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100 Clásicos de la Literatura

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Aunque K tenía la esperanza de aplicar este método, la dificultad de redactar el escrito le resultaba insuperable. Hacía una semana había pensado con un sentimiento de vergüenza que en algún momento se vería obligado a redactar él mismo ese escrito, pero jamás hubiera creído que pudiera ser tan difícil. Recordó cómo una mañana, cuando estaba desbordado por el trabajo, lo dejó repentinamente todo a un lado y tomó un cuaderno e intentó bosquejar un escrito judicial para ponerlo a disposición del abogado, y cómo precisamente en ese instante se abrió la puerta del despacho contiguo y entró el subdirector riendo. Fue muy desagradable para K, aunque, naturalmente, el subdirector no se había reído de su escrito, del que no sabía nada, sino sobre un chiste bursátil que acababa de oír, un chiste que necesitaba, para comprenderse, de un dibujo, que el subdirector, inclinado sobre la mesa de K y con su lápiz, trazó en el cuaderno destinado a la redacción del escrito.

Pero K ya no conocía la vergüenza, el escrito se tenía que redactar. Si no encontraba tiempo para escribirlo en la oficina, lo tendría que hacer en su casa por las noches. Si las noches no bastaban, tendría que tomar unas vacaciones. Lo que no podía hacer era quedarse a medio camino, eso era lo más absurdo y no sólo en el mundo de los negocios, sino en todos los ámbitos. El escrito judicial significaba un trabajo interminable. No era necesario tener un carácter miedoso para llegar a creer que era imposible terminar un escrito semejante. Y no por pereza o astucia, lo que sin duda impedía a los abogados concluir su redacción, sino porque tenía que recordar y examinar concienzudamente, toda su vida, sin tener conocimiento de la acusación y de sus posibles ampliaciones. Y, por añadidura, qué trabajo tan triste. Tal vez fuera adecuado para ocupar a un anciano senil en los días vacíos de su jubilación. Pero, ahora que K necesitaba invertir toda su capacidad mental en su trabajo, ahora que cada minuto pasaba raudo —ya que se encontraba en plena promoción y representaba un serio peligro para el subdirector—, y ahora que, como un hombre joven, deseaba disfrutar las cortas tardes y las noches, precisamente ahora tenía que comenzar a redactar ese escrito. Otra vez sus pensamientos se tornaron en quejas. Casi sin advertirlo, sólo para ponerles fin, apretó el botón del timbre que se oía en el antedespacho. Mientras lo presionaba miró la hora. Eran las once, habían transcurrido dos horas; con sus reflexiones había perdido un tiempo precioso y estaba más cansado que antes. De todos modos, tampoco había perdido el tiempo del todo. Había tomado decisiones que podían ser muy valiosas. El empleado trajo además del correo dos tarjetas de visita pertenecientes a dos señores que ya esperaban a K desde hacía un tiempo. Precisamente se trataba de importantes clientes del banco a los que no se les debería haber hecho esperar en ningún caso. ¿Por qué habían venido en un momento tan poco propicio y por qué, parecían preguntarse aquellos señores detrás de la puerta cerrada, por qué empleaba el laborioso K el mejor momento para hacer negocios en asuntos particulares? Cansado por el tiempo transcurrido y cansado por lo que se le avecinaba, K se levantó para recibir al primero.

Era un señor pequeño y alegre. Lamentó haber molestado a K en un trabajo importante y K lamentó por su parte haber hecho esperar al fabricante tanto tiempo. Pero esa disculpa la expresó de un modo tan maquinal, con una acentuación tan falsa, que el fabricante, si no hubiera estado tan sumido en sus asuntos de negocios, lo habría advertido. En vez de eso, sacó a toda prisa, de todos sus bolsillos, cuartillas llenas de cifras y tablas, las extendió ante K, le aclaró algunos detalles y corrigió un pequeño error de cálculo que le había llamado la atención al supervisarlo superficialmente, luego recordó a K que hacía un año había cerrado con él un negocio similar y añadió de pasada que esta vez había otro banco que se interesaba en el proyecto. Finalmente, se calló para oír la opinión de K. Éste había seguido al principio la explicación del fabricante, también él había reconocido la importancia del negocio, pero, por desgracia, no por mucho tiempo, pronto perdió el hilo, se limitó a asentir con la cabeza a las aclaraciones del fabricante y, poco después, omitió hasta eso, dedicándose simplemente a contemplar la cabeza calva inclinada sobre el papel y a preguntarse cuándo se daría cuenta el fabricante de que todos sus esfuerzos eran inútiles. Cuando se calló, K creyó en un principio que eso sólo ocurría para darle la oportunidad de reconocer que era incapaz de escuchar nada. Por desgracia, notó en la mirada tensa del fabricante, quien parecía estar preparado para cualquier eventualidad, que la entrevista de negocios tenía que continuar. Así que inclinó la cabeza, como si se le hubiera impartido a orden y comenzó a desplazar el lápiz por los papeles, deteniéndose un lugar u otro y contemplando fugazmente alguna cifra. El fabricante supuso que tenía objeciones, era posible que las cifras no cuadraran, tal vez no fueran lo decisivo, en todo caso el fabricante tapó los papeles con la mano y, aproximándose más a K, comenzó a dar una idea general del negocio.

—Es difícil —dijo K frunciendo los labios y reclinándose contra el brazo de su sillón, ya que los papeles, lo único inteligible, estaban tapados. Incluso miró débilmente hacia arriba cuando se abrió la puerta del despacho contiguo y apareció, algo borroso, como si estuviera detrás de un velo, el subdirector. K ya no pudo reflexionar más, simplemente auspició el resultado, que sería satisfactorio para él. Pues el fabricante se levantó de un salto y se apresuró a saludar al subdirector. K, sin embargo, hubiese querido que se hubiera levantado diez veces más rápido, ya que temía que el subdirector pudiera desaparecer. Era un temor inútil, los señores se saludaron y se acercaron juntos a la mesa de K. El fabricante se quejó de que había encontrado poco interés por parte del gerente hacia el negocio y señaló a K, que, bajo la mirada del subdirector, se inclinó de nuevo sobre los papeles. Cuando ambos se apoyaron en la mesa y el fabricante intentó ganarse al subdirector, a K le pareció como si dos hombres, cuya estatura él se imaginó exagerada, estuvieran discutiendo sobre él. Lentamente, elevando los ojos con precaución, intentó enterarse de lo que ocurría arriba, tomó al azar un papel de la mesa, lo puso en la palma de la mano y lo elevó poco a poco, mientras se levantaba, hacia los señores. Al hacerlo no pensó en nada concreto, sólo tenía la impresión de que así era como tendría que comportarse si hubiera terminado su gran escrito judicial que finalmente le aliviaría de toda carga. El subdirector, que prestaba gran atención al fabricante, miró fugazmente el papel, pero no lo leyó, pues lo que era importante para el gerente no lo era para él, se limitó a cogerlo de la mano de K y dijo:

—Gracias, ya lo sé —y lo volvió a colocar tranquilamente en la mesa.

K lo miró de soslayo con amargura. El subdirector, sin embargo, no lo notó o, en el caso de haberlo notado, le produjo un efecto positivo, pues rio con frecuencia, confundió al fabricante con una réplica aguda, le sacó de la confusión haciéndose a sí mismo un reproche y, finalmente, le invitó a ir a su despacho para terminar allí el asunto.

—Es un negocio muy importante —le dijo al fabricante—, ya lo veo. Y al señor gerente —y al hacer esta indicación siguió hablando sólo con el fabricante— le gustará con toda certeza que le privemos de él. El asunto reclama una reflexión cuidadosa. El gerente parece hoy, sin embargo, sobrecargado de trabajo, aún espera gente desde hace horas en el antedespacho.

K tuvo la suficiente serenidad para apartar la mirada del subdirector y dirigirle una sonrisa amable pero rígida al fabricante, aparte de eso no emprendió nada, se apoyó con las dos manos en el escritorio, como un dependiente de comercio detrás del mostrador, y contempló cómo ambos señores recogían, mientras conversaban, todos los papeles de la mesa y desaparecían en el despacho del subdirector. Antes de salir, el fabricante se volvió y le dijo que no se despedía, que informaría naturalmente al gerente sobre el éxito de la entrevista y que aún tenía que comunicarle algo.

Al fin estaba solo. No pensó en recibir al resto de los clientes. Era agradable pensar que la gente del antedespacho creería que aún estaba hablando con el fabricante, así no entraría nadie, ni siquiera el ordenanza. Fue hacia la ventana, se sentó en el antepecho, asió el picaporte con la mano y contempló la plaza. Aún caía la nieve, no había aclarado.

Así permaneció mucho tiempo sin saber lo que realmente le preocupaba, sólo de vez en cuando miraba asustado por encima del hombro hacia la puerta del antedespacho, donde creía haber oído erróneamente un ruido. Pero como nadie venía, se fue tranquilizando. A continuación, entró en el lavabo, se lavó con agua fría y volvió a la ventana con la cabeza más despejada. La decisión de asumir su propia defensa le parecía ahora más ardua de lo previsto. Desde que había traspasado la defensa al abogado, el proceso le había afectado poco, lo había observado desde la lejanía y, aunque apenas se había logrado nada, había podido comprobar, siempre que había querido, cómo estaba el asunto, retirándose cuando lo creía oportuno. No obstante, si asumía su propia defensa, tendría que dedicarse plenamente al proceso, el éxito supondría una completa y definitiva liberación, pero para alcanzarla tendría que exponerse a peligros mayores. Si quedaba alguna duda, la visita del subdirector y del fabricante se la había aclarado. ¡Cómo se había quedado sentado completamente sumido en su decisión de defenderse a sí mismo! ¿Hasta dónde podría llegar? ¡Qué días le esperaban! ¿Lograría encontrar el camino que lleva a un buen fin? ¿Acaso no significaba una defensa cuidadosa —y cualquier otra cosa era absurda— la necesidad de aislarse al mismo tiempo de todo lo demás? ¿podría superarlo con éxito? ¿Y cómo podría llevarlo a cabo en el banco? No se trataba sólo del escrito, para lo que quizá hubieran bastado unas cortas vacaciones, aunque solicitar ahora unas vacaciones supondría una empresa arriesgada, se trataba de todo el proceso, cuya duración era imposible de prever. ¡Qué impedimento había sido arrojado repentinamente en la carrera de K!

 

¿Y ahora tenía que trabajar para el banco? Miró hacia el escritorio. ¿Ahora tendría que dejar pasar a los clientes para entrevistarse con ellos? ¿Tenía que preocuparse por los negocios del banco mientras su Proceso seguía su curso, mientras arriba, en la buhardilla, los funcionarios judiciales se sentaban ante los escritos de su proceso? ¿No parecía todo una tortura, reconocida por la justicia, y que acompañaba al proceso? ¿Y se tendría en cuenta en el banco a la hora de juzgar su trabajo la situación delicada en la que se encontraba? Nunca jamás. Su proceso tampoco era tan desconocido, aunque no estuviera muy claro quién sabía de él y cuánto. Aparentemente el rumor no había llegado hasta el subdirector, si no ya se habría visto claramente cómo éste lo utilizaba contra K, sin espíritu de solidaridad y sin la más mínima humanidad. ¿Y el director? Cierto, mostraba simpatía hacia K, y si hubiese sabido algo del proceso habría querido ayudarle aligerándole el trabajo, pero no hubiera intervenido, pues ahora que se había perdido el equilibrio formado por K quedaba sometido a la influencia del subdirector, quien se aprovechaba del estado de debilidad del director para fortalecer su propio poder. ¿Qué podía esperar entonces K? Era posible que con tanta reflexión estuviera debilitando su capacidad de resistencia, pero también resultaba necesario no hacerse ilusiones y verlo todo con la mayor claridad posible.

Sin un motivo especial, sólo para no tener que volver al escritorio, abrió la ventana. Se abría con dificultad, tenía que girar el picaporte con ambas manos. Al abrirse penetró una bocanada de niebla mezclada con humo que se extendió por toda la habitación, acompañada de un ligero olor a quemado. También penetraron algunos copos de nieve.

—Un otoño horrible —dijo el fabricante detrás de K, que había entrado desde el despacho del subdirector sin que K lo hubiese advertido. K asintió y miró, inquieto, la cartera del fabricante, de la que parecía querer sacar los papeles para comunicarle los resultados de su entrevista con el subdirector. Pero el fabricante siguió la mirada de K, golpeó su cartera y dijo sin abrirla:

—Quiere oír qué tal ha ido. No ha ido mal. Casi llevo el negocio cerrado en la cartera. Un hombre encantador, el subdirector, pero nada inocente —y rio estrechando la mano de K, intentando que también él riera. Pero a K le pareció sospechoso que el fabricante no quisiera mostrarle los papeles y no encontró nada divertida la insinuación del fabricante.

—Señor gerente —dijo el fabricante—, le sienta mal este tiempo. Parece deprimido.

—Sí —dijo K y se llevó una mano a la sien—, dolores de cabeza, preocupaciones familiares.

—Ya lo conozco —dijo el fabricante, que era un hombre siempre con prisas y no podía escuchar tranquilamente a nadie—, cada uno tiene que llevar su cruz.

K había dado un paso involuntario hacia la puerta, como si quisiera acompañar al fabricante, pero éste dijo:

Aún tengo algo que decirle al señor gerente. Temo importunarle precisamente hoy con esto, pero ya he estado dos veces aquí y siempre lo he olvidado. Si sigo aplazándolo, al final ya no tendrá ningún sentido. Y sería una pena, porque es muy probable que mi información sea valiosa.

Antes de que K hubiese tenido tiempo para responder, el fabricante se le acercó, le golpeó ligeramente con el dedo en el pecho y dijo voz baja:

—Usted está procesado, ¿verdad?

K retrocedió y exclamó:

—¿Se lo ha dicho el subdirector?

—No, no —dijo el fabricante—, ¿de dónde podría saberlo el subdirector?

—¿Y usted? —dijo K recuperando algo el sosiego.

—Yo me entero aquí y allá de alguna cosa relativa a los tribunales —dijo el fabricante—, precisamente de eso quería hablarle.

—¡Tanta gente está en contacto con los tribunales! —dijo K con la cabeza inclinada y llevó al fabricante hasta la mesa. Se sentaron como antes y el fabricante continuó:

—Por desgracia no es mucho lo que le puedo decir. Pero en estas cosas no se debe despreciar nada por mínimo que sea. Por lo demás, siento cierta inclinación a ayudarle, aunque mi ayuda sea tan modesta. Hasta ahora hemos sido buenos compañeros de negocios, ¿verdad? K quiso disculparse por su comportamiento en la entrevista de ese día, pero el fabricante no toleró ninguna interrupción. Puso la cartera bajo el brazo para mostrar que tenía prisa y dijo:

—He sabido algo de su proceso a través de un tal Titorelli. Es un pintor, Titorelli es sólo su nombre artístico, desconozco su nombre verdadero. Viene desde hace mucho tiempo a mi despacho y trae algunos cuadros por los que le doy —es casi un mendigo— alguna limosna. Además, son cuadros bonitos, paisajes y cosas parecidas. Estas compras —ya nos habíamos acostumbrado ambos a ellas— se producían con cierta regularidad y sin perder el tiempo. Pero durante un periodo sus visitas se hicieron tan frecuentes que le hice alguna objeción, entonces conversamos, me interesé por cómo podía subsistir sólo pintando y me enteré, para mi sorpresa, de que sus principales ingresos procedían de los retratos. Me dijo que trabajaba para los tribunales. Le pregunté para qué tribunal en concreto y entonces me contó acerca de esa justicia. Se puede figurar mi sorpresa al oír lo que me contaba. Desde ese día cada vez que me visita me entero de alguna novedad concerniente al tribunal y así me hago una idea del asunto. Titorelli es, sin embargo, bastante hablador y a veces tengo que pararle los pies, y no sólo porque miente, sino también porque un hombre de negocios como yo, abrumado de trabajo, tampoco puede ocuparse en cosas ajenas. Pero esto sea dicho sólo de paso. He pensado que Titorelli, tal vez, podría serle de alguna ayuda, conoce a muchos jueces y aunque no tenga mucha influencia, al menos podría darle algún consejo sobre cómo se puede encontrar a gente influyente. Y aunque estos consejos, considerados en sí mismos, no sean decisivos, creo que, en su posesión, pueden adquirir alguna importancia. Usted es casi un abogado. Yo suelo decir siempre: el gerente K es casi un abogado. Oh, no me preocupo en absoluto por su proceso. ¿Quiere ir a ver a Titorelli? Con mi recomendación hará todo lo que sea posible. Creo que debería visitarlo. No tiene que ser hoy, en alguna ocasión. Por supuesto, tengo que añadir, no está usted obligado por mi consejo a visitarle. No, si cree que puede prescindir de Titorelli, es mejor dejarlo de lado. Tal vez ya tenga un plan y Titorelli pueda estropearlo. No, entonces no vaya. También cuesta algo de superación aceptar consejos de un tipo así. Como usted quiera. Aquí tiene mi carta de recomendación y aquí la dirección.

K tomó decepcionado la carta y se la guardó en el bolsillo. En el caso más favorable, la ventaja que podría obtener de la recomendación sería mucho menor que los daños ocasionados por el hecho de que el fabricante se hubiera enterado del proceso y de que el pintor siguiera extendiendo la noticia. Apenas se sentía capaz de agradecerle el consejo al fabricante, que ya se dirigía a la puerta.

—Iré —dijo él, al despedirse del fabricante en la puerta—, o, como estoy muy ocupado, le escribiré para que venga a mi despacho.

—Ya sabía —dijo el fabricante— que encontraría la mejor solución. No obstante, pensé que evitaría invitar al banco a tipos como este Titorelli para hablar del proceso. Tampoco resulta muy ventajoso poner cartas en manos de esa gente. Pero estoy seguro de que usted lo ha pensado muy bien y sabe lo que tiene que hacer.

K asintió y acompañó al fabricante hasta el antedespacho. Pero a pesar de su tranquilidad aparente, estaba horrorizado. Que escribiría a Titorelli sólo lo había dicho para mostrar de alguna manera al fabricante que apreciaba su recomendación y que reflexionaría sobre las posibilidades de entrevistarse con él, pero si realmente hubiese considerado valiosa su ayuda no hubiera dudado en escribirle. No obstante, había reconocido los peligros que encerraba hacerlo gracias a la mención del fabricante. ¿Podía confiar tan poco en su inteligencia? Si era posible que invitara con una carta explícita a un hombre de dudosa reputación para visitarle en el banco, y allí, sólo separados por una puerta del despacho del subdirector, pedirle consejos acerca de su proceso, ¿no sería posible, incluso muy probable, que hubiera ignorado otros peligros o se estuviera metiendo de cabeza en ellos? No siempre iba a estar alguien a su lado para advertirle. Y precisamente ahora, cuando tenía que hacer acopio de todas sus fuerzas, tenían que asaltarle esas dudas sobre su capacidad para prestar atención. ¿Comenzarían a producirse en el proceso las mismas dificultades que ya tenía en la realización de su trabajo? No podía comprender cómo había sido capaz de pensar en escribir a Titorelli e invitarle a venir al banco para hablar del proceso.

Aún sacudía la cabeza ante semejante disparate, cuando el empleado se acercó hasta él y le indicó a tres señores que esperaban sentados en el antedespacho. Ya esperaban desde hacía mucho tiempo. Ahora, aprovechando la ocasión, se levantaron para intentar hablar con K. Como recibían un tratamiento tan desconsiderado por parte del banco, tampoco ellos quisieron tener ninguna consideración.

—Señor gerente —dijo uno de los que esperaban. Pero K le había pedido al empleado que le trajera el abrigo. Mientras le ayudaba a ponérselo, dijo a las tres personas presentes:

—Discúlpenme, señores, por desgracia no tengo tiempo de recibirles. Les pido perdón, pero tengo que terminar un negocio urgente y debo salir de inmediato. Ya han visto todo el tiempo que me han tenido ocupado. ¿Serían tan amables de venir mañana o cuando puedan? ¿O quizá prefieren que tratemos el asunto por teléfono? Tal vez prefieran informarme ahora brevemente y yo les daré una respuesta detallada por escrito. Lo mejor sería, sin embargo, que vinieran otro día.

Estas proposiciones de K dejaron a aquellos hombres, que habían esperado inútilmente tanto tiempo, tan asombrados que se miraron mutuamente sin decir palabra.

—Entonces, ¿estamos de acuerdo? —preguntó K, y se volvió hacia el empleado, que traía su sombrero. A través de la puerta abierta del despacho de K se podía ver que nevaba con fuerza. K se subió el cuello del abrigo y se abrochó el último botón.

En ese instante, el subdirector salió de su despacho, miró sonriendo cómo K, con el abrigo puesto, trataba con los señores, y preguntó:

—¿Se va ya, señor gerente?

—Sí —dijo K enderezándose—. Tengo que terminar un negocio.

Pero el subdirector ya se había vuelto hacia los señores.

—¿Y los señores? —preguntó. Ya esperan desde hace tiempo.

—Ya nos hemos puesto de acuerdo —dijo K. Pero los señores ya no se callaron, rodearon a K y explicaron que no habrían esperado tantas horas si sus asuntos no fueran importantes y no fuera necesario tratarlos confidencial y detalladamente. El subdirector les prestó atención, contempló a K, que sostenía el sombrero en la mano y le quitaba el polvo, y dijo:

—Señores, hay una solución muy fácil. Si no tienen nada en contra, asumiré encantado las gestiones del señor gerente. Sus asuntos, naturalmente, deben ser tratados en seguida. Somos hombres de negocios y sabemos valorar en su justa medida el tiempo de los hombres de negocios. ¿Quieren entrar a este despacho? —y abrió la puerta que conducía a su antedespacho.

¡Cómo se las arreglaba el subdirector para apropiarse de todo a lo que K se veía obligado a renunciar! ¿Acaso no renunciaba K a más de lo que era necesario? Mientras se apresuraba a visitar con pocas e inciertas esperanzas a un pintor desconocido, su prestigio allí sufría un daño irreparable. Habría sido mucho mejor quitarse el abrigo y ganarse a los dos señores que aún esperaban. K lo habría intentado si en ese instante no hubiese visto al subdirector en su despacho, buscando en los anaqueles de libros, como si todo fuera suyo. Cuando K, irritado por la intrusión, se aproximó a la puerta, el subdirector exclamó:

—Ah, aún no se ha ido —y volvió el rostro, cuyas arrugas no parecían ser huellas de la edad sino un signo de fuerza, y comenzó de nuevo a buscar.

—Busco la copia de un contrato —dijo—, que, según el representante de la empresa, tendría que estar en su despacho. ¿No quiere ayudarme a buscar?

 

K dio un paso, pero el subdirector dijo:

—Gracias, ya lo he encontrado —y regresó a su despacho con un paquete de escritos, que no sólo contenía la copia del contrato, sino mucho más.

«Ahora no le puedo hacer sombra —se dijo K—, pero cuando logre arreglar mis dificultades personales, él será el primero en enterarse y además con amargura».

Tranquilizado con estos pensamientos, encargó al empleado, que mantenía abierta para él la puerta del pasillo, que le dijera al director, si se presentaba la ocasión, que había salido a realizar una gestión. Luego abandonó el banco casi feliz de poder dedicarse con exclusividad a su asunto.

Fue directamente a ver al pintor, que vivía en los arrabales, precisamente en la dirección opuesta a donde se encontraba el juzgado en el que había estado. Era un barrio aún más pobre, las casas eran más oscuras, las calles estaban llenas de suciedad, que se acumulaba alrededor de la nieve. En la casa en que vivía el pintor sólo estaba abierta una hoja de la puerta, en la otra habían abierto un agujero, a través del cual, cuando K se aproximó, fluía una repugnante sustancia amarilla y humeante, de la que huyó una rata metiéndose en un canal cercano. A los pies de la escalera había un niño boca abajo que lloraba, pero sus sollozos apenas se oían por el ruido ensordecedor reinante, procedente de un taller de hojalatería, situado en la parte opuesta. La puerta del taller estaba abierta, tres empleados rodeaban una pieza y la golpeaban con martillos. Una gran plancha de hojalata colgaba de la pared y arrojaba una luz pálida que penetraba entre dos de los empleados e iluminaba los rostros y los mandiles. K sólo dedicó una mirada fugaz a ese cuadro, quería salir de allí lo más pronto posible, hacer un par de preguntas al pintor y regresar al banco en seguida. Si alcanzaba el más pequeño éxito, ejercería un buen efecto en su trabajo en el banco. Al llegar al tercer piso tuvo que ir más lento, le faltaba la respiración; los peldaños, así como las escaleras, eran excesivamente altos y el pintor debía de vivir en el ático. El aire también era muy opresivo, no había hueco en la escalera, sino que ésta, muy estrecha, estaba cerrada a ambos lados por muros, en los que sólo de vez en cuando había una pequeña ventana. Precisamente en el momento en el que K se detuvo para descansar, salieron varias niñas de una vivienda y, riéndose, adelantaron a K. Las siguió lentamente, alcanzó a una de las niñas que había tropezado y se había quedado rezagada y le preguntó, mientras las demás seguían subiendo:

—¿Vive aquí un pintor llamado Titorelli?

La niña, de apenas trece años y algo jorobada, le golpeó con el codo y le miró de soslayo. Ni su juventud ni su defecto corporal habían impedido que se corrompiese. Ni siquiera le sonreía, sino que lanzaba a K miradas provocativas. K hizo como si no hubiera notado su actitud y preguntó:

—¿Conoces al pintor Titorelli?

Ella asintió y preguntó a su vez:

—¿Qué quiere usted de él?

A K le pareció ventajoso obtener algo de información sobre Titorelli.

—Quiero que me haga un retrato —dijo él.

—¿Un retrato? —preguntó ella, abrió desmesuradamente la boca, golpeó ligeramente a K con la mano, como si hubiera dicho algo sorprendente o desacertado, se levantó sin más su faldita y corrió todo lo rápido que pudo detrás de las otras niñas, cuyo griterío se fue perdiendo conforme subían. K volvió a encontrarse con las niñas en el siguiente rellano. Aparentemente habían sido informadas por la jorobada y le esperaban. Estaban colocadas a ambos lados de la escalera y se apretaron contra la pared para que K pudiera pasar cómodamente entre ellas. Se limpiaban las manos en sus delantales. Sus rostros, así como su formación en fila, indicaban una mezcla de infantilismo y perdición. Arriba, al final de la hilera de niñas, que se juntaron por detrás de K y rieron, estaba la jorobada, que había tomado el liderato. K tenía que agradecerle haber encontrado con rapidez el camino correcto. Quería seguir subiendo, pero ella le mostró un desvío que conducía a la vivienda de Titorelli. La escalera que tuvo que tomar era aún más estrecha, muy larga, sin giros y finalizaba directamente ante la puerta cerrada de Titorelli. Esa puerta, provista de una pequeña claraboya y, por esta causa, mejor iluminada que la escalera, estaba hecha de tablas ensambladas sin blanquear, en las que estaba pintado con un pincel grueso con pintura roja el nombre de Titorelli. Cuando K, acompañado de su séquito, llegó a la mitad de la escalera, la puerta se abrió, probablemente debido al ruido de los numerosos pasos, y apareció un hombre en pijama.

—¡Oh! —gritó, al ver cómo se acercaba tal cantidad de gente y desapareció. La jorobada aplaudió de alegría y el resto de las niñas empujaron a K para que subiese con mayor rapidez.

Aún no habían llegado, cuando el pintor abrió la puerta del todo invitó a entrar a K con una profunda inclinación. A las niñas, sin embargo, las rechazó. No las quiso dejar pasar por más que se lo suplicaron. Sólo la jorobada logró deslizarse hasta el interior pasando por dejo de su brazo, pero el pintor la persiguió, la cogió por la falda, la sacudió a un lado y a otro y la puso en la puerta con las otras niñas, que, mientras el pintor había estado ausente, no se habían atrevido a cruzar el umbral. K no sabía qué pensar, parecía como si todo fuese una broma. Las niñas estiraron los cuellos y dirigieron al pintor algunas burlas, que K no entendió y de las que también se rio el pintor. Mientras, la jorobada estuvo a punto de escaparse de sus manos. Luego el pintor cerró la puerta, se inclinó una vez más ante K, le estrechó la imano y dijo:

—Pintor Titorelli.

K señaló la puerta, detrás de la cual se oía a las niñas susurrar, y dijo:

—Parece que le quieren mucho en la casa.

—¡Ah, esas pordioseras! —dijo el pintor, que intentó en vano abrocharse el último botón de la camisa del pijama. Estaba descalzo y llevaba puestos unos pantalones de lino amplios y amarillentos, que estaban ajustados a la cintura con un cordel, cuyos largos cabos se balanceaban de un lado a otro.

—Esas pordioseras son una verdadera carga —continuó, dejó de intentar abrocharse el botón, pues había terminado por arrancarlo, acercó una silla para K y casi le obligó a sentarse.

—Hace tiempo pinté a una de ellas, aunque no estaba entre las que usted ha visto, y desde esa vez me persiguen todas. Cuando estoy solo entran si se lo permito, pero cuando me voy siempre entra alguna. Se han hecho una llave de la cerradura y se la prestan unas a otras. No se puede imaginar lo pesadas que son. Una vez vine con una dama para pintarla, abrí la puerta con mi llave y encontré a la jorobada pintándose los labios de rojo con el pincel, mientras sus hermanas pequeñas, a las que tenía que vigilar, andaban por toda la habitación ensuciándolo y revolviéndolo todo. O regreso, como me ocurrió ayer, tarde por la noche —le suplico que, en consideración a ello, perdone mi estado y el desorden de la habitación—, quiero irme a la cama y de repente noto un pellizco en la pierna, miro debajo de la cama y saco a una de esas pordioseras. No entiendo por qué la han tomado conmigo, pues intento rechazarlas, ya lo ha visto usted. Naturalmente que estorban mi trabajo. Si no hubieran puesto gratuitamente a mi disposición este estudio ya me habría mudado hace tiempo.