamente a ustedes! —gritó más que preguntó.

Los hombres no supieron qué contestar, se limitaron a esperar con el brazo libre colgando, como enfermeros cuando el enfermo quiere descansar.

—No sigo —dijo K para probarlos.

A eso no necesitaron contestar, apretaron las manos de K e intentaron moverle de su sitio, pero K se resistió.

«No necesitaré más mi fuerza —pensó K—, la emplearé toda ahora». Recordó a las moscas que intentan escapar con las patitas rotas del papel encolado.

—Los señores van a tener trabajo —se dijo.

Ante ellos apareció en ese momento la señorita Bürstner, que salía por la plaza de una calle lateral. No era seguro que fuese ella, aunque se parecía mucho. Pero a K no le importaba si lo era o no, sólo tomó conciencia de lo inútil de su oposición. No había nada de heroico en ofrecer ahora resistencia, en poner dificultades a esos hombres, o en intentar disfrutar de la vida aparente que aún le quedaba mediante una defensa. Así que reanudó su camino y sintió algo de la alegría de sus acompañantes por haberlo hecho. Toleraron que determinase la dirección y él eligió seguir el camino de la señorita, y no porque la quisiera alcanzar, no porque la quisiera ver el mayor tiempo posible, sino simplemente para no olvidar la advertencia que ella significaba para él.

«Lo único que puedo hacer —se dijo, y la sincronicidad de sus pasos con los de sus acompañantes confirmó sus pensamientos—, lo único que puedo hacer es mantener el sentido común hasta el final. Siempre quise ir por el mundo con veinte manos y, además, con un objetivo no autorizado. Eso fue incorrecto, ¿acaso es necesario que diga que ni siquiera un proceso de un año ha logrado hacerme aprender algo? ¿Acaso debo partir como un ser humano obcecado? ¿Se puede decir de mí que quise terminar el proceso en su inicio y que ahora, cuando termina, quiero comenzarlo de nuevo? No quiero que se diga eso. Estoy agradecido de que me hayan asignado para este camino a estos hombres necios y semimudos, y de que se me haya permitido que yo mismo me diga lo necesario».

La señorita, mientras tanto, había doblado por una calle perpendicular, pero K ya podía abandonarla, así que se dejó conducir por los acompañantes. Los tres, en perfecta armonía, atravesaron un puente a la luz de la luna. Los hombres permitían que K hiciera los pequeños movimientos que deseaba. Cuando quiso girar un poco hacia la barandilla, los hombres también giraron, quedando todos de frente. El agua, brillante y temblorosa a la luz de la luna, se bifurcaba ante una pequeña isla, en cuyas orillas crecían arbustos y una espesa arboleda. Por debajo de ellos, invisibles, se extendían caminos de arena, formando pequeñas playas en las que K, en algún verano, se había tumbado para tomar el sol.

—En realidad, no quería pararme —dijo K a sus acompañantes, avergonzado por su buena disposición hacia él. Uno de ellos, a espaldas de K, pareció hacerle al otro un reproche por la equivocación, luego siguieron adelante.

Pasaron por algunas calles empinadas, en las que, más lejos o más cerca, vieron a algunos policías. Uno de ellos, con un bigote poblado, se acercó al grupo con la mano en la empuñadura del sable, probablemente le resultó sospechoso. Los hombres se detuvieron, el policía iba a abrir la boca, pero entonces K empujó a sus acompañantes hacia adelante. Se volvió con frecuencia para comprobar si el policía les seguía. Pero en cuanto doblaron una esquina y perdieron de vista al policía, K comenzó a correr. Sus acompañantes tuvieron que correr con él perdiendo el aliento.

Así, salieron rápidamente de la ciudad, que, en esa dirección, limitaba prácticamente sin transición con el campo. Cerca de una casa de pisos, como las de la ciudad, había una pequeña cantera, abandonada y desierta. Allí se pararon, ya fuese porque ese lugar había sido su destino desde el principio, ya porque estuvieran demasiado agotados para seguir andando. Dejaron libre a K, que, mudo, se limitó a esperar. Los dos hombres se quitaron las chisteras y, mientras inspeccionaban con la mirada la cantera, se secaron el sudor de la frente con un pañuelo. La luz de la luna iluminaba todo el escenario con la naturalidad y tranquilidad que ninguna otra luz posee.