Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—¿No quiere usted sentarse?

K se sentó en seguida y apoyó los codos en los brazos de la silla para mantener mejor el equilibrio.

—Está un poco mareado, ¿verdad? —le preguntó.

Su rostro estaba ahora cerca del suyo, mostraba la expresión severa que tienen algunas mujeres en lo mejor de su juventud.

—No se preocupe —dijo ella—, aquí no es nada extraordinario, casi todos padecen un ataque semejante cuando vienen por primera vez. ¿Usted viene por primera vez? Bien, no es nada extraordinario, ya le digo. El sol cae sobre el tejado y la madera caliente provoca este aire tan enrarecido. El lugar no es el más adecuado para instalar despachos, por más ventajas que ofrezca en otros sentidos. Pero en lo que concierne al aire, los días en que hay mucha gente, y eso ocurre prácticamente todos los días, se torna casi irrespirable. Si considera, además, que aquí se cuelga ropa para que se seque —es algo que no se puede prohibir a los inquilinos—, entonces no se sorprenderá de haber sufrido un ligero mareo. Pero uno llega a acostumbrarse muy bien a este aire. Si viene por segunda o tercera vez, apenas notará este ambiente opresivo. ¿Se siente ya mejor?

K no respondió, le parecía algo lamentable depender de aquellas personas a causa de esa debilidad repentina; por añadidura, al conocer los motivos de su mareo, no se sintió mejor, sino un poco peor. La muchacha lo notó en seguida y, para refrescar a K, asió un gancho que colgaba de la pared y abrió un pequeño tragaluz, situado precisamente encima de K. Pero cayó tanto hollín que la joven tuvo que cerrarlo de inmediato y limpiar la mano de K con un pañuelo, pues K estaba demasiado cansado como para ocuparse de sí mismo. Le habría gustado permanecer allí sentado hasta que hubiera recuperado las fuerzas suficientes para irse, y eso ocurriría antes si no se preocupaban de él. Pero en ese momento añadió la muchacha:

—Aquí no puede quedarse, interrumpimos el paso.

K preguntó con la mirada a quién interrumpían el paso.

—Le llevaré, si lo desea, al botiquín.

—Ayúdeme, por favor —le dijo ella al hombre de la puerta, que ya se había acercado. Pero K no quería que lo llevaran al botiquín, precisamente eso era lo que quería evitar, que lo siguieran adentrando en las oficinas; cuanto más avanzase, peor.

—Ya puedo irme —dijo por esta razón, y se levantó temblando, acostumbrado a la cómoda silla. Pero no pudo mantenerse de pie.

—No, no puedo —dijo moviendo la cabeza y volvió a sentarse con un suspiro. Se acordó del ujier, que a pesar de todo le podría conducir fácilmente hacia la salida, pero parecía haberse ido hacía tiempo. K atisbó entre la joven y el hombre, que permanecían de pie ante él, pero no pudo encontrar al ujier.

—Creo —dijo el hombre, que vestía elegantemente: sobre todo llamaba la atención un chaleco gris que terminaba en dos largas puntas—, creo que la indisposición del señor se debe a la atmósfera de estas estancias; sería lo mejor, y probablemente lo que él preferiría, que no se le llevase al botiquín, sino fuera de las oficinas.

—Así es —exclamó K, que de la alegría había interrumpido al hombre, me sentiré mucho mejor, tampoco estoy tan débil, sólo necesito un poco de apoyo, no les causaré muchas molestias, el camino no es largo, condúzcanme hasta la puerta, me sentaré un rato en los escalones y me recuperaré, nunca he padecido este tipo de mareos, yo mismo estoy sorprendido. También soy funcionario y estoy acostumbrado al aire de las oficinas, pero aquí es muy malo, usted mismo lo ha dicho. ¿Tendrían la amabilidad de acompañarme un trecho? Estoy algo mareado y me pondré peor si me levanto sin ayuda.

Levantó los hombros para facilitarles que le cogieran bajo los brazos. Pero el hombre no siguió sus indicaciones, sino que se mantuvo tranquilo, con las manos en los bolsillos y rio en voz alta.

—Ve —le dijo a la muchacha—, he acertado. Al señor no le sienta den estar aquí.

La muchacha rio también y dio un golpecito con la punta del dedo en el brazo del hombre, como si se hubiese permitido una broma pesada con K.

—Pero, ¿qué piensa? —dijo el hombre entre risas—. Yo mismo conduciré al señor hasta la salida.

—Entonces está bien —dijo la muchacha inclinando un instante su bonita cabeza—. No le dé mucha importancia a la risa —dijo la joven a K, que se había vuelto a entristecer, miraba fijamente ante sí y no parecía necesitar ninguna explicación; este señor, ¿puedo presentarle? —el hombre dio su permiso con un gesto—, este señor es el informante. Él da a las partes que esperan toda la información que necesitan y, como nuestra justicia no es muy conocida entre la población, se reclama mucha información. Conoce la respuesta a todas las preguntas. Si alguna tiene ganas, puede probar. Pero no sólo posee ese mérito, otra de sus virtudes es su elegante forma de vestir. Nosotros, es decir los funcionarios, opinamos que el informante, como es el primero en tratar con las partes, debe vestir con elegancia para dar una impresión digna. Los demás, como puede comprobar conmigo, nos vestimos muy mal y pasados de moda. No tiene sentido gastar mucho en vestir, ya que estamos casi todo el tiempo en las oficinas, incluso dormimos aquí. Pero como he dicho, creemos que el informante tiene que vestir bien. Como no había dinero disponible para ropa elegante en nuestra administración, que en este sentido es algo peculiar, hicimos una colecta —en la que también participaron los acusados— y le compramos ese bonito traje y otros. Ahora está preparado para dar una buena impresión, pero lo estropea todo con su risa y asusta a la gente.

—Así es —dijo el hombre con tono burlón—, pero no entiendo, señorita, por qué le cuenta a este señor todas nuestras intimidades, o mejor, le obliga a oírlas, pues no creo que tenga ganas de conocerlas. Mire si no cómo permanece ahí sentado ocupado en sus propios asuntos.

K no tenía ganas de contradecirle. La intención de la muchacha podía ser buena, tal vez pretendía distraerle para darle la posibilidad de recuperarse, pero el medio elegido era inadecuado.

—Quería aclararle el motivo de su risa —dijo la muchacha—, era insultante.

—Creo que me perdonaría peores ofensas a cambio de que le condujera a la salida.

K no dijo nada, ni siquiera miró, dejó que ambos hablaran sobre él como si fuese un objeto, incluso lo prefería así. Pero de repente sintió la mano del informante en uno de sus brazos y la de la joven en el otro.

Arriba, hombre débil —dijo el informante.

—Se lo agradezco mucho a los dos —dijo alegremente sorprendido, se levantó lentamente y llevó él mismo las manos ajenas a las zonas en que más necesitaba su apoyo.

—Parece —musitó la joven al oído de K, mientras se acercaban al corredor— como si fuera muy importante para mí hablar bien del informante, pero sólo quiero decir la verdad. No tiene un corazón duro. No está obligado a conducir hasta la salida a las partes que se ponen enfermas y, sin embargo, lo hace, como puede ver. Ninguno de nosotros es duro de corazón, sólo queremos ayudar, pero como funcionarios judiciales damos la impresión de ser duros de corazón y de no querer ayudar a nadie. Yo sufro por eso.

—¿Quiere sentarse aquí un poco? —preguntó el informante: ya se encontraban en el corredor, precisamente ante el acusado con el que K había hablado anteriormente. K se avergonzó ante él, se había mantenido tan recto en su presencia y ahora se tenía que apoyar en dos personas, con la cabeza descubierta, pues el informante balanceaba su sombrero con los dedos, despeinado y con la frente bañada de sudor. Pero el acusado no pareció notar nada, permanecía humillado ante el informante, que ni siquiera lo miró, como si quisiera pedir perdón por su mera presencia.

—Ya sé —se atrevió a decir el acusado—, que hoy no puedo recibir los resultados de mis solicitudes. No obstante, aquí estoy, he pensado que podía esperar, es domingo, tengo tiempo y no estorbo.

—No debe disculparse —dijo el informante—, su esmero es digno de elogio; aunque está ocupando inútilmente un sitio, no le impediré seguir el transcurso de su proceso mientras no moleste. Cuando se ha visto gente que ha descuidado vergonzosamente su deber, se aprende a tener paciencia con personas como usted. Siéntese.

—Cómo sabe hablar con los acusados —susurró la muchacha a K. Éste asintió, pero se sobresaltó cuando el informante le preguntó de nuevo:

—¿No quiere sentarse aquí?

—No —dijo K, no quiero descansar.

Lo dijo con decisión, pero en realidad le habría venido muy bien sentarse. Se sentía mareado, como si estuviera en un barco en plena tormenta. Le parecía oír cómo el agua del mar golpeaba las paredes de madera, como si del fondo del corredor llegase el bramido de una catarata, y luego sintió que el corredor se balanceaba y le dio la impresión de que los acusados subían y bajaban. La tranquilidad de la muchacha y del hombre que le acompañaban le parecía, en esa situación, completamente incomprensible. Dependía de ellos: si le dejaban, caería al suelo como una tabla. Lanzaban miradas penetrantes a un lado y a otro, K sentía sus pasos regulares, pero no los podía imitar, pues prácticamente le llevaban en vilo. Finalmente, notó que le hablaban, pero no entendía lo que decían, sólo escuchaba un ruido que lo abarcaba todo, a través del cual se podía distinguir lo que podría ser el sonido de una sirena.

—Hablen más alto —musitó con la cabeza inclinada, aunque sabía que habían hablado con voz lo suficientemente alta. De repente, como si se hubiese derrumbado la pared ante él, sintió una corriente de aire fresco y oyó que decían a su lado:

Al principio quería salir, luego se le repite mil veces que ésta es la salida y no se mueve.

K notó que se hallaba en la puerta de salida, que la muchacha acababa de abrir. Le pareció como si le regresaran todas las fuerzas de una vez. Para sentir un anticipo de la libertad, bajó uno de los escalones y se despidió desde allí de sus acompañantes, que en ese instante se inclinaban sobre él.

 

—Muchas gracias —repitió, estrechó las manos de ambos y las dejó cuando creyó ver que ellos, acostumbrados al aire de las oficinas, difícilmente soportaban el aire fresco que subía por la escalera. Apenas pudieron responder, y la muchacha tal vez se hubiera caído si K no hubiese cerrado la puerta a toda prisa. K permaneció un momento en silencio, se atusó el pelo con ayuda de un espejo de bolsillo, se puso el sombrero, que habían dejado en el siguiente escalón —el informante lo había arrojado al suelo— y bajó las escaleras tan fresco y con pasos tan largos que casi tuvo miedo del cambio repentino que acababa de experimentar. Su estado de salud, por otro lado siempre bastante bueno, jamás le había procurado una sorpresa semejante. ¿Acaso pretendía su cuerpo hacer una revolución e incoarle un nuevo proceso, ya que soportaba el otro con tanto esfuerzo? No descartó del todo la idea de ver a un médico, pero lo que sí se afianzó en su mente fue el firme propósito —en esto él mismo se podía aconsejar— de emplear mejor las mañanas de los domingos.

El azotador

Cuando K, una de las noches siguientes, pasó por el pasillo que separaba su despacho de las escaleras —esta vez se iba a casa uno de los últimos, sólo en el departamento de expedición quedaban dos empleados en el pequeño radio luminoso de una bombilla—, oyó detrás de una puerta, que siempre había creído que daba a un trastero, aunque nunca lo había constatado con sus propios ojos, una serie de quejidos. Se detuvo asombrado y escuchó detenidamente para comprobar si se había equivocado. Durante un rato todo quedó en silencio, pero los suspiros comenzaron de nuevo. Al principio pensó en traer a uno de los empleados —tal vez necesitara un testigo—, pero le invadió una curiosidad tan indomable que él mismo abrió la puerta. Se trataba, como había supuesto, de un trastero. Detrás del umbral se acumulaban formularios inservibles y frascos de tinta vacíos. Pero también había tres hombres inclinados en un espacio de escasa altura. Una vela situada en un estante les iluminaba.

—¿Qué hacen aquí? —preguntó K, precipitándose por la excitación, pero no en voz alta. Uno de los hombres, que parecía dominar a los otros y que fue el primero que atrajo su atención, estaba embutido en una suerte de traje oscuro, que dejaba al aire el cuello hasta el pecho y todo el brazo. No respondió. Pero los otros dos gritaron:

—¡Señor! Nos tienen que azotar porque te has quejado de nosotros ante el juez instructor.

Y ahora comprobó K que, en efecto, se trataba de los vigilantes Franz y Willem. El tercero sostenía un látigo para azotarlos.

—Bueno— dijo K, y los miró fijamente—, no me he quejado, sólo he dicho lo que ocurrió en mi habitación. Y desde luego no os comportasteis de una manera irreprochable.

—Señor —dijo Willem, mientras Franz intentaba protegerse del tercero detrás de él—, si usted supiera lo mal que nos pagan, nos juzgaría mejor. Yo tengo que alimentar a una familia y Franz quiere casarse; uno intenta ganar dinero como puede, sólo con el trabajo no es posible, ni siquiera con el más fatigoso: a mí me tentó su fina ropa blanca. Por supuesto que está prohibido que los vigilantes actúen así, es injusto, pero es tradición que la ropa blanca pertenezca a los vigilantes, así ha sido siempre, créame. Además, es muy comprensible, pues ¿qué significan esas cosas para una persona tan desgraciada como para ser detenida? No obstante, si el detenido habla de ello públicamente, la consecuencia es el castigo.

—No sabía lo que me estáis diciendo. Tampoco he reclamado ningún castigo para vosotros; para mí es una cuestión de principios.

—Franz —se dirigió Willem al otro vigilante—, ¿no te dije que el señor no había reclamado que nos castigasen? Ya has oído que ni siquiera sabía que nos tenían que castigar.

—No te dejes conmover por esos discursos —dijo el tercero a K—, el castigo es tan justo como inevitable.

—No le escuches —dijo Willem, y se calló sólo para llevar rápidamente la mano, que acababa de recibir un azote, a la boca—, nos castigan sólo porque tú nos has denunciado, en otro caso no nos hubiera pasado nada, incluso si se hubiera sabido lo que habíamos hecho. ¿Se puede llamar a esto justicia? Nosotros dos, y sobre todo yo, somos vigilantes desde hace mucho tiempo. Tú mismo reconocerás que, mirado desde la perspectiva del organismo que representamos, hemos vigilado bien. Habríamos tenido posibilidades de ascender, con toda seguridad en poco tiempo habríamos llegado a ser azotadores, como éste, que tuvo la suerte de no ser denunciado por nadie, pues una denuncia semejante es muy rara. Y ahora, señor, todo está perdido, tendremos que trabajar en puestos aún más subordinados que el del servicio de vigilancia y, además, recibiremos unos espantosos y dolorosos azotes.

—¿Puede causar ese látigo tanto dolor? —preguntó K, y examinó el látigo que el azotador sostenía ante él.

—Nos tendremos que desnudar —dijo Willem.

—¡Ah, ya! —dijo K, y contempló más detenidamente al azotador. Estaba bronceado como un marinero y tenía un rostro lozano y feroz.

—¿Hay alguna posibilidad de ahorrarles los azotes? —le preguntó K.

—No —dijo el azotador, sacudiendo la cabeza sonriente—. Quitaos la ropa ordenó a los vigilantes y, a continuación, le dijo a K:

—No tienes que creerte todo lo que te dicen. Su mente se ha debilitado por el miedo a los azotes. Lo que éste —y señaló a Willem— te ha contado sobre su posible carrera es completamente ridículo. Mira lo gordo que está, los primeros azotes se perderán en la grasa. ¿Sabes por qué se ha puesto tan gordo? Tiene la costumbre de comerse el desayuno de todos los detenidos. ¿Acaso no se ha comido también el tuyo? Ya lo dije. Pero un hombre con semejante estómago jamás podrá llegar a ser azotador, eso es imposible.

—Hay azotadores así —afirmó Willem, que acababa de soltarse el cinturón.

—¡No! —dijo el azotador, que le rozó el cuello con el látigo causándole un sobresalto—. No tienes que escuchar lo que decimos, sino desnudarte.

—Te recompensaría bien, si los dejaras marchar —dijo K, sin mirar al azotador— esos negocios se cierran mejor con los ojos cerrados y sacó la cartera.

—Tú quieres denunciarme también a mí —dijo el azotador—, y procurarme también unos azotes.

—No, sé razonable —dijo K—, si hubiese querido que azotasen a estos hombres, no trataría ahora de liberarlos del castigo. Simplemente cerraría la puerta, no querría ver ni oír nada y me iría a mi casa. Sin embargo, no lo hago, sino que pretendo seriamente liberarlos. Si hubiera sospechado que los iban a castigar, no hubiera mencionado sus nombres. No los considero culpables, culpable es la organización, culpables son los funcionarios superiores.

—Así es —dijeron los vigilantes y recibieron de inmediato un latigazo en sus desnudas espaldas.

—Si tuvieras a un juez a merced de tu látigo —dijo K, y bajó el látigo que ya se elevaba otra vez—, no te impediría que lo azotases, todo lo contrario, te daría dinero para motivarte.

—Lo que dices suena creíble —dijo el azotador—, pero yo no me dejo sobornar. Mi puesto es el de azotador, así que azoto.

El vigilante Franz, que se había mantenido reservado hasta ese momento, tal vez con la esperanza de que la intercesión de K tuviera éxito, se acercó ahora a K, sólo vestido con los pantalones, y se arrodilló ante él cogiéndole la mano. A continuación, musitó:

—Si no puedes lograr que nos remitan a los dos el castigo, al menos intenta liberarme a mí. Willem es mayor que yo, menos sensible en todos los sentidos, incluso recibió hace un par de años una pena de azotes, yo, sin embargo, aún no he perdido el honor, fue Willem, mi maestro tanto en lo bueno como en lo malo, quien me indujo a actuar así. Abajo, en la puerta del banco, espera mi prometida, siento tanta vergüenza —y secó su rostro lleno de lágrimas en la chaqueta de K.

—Ya no espero más —dijo el azotador, tomó el látigo con ambas manos y azotó a Franz, mientras Willem rumiaba en una esquina y miraba a hurtadillas, sin atreverse a girar la cabeza. Entonces se elevó un grito procedente de Franz, ininterrumpido e intenso; no parecía humano, más bien parecía generado por un instrumento de tortura, resonó por todo el pasillo, se tuvo que escuchar en todo el edificio.

—¡No grites! —exclamó K. No se pudo contener y mientras miraba tenso en la dirección en la que deberían venir los empleados, empujó a Franz, no muy fuerte pero lo suficiente como para que cayera al suelo y allí se arrastrara, convulso, con ayuda de las manos. Pero ni aun así pudo evitar los azotes, el látigo supo encontrarle también en el suelo; mientras él se agitaba bajo los golpes, la punta del látigo bajaba y subía con perfecta regularidad. Y entonces apareció en la lejanía uno de los empleados, y dos pasos detrás, el segundo. K salió y cerró la puerta a toda prisa, se acercó a una pequeña ventana que daba al patio y la abrió. El vigilante dejó de gritar. Para no dejar que los empleados se acercaran, gritó:

—¡Soy yo!

—Buenas noches, señor gerente —le respondieron—, ¿ha ocurrido algo?

—No, no —respondió K—, es sólo un perro en el patio.

Como los empleados no se movían añadió: —Pueden seguir con su trabajo.

Para no continuar con la conversación, se inclinó por la ventana. Cuando, transcurrido un rato, miró por el pasillo, ya se habían ido. K, sin embargo, permaneció en la ventana, no se atrevía a volver al trastero y tampoco quería regresar a casa. Se limitó a contemplar el patio cuadrado que tenía ante él; alrededor había oficinas, todas las ventanas estaban oscuras, sólo las más altas recibían el reflejo de la luna. K se esforzó por discernir una de las oscuras esquinas del patio, en el que había dos carretas de mano. Le atormentaba no haber podido detener los azotes, pero no era culpa suya no haberlo logrado. Si Franz no hubiese gritado —cierto, tuvo que hacerle mucho daño, pero en determinados momentos decisivos hay que saber dominarse—, si no hubiera gritado, K habría encontrado con toda seguridad un medio para convencer al azotador. Si todos los empleados inferiores eran canallas, ¿por qué iba a constituir una excepción el azotador, que, además, ejercía el cargo más inhumano? K había observado muy bien cómo le habían brillado los ojos al ver los billetes. Posiblemente se había tomado en serio lo de los azotes para subir un poco la suma del soborno. Y K no habría ahorrado medios, realmente hubiera querido liberar a los vigilantes. Si había comenzado a combatir la corrupción de esa judicatura, era evidente que también tenía que intervenir en ese ámbito. Pero en el momento en el que Franz había comenzado a gritar, todo había acabado. K no podía permitir que los empleados, y quién sabe qué otras personas, vinieran y le sorprendieran tratando con los tipos del trastero. Nadie podía reclamar de K semejante sacrificio. Si se hubiera propuesto hacerlo, hubiera sido muy fácil, K se habría desnudado y se habría ofrecido al azotador como sustituto. Ciertamente, el azotador no hubiera admitido semejante cambio, pues sin obtener beneficio alguno habría tenido que incumplir seriamente su deber y, muy probablemente, por partida doble, pues K, mientras permaneciera sujeto al procedimiento, debía ser inviolable para todos los empleados del tribunal. Es posible, no obstante, que en ese terreno hubiera disposiciones especiales. Pero, en todo caso, K no podía haber hecho otra cosa que cerrar la puerta, aunque ni siquiera así había alejado del todo el peligro. Que al final hubiera tenido que empujar a Franz era algo lamentable y sólo se podía disculpar por su estado de excitación.

Oyó en la lejanía los pasos de los empleados. Para no llamar la atención cerró la ventana y avanzó en dirección a la escalera principal. Permaneció un rato escuchando al lado de la puerta del trastero. Silencio. El hombre podía haber matado a azotes a los vigilantes, estaban sometidos a su poder. K ya había extendido la mano para coger el picaporte, pero se arrepintió. Era tarde para ayudar a nadie y los empleados tenían que estar al llegar. No obstante, se propuso hablar del asunto e intentar que castigasen convenientemente a los culpables reales, es decir, a los funcionarios superiores, que aún no habían tenido el valor de presentarse ante él. Mientras bajaba la escalinata del banco, observó cuidadosamente a los paseantes, pero no había ninguna muchacha en las cercanías que pudiera estar esperando a alguien. La indicación de Franz, de que su prometida le estaba esperando, no era más que una mentira, si bien disculpable, cuyo único objetivo había sido despertar una mayor compasión.

 

El día siguiente K siguió pensando en los vigilantes. Como no se podía concentrar en el trabajo, decidió obligarse a permanecer más tiempo en el banco que el día anterior. Cuando pasó por el trastero para irse a casa, abrió la puerta como si fuera una costumbre. Quedó desconcertado ante la inesperada escena que se mostró ante sus ojos. Todo estaba exactamente igual que la noche anterior, cuando abrió la puerta. Los formularios y los frascos de tinta se acumulaban detrás del umbral; el azotador con el látigo; los vigilantes, completamente vestidos; la vela sobre el estante. Los vigilantes comenzaron a quejarse y gritaron:

—¡Señor!

K cerró la puerta de inmediato y la golpeó con los puños, como si sólo así pudiera quedar cerrada del todo. Al borde de las lágrimas se fue a ver a los empleados, que trabajaban tranquilamente con una multicopista y permanecían absortos en su actividad.

—¡Ordenad de una vez el trastero! —gritó—. La inmundicia nos va a llegar al cuello.

Los empleados se mostraron dispuestos a hacerlo al día siguiente. K asintió con la cabeza. No podía obligarles a realizar el trabajo tan tarde, como había previsto antes. Se sentó un rato, para tener a los empleados cerca, desordenó algunas copias, queriendo dar la impresión de que estaba examinando algo, pero comprobó que los empleados no se atreverían a salir con él, así que se fue a casa cansado y con la mente en blanco.

El tío. Leni

Una tarde, cuando K estaba ocupado abriendo la correspondencia, el tío de K, Karl, un pequeño terrateniente de la provincia, se abrió paso entre dos empleados que llevaban algunos escritos y entró en el despacho. K se asustó menos de la llegada del tío de lo que le había asustado la simple idea de su posible visita. El tío iba a venir, de eso estaba seguro desde hacía un mes. Ya al principio había creído verlo, cómo le alcanzaba la mano derecha sobre el escritorio, algo inclinado, con su sombrero de jipijapa en la mano izquierda, mostrando una prisa desconsiderada y arrollando todo lo que se le ponía en su camino. El tío siempre tenía prisa, pues le perseguía el infeliz pensamiento de que en su estancia de un día en la ciudad tenía que tener tiempo para realizar todo lo que se había propuesto, sin perderse tampoco cualquier conversación, negocio o placer que ocasionalmente pudiera surgirle. En todo ello tenía que ayudarle K, pues había sido su tutor y estaba obligado; además le tenía que dejar dormir en su casa. K le solía llamar «el fantasma rural».

Inmediatamente después de saludarse —no tenía tiempo para seguir la invitación de K y sentarse en el sillón—, le pidió a K si podían conversar a solas.

—Es necesario —dijo, tragando con esfuerzo—, es necesario para mi tranquilidad.

K hizo salir a los empleados del despacho con instrucciones de que no dejaran pasar a nadie.

—¿Qué ha llegado a mis oídos, Josef? —exclamó el tío en cuanto se quedaron solos. A continuación, se sentó sobre la mesa y, sin verlos, puso varios papeles debajo para sentarse con más comodidad.

K no respondió: sabía lo que vendría a continuación, pero, repentinamente relajado al dejar el fatigoso trabajo, se apoderó de él una agradable lasitud, por lo que se limitó a mirar por la ventana hacia la calle de enfrente, de la que desde su sitio sólo se podía ver una pequeña esquina, la pared desnuda de una casa entre dos escaparates de tiendas.

—¡Y te dedicas a mirar por la ventana! —exclamó el tío alzando los brazos. ¡Por amor al Cielo, Josef ¡Respóndeme! ¿Es verdad? ¿Puede ser verdad?

—Querido tío —dijo K, y salió de su ensimismamiento—, no sé qué quieres de mí.

—Josef —dijo el tío advirtiéndole—, siempre has dicho la verdad, por lo que sé. ¿Acaso tengo que tomar tus últimas palabras como un mal signo?

—Supongo lo que quieres —dijo K sumiso—. Probablemente has oído hablar de mi proceso.

Así es —respondió el tío, asintiendo con la cabeza lentamente—, he tenido noticia de tu proceso.

—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó K.

—Ema me lo ha escrito —dijo el tío—. No tiene ningún trato contigo, por desgracia no te preocupas mucho de ella, sin embargo se ha enterado. Hoy he recibido la carta y he venido de inmediato. Por ningún otro motivo, pues me parece motivo suficiente. Te puedo leer la parte de la carta que se refiere a ti.

Sacó la carta del bolsillo.

—Aquí está. Escribe: «Hace tiempo que no veo a Josef, hace una semana estuve en el banco, pero Josef estaba tan ocupado que no me dejaron verle. Estuve esperando casi una hora, pero tuve que irme a casa porque tenía la lección de piano. Me hubiera gustado hablar con él, es posible que se presente otra oportunidad. Para mi cumpleaños me envió una gran caja de bombones de chocolate, fue muy atento y cariñoso. Se me olvidó escribíroslo, pero ahora que me preguntáis, lo recuerdo. Los bombones no duran mucho en la pensión, apenas tiene uno conciencia de que le han regalado bombones, cuando ya se han acabado. En lo que concierne a Josef os quería decir algo más. Como os he mencionado, en el banco no me dejaron entrar a verle porque en ese momento estaba tratando algo importante con un hombre. Después de esperar tranquilamente durante un buen rato, pregunté a un empleado si la reunión duraría mucho más. Él contestó que podría ser, pues probablemente tenía que ver con el proceso que se había incoado contra el gerente. Pregunté qué proceso y si no se equivocaba y me respondió que no se equivocaba, que era un proceso y, además, grave, pero que no sabía más. A él mismo le gustaría ayudar al gerente, pues le consideraba un hombre bueno y justo, pero que no sabría cómo empezar, sólo deseaba que personas influyentes lo apoyaran. Era muy probable que esto ocurriera, y todo terminaría bien, pero por ahora, como se, desprendía del mal humor del señor gerente, las cosas no iban nada bien. Por supuesto, no di mucha importancia a esta información, intenté tranquilizar al sencillo empleado, le aconsejé que no hablase de ello con otros y lo tuve todo por rumores infundados. Sin embargo, tal vez fuera conveniente que tú, querido padre, le visitaras la próxima vez que vinieras, a ti te será fácil averiguar algo y, si realmente fuera necesario, podrías intervenir con algunos de tus influyentes amigos. Y si no resulta necesario, que será lo más probable, al menos le darás a tu hija la oportunidad de abrazarte, lo que le alegrará mucho».

—Una niña encantadora —dijo el tío al terminar de leer la carta y se secó algunas lágrimas que brotaban de sus ojos.

K asintió. A causa de todos los problemas que había tenido en los últimos tiempos, había olvidado por completo a Ema, incluso se había olvidado de su cumpleaños y la historia de los bombones había sido sólo una fábula para protegerle frente a sus tíos. Era algo enternecedor, Y ni siquiera se lo podría pagar con las entradas para el teatro que, a partir de ahora, pensaba enviarle con regularidad, pero no se sentía con berzas para visitarla en la pensión, ni tampoco para sostener una conversación con una niña de diecisiete años que aún acudía al instituto.

—Y ¿qué dices tú ahora? —preguntó el tío, que daba la impresión de haberlo olvidado todo debido a su excitación y parecía leer la carta de nuevo.

—Sí, tío —dijo K—, es verdad.