Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—¿Por qué dudas? —preguntó Leni.

K tenía la impresión de que escuchaba una conversación estudiada, que ya se había repetido con frecuencia y se seguiría repitiendo en el futuro. Block era el único para el que no perdería su novedad.

—¿Cómo se ha portado hoy? —preguntó el abogado en vez de responder.

Antes de que Leni le contestase, miró hacia Block y observó un rato cómo elevaba las manos entrelazadas en actitud de súplica. Finalmente, ella asintió, se volvió hacia el abogado y dijo:

—Ha estado tranquilo y ha sido diligente.

Un viejo comerciante, un hombre con toda una barba, suplicaba a una muchacha para que diera un buen testimonio de él. Por más que se reservase sus pensamientos reales, nada podía justificarle ante los ojos de sus congéneres. Casi degradaba al espectador. K no comprendía cómo el abogado podía pensar en ganárselo con semejante representación. Si no hubiese prescindido antes de él, lo habría hecho al contemplar esa escena. Ésos eran, pues, los resultados del método empleado por el abogado, al que K, por fortuna, no había estado expuesto mucho tiempo. El cliente terminaba por olvidarse del mundo y esperaba arrastrarse hasta el final del proceso por ese camino erróneo. Eso ya no era un cliente, eso era el perro del abogado. Si éste le hubiera ordenado meterse debajo de la cama como si fuera una caseta de perro, y ladrar desde allí dentro, lo hubiera hecho con placer. K escuchó todo con actitud reflexiva e inquisidora, como si le hubieran encargado que retuviera todo lo dicho para presentar una denuncia y un informe en una instancia superior.

—¿Qué ha hecho durante todo el día? —preguntó el abogado.

—Le he encerrado en el cuarto de la criada —dijo Leni—, donde normalmente duerme, para que no me molestase mientras trabajaba. De vez en cuando le observé por la claraboya para ver qué hacía. Ha estado todo el tiempo arrodillado al pie de la cama, con los escritos que le has dejado abiertos, y no ha parado de leerlos. Eso me ha causado una buena impresión. Además, la ventana da a un pozo de ventilación, por lo que apenas tiene luz. Que Block, no obstante, leyera, me ha mostrado lo obediente que es.

—Me alegra oírlo —dijo el abogado, pero, ¿se enteraba de lo que leía?

Block, durante esa conversación, movía continuamente los labios, aparentemente formulaba así las respuestas que esperaba de Leni.

—A eso no puedo responder con seguridad —dijo Leni—. Lo único que sé es que le he visto leer concentrado. Ha leído durante todo el día la misma página y al leer ha seguido las líneas con el dedo. Siempre que le he mirado, suspiraba como si la lectura le costase un gran esfuerzo. Los escritos que le has dejado son, con seguridad, difíciles de entender.

—Sí —dijo el abogado—, sí que lo son. No creo que los entienda. Sólo tienen que darle una idea de lo dura que es la lucha que yo dirijo en su defensa. Y ¿para quién dirijo esa dura lucha? Es ridículo decirlo, para Block. También tiene que aprender lo que eso significa. ¿Ha estudiado sin interrupción?

—Casi sin interrupción —respondió Leni—, una vez pidió agua. Le di un vaso a través de la claraboya. A las ocho le dejé salir y le di algo de comer.

Block miró a K de soslayo, como si se estuviera contando algo honorable de él y también tuviera que impresionar a K. Ahora parecía tener buenas esperanzas, se movía con más libertad y, de rodillas como estaba, se giraba a un lado y a otro. Pero sólo sirvió para que se notase más su confusión al oír las palabras siguientes del abogado.

—Le alabas —dijo el abogado—, pero precisamente eso es lo que me impide hablar. El juez no se ha manifestado de un modo favorable, ni sobre Block ni sobre su proceso.

—¿No ha sido favorable? —preguntó Leni—. ¿Cómo es posible?

Block le dirigió a Leni una mirada tensa, como si le atribuyese la capacidad de convertir en positivas las palabras pronunciadas por el juez.

—Nada favorables —dijo el abogado—. El juez, incluso, se mostró desagradablemente sorprendido cuando comencé a hablar de Block «No me hable de Block», dijo. «Pero es mi cliente», dije yo. «Deja que abusen de usted», dijo él. «No creo que su causa esté perdida», dije yo. «Deja que abusen de usted», repitió él. «No lo creo», dije yo, «Block sigue su proceso con diligencia. Prácticamente vive en mi casa para estar al corriente. No se encuentra a menudo un celo semejante. Cierto, no es una persona agradable, tiene malos modales y es sucio, pero desde una perspectiva meramente procesal, es irreprochable». Dije irreprochable y exageré intencionadamente. Él respondió: «Block es astuto. Ha acumulado mucha experiencia y sabe cómo retrasar el proceso. Pero su ignorancia es mucho más grande que su astucia. Qué diría si supiera que su proceso ni siquiera ha comenzado; que ni siquiera se ha dado la señal para el comienzo del proceso». Tranquilo, Block —dijo el abogado, pues Block había comenzado a levantarse sobre sus inseguras rodillas y parecía querer una explicación. Era la primera vez que el abogado se dirigía directamente a Block. Le miró desde arriba con los ojos cansados, aunque no fijamente. Block volvió a arrodillarse lentamente.

—Esa opinión del juez no tiene para ti ninguna importancia —dijo el abogado—. No te asustes por cada palabra que oigas. Si se vuelve a repetir, no te diré nada más. No se puede comenzar ninguna frase sin que mires como si se fuera a pronunciar tu sentencia definitiva. ¡Avergüénzate ante mi cliente! También tú quebrantas su confianza en mí. ¿Qué quieres? Aún vives, aún estás bajo mi protección. ¡Es un miedo absurdo! Has leído en alguna parte que la sentencia definitiva, en algunos casos, pronuncia de improviso, emitida por una boca cualquiera en un momento arbitrario. Eso es verdad, con algunas reservas, pero también es verdad que tu miedo me repugna y que en él sólo veo una falta de confianza en mí. ¿Qué he dicho? Me he limitado a repetir la opinión de un juez. Ya sabes que las opiniones más distintas se acumulan en el proceso hasta lo inextricable. Ese juez, por ejemplo, acepta el inicio del proceso en una fecha diferente a la mía. Una diferencia de opiniones, nada más. En una determinada fase del proceso se da una señal con una campanilla según una vieja costumbre. Según la opinión de este juez a partir de ese preciso momento es cuando se inicia el proceso. Ahora no te puedo decir todo lo que se puede objetar a esa opinión. Tampoco lo entenderías, te basta con saber que hay mucho que habla en contra.

Confuso, Block pasaba la mano sobre la manta, el miedo a las declaraciones del juez le hizo olvidar provisionalmente su sumisión frente al abogado. Sólo pensaba en él mismo y no cesaba de dar vueltas a las palabras del juez.

—Block —dijo Leni con un tono admonitorio, y le tiró un poco hacia arriba del cuello de la chaqueta—, deja la manta y escucha al abogado.

En la catedral

K había recibido el cometido de enseñar algunos monumentos históricos a un buen cliente italiano del banco, que visitaba la ciudad por primera vez. Era una obligación que, en otro tiempo, hubiera considerado un honor, pero que ahora, cuando apenas lograba con esfuerzo mantener su prestigio en el banco, asumía con desagrado. Cada hora que no podía permanecer en el despacho le preocupaba. Por desgracia, tampoco podía aprovechar como antes sus horas laborales, pasaba mucho tiempo aparentando que trabajaba. Sin embargo, sus cuitas se hacían más grandes cuando permanecía ausente de su despacho. Imaginaba que el subdirector, siempre al acecho, entraba en su despacho, se sentaba a su mesa, registraba sus papeles, recibía a los clientes con los que K, desde hacía años, sostenía incluso una relación de amistad, les enemistaba con él, descubría fallos, que K, durante el trabajo, cometía sin darse cuenta y ya no podía evitar. Si se le encargaba realizar una salida de negocios o irse de viaje, aunque fuese como una distinción —semejantes encargos se habían hecho, casualmente, muy frecuentes en los últimos tiempos—, siempre sospechaba que se le quería alejar del despacho para examinar su trabajo o, simplemente, porque creían que podían prescindir de él. Podría haber rechazado todos esos encargos sin mayores dificultades, pero no se atrevió, pues, aunque sus temores no estuvieran justificados, un rechazo significaba una confesión del miedo qué sentía. Por este motivo aceptaba los encargos con aparente indiferencia, incluso llegó a silenciar un serio enfriamiento antes de emprender un agotador viaje de negocios de dos días, para no correr el peligro de que suspendieran el viaje a causa del mal tiempo otoñal. Cuando regresó de ese viaje con furiosos dolores de cabeza, supo que le habían encomendado que acompañase al día siguiente al hombre de negocios italiano. La tentación de negarse por una sola vez fue muy grande, además no se trataba de un encargo vinculado a su trabajo, por más que el cumplimiento de ese deber social fuese lo suficientemente importante, aunque no para K, que sabía muy bien que sólo se podía mantener con éxitos laborales y que si no lo lograba, no poseería el menor valor, por mucho que llegara a embelesar, de forma inesperada, al italiano. No quería que le apartaran del trabajo ni siquiera un día, pues el miedo de que lo dejasen atrás era demasiado grande, un miedo que él, como reconocía, era exagerado, pero era un miedo que le asfixiaba. En este caso, sin embargo, era casi imposible encontrar una excusa aceptable. El conocimiento que K tenía de la lengua italiana no era bueno, pero bastaba para un caso así. Lo decisivo, sin embargo, era que él poseía ciertos conocimientos artísticos adquiridos hacía tiempo y conocidos en el banco, si bien se exageraban un poco por el hecho de que K, aunque sólo por motivos de negocios, había sido miembro de la Asociación para la Conservación de los Monumentos Urbanos. El italiano, como habían sabido a través de fuentes distintas, resultaba ser un amante del arte, así que la elección de K era algo evidente.

 

Era una mañana fría y tormentosa. K, enojado por el día que le esperaba, llegó a su despacho a las siete para, al menos, trabajar algo antes de que la visita se lo impidiese. Estaba muy cansado, puesto que había pasado parte de la noche estudiando algo de gramática italiana. La ventana, junto a la que, últimamente, permanecía sentado con demasiada frecuencia, le tentaba mucho más que la mesa, pero resistió y continuó el trabajo. Por desgracia, al poco tiempo entró el ordenanza y anunció que el director le había enviado para comprobar si el gerente ya se encontraba en su despacho. Le pidió que fuese tan amable de acudir a la sala de recepción, donde ya se encontraba el señor de Italia.

—Ya voy —dijo K, se metió un pequeño diccionario en el bolsillo, cogió un folleto turístico y, a través del despacho del subdirector, entró en el del director. Se alegró de haber venido tan temprano a la oficina y poder estar ya dispuesto, lo que nadie podía haber esperado. El despacho del subdirector permanecía, naturalmente, aún vacío, como en lo más profundo de la noche, tal vez el ordenanza también le había buscado, aunque en vano. Cuando K entró en la sala de recepción, se levantaron los dos señores de sus cómodos sillones. El director sonrió amable, parecía muy contento de la llegada de K. Le presentó en seguida, el italiano estrechó con energía la mano de K y, sonriendo, dijo algo de madrugadores; K no entendió muy bien a quién se refería, además era una palabra extraña, que K sólo pudo comprender transcurrido rato. Respondió con algunas frases hechas, que el italiano escuchó sonriente, mientras, algo nervioso, acariciaba su poblado bigote gris azulado. El bigote parecía perfumado, uno casi se veía tentado a acercarse y olerlo. Cuando todos se sentaron y comenzaron a hablar, K notó con gran disgusto que apenas entendía al italiano. Cuando hablaba tranquilo, le entendía casi todo, pero ésos eran momentos excepcionales la mayoría de las veces las palabras manaban a borbotones de su boca y parecía sacudir la cabeza de placer cuando esto ocurría. Mientras hablaba lanzaba frases enteras en un dialecto extraño, que para K no tenía nada de italiano, pero que el director no sólo comprendía, sino que lo hablaba, lo que K tendría que haber previsto, ya que el italiano era originario del sur de Italia, en donde el director había residido algunos años. K reconoció que la posibilidad de comprenderse con el italiano sé había reducido drásticamente, pues su francés también era difícil de entender. Por añadidura, el bigote ocultaba los labios, así que al siquiera se podía leer en ellos para averiguar qué era lo que estaba diciendo. K comenzó a prever situaciones incómodas, provisionalmente renunció a entender al italiano en presencia del director, que le entendía tan fácilmente, hubiera sido un esfuerzo innecesario, así que se limitó a observar malhumorado cómo éste descansaba tranquilo y semihundido en el sillón, cómo estiraba de vez en cuando su chaqueta bien cortada y cómo una vez, elevando el brazo y agitando las manos, Intentaba explicar algo que K no podía comprender, a pesar de que no perdía de vista sus manos. Al final, K, que permanecía ausente, siguiendo mecánicamente la conversación, empezó a sentir el cansancio previo y se sorprendió a sí mismo, para su horror, aunque felizmente a tiempo, cuando, guiado por su confusión, pretendía levantarse, darse la vuelta y marcharse. Pero transcurrido un rato el italiano miró el reloj y se levantó. Después de despedirse del director, se acercó a K y, además, tanto, que K tuvo que desplazar el sillón para poderse mover. El director, que por la mirada de K reconoció la situación apurada de éste frente al italiano, se inmiscuyó en la conversación de un modo tan inteligente que pareció como si simplemente añadiera algunos consejos, mientras en realidad lo que estaba haciendo era traducir a K todo lo que el incansable italiano decía con su fluidez proverbial. K se enteró así de que el italiano aún debía terminar algunos negocios, que sólo tenía poco tiempo y que no pretendía visitar todos los monumentos. Más bien había decidido visitar —si K daba su aprobación, en él recaía la decisión— sólo la catedral, pero detenidamente. Él se alegraba mucho de poder realizar esa visita en compañía de un hombre tan erudito y amable —con estas palabras estaba haciendo referencia a K, que prescindía de las palabras del italiano e intentaba oír las del director—, así que le pedía, si le parecía bien, que se encontraran transcurridas dos horas, alrededor de las diez, en la catedral. Creía poder estar allí a esa hora. K respondió algo adecuado, el italiano estrechó primero la mano del director, luego la de K, y se dirigió, volviéndose continuamente y sin parar de hablar, hacia la puerta seguido por ambos. K permaneció un rato con el director, que ese día parecía enfermo. Creyó tener que disculparse ante K —estaban juntos en un trato de confianza—, al principio había previsto acompañar él mismo al italiano, pero luego —no adujo ningún motivo— se decidió por enviar a K. Si no entendía al italiano, no tenía por qué asustarse, con un poco de práctica lo comprendería mejor, pero que en el caso de que no lo hiciera, tampoco pasaba nada malo, para el italiano no era importante que le entendieran. Por lo demás, el italiano de K era sorprendentemente bueno y él cumpliría su misión a la perfección. Con estas palabras se despidió de K. El tiempo que aún le quedaba lo empleó en aprender algunos términos complejos que necesitaba para su guía por la catedral, sacándolos del diccionario. Era un trabajo muy pesado, el empleado le trajo la correspondencia, algunos funcionarios vinieron con algunas preguntas y, al ver a K ocupado, se quedaron esperando en la puerta, pero no se movieron hasta que K les atendió. El subdirector tampoco perdió la ocasión de molestar, pasó varias veces por su despacho, le quitó el diccionario de las manos y lo hojeó sin intención alguna, incluso clientes emergían cuando las puertas se abrían en la semioscuridad del antedespacho y se inclinaban indecisos, ya que querían llamar la atención, pero no estaban seguros de que les veían. Todo eso giraba en torno a K como si él fuese el centro, mientras él pensaba en las palabras que iba a necesitar, las buscaba en el diccionario, las apuntaba y las pronunciaba para, a continuación, aprendérselas de memoria. No obstante, su buena memoria de los viejos tiempos parecía haberle abandonado, algunas veces se puso tan furioso con el italiano por haberle obligado a ese esfuerzo que enterró el diccionario entre papeles con la firme intención de no prepararse más, aunque luego comprendía que no podía permanecer mudo con el italiano ante las obras de arte en la catedral, así que, aún más furioso, volvía a coger el diccionario.

Precisamente a las nueve y media, cuando se disponía a salir, recibió una llamada por teléfono. Leni le deseó buenos días y le preguntó sobre su estado. K le dio las gracias a toda prisa y le advirtió que en ese momento no podía conversar, que tenía que ir a la catedral.

—¿A la catedral? —preguntó Leni.

—Pues sí, a la catedral.

—¿Por qué precisamente a la catedral? —preguntó Leni.

K intentó explicárselo brevemente, pero apenas había comenzado, cuando Leni le interrumpió bruscamente:

—Te están acosando.

K no toleró una compasión que él ni había requerido ni esperado. Se despidió con dos palabras y, mientras colgaba el auricular, en parte para sí, en parte dirigiéndose a la muchacha, que ya no le podía oír,

—Sí, me están acosando.

Miró el reloj, corría el peligro de llegar tarde. Decidió desplazarse en automóvil, en el último momento se había acordado del folleto turístico, pues no había tenido la oportunidad de entregárselo al italiano, así que pensó en llevárselo. Lo mantenía sobre las rodillas y tamborileaba en él con los dedos. La lluvia se había apaciguado, pero el día era húmedo, frío y oscuro, podrían ver poco en el interior de la catedral y, además, a causa de la humedad y de una larga permanencia de pie el resfriado de K empeoraría con toda seguridad.

La plaza de la catedral estaba solitaria. K recordó que ya en su infancia le había llamado la atención que todas las casas de esa pequeña plaza siempre tenían las cortinas cerradas. Con ese tiempo, sin embargo, era comprensible. Tampoco parecía haber nadie en el interior de la catedral. A nadie se le podía ocurrir visitar su interior en un día así. K paseó por ambas naves laterales, sólo encontró a una anciana envuelta en un mantón y arrodillada ante una imagen de la Virgen María. Desde lejos, sin embargo, vio cómo un sacristán cojo desaparecía por una puerta. K había sido puntual, precisamente al entrar tocaron las once, el italiano, sin embargo, aún no había llegado. K regresó a la puerta principal, permaneció allí un rato indeciso y, finalmente, dio una vuelta en torno a la catedral bajo la lluvia para comprobar si el italiano no le estaba esperando en alguna puerta lateral. No lo encontró por ninguna parte. ¿Acaso el director había entendido mal la hora? ¿Cómo se podía comprender bien a ese hombre? Fuera lo que fuese, K tenía que esperar como mínimo media hora. Como estaba cansado, quiso sentarse, volvió a entrar en la catedral, encontró en uno de los escalones un trozo de tela, que parecía de una alfombra, lo llevó con la punta del pie hasta un banco cercano, se envolvió bien en su abrigo, se subió el cuello y se sentó. Para distraerse abrió el folleto, lo hojeó un poco, pero tuvo que dejarlo pues se hizo tan oscuro que, cuando miró hacia arriba, apenas pudo distinguir nada en la nave cercana.

En la lejanía brillaba un gran triángulo compuesto por velas. K no podía decir con certeza si lo había visto antes. Tal vez las acababan de encender. Los sacristanes son silenciosos, es un rasgo profesional, así que no se les nota. Cuando K se volvió casualmente, vio, no muy lejos de donde se encontraba, cómo ardía un cirio grande y grueso, adosado a una columna. Por muy bello que fuera, era insuficiente para iluminar las imágenes que colgaban en las tinieblas de las capillas laterales, en realidad contribuía a aumentar esas tinieblas.

Era al mismo tiempo razonable y descortés que el italiano no se hubiera presentado. No se podría haber visto nada, se tendrían que haber limitado a buscar algunas imágenes con la linterna de K. Para comprobar qué es lo que les esperaba, K se acercó a una capilla lateral, subió un par de escalones hasta llegar a un bajo antepecho de mármol e, inclinado sobre él, iluminó con la linterna el cuadro del altar. La luz continua osciló inquietante. Lo primero que K, más que ver, adivinó, fue un gran caballero con armadura, representado en uno de los extremos del cuadro. Se apoyaba en su espada, que mantenía firmemente sobre un suelo desnudo, a no ser por unas briznas de hierba aquí y allá. Parecía observar con atención un incidente que tenía lugar ante él. Era asombroso que se mantuviera en esa posición y no se aproximara. Tal vez su misión consistía en vigilar. K, que hacía tiempo que no contemplaba ningún cuadro, permaneció ante él un buen rato, aunque se veía obligado a guiñar continuamente los ojos, pues no soportaba la luz verde de la linterna. Cuando, a continuación, desplazó la luz hacia el resto del cuadro, pudo ver una versión usual del entierro de Cristo; por lo demás, se trataba de un cuadro moderno. Se guardó la linterna y volvió a su sitio.

Era inútil seguir esperando al italiano; fuera, sin embargo, debía de estar cayendo un chaparrón, y como en el interior no hacía tanto frío como había esperado, decidió permanecer dentro. Cerca de él estaba el púlpito, debajo del pequeño y redondo tornavoz había dos cruces doradas que se cruzaban en sus extremos. La parte exterior del pretil y el espacio que la unía a la columna sustentadora estaban adornados con hojas verdes esculpidas, que querubines mantenían en sus manos, unos con actitud vivaz, otros, reposada. K se acercó al púlpito y lo examinó por todas partes, el grabado de la piedra era extremadamente cuidadoso, la profunda oscuridad que reinaba entre los espacios vacíos del follaje pétreo y la que se extendía detrás de éste parecía atrapada, como si estuviera retenida; K introdujo su mano en uno de esos espacios vacíos y palpó la piedra, nunca había tenido conocimiento de la existencia de ese púlpito. En ese momento notó casualmente que un sacristán permanecía detrás de un banco cercano, vestido con una chaqueta negra colgante y arrugada, sosteniendo una cajita de rapé y observándole.

«¿Qué quiere ese hombre? —pensó K—. ¿Acaso le parezco sospechoso? ¿O querrá una limosna?» Cuando el sacristán vio que K le observaba, señaló con la mano derecha —entre dos dedos aún sostenía una pulgarada de rapé— hacia una dirección incierta. Su comportamiento era inexplicable. K esperó un rato, pero el sacristán no cesó de señalarle algo con la mano e incluso llegó a reforzar sus gestos con un movimiento de cabeza.

 

«¿Qué querrá?» —se preguntó K en voz baja. No se atrevía a gritar allí dentro. Su reacción fue sacar su cartera y acercarse al hombre. Pero éste hizo de inmediato un gesto de rechazo con la mano, alzó los hombros y se alejó cojeando. Con un paso semejante K había intentado imitar cuando era niño el trote de un caballo. «Un anciano senil —pensó K—. Su inteligencia apenas llega para ayudar en la Iglesia. Se para cuando yo me paro y acecha por si sigo andando». K siguió sonriendo al anciano por toda la nave lateral hasta llegar al Altar Mayor, el anciano no paraba de señalarle algo, pero K no se volvía. Esos gestos sólo tenían la intención de apartarle de sus huellas. Finalmente le dejó, no quería asustarlo, tampoco quería ahuyentarlo del todo, por si acaso venía el italiano.

Cuando entró en la nave principal para buscar el sitio en el que había dejado el folleto, descubrió muy cerca de una columna casi adosada a los bancos del coro del altar un sencillo y pequeño púlpito lateral, hecho de piedra desnuda y blanca. Era tan pequeño que desde lejos parecía una hornacina aún vacía, destinada a albergar una estatua. El sacerdote, con toda seguridad, apenas podría retroceder un paso desde el pretil. Además, el tornavoz, sin ningún adorno, estaba situado a una altura escasa y se inclinaba tanto que un hombre de mediana estatura no podía permanecer recto en el interior del púlpito, sino que debía agacharse y apoyarse en el pretil. Parecía diseñado específicamente para atormentar al sacerdote, era incomprensible para qué podía necesitarse ese púlpito, ya que se tenía el otro, más grande y decorado con tanto primor.

A K no le hubiera llamado la atención ese pequeño púlpito, si no hubiera descubierto una lámpara fijada en la parte superior, como las que se suelen colocar poco antes de un sermón. ¿Se pronunciaría ahora un sermón? ¿En la iglesia vacía? K miró hacia la escalera que, bordeando la columna, conducía al púlpito y que era tan estrecha que no parecía para uso humano, sino simplemente de adorno para la columna. Pero al pie del púlpito, K sonrió de asombro, se encontraba, efectivamente, un sacerdote. Apoyaba la mano en la barandilla, preparado para subir, y miraba a K. Entonces asintió levemente con la cabeza, porque K se persignó e inclinó, lo que debería haber hecho antes. El sacerdote tomó un poco de impulso y subió al púlpito con pasos cortos y rápidos. ¿Realmente iba a pronunciar un sermón? ¿Acaso el sacristán carecía de tan poco sentido común que le había querido conducir hasta el sacerdote, lo que, en vista de la iglesia vacía, era necesario? Además, por algún lado había una anciana ante la imagen de la Virgen María que también tendría que haber venido. Y, si se iba a pronunciar un sermón, ¿por qué no había sido precedido por el órgano? Pero éste permanecía en silencio y brillaba débilmente envuelto en las tinieblas.

K pensó si no debería alejarse deprisa, o lo hacía ahora o ya no tendría otra oportunidad, debería permanecer allí durante todo el sermón; en la oficina había perdido tanto tiempo; ya no estaba obligado a esperar más al italiano. Miró su reloj, eran las once. Pero, ¿realmente se iba a pronunciar un sermón? ¿Podía K representar a toda la comunidad de fieles? ¿Y si fuese un extranjero que sólo pretendía visitar la iglesia? En el fondo así era. Era absurdo pensar que se podía pronunciar un sermón, ahora, a las once de la mañana, en un día laborable y con un tiempo tan horrible. El sacerdote —se trataba sin duda de un sacerdote, un hombre joven con el rostro liso y oscuro— parecía subir a apagar la lampara, que alguien había encendido por error.

Pero no fue así. El sacerdote, en realidad, examinó la luz, la ajustó y se dio la vuelta lentamente hacia el pretil, apoyándose en él con las dos manos. Así permaneció un rato y miró, sin mover la cabeza, a su alrededor. K había retrocedido un trecho y se apoyaba con el codo en el banco de delante. Con ojos inseguros, sin poder determinar exactamente el lugar, vio cómo el sacristán, algo encorvado, se ponía a descansar pacíficamente como si hubiera terminado su cometido. ¡Qué silencio reinaba ahora en la catedral! Pero K tenía que romperlo, no pretendía quedarse allí. Si era un deber del sacerdote predicar a una hora determinada sin consideración a las circunstancias, que lo hiciera, también podría cumplir su cometido en ausencia de K, su presencia tampoco contribuiría a aumentar el efecto. K se puso lentamente en camino y fue tanteando el banco de puntillas. Llegó a la nave central y prosiguió sin que nadie le detuviera, sólo sus pasos ligeros resonaban continuamente bajo las bóvedas con un ritmo regular y progresivo. K, consciente de que el sacerdote podía estar observándole, se sentía abandonado mientras avanzaba solo entre los bancos vacíos. Las dimensiones de la catedral le parecían ahora rayar en los límites de lo soportable para el ser humano. Cuando llegó al sitio que había ocupado anteriormente, cogió el folleto sin detenerse. Apenas había dejado atrás el banco y se acercaba al espacio vacío que le separaba de la salida, cuando escuchó por primera vez la voz del sacerdote. Era una voz poderosa y ejercitada. ¡Cómo se expandió por la catedral, preparada para recibirla! Pero no era a la comunidad de fieles a quien llamaba, su voz resonó clara, no había escapatoria alguna, exclamó:

—¡Josef K!

K se detuvo y miró al suelo. Aún era libre, podía seguir y escapar por una de las pequeñas y oscuras puertas de madera, que no estaban lejos. Pero eso significaría o que no había entendido o que había entendido pero no quería hacer ningún caso. Si se daba la vuelta, se tendría que quedar, pues habría confesado tácitamente que había comprendido muy bien su nombre y que quería obedecer. Si el sacerdote hubiese gritado de nuevo, K habría proseguido su camino, pero como todo permaneció en silencio, volvió un poco la cabeza, pues quería ver qué hacía el sacerdote en ese momento. Se le veía tranquilo en el púlpito, se podía advertir que había notado el giro de cabeza de K. Hubiera sido un juego infantil si K no se hubiese dado la vuelta por completo. Así lo hizo, y el sacerdote le llamó con una señal de la mano. Como ya todo ocurría abiertamente, avanzó —lo hizo en parte por curiosidad y en parte para tener la oportunidad de acortar su estancia allí— con pasos largos y ligeros hasta el púlpito. Se paró ante los bancos, pero al sacerdote le parecía que la distancia era aún demasiado grande. Estiró la imano y señaló con el dedo índice un asiento al pie del púlpito. K siguió su indicación y, al sentarse, tuvo que mantener la cabeza inclinada hacia atrás para poder ver al sacerdote.

—Tú eres Josef K —dijo el sacerdote, y apoyó una mano en el pretil con un movimiento incierto.

—Sí dijo K. Pensó cómo en otros tiempos había pronunciado su nombre con entera libertad, pero ahora suponía una carga para él, también ahora conocía su nombre gente a la que veía por primera vez. Qué bello era que le presentaran y luego conocer a la gente.