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100 Clásicos de la Literatura

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K permaneció en silencio.

—La absolución aparente no le resulta muy ventajosa, ¿verdad? —dijo el pintor—. Tal vez prefiera la prórroga indefinida. ¿Desea que le are en qué consiste la prórroga indefinida?

K asintió con la cabeza.

El pintor se había reclinado cómodamente en la silla, su camisa del pijama estaba abierta y se rascaba el pecho con la mano.

—La prórroga —dijo el pintor, y miró un momento ante sí como si buscara las palabras adecuadas—, la prórroga consiste en que el proceso se mantiene de un modo duradero en una fase preliminar. Para lograrlo es necesario que el acusado y el ayudante, sobre todo el ayudante, permanezca continuamente en contacto personal con el tribunal. Repito, aquí no es necesario gastar tantas energías como para lograr una absolución aparente y, sin embargo, sí es necesario prestar una mayor atención. No se puede perder de vista el proceso, hay que ir a ver al juez competente en periodos de tiempo regulares y, además, en ocasiones especiales, y hay que intentar mantenerlo contento. Si no se conoce personalmente al juez, se puede intentar influir en él a través de otros jueces, sin por ello renunciar a las entrevistas personales. Si no se descuida nada a este respecto, se puede decir con bastante certeza que el proceso no pasará de su primera fase. El proceso, sin embargo, no se detiene, pero el acusado queda casi tan a salvo de una condena como si estuviera libre. Frente a la absolución aparente, la prórroga indefinida tiene la ventaja de que el futuro del acusado es menos incierto, evita los sustos de las detenciones repentinas y no tiene que temer, precisamente en aquellos periodos en que sus circunstancias son inapropiadas, los esfuerzos y las irritaciones que cuestan el logro de la absolución aparente. No obstante, la prórroga también posee ciertas desventajas para el acusado que no se deben subestimar. Y no pienso en que aquí el acusado nunca es libre, pues tampoco lo es, en un sentido estricto, en la absolución aparente. Se trata de otra desventaja. El proceso no se puede detener sin que, al menos, haya motivos aparentes para ello. Por lo tanto, y de cara al exterior, tiene que suceder algo en el proceso. Así pues, de vez en cuando se tomarán algunas disposiciones, se interrogará al acusado, se realizarán algunas investigaciones, etc. El proceso debe girar dentro de los estrechos límites a los que se le ha reducido artificialmente. Eso produce algunas molestias al acusado, que, sin embargo tampoco debe imaginarse que son tan malas. Todo es de cara al exterior; los interrogatorios, por ejemplo, son muy cortos, cuando se tiene poco tiempo o, simplemente, no se tienen ganas de comparecer, sé puede faltar presentando una disculpa, incluso con algunos jueces se pueden fijar de antemano las fechas de determinadas formalidades, se trata, en definitiva, ya que uno es un acusado, de presentarse ante el juez competente de vez en cuando.

Ya durante las últimas palabras K se había colocado la chaqueta en el brazo y se había levantado.

—¡Se ha levantado! —gritaron en seguida al otro lado de la puerta.

—¿Ya se quiere ir? —preguntó el pintor también levantándose—. Seguro que es el aire viciado por lo que se va. Me resulta muy desagradable. Me quedaban más cosas por decirle, tenía que haber abreviado. Espero que me haya comprendido.

—¡Oh, sí! —dijo K, al que le dolía la cabeza por el esfuerzo realizado para escuchar. No obstante esta confirmación, el pintor se lo resumió otra vez, como si quisiera que K se llevase consigo algún consuelo.

Ambos métodos tienen en común que impiden una condena del acusado.

—Pero también impiden la absolución real —dijo K en voz baja, como si se avergonzase de haberlo descubierto.

—Ha comprendido el meollo del asunto —dijo el pintor con rapidez.

K puso la mano en el abrigo, pero no podía decidirse a ponérselo. Le hubiera gustado recogerlo todo y salir a respirar el aire fresco. Tampoco las niñas le motivaban a vestirse, por más que desde el principio se gritaran entre ellas que se estaba vistiendo. El pintor intentó conocer el estado de ánimo de K, así que dijo:

—No se ha decidido respecto a mis proposiciones. Lo apruebo. Lo mismo le hubiera desaconsejado que se decidiera en seguida. Las ventajas y las desventajas son nimias. Hay que valorarlo todo con exactitud.

—Le volveré a visitar pronto —dijo K, que con decisión repentina puso la chaqueta, se echó el abrigo sobre los hombros y se apresuró hacia la puerta. Las niñas, al advertirlo, comenzaron a gritar.

—Pero debe mantener su palabra —dijo el pintor, que le había seguido, si no, me presentaré en su banco y preguntaré por usted.

—Abra la puerta —dijo K, al notar cómo las niñas hacían fuerza en el picaporte.

—¿Acaso quiere que las niñas le molesten? Salga mejor por la otra puerta —y señaló la puerta situada detrás de la cama.

K estuvo de acuerdo y retrocedió hasta la cama. Pero el pintor, en vez de abrir la puerta, se metió debajo de la cama y preguntó desde allí:

—¿No quiere ver un cuadro que le podría vender?

K no quería ser descortés, el pintor se había portado bien y le había prometido seguir ayudándole, además K se había olvidado de hablar sobre la recompensa por la ayuda, por este motivo no pudo zafarse y dejó que le mostrara el cuadro, aunque temblase de impaciencia por salir del estudio. El pintor sacó de debajo de la cama un montón de cuadros sin enmarcar tan llenos de polvo que, cuando el pintor sopló sobre el primero, K estuvo un tiempo sin poder respirar ni ver bien.

—Un paisaje de landa —dijo el pintor, y alcanzó el cuadro a K. Representaba unos árboles débiles, muy alejados entre sí, rodeados de hierba oscura. En segundo plano se veía un policromo crepúsculo.

—Muy bonito —dijo K—, lo compro.

K se había expresado con tal brevedad de una forma impensada. Por eso se alegró cuando el pintor en vez de tomarlo a mal, levantó otro cuadro del suelo.

—Aquí tiene un contraste con el anterior —dijo el pintor.

Se habría concebido como un contraste, pero no había la más mínima diferencia con el anterior, ahí estaban los árboles, la hierba y en el fondo el crepúsculo. Pero a K no le importaba.

—Son paisajes muy bonitos —dijo—. Se los compro. Los colgaré en mi despacho.

—Parece que el motivo le gusta. Casualmente tengo un tercer cuadro similar.

No era similar, más bien se trataba de un paisaje idéntico. El pintor aprovechaba la oportunidad para vender cuadros viejos.

—También lo compro —dijo K—. ¿Cuánto cuestan los tres cuadros?

—Ya hablaremos de eso —dijo el pintor—. Ahora tiene prisa, pero vamos a permanecer en contacto. Por lo demás, me alegra que le hayan gustado los cuadros. Le daré todos los que tengo debajo de la cama. Todos son paisajes de landa, ya he pintado muchos. Hay personas que les tienen cierta aversión porque son melancólicos, otros, sin embargo, entre los que usted se cuenta, aman precisamente esa melancolía. Pero K ya no tenía ganas de oír las experiencias profesionales del pintor pedigüeño.

—Empaquete los cuadros —exclamó, interrumpiendo al pintor—, mañana vendrá mi ordenanza y los recogerá.

—No es necesario —dijo el pintor—. Creo que podré conseguir que alguien se los lleve ahora.

Finalmente, salió de debajo de la cama y abrió la puerta.

—Súbase a la cama —dijo el pintor—, lo hacen todos los que entran.

K tampoco habría tenido ninguna consideración si el pintor no hubiese dicho nada. En realidad ya tenía puesto un pie encima de la cama, pero entonces se quedó mirando hacia la puerta abierta y volvió a retirar el pie.

—¿Qué es eso? —preguntó al pintor.

—¿De qué se asombra? —preguntó éste, asombrado a su vez—. Son dependencias del tribunal. ¿No sabía que aquí había dependencias judiciales? Este tipo de dependencias las hay en prácticamente todas las buhardillas, ¿por qué habrían de faltar aquí? También mi estudio pertenece a las dependencias del tribunal, éste es el que lo ha puesto a mi disposición.

K no se horrorizó tanto por haber encontrado allí unas dependencias judiciales, sino por su ignorancia en asuntos relacionados con tribunal. Según su opinión, una de las reglas fundamentales que debía regir la conducta de todo acusado era la de estar siempre preparado, no dejarse sorprender, no mirar desprevenido hacia la derecha, cuando el juez se encontraba a su izquierda, y precisamente infringía esta regla continuamente. Ante él se extendía un largo pasillo, por el que corría un aire fresco en comparación con el del estudio. A ambos lados del pasillo había bancos, como en la sala de espera de las oficinas judiciales competentes para el caso de K. Parecían existir reglas concretas para la construcción de las dependencias. En ese momento no había mucho tráfico de personas. Un hombre permanecía casi tendido, había apoyado la cabeza en el banco y se había cubierto el rostro con las manos. Parecía dormir. Otro estaba al final del pasillo, en una zona oscura. K se subió a la cama, el pintor le siguió con los cuadros. Al poco tiempo encontraron a un empleado de los tribunales. K reconocía a todos estos empleados por el botón dorado que llevaban en sus gajes normales, junto a los otros botones usuales. El pintor le encargó que acompañase a K con los cuadros. K vacilaba al caminar y avanzaba con el pañuelo en la boca. Ya se encontraban cerca de la salida, cuando las niñas irrumpieron frente a ellos, así que K ni siquiera se pudo ahorrar esa situación. Habrían visto cómo abrían la otra puerta y habían corrido para sorprenderlos.

—Ya no puedo acompañarle más —exclamó el pintor sonriendo y resistiendo el embate de las niñas—. ¡Adiós! ¡Y no tarde mucho en decidirse!

K ni siquiera le miró. Al salir a la calle tomó el primer taxi que pasó. Deseaba deshacerse del empleado, ese botón dorado se le clavaba continuamente en el ojo, aunque a cualquier otro ni siquiera le llamara la atención. El empleado, servicial, quiso sentarse con K, pero éste lo echó abajo. K llegó al banco por la tarde. Habría querido dejarse los cuadros en el coche, pero temió necesitarlos en algún momento para justificarse ante el pintor. Así que pidió que los subieran a su despacho Y los guardó en el último cajón de su mesa. Allí estarían a salvo de la curiosidad del subdirector, al menos durante los primeros días.

 

El comerciante Block. K renuncia al abogado

Por fin se había decidido K a renunciar a la representación del abogado. Las dudas acerca de lo acertado de dicha medida no se podían eliminar, pero el convencimiento de la necesidad de ese paso terminó por prevalecer. La decisión, en el día que K tenía que visitar al abogado, le había costado tiempo y esfuerzo, trabajó con excesiva lentitud y tuvo que permanecer muchas horas en su despacho. Pasaban de las diez de la noche cuando K se presentó ante la puerta del abogado. Antes de llamar pensó si no sería mejor romper con el abogado por teléfono o por escrito, pues la entrevista tendría que ser por fuerza desagradable. Pero K decidió mantenerla, de otro modo el abogado aceptaría la decisión de K con algunas palabras formales o con silencio, y K, salvo lo que Leni le pudiera decir, desconocería su reacción ante la medida y las consecuencias que, según la opinión nada despreciable del abogado, ese paso tendría para K. No obstante, si K estaba sentado frente al abogado, aunque éste no quisiera decir mucho, al menos podría deducir bastante de sus gestos y de su actitud. Tampoco se podía excluir que le convenciese para que el abogado continuase con la defensa y que él renunciase a su decisión.

Como siempre, la primera llamada a la puerta quedó sin respuesta. «Leni podría ser más rápida» —pensó K. Pero resultaba una ventaja que no se inmiscuyeran los vecinos, como habitualmente, ya fuese el hombre en bata o cualquier otro. Mientras K tocaba el timbre por segunda vez, miró hacia la puerta vecina, pero permaneció cerrada. Finalmente aparecieron dos ojos en la mirilla de la puerta, pero no eran los de Leni. Alguien abrió la puerta, pero siguió apoyándose en ella, y gritó hacia el interior:

—¡Es él! —y abrió del todo.

K había empujado también la puerta, pues ya había escuchado la llave de la cerradura en la puerta de al lado. Cuando la puerta se abrió, se precipitó hacia dentro y le dio tiempo a ver cómo Leni, a la que habían dirigido antes el grito de advertencia, corría por el pasillo vestida con una simple camisa. Se quedó mirándola un rato y luego se volvió hacia el que había abierto la puerta. Era un hombre pequeño y delgado, con barba, y sostenía una vela en la mano.

—¿Está empleado aquí? —preguntó K.

—No —respondió el hombre—, el abogado me defiende, estoy aquí por un asunto judicial.

—¿Sin chaqueta? —preguntó K, y señaló con un movimiento de la mano su forma inapropiada de vestir.

—¡Oh, disculpe! —dijo el hombre, y se iluminó a sí mismo con la vela, como si advirtiese por primera vez su estado.

—¿Leni es su amante? —preguntó K brevemente. Había abierto algo las piernas, las manos, que sostenían el sombrero, permanecían en la espalda. Sólo por poseer un buen abrigo de invierno se sintió superior a aquella figura esmirriada.

—¡Oh, Dios! —dijo, y alzó la mano ante el rostro en una actitud defensiva—, no, no, ¿cómo puede pensar eso?

—Parece que dice la verdad —dijo K sonriendo—, no obstante, venga le hizo una seña con el sombrero y dejó que fuera por delante.

—¿Cómo se llama? —preguntó K mientras caminaban.

—Block, soy el comerciante Block —dijo, y al hacer su presentación se volvió, pero K no dejó que se detuviera.

—¿Es su apellido de verdad? —preguntó K.

—Claro —fue la respuesta—, ¿por qué?

—Pensé que tenía razones para silenciar su apellido —dijo K. Se sentía libre, tan libre como el que habla en el extranjero con gente de baja condición, guarda para sí todo lo que le afecta y sólo habla indiferente de los intereses de los demás, elevándolos o dejándolos caer según su gusto. K se paró ante la puerta del despacho del abogado, la abrió y gritó al comerciante, que había continuado:

—¡No tan deprisa! Ilumine aquí.

K pensó que Leni podía haberse escondido allí, por lo que obligó al comerciante a buscar por todas las esquinas, pero la habitación estaba vacía. K detuvo al comerciante ante el cuadro del juez cogiéndole por los tirantes.

—¿Le conoce? —preguntó, y señaló con el dedo hacia arriba.

El comerciante elevó la vela, miró guiñando los ojos y dijo:

—Es un juez.

—¿Un juez supremo? —preguntó K, y se puso al lado del comerciante para observar la impresión que le causaba el cuadro. El comerciante miraba con admiración.

—Es un juez supremo —dijo.

—Usted no tiene mucha capacidad de observación —dijo K—. Entre todos los jueces de instrucción inferiores, él es el inferior.

—Ahora me acuerdo —dijo el comerciante, y bajó la vela—, yo también lo he oído.

—Naturalmente —exclamó K—, lo olvidé, claro que lo habrá oído.

—Pero, ¿por qué?, ¿por qué? —preguntó el comerciante, mientras se dirigía hacia la puerta empujado por K. Ya en el pasillo, dijo K:

—¿Sabe dónde se ha escondido Leni?

—¿Escondido? —dijo el comerciante—. No, pero puede estar en la cocina preparando una sopa para el abogado.

—¿Por qué no lo ha dicho en seguida? —preguntó K.

—Yo quería conducirle hasta allí, pero usted mismo es el que me ha llamado —respondió el comerciante, algo confuso por las órdenes contradictorias.

—Usted se cree muy astuto —dijo K—. ¡Lléveme entonces hasta ella! K no había estado nunca en la cocina, era sorprendentemente grande y estaba muy bien amueblada. El horno era tres veces más grande que los normales; del resto podía ver muy poco, pues la cocina sólo estaba iluminada por una pequeña lámpara situada a la entrada. Frente al fogón se encontraba Leni con un delantal blanco, como siempre, y cascaba huevos en una olla puesta al fuego.

—Buenas noches, Josef —dijo mirándole de soslayo.

—Buenas noches —dijo K, y señaló una silla en la que el comerciante se debía sentar, lo que éste hizo sin vacilar. K, sin embargo, se aproximó a Leni por detrás, se inclinó sobre su hombro y preguntó:

—¿Quién es ese hombre?

Leni rodeó la cabeza de K con una mano mientras con la otra daba vueltas a la sopa, luego le atrajo hacia sí y dijo:

—Es un hombre digno de lástima, un pobre comerciante, un tal Block. Míralo.

Ambos le miraron. El comerciante estaba sentado en la silla que K le había asignado. Había apagado la vela, ya innecesaria, e intentaba presionar el pabilo con los dedos para evitar que humease.

—Estabas en camisa —dijo K, girando la cabeza hacia el fogón. Ella calló.

—¿Es tu amante? —preguntó K.

Ella quiso coger la olla, pero K tomó sus manos y dijo:

—¡Responde!

Ella musitó:

—Ven al despacho, te lo explicaré todo.

—No —dijo K—, quiero que lo aclares aquí.

Ella le abrazó y quiso besarle, pero K se resistió y dijo:

—No quiero que me beses ahora.

—Josef —dijo Leni, y miró a los ojos de K suplicante pero con sinceridad—, ¿no estarás celoso del señor Block? Rudi —dijo ahora volviéndose hacia el comerciante—, ayúdame y deja la vela, mira cómo sospecha de mí.

Se podría haber pensado que no prestaba atención, pero seguía perfectamente la conversación.

—No sé por qué tiene que estar celoso —dijo sin saber qué responder.

—Yo tampoco lo sé —dijo K, y contempló al comerciante sonriendo. Leni rio en voz alta, se aprovechó del descuido de K para rodearse con su brazo y susurró:

—Déjalo, ya ves la clase de hombre que es. Lo he tomado un poco bajo mi protección porque es un buen cliente del abogado, por ningún otro motivo. ¿Y tú? ¿Quieres hablar con el abogado? Hoy está muy enfermo, pero si quieres te anuncio ahora mismo. Por la noche te quedas conmigo, ¿verdad? Hace tiempo que no vienes, el abogado ha preguntado por ti. ¡No descuides el proceso! También yo tengo que comunicarte algo que he sabido hace poco. Pero ahora quítate el abrigo.

Ella le ayudó a quitárselo, también le cogió el sombrero, luego regresó y comprobó cómo iba la sopa.

—¿Quieres que te anuncie ahora o prefieres que le lleve primero la sopa?

—Anúnciame primero —dijo K.

Estaba enojado. En un principio tenía planeado hablar con Leni sobre la posibilidad de renunciar al abogado, pero la presencia del comerciante le había quitado las ganas. Ahora, sin embargo, consideraba el asunto demasiado importante como para que ese comerciante bajito pudiera interferir en él de una manera decisiva, así que llamó a Leni, que ya estaba en el pasillo, y le dijo que regresara.

—Llévale primero la sopa —dijo—, tiene que fortalecerse para nuestra entrevista, lo va a necesitar.

—¿Usted también es un cliente del abogado? —dijo el comerciante en voz baja desde su esquina sólo para confirmar.

—¿Qué le importa a usted eso? —dijo K.

Pero Leni intervino:

—Quieres callarte. Bueno, entonces le llevo primero la sopa —dijo Leni a K y sirvió la sopa en un plato—. Pero temo que se duerma; en cuanto come, se duerme.

—Lo que voy a decirle le mantendrá despierto —dijo K.

—Quería dar a entender que pretendía decirle algo muy importante, quería que Leni le preguntara qué era para luego pedirle consejo. Pero ella se limitó a cumplir las órdenes. Cuando pasó a su lado con el plato, le dio un golpe cariñoso y musitó:

—En cuanto se haya tomado la sopa, te anuncio, así te tendré conmigo antes.

—Ve —dijo K—, ve.

—Sé más amable —dijo ella, y se volvió al llegar a la puerta.

K miró cómo se iba. Su decisión de despedir al abogado era definitiva. Era mejor no haber hablado antes con Leni. Ella apenas tenía una visión general del caso, le habría desaconsejado ese paso, probable mente hubiera convencido a K para no darlo, habría seguido dudando, permanecería inquieto y, finalmente, habría tenido que tomar la misma decisión, pues era inevitable. Pero cuanto antes la tomara, más daños se ahorraría. Tal vez el comerciante pudiera decir algo al respecto.

K se volvió; apenas lo notó el comerciante, quiso levantarse.

—Permanezca sentado —dijo K, y puso una silla a su lado—. ¿Es un viejo cliente del abogado? preguntó K.

—Sí —dijo el comerciante—, desde hace muchos años.

—¿Cuántos años hace que le representa? —preguntó K.

—No sé qué quiere decir —dijo el comerciante—, en asuntos jurídicos y de negocios tengo un negocio de granos—, me asesora desde que asumí el negocio, hace casi veinte años, pero en mi proceso, a lo que usted probablemente se refiere, desde su inicio hace más de cinco años. Sí, hace más de cinco años —añadió, y sacó una cartera—. Lo tengo apuntado aquí, si quiere le doy las fechas precisas. Es difícil mantenerlo todo en la memoria. Mi proceso es posible que dure más, comenzó poco después de la muerte de mi mujer, y de eso ya hace más de cinco años.

K se acercó aún más a él.

—Así que el abogado también se hace cargo de asuntos jurídicos ordinarios —dijo K.

Esa conexión entre ciencias jurídicas y tribunal le pareció muy tranquilizadora.

—Cierto —dijo el comerciante, y susurró a K: Se dice incluso que es más habilidoso en las cuestiones jurídicas que en las otras.

Pero inmediatamente pareció lamentar lo dicho, puso una mano en el hombro de K y dijo:

—Le suplico que no me traicione.

K le dio unos golpecitos amistosos en el muslo y dijo:

—No se preocupe, no soy ningún traidor.

—Él es muy vengativo dijo el comerciante.

—No hará nada contra un cliente tan fiel —dijo K.

—¡Oh, sí! —dijo el comerciante—, cuando se excita no conoce diferencias. Además, no le soy tan fiel.

—¿Por qué no? —preguntó K.

—¿Puedo confiarle algo? —preguntó el comerciante indeciso.

—Creo que puede —dijo K.

—Bien, le confiaré una parte, pero usted debe decirme a su vez un secreto, así estaremos en las mismas condiciones ante el abogado.

—Es usted muy precavido —dijo K—, le diré un secreto que le tranquilizará por completo. Así que, ¿en que consiste su infidelidad con el abogado?

 

—Yo tengo… —dijo el comerciante indeciso, en un tono como si estuviera confesando algo deshonroso—, además de él tengo otros abogados.

—Eso no es tan malo —dijo K un poco decepcionado.

—Aquí sí —dijo el comerciante respirando con dificultad, aunque después de las palabras de K tuvo más confianza—. No está permitido. Y lo que no se tolera bajo ninguna circunstancia es tener otros abogados intrusos junto al abogado propiamente dicho. Y eso es precisamente lo que yo he hecho, además de él tengo cinco abogados.

—¡Cinco! —exclamó K, el número le dejó asombrado. ¿Cinco abogados además de éste?

El comerciante asintió:

—Ahora mismo estoy en tratos con el sexto.

—Pero, ¿para qué necesita tantos abogados? —preguntó K.

—Los necesito a todos —dijo el comerciante.

—¿Me lo puede explicar?

—Encantado —dijo el comerciante—. Ante todo no quiero perder el proceso, eso es evidente. Así, no puedo omitir nada que me sea útil. Aun cuando en un caso concreto las esperanzas de utilidad sean muy pequeñas, no las puedo rechazar. Por consiguiente, he invertido todo lo que poseo en el proceso. Por ejemplo, he sacado todo el dinero de mi negocio; antes las oficinas de mi negocio ocupaban toda una planta, ahora basta una pequeña estancia en la parte trasera de la casa, en la que trabajo con un aprendiz. Este repliegue no se ha debido exclusivamente a la carencia de dinero, sino también a la drástica reducción de la jornada laboral. Quien quiere hacer algo por su proceso, puede ocuparse muy poco de todo lo demás.

—Entonces, ¿usted mismo trabaja en los juzgados? —preguntó K—. Precisamente sobre eso quisiera saber algo más.

—Precisamente sobre eso le puedo informar muy poco —dijo el comerciante—. Al principio lo intenté, pero lo tuve que dejar. Es demasiado agotador y no es una actividad que procure muchos éxitos. Trabajar y negociar allí al mismo tiempo me resultó imposible. Simplemente estar sentado y esperar supone un esfuerzo agotador. Ya conoce usted ese aire opresivo de las oficinas.

—¿Cómo sabe que he estado allí? —preguntó K.

—Yo estaba precisamente en la sala de espera cuando usted pasó.

—¡Qué casualidad! —exclamó K, tan absorbido por la conversación que había olvidado lo ridículo que le había parecido al principio el comerciante. ¡Entonces me vio! Estaba en la sala de espera cuando pasé. Sí, yo pasé por allí una vez.

—No es tanta casualidad —dijo el comerciante—, estoy allí casi todos los días.

—Tendré que ir más —dijo K—, pero no seré recibido con tanto decoro como aquella vez. Todos se levantaron. Pensaron que yo era un juez.

—No —dijo el comerciante—, en realidad saludábamos al ujier. Nosotros ya sabíamos que usted era un acusado. Esas noticias se difunden con rapidez.

—Así que ya lo sabía —dijo K—, entonces mi comportamiento le debió de parecer, tal vez, arrogante. ¿No hablaron sobre ello?

—No —dijo el comerciante—. Todo lo contrario. No son más que tonterías.

—¿Que son tonterías? —preguntó K.

—¿Por qué pregunta eso? —dijo el comerciante enojado—. Parece no conocer a la gente de allí y tal vez lo interpretase mal. Debe tener en cuenta que en este tipo de procedimientos se habla de muchas cosas para las que ya no basta el sentido común, uno está demasiado cansado y confuso, así que se cae en las supersticiones. Hablo de los demás, pero yo no soy mejor. Una de esas supersticiones es, por ejemplo, que muchos pueden presagiar el resultado del proceso mirando el rostro del acusado, especialmente por la forma de los labios. Esas personas afirman que por sus labios deducen que usted será condenado en breve. Repito, es una superstición ridícula y en la mayoría de los casos refutada por los hechos, pero cuando se vive en esa compañía es difícil deshacerse de esas opiniones. Piense sólo la fuerza con que puede obrar esa superstición. Usted se dirigió a uno de los acusados ¿verdad? Él apenas le pudo responder. Hay muchas causas para quedar confuso en una situación así, pero una de ellas era sus labios. Luego contó que creía haber visto en sus labios el signo de su propia condena.

—¿En mis labios? —preguntó K, sacó un espejo y se contempló—. No noto nada especial en mis labios, ¿y usted?

—Yo tampoco —dijo el comerciante—. Nada en absoluto.

—Qué supersticiosa es la gente —exclamó K.

—¿Acaso no lo dije? —preguntó el comerciante.

—¿Hablan mucho entre ustedes? ¿Intercambian sus opiniones? —preguntó K—. Hasta ahora me he mantenido apartado.

—Por regla general no conversan entre ellos —dijo el comerciante—, no sería posible, son demasiados. Tampoco hay intereses comunes. Cuando alguna vez surge en un grupo la creencia en un interés común, resulta al poco tiempo un error. No se puede emprender nada en común contra el tribunal. Cada caso se investiga por separado, es el tribunal más concienzudo. Así pues, en común no se puede imponer nada. Sólo un individuo logra algo en secreto. Sólo cuando lo ha logrado, se enteran los demás. Nadie sabe cómo ha ocurrido. Así que no hay nada en común, uno se encuentra de vez en cuando con otro en la sala de espera, pero allí se habla poco. Las supersticiones vienen ya de muy antiguo y se difunden por sí mismas.

—Yo vi a los señores en la sala de espera —dijo K—, y su espera me pareció inútil.

—Esperar no es inútil —dijo el comerciante—, inútil es actuar por sí mismo. Ya le he dicho que yo, además de éste, tengo a cinco abogados. Se podría creer —yo mismo lo creí al principio—, que podría delegar en ellos todo el asunto. Eso sería falso. Les podría delegar lo mismo que si tuviera a un solo abogado. ¿No lo entiende?

—No —dijo K, y puso su mano en la del comerciante para apaciguarle e impedir que siguiese hablando con tanta rapidez—, pero quisiera pedirle que hable un poco más despacio, son cosas muy interesantes para mí y no le puedo seguir muy bien.

—Está bien que me lo recuerde —dijo el comerciante—, usted es nuevo, un novato por así decirlo. Su proceso lleva en marcha medio año, ¿verdad? He oído de ello. ¡Un proceso tan joven! Yo, sin embargo, he reflexionado sobre todas estas cosas mil veces, para mí son lo más evidente del mundo.

—¿Está contento de que su proceso ya esté tan avanzado? —preguntó K, aunque no quería preguntar directamente cómo le iban los asuntos al comerciante. Pero tampoco recibió una respuesta clara.

—Sí, llevo arrastrando mi proceso desde hace cinco años —dijo el comerciante hundiendo la cabeza—, no es un logro pequeño —y se calló un rato.

K escuchó un momento para saber si Leni venía. Por una parte no quería que viniese, pues aún le quedaba mucho por preguntar y no quería encontrarse con ella en medio de una conversación tan confidencial; por otra parte, sin embargo, le enojaba que permaneciera tanto tiempo con el abogado a pesar de su presencia, mucho más del tiempo necesario para servir una sopa.

—Recuerdo muy bien —comenzó de nuevo el comerciante, y K prestó toda su atención— cuando mi proceso tenía la misma edad que el suyo ahora. En aquel tiempo sólo tenía a este abogado, pero no estaba muy satisfecho con él.

«Aquí me voy a enterar de todo» —pensó K, y asintió insistentemente con la cabeza, como para animar así al comerciante a que revelase todo lo que tuviera importancia.

—Mi proceso —continuó el comerciante— no progresaba, se llevaban a cabo pesquisas, yo estuve presente en todas, reunía material, presenté todos mis libros de contabilidad ante el tribunal, lo que, como me enteré después, no había sido necesario, visité una y otra vez al abogado, presentó varios escritos judiciales…

—¿Varios escritos judiciales?

—Sí, cierto —dijo el comerciante.

—Eso es importante para mí —dijo K—, en mi causa aún trabaja en el primer escrito. Todavía no ha hecho nada. Ahora veo que me descuida vergonzosamente.

—Que el escrito judicial no esté terminado se puede deber a múltiples causas justificadas —dijo el comerciante—. Por lo demás, en lo que respecta a mis escritos resultó que no habían tenido ningún valor. Yo mismo he leído uno de ellos gracias a un funcionario judicial. Era erudito pero sin contenido alguno. Ante todo mucho latín, que yo no entiendo, también interminables apelaciones generales al tribunal; adulaciones a determinados funcionarios, que, aunque no eran nombrados, cualquier especialista podía deducir fácilmente de quién se trataba; un elogio de sí mismo del abogado, humillándose como un perro ante el tribunal y, finalmente, algo de jurisprudencia. Las diligencias, por lo que pude comprobar, parecían haber sido hechas con todo cuidado. Tampoco quiero juzgar en base a ellas el trabajo del abogado; además, el escrito que leí no era más que uno entre muchos, aunque, en todo caso, y de eso quiero hablar ahora, no percibí el más pequeño progreso en mi causa.