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100 Clásicos de la Literatura

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Precisamente en ese momento se oyó a través de la puerta una vocecita suave y temerosa:

—Titorelli, ¿podemos pasar ya? El pintor no respondió.

—¿Yo tampoco? —preguntó otra de las niñas.

—Tampoco —dijo el pintor, se acercó a la puerta y la cerró con llave.

K, mientras tanto, se había dedicado a examinar la habitación, jamás podría haberse imaginado que aquel cuartucho pudiera recibir el nombre de estudio. Apenas se podían dar dos pasos a lo largo y a lo ancho. Todo, suelo, paredes y techo, era de madera, entre las tablas había resquicios. Frente a K estaba situada la cama, cubierta con mantas de distinto color. En medio de la habitación, sobre un caballete, había un cuadro cubierto con una camisa, cuyas mangas llegaban hasta el suelo. Detrás de K estaba la ventana, pero la niebla no permitía ver más que la nieve acumulada en el tejado de la casa de enfrente.

El ruido de la llave al girar recordó a K que quería irse lo más pronto posible. Así que sacó del bolsillo la carta del fabricante, se la dio al pintor y dijo:

—Me la ha dado un conocido suyo y, siguiendo su consejo, he venido a visitarle.

El pintor leyó la carta fugazmente y la arrojó sobre la cama. Si el fabricante no hubiera hablado del pintor como de un conocido suyo, como un pobre hombre dependiente de sus limosnas, se hubiera podido creer que Titorelli no conocía al fabricante o no se acordaba de él. Por añadidura, el pintor preguntó:

—¿Desea comprar algún cuadro o quiere que le haga un retrato?

K miró con asombro al pintor. ¿Qué es lo que había escrito el fabricante en la carta? K había considerado evidente que el fabricante informaría al pintor en la carta de que K sólo tenía interés en preguntar acerca de su proceso. ¿Se había precipitado al venir de un modo tan rápido e irreflexivo? Pero ahora tenía que responder al pintor. Mientras miraba hacia el caballete, dijo:

—¿Está trabajando en un cuadro?

—Sí —dijo el pintor, y arrojó la camisa, que colgaba sobre el caballete, en la cama, sobre la carta—. Es un retrato. Un buen trabajo, pero aún no está terminado.

La ocasión era propicia para que K hablase sobre el tribunal, pues, según todas las apariencias, se trataba del retrato de un juez. Además, era muy similar al que había en el despacho del abogado. No obstante, era otro juez, un hombre gordo con barba poblada y negra que le cubría por completo las mejillas, pero el del despacho del abogado era un retrato al óleo, mientras que éste era al pastel, por lo que la figura aparecía imprecisa y difuminada. Todo lo demás era similar, pues también aquí el juez quería que lo pintaran en el momento de incorporarse con actitud amenazadora, aferrando con fuerza los brazos del sitial.

«Es un juez», hubiera querido decir K de inmediato, pero se contuvo y se aproximó al cuadro como si quisiera estudiar algunos detalles. No pudo aclararse la presencia de una gran figura detrás del sitial, así que le preguntó al pintor sobre su significado.

—Tengo que trabajar más en ella —respondió el pintor, cogió un lápiz para pintar al pastel y realzó un poco el contorno de la figura, pero sin que apareciese más precisa para K.

—Es la justicia —dijo finalmente el pintor.

—Ahora la reconozco —dijo K. Ahí está la venda y aquí la balanza. Pero posee alas en los talones y está en movimiento.

—Sí —dijo el pintor—, pero la tengo que pintar así por encargo, en realidad representa al mismo tiempo a la justicia y a la diosa de la victoria.

—No es una buena combinación —dijo K sonriendo—. La justicia debería estar quieta, si no oscilaría la balanza y entonces no sería posible una sentencia justa.

—Me tengo que adaptar a los gustos de mi cliente —dijo el pintor.

—Sí, claro —dijo K, que no había querido molestar al pintor con su indicación—. Ha pintado la figura tal y como aparece detrás del sitial.

—No —dijo el pintor—, no he visto ni la figura ni el sitial, todo es pura invención, pero me indicaron qué es lo que tenía que pintar.

—¿Cómo? —preguntó K, y fingió que no comprendía del todo lo que decía el pintor—. Pero se trata de un juez sentado en un sitial de juez.

—Sí —dijo el pintor—, pero no es ningún juez supremo y jamás se ha sentado en un sitial así.

—¿Y, no obstante, se hace pintar en una actitud tan solemne? Parece el presidente de un tribunal supremo.

—Sí, los señores son vanidosos —dijo el pintor—. Pero tienen permiso de sus superiores para pintarse así. A cada uno de ellos se le prescribe con exactitud cómo se le tiene que retratar. Por desgracia, en el cuadro no se pueden apreciar los detalles del traje y del sitial, la pintura al pastel no es adecuada para este tipo de retratos.

—Sí —dijo K—, es extraño que lo haya tenido que pintar al pastel.

—Así lo ha querido el juez —dijo el pintor—, es para una dama.

La contemplación del cuadro parecía haber infundido ganas de trabajar en el pintor. Se subió las mangas de la camisa, cogió unos lápices K observó cómo bajo la punta temblorosa del lápiz iba surgiendo alrededor de la cabeza del juez una sombra rojiza que, adoptando una forma estrellada, llegaba hasta los bordes del cuadro. Paulatinamente, juego de sombras que rodeaba la cabeza se convirtió en una suerte de adorno honorífico. La figura que representaba a la justicia quedó de una tonalidad clara, y esa claridad la hacía resaltar, pero apenas recordaba a la diosa de la justicia, aunque tampoco a la de la victoria, más bien se parecía a la diosa de la caza. K se sintió atraído por el trabajo del pintor más de lo que hubiese querido. Al final, sin embargo, se hizo reproches por haber permanecido allí tanto tiempo y no haber emprendido nada en lo referente a su asunto.

—¿Cómo se llama ese juez? —preguntó de repente.

—No se lo puedo decir —respondió el pintor. Se había inclinado hacia el cuadro y descuidaba claramente a su huésped, al que, sin embargo, había recibido con tanta consideración. K lo atribuyó a un cambio de humor y se enojó porque debido a esa causa estaba perdiendo el tiempo.

—¿Es usted un hombre de confianza del tribunal? —preguntó.

El pintor dejó el lápiz a un lado, se irguió, se frotó las manos y miró a K sonriente.

—Bueno, vayamos al grano —dijo él. Usted quiere saber algo del tribunal, como consta en su carta de recomendación, y ha comenzado a hablar sobre mis cuadros para halagarme. Pero no lo tomo a mal, usted no puede saber que para mí eso es una impertinencia. ¡Oh, por favor! —dijo en actitud defensiva, cuando K quiso objetar algo, y continuó:

—Por lo demás, usted tiene razón con su indicación, soy un hombre de confianza del tribunal.

Hizo una pausa, como si quisiera dejarle tiempo a K para adaptarse a las circunstancias. Se oyó otra vez a las niñas detrás de la puerta. Era probable que se estuvieran peleando por mirar a través del ojo de la cerradura, aunque también era probable que pudieran ver a través de los resquicios. K decidió no disculparse, pues no quería que el pintor cambiase de tema, pero tampoco quería que el pintor se ufanase y se creyera inalcanzable, así que preguntó:

—¿Es un puesto reconocido oficialmente?

—No —dijo el pintor brevemente, como si con esa pregunta le impidiese continuar hablando. Pero K no quería que se callase y dijo:

—Bueno, con frecuencia ese tipo de puestos no reconocidos son más influyentes que los otros.

—Ése es mi caso —dijo el pintor, y asintió con la frente arrugada—. Ayer hablé con el fabricante sobre su problema, me preguntó si no quería ayudarle, yo respondí: «Puede venir a mi casa si quiere», y ahora estoy encantado de poder recibirle tan pronto. Parece que el asunto le afecta bastante y no me extraña. ¿No desea quitarse antes el abrigo?

Aunque K tenía previsto quedarse muy poco tiempo, aceptó de buen grado la proposición del pintor. El aire de la habitación le resultaba opresivo, con frecuencia había dirigido su mirada asombrada hacia una estufa de hierro, situada en una esquina, y que con toda seguridad estaba apagada. El bochorno en la habitación era inexplicable. Mientras se quitaba el abrigo y se desabrochaba la chaqueta, el pintor le dijo con un tono de disculpa:

—Tengo que tener la habitación templada. Se está muy confortable, ¿verdad? La habitación está muy bien situada.

K no dijo nada, no era el calor lo que le molestaba, sino el aire, tan enrarecido que dificultaba la respiración; era ostensible que hacía mucho tiempo que no ventilaban la habitación. Esta sensación desagradable se intensificó, ya que el pintor le invitó a sentarse en la cama, mientras él se sentaba en la única silla de la habitación, frente al caballete. Además, el pintor interpretó mal por qué K quería permanecer al borde de la cama, ya que le pidió que se pusiera cómodo y, como K dudase, se acercó él mismo y le puso en medio de la cama con los almohadones. A continuación, regresó a su silla y le hizo la primera pregunta, cuyo efecto fue que K olvidase todo lo demás:

—¿Es usted inocente? —preguntó.

—Sí —dijo K—. La respuesta a esta pregunta le causó alegría, especialmente porque la respondió ante un particular, es decir sin asumir responsabilidad alguna. Nadie hasta ese momento le había preguntado de un modo tan directo. Para disfrutar de esa alegría, añadió:

—Soy completamente inocente.

—Bien —dijo el pintor, bajó la cabeza y pareció reflexionar. De repente subió la cabeza y dijo:

—Si usted es inocente, entonces el caso es muy fácil.

La mirada de K se nubló, ese supuesto hombre de confianza del tribunal hablaba como un niño ignorante.

—Mi inocencia no simplifica el caso —dijo K, que, a pesar de todo, tuvo que reír, sacudiendo lentamente la cabeza—. Todo depende de muchos detalles, en los que el tribunal se pierde. Al final, sin embargo, descubre un comportamiento culpable donde originariamente no había nada.

 

—Sí, cierto, cierto —dijo el pintor, como si K estorbase innecesariamente el curso de sus pensamientos—. Pero usted es inocente.

—Bueno, sí —dijo K

—Eso es lo principal —dijo el pintor.

No había manera de influir en él con argumentos en contra; a pesar de su resolución, K no sabía si hablaba así por convicción o por indiferencia. K quiso comprobarlo, así que dijo:

—Usted conoce este mundo judicial mucho mejor que yo, yo no sé más que lo que he oído aquí y allá, aunque lo oído procedía de personas muy distintas. Todos coinciden en que no se acusa a nadie a la ligera y que el tribunal, cuando acusa a alguien, está convencido de la culpa del acusado y que es muy difícil hacer que abandone ese convencimiento.

—¿Difícil? —preguntó el pintor, y elevó una mano—. Nunca se le puede disuadir. Si pintase a todos los jueces aquí en la pared, uno al lado del otro, y usted se defendiese ante ellos, tendría más éxito que ante un tribunal real.

—Sí —dijo K para sí mismo y olvidó que sólo había querido sondear un poco al pintor.

Una de las niñas volvió a preguntar a través de la puerta:

—Titorelli, ¿se irá pronto?

—¡Callaos! —gritó el pintor hacia la puerta—, ¿acaso no veis que estoy hablando con este señor?

Pero la muchacha no quedó satisfecha con esa respuesta, así que preguntó:

—¿Le vas a pintar?

Y cuando no recibió respuesta del pintor, añadió:

—Por favor, no pintes a un hombre tan feo.

A estas palabras siguió una confusión de exclamaciones incomprensibles aunque aprobatorias. El pintor dio un salto hacia la puerta, la abrió un resquicio se podían ver las manos extendidas de las niñas en actitud de súplica, y dijo:

—Si no os calláis, os arrojo a todas por la escalera. Sentaos aquí, en el escalón, y comportaos bien.

No debieron de seguir sus instrucciones, así que tuvo que impartirles órdenes.

—¡Aquí, en el escalón!

Sólo entonces se callaron.

—Disculpe —dijo el pintor cuando regresó.

K apenas se había vuelto hacia la puerta, había dejado a su discreción si quería protegerle y cómo. Tampoco se movió cuando el pintor se acercó hasta él y se inclinó para decirle algo al oído:

—También las niñas pertenecen al tribunal.

—¿Cómo? —preguntó K, que inclinó el rostro y miró al pintor. Éste, sin embargo, se sentó de nuevo y añadió medio en serio medio en broma:

—Todo pertenece al tribunal.

—No lo había notado —dijo K brevemente.

La indicación general del pintor al señalar a las niñas quitaba a la información toda su carga inquietante. No obstante, K contempló un rato la puerta, detrás de la cual permanecían las niñas, ya calladas y sentadas en el escalón. Una de ellas había introducido una pajita por una de las ranuras entre las tablas y la metía y sacaba lentamente.

—Por lo que parece aún no se ha hecho una idea del tribunal —dijo el pintor, que había estirado las piernas y golpeaba el suelo con las puntas de los pies—. No necesitará ser inocente. Yo mismo le sacaré del problema.

—¿Y cómo pretende conseguirlo? —preguntó K—. Hace poco usted me ha dicho que el tribunal es inaccesible a cualquier tipo de argumentación.

—Inaccesible a cualquier argumentación que se plantee ante él —dijo el pintor, y elevó el dedo índice como si K no hubiese percibido la sutil diferencia—. Pero esa regla pierde su validez cuando se argumenta a espaldas del tribunal oficial, es decir en los despachos de los asesores, en los pasillos o, por ejemplo, aquí, en mi estudio.

Lo que el pintor acababa de decir no le pareció a K tan descabellado, todo lo contrario, coincidía con lo que le habían contado otras personas. Incluso parecía otorgar muchas esperanzas. Si los jueces se dejaban influir tan fácilmente por sus relaciones personales, como el abogado había manifestado, entonces las relaciones del pintor con los vanidosos jueces eran muy importantes y de ninguna manera se podían menospreciar. En ese caso el pintor se adaptaba perfectamente al círculo de ayudantes que K paulatinamente iba reuniendo a su alrededor. Una vez habían elogiado en el banco su talento organizador, aquí, en una situación en la que dependía exclusivamente de sí mismo, había una buena oportunidad para ponerlo a prueba. El pintor observó el efecto que su aclaración había ejercido en K y dijo, no sin cierto temor:

—¿No le llama la atención que hablo casi como un jurista? Es por el trato ininterrumpido con los señores del tribunal, que tanto me ha influido. Por supuesto, saco muchos beneficios de ello, pero el impulso artístico se pierde en parte.

—¿Cómo entró en contacto con los jueces? —preguntó K. Quería ganarse primero la confianza del pintor, antes de tomarlo a su servicio.

—Muy fácil —dijo el pintor—, he heredado mi posición. Ya mi padre fue pintor judicial. Es un puesto hereditario. No se necesitan nuevas personas que ejerzan el oficio. Para pintar a los distintos grados de funcionarios se han promulgado tantas reglas secretas y, además, tan complejas, que no se pueden dominar fuera de determinadas familias. Por ejemplo, ahí, en el cajón, tengo los apuntes de mi padre, que no enseño a nadie. Sólo el que los conoce está capacitado para pintar a los jueces. Aun en el caso de que los perdiera, guardo en la memoria tal cúmulo de reglas que nadie podría aspirar a ocupar mi puesto. Los jueces quieren que se les pinte como se pintó a los jueces en el pasado, y eso sólo lo puedo hacer yo.

—Eso es digno de envidia —dijo K, que pensó en su puesto en el banco. Su posición, por consiguiente, es inalterable.

—Sí, inalterable —dijo el pintor, y alzó los hombros con orgullo—. Por eso mismo me puedo atrever de vez en cuando a ayudar a algún pobre hombre que tiene un proceso.

—Y, ¿cómo lo hace? —preguntó K, como si no fuera él a quien el pintor había llamado pobre hombre. El pintor, sin embargo, no se dejó interrumpir, sino que dijo:

—En su caso, por ejemplo, ya que usted es completamente inocente, emprenderé lo siguiente.

A K le comenzaba a resultar molesta la repetida mención de su inocencia. Le parecía que el pintor, con esas indicaciones, hacía depender su ayuda de un resultado positivo del proceso, en cuyo caso la ayuda carecería de cualquier valor. A pesar de esta duda, K se dominó y no interrumpió al pintor. No quería renunciar a su ayuda, estaba decidido, además le parecía que esa ayuda no era más cuestionable que la del abogado. K incluso la prefirió, pues era más inofensiva y sincera que esta última.

El pintor había acercado la silla a la cama y continuó con voz apagada:

—He olvidado preguntarle al principio qué tipo de absolución prefiere. Hay tres posibilidades, la absolución real, la absolución aparente y la prórroga indefinida. La absolución real es, naturalmente, la mejor, pero no tengo ninguna influencia para lograr esa solución. Aquí decide, con toda probabilidad, la inocencia del acusado. Como usted es inocente, podría confiar en alcanzarla, pero entonces no necesitaría ni mi ayuda ni la de cualquier otro.

Esta gama de posibilidades desconcertó al principio a K, luego dijo también en voz baja, como había hablado el pintor:

—Creo que se contradice.

—¿Por qué? —preguntó el pintor con actitud paciente, y se reclinó sonriente.

Esa sonrisa despertó en K la impresión de que no se proponía cubrir contradicciones en las palabras del pintor, sino en el mismo procedimiento judicial. No obstante, continuó:

—Hace poco comentó que el tribunal es inaccesible para todo tipo de argumentación, después ha limitado la validez de ese principio al tribunal oficial y ahora dice, incluso, que el inocente no necesita ayuda alguna ante el tribunal. Ahí se produce una contradicción. Además, antes ha dicho que se puede influir personalmente en los jueces, pero ahora pone en duda que se pueda llegar a la absolución real, como usted la llama, mediante una influencia personal. Ahí se incurre en una segunda contradicción.

—Esas contradicciones son fáciles de aclarar —dijo el pintor—. Aquí está hablando de dos cosas distintas, de lo que la ley establece y de lo que yo he experimentado personalmente; no debe confundir ambas cosas. En la ley, aunque yo no lo he leído, se establece por una parte que el inocente tiene que ser absuelto, pero por otra parte no se establece que los jueces puedan ser influidos. No obstante, yo he experimentado lo contrario. No he sabido de ninguna absolución real, pero he conocido muchas influencias. Es posible que en los casos que he conocido no se diera la inocencia del acusado. Pero, ¿no es acaso improbable que en tantos casos no haya ni uno solo en el que el acusado haya sido inocente? Ya cuando era niño escuchaba a mi padre cuando contaba algo de los procesos, también los jueces hablaban sobre procesos cuando le visitaban en su estudio, en nuestro círculo no se hablaba de otra cosa, siempre que tuve la oportunidad de ir a los juicios, siempre la aproveché, he presenciado innumerables procesos y he seguido sus distintas fases, tanto como era posible y, lo debo reconocer, no he conocido ninguna absolución real.

—Así pues, ninguna absolución —dijo K como si hablase consigo mismo y con sus esperanzas—. Eso confirma la opinión que tengo del tribunal. Tampoco por esa parte tiene sentido. Un único verdugo podría sustituir a todo el tribunal.

—No debe generalizar —dijo el pintor insatisfecho—, sólo he hablado de mis experiencias.

—Eso basta —dijo K—, ¿o acaso ha oído de absoluciones en otros tiempos?

—Ha debido de haber ese tipo de absoluciones —respondió el pintor—. Pero es difícil constatarlo. Las sentencias definitivas del tribunal no se hacen públicas, ni siquiera son accesibles para los jueces, por eso sólo se han conservado leyendas sobre casos judiciales antiguos. Estas leyendas, en su mayoría, contienen absoluciones reales, se puede creer en ellas, pero no se pueden demostrar. No obstante, no se deben descuidar, contienen una cierta verdad, y son muy bellas, yo mismo he pintado varios cuadros que tienen como tema esas leyendas.

—Simples leyendas no pueden hacerme cambiar de opinión —dijo K—, ¿acaso se pueden invocar esas leyendas en juicio?

El pintor rio.

—No, no se puede —dijo.

—Entonces es inútil hablar de ellas —dijo K. Quería aceptar provisionalmente todas las opiniones del pintor, aun en el caso de considerarlas improbables o que contradijeran otros informes. Ahora no disponía del tiempo preciso para analizar todo lo que el pintor había dicho y constatarlo o refutarlo de acuerdo con la verdad. Se daría por satisfecho si lograse que el pintor le ayudase incluso de una manera no decisiva. Así que dijo:

—Dejemos entonces la absolución real. Usted mencionó otras dos posibilidades.

—La absolución aparente y la prórroga indefinida. Sólo hay estas dos posibilidades —dijo el pintor—. Pero, ¿no quiere quitarse la chaqueta antes de que continuemos? Parece que tiene calor.

—Sí —dijo K, que hasta ese momento sólo había prestado atención a las explicaciones del pintor, pero que ahora, al recordársele el calor, sintió cómo el sudor bañaba su frente—. El calor es casi insoportable.

El pintor asintió como si entendiese perfectamente el malestar de K.

—¿No se puede abrir la ventana? —preguntó K.

—No —dijo el pintor—. No es más que un vidrio fijo, no se puede abrir.

Ahora se daba cuenta K de que todo el tiempo había alimentado la esperanza de que el pintor, o él mismo, se levantaría y abriría la ventana. Estaba incluso preparado para respirar la niebla a todo pulmón. La sensación de estar allí encerrado le produjo un mareo. Golpeó ligeramente la cama con la mano y dijo con voz débil:

—Es un ambiente opresivo e insano.

—¡Oh, no! —dijo el pintor en defensa de su ventana—. Precisamente porque no se puede abrir mantiene mejor el calor que una ventana doble. Si quiero airear, lo que no es muy necesario, pues penetra aire suficiente por los resquicios de las tablas, puedo abrir una de las puertas o ambas.

K, consolado un poco por esa explicación, miró en torno para descubrir esa segunda puerta. El pintor lo notó y dijo:

—Está detrás de usted. La tuve que tapar con la cama.

Ahora vio K la pequeña puerta en la pared.

—Esto es muy pequeño para ser un estudio —dijo el pintor, como si quisiera salir al paso de una crítica de K—. Tuve que instalarme como pude. La cama, justo delante de la puerta, está, naturalmente, en un mal lugar. El juez al que estoy retratando, por ejemplo, entra siempre por la puerta de la cama y le he dado una llave para que cuando no esté yo en casa pueda esperarme. Pero suele venir por la mañana temprano, cuando aún duermo. Naturalmente me despierta siempre del sueño más profundo cuando abre la puerta. Le perdería el respeto a todos los jueces si oyera las maldiciones con las que le recibo cuando se sube a mi rama tan temprano. Le podría quitar la llave, pero con eso sólo conseguiría enojarle. Todas las puertas de esta casa se podrían sacar de sus quicios sin hacer muchos esfuerzos.

 

Mientras hablaba el pintor, K pensaba si se debía quitar la chaqueta, finalmente reconoció que si no lo hacía sería incapaz de permanecer allí por más tiempo, así que se la quitó y la puso sobre sus rodillas para podérsela poner en cuanto terminara la conversación. Apenas se había quitado la chaqueta, una de las niñas gritó:

—¡Ya se ha quitado la chaqueta! —y se oyó cómo todas se apresuraban a mirar por las rendijas para contemplar el espectáculo.

—Las niñas —dijo el pintor— creen que le voy a pintar y que por eso se desnuda.

—¡Ah, ya! —dijo K poco animado, pues no se sentía mucho mejor que antes aunque estuviera sentado en mangas de camisa. Casi de mal humor preguntó:

—¿Cómo denominó las otras dos posibilidades?

Ya había olvidado las expresiones que el pintor había empleado.

—La absolución aparente y la prórroga indefinida —dijo el pintor—. Usted elige. Ambas se pueden lograr con mi ayuda, naturalmente no sin esfuerzo, la diferencia en este sentido radica en que la absolución aparente requiere un esfuerzo intermitente y concentrado, mientras que la prórroga, uno más débil, pero continuado. Bien, comencemos por la absolución aparente. Si eligiese ésta, escribiré en un papel una confirmación de su inocencia. El texto para una confirmación así lo he heredado de mi padre y resulta irrefutable. Con esa confirmación hago una ronda con los jueces que conozco. Por ejemplo, comienzo hoy por la noche con el juez al que estoy pintando, cuando venga a la sesión. Le presento la confirmación, le aclaro que usted es inocente y me hago garante de su inocencia. Pero no se trata de una garantía superficial o ficticia, sino real y vinculante.

En la mirada del pintor había un aire de reproche por el hecho de que K le cargase con esa responsabilidad.

—Sería muy amable de su parte —dijo K—. ¿Y el juez, en el caso de que le creyera, tampoco me absolvería realmente?

—Como ya le dije —respondió el pintor—. Pero tampoco es seguro que todos me crean, algún juez reclamará, por ejemplo, que le conduzca hasta él. Entonces no le quedará otro remedio que venir. En un supuesto así, se puede decir que la causa está casi ganada, especialmente porque antes le informaré de cómo tiene que comportarse ante el juez. Peor resulta con aquellos jueces que no me atienden desde el principio, esto también puede ocurrir. Nos veremos obligados a renunciar a ellos, aunque no falten algunos intentos, pero podemos permitirnos ese lujo, que unos cuantos jueces aislados no son decisivos. Si consigo un número suficiente de firmas de jueces en esta confirmación de inocencia, entonces voy a ver al juez que lleva su caso. Es posible que tenga ya su firma, en ese supuesto, todo va un poco más rápido. En general ya no hay muchos más impedimentos, ha llegado el momento para que el acusado tenga una gran confianza. Es extraño, pero cierto, la gente se encuentra en esa fase más confiada que después de la absolución. Ya no necesario esforzarse más. El juez posee en la confirmación de inocencia la garantía de un número de jueces y puede absolver sin preocuparse. Así lo hará, sin duda, para hacerme un favor a mí y a otros conocidos, después de realizar algunas formalidades. Usted sale del ámbito tribunal y es libre.

—Entonces soy libre —dijo K indeciso.

—Sí —dijo el pintor—, pero sólo libre en apariencia o, mejor dicho, libre provisionalmente. La judicatura inferior, a la que pertenecen mis conocidos, no posee el derecho a otorgar una absolución definitiva, este derecho sólo lo posee el tribunal supremo, inalcanzable para usted, para mí y para todos nosotros. No sabemos lo que allí pasa y, dicho sea de paso, tampoco lo queremos saber. Nuestros jueces carecen del gran derecho a liberar de la acusación, pero entre sus competencias está la de poder desprenderle de ella. Eso quiere decir que si obtiene este tipo de absolución, queda liberado momentáneamente de la acusación, pero pende aún sobre usted y puede suceder, si llega la orden desde arriba, que entre en vigor de inmediato. Como tengo tan buenos contactos con el tribunal, puedo decirle también cómo se refleja exteriormente en los reglamentos de la Administración de Justicia la diferencia entre una absolución real y otra aparente. En caso de una absolución real, se deben reunir todas las actas procesales, desaparecen por completo del procedimiento, todo se destruye, no sólo la acusación, sino también todos los escritos procesales, incluida la absolución. En la absolución aparente ocurre de un modo algo diferente. No se produce ninguna modificación más de las actas, a ellas se añaden la confirmación de inocencia, la absolución y el fundamento de la absolución. Por lo demás, las actas continúan en el proceso, se trasladan, como exige el continuo trámite administrativo, a los tribunales supremos, vuelve a los inferiores, y oscila entre unos y otros con mayor o menor fluidez Esos caminos son impredecibles. Considerado desde el exterior, se podría llegar a la conclusión de que todo se ha olvidado hace tiempo, que las actas se han perdido y que la absolución es completa. Un especialista no lo creerá jamás. No se pierden las actas, el tribunal no olvida. Un día —nadie lo espera—, un juez cualquiera toma el acta, le presta poco de atención, comprueba que la acusación aún está en vigor y ordena la detención inmediata. He dado a entender que entre la absolución aparente y la nueva detención transcurre un largo periodo de tiempo, es posible y conozco algunos casos, pero también es posible que el absuelto llegue a su casa de los tribunales y ya allí le esperen unos emisarios para detenerle de nuevo. Entonces, por supuesto, se ha terminado la vida en libertad.

—¿Y el proceso comienza otra vez? —preguntó K incrédulo.

—Así es —dijo el pintor—, el proceso comienza de nuevo, y también existe la posibilidad, como al principio, de obtener una absolución aparente. Hay que concentrar otra vez todas las fuerzas y no rendirse.

Lo último lo dijo el pintor probablemente guiado por la impresión de que el ánimo de K se había hundido.

—Pero, ¿no resulta más difícil obtener la segunda absolución que la primera? —preguntó K, como si quisiera anticiparse a alguna de las revelaciones del pintor.

—No se puede decir nada seguro al respecto —dijo el pintor—. ¿Quiere decir si el juez se puede ver influido desfavorablemente en su sentencia por la primera detención? No, ése no es el caso. Los jueces ya han previsto la detención en el momento de dictar la absolución. Esa circunstancia apenas tiene efecto. Pero otros muchos motivos pueden influir ahora en el humor del juez y en su enjuiciamiento jurídico del caso, y los esfuerzos se tendrán que adaptar a las nuevas circunstancias, siendo necesario, por supuesto, actuar con la misma fuerza y decisión que antes de la primera absolución.

—Pero esa segunda absolución tampoco es definitiva —dijo K, y giró la cabeza con actitud de rechazo.

—Por supuesto que no —dijo el pintor—, a la segunda absolución sigue la tercera detención; a la tercera absolución, la cuarta detención, Esto está implícito en el mismo concepto de absolución aparente.