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100 Clásicos de la Literatura

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El camino hasta el despacho de Mr. Alleyne estaba colmado de aquel perfume penetrante y húmedo. Miss Delacour era una mujer de mediana edad con aspecto de judía. Venía a menudo a la oficina y se quedaba mucho rato cada vez que venía. Estaba sentada ahora junto al escritorio en su aire embalsamado, alisando con la mano el mango de su sombrilla y asintiendo con la enorme pluma negra de su sombrero. Mr. Alleyne había girado la silla para darle el frente, el pie derecho montado sobre la rodilla izquierda. El hombre dejó la correspondencia sobre el escritorio, inclinándose respetuosamente, pero ni Mr. Alleyne ni Miss Delacour prestaron atención a su saludo. Mr. Alleyne golpeó la correspondencia con un dedo y luego lo sacudió hacia él diciendo: «Está bien: puede usted marcharse».

El hombre regresó a la oficina de abajo y de nuevo se sentó en su escritorio. Miró, resuelto, a la frase incompleta: «En ningún caso deberá el susodicho Bernard Bodley buscar…» y pensó que era extraño que las tres últimas palabras empezaran con la misma letra. El oficinista jefe comenzó a apurar a Miss Parker, diciéndole que nunca tendría las cartas mecanografiadas a tiempo para el correo. El hombre atendió al taclequeteo de la máquina por unos minutos y luego se puso a trabajar para acabar la copia. Pero no tenía clara la cabeza y su imaginación se extravió en el resplandor y el bullicio del pub. Era una noche para ponche caliente. Siguió duchando con su copia, pero cuando dieron las cinco en el reloj todavía de quedaban catorce páginas por hacer. ¡Maldición! No acabaría a tiempo. Necesitaba blasfemar en voz alta, descargar el puño con violencia en alguna parte. Estaba tan furioso que escribió «Bernard Bernard» en vez de «Bernard Bodley» y tuvo que empezar una página limpia de nuevo.

Se sentía con fuerza suficiente para demoler la oficina él solo. El cuerpo le pedía hacer algo, salir a regodearse en la violencia. Las indignidades de la vida lo enfurecían… ¿Le pediría al cajero un adelanto a título personal? No, el cajero no serviría de nada, mierda: no le daría el adelanto… Sabía dónde encontrar a los amigos: Leonard y O'Halloran y Chisme Flynn. El barómetro de su naturaleza emotiva indicaba altas presiones violentas.

Estaba tan abstraído que tuvieron que llamarlo dos veces antes de responder. Mr. Alleyne y Miss Delacour estaban delante del mostrador y todos los empleados se habían vuelto, a la expectativa. El hombre se levantó de su escritorio. Mr. Alleyne comenzó a insultarlo, diciendo que faltaban dos cartas. El hombre respondió que no sabía nada de ellas, que él había hecho una copia fidedigna. Siguieron los insultos: tan agrios y violentos que el hombre apenas podía contener su puño para que no cayera sobre la cabeza del pigmeo que tenía delante.

—No sé nada de esas otras dos cartas —dijo, estúpidamente.

—«No-sé-nada». Claro que no sabe usted nada —dijo Mr. Alleyne—. Dígame —añadió, buscando con la vista la aprobación de la señora que tenía al lado—, ¿me toma usted por idiota o qué? ¿Cree usted que yo soy un completo idiota?

Los ojos del hombre iban de la cara de la mujer a la cabecita de huevo y viceversa; y, casi antes de que se diera cuenta de ello, su lengua tuvo un momento feliz:

—No creo, señor —le dijo—, que sea justo que me haga usted a mí esa pregunta.

Se hizo una pausa hasta en la misma respiración de los empleados. Todos estaban sorprendidos (el autor de la salida no menos que sus vecinos), y Miss Delacour, que era una mujer robusta y afable, empezó a reírse. Mr. Alleyne se puso rojo como una langosta y su boca se torció con la vehemencia de un enano. Sacudió el puño en la cara del hombre hasta que pareció vibrar como la palanca de alguna maquinaria eléctrica.

—¡So impertinente! ¡So rufián! ¡Le voy a dar una lección! ¡Va a saber lo que es bueno! ¡Se excusa usted por su impertinencia o queda despedido al instante! ¡O se larga usted, ¿me oye?, o me pide usted perdón!

Se quedó esperando en el portal frente a la oficina para ver si el cajero salía solo. Pasaron todos los empleados y, finalmente, salió el cajero con el oficinista jefe. Era inútil hablarle cuando estaba con el jefe. El hombre se sabía en una posición desventajosa. Se había visto obligado a dar una abyecta disculpa a Mr. Alleyne por su impertinencia, pero sabía la clase de avispero que sería para él la oficina en el futuro. Podía recordar cómo Mr. Alleyne le había hecho la vida imposible a Peakecito para colocar en su lugar a un sobrino. Se sentía feroz, sediento y vengativo: molesto con todos y consigo mismo. Mr. Alleyne no le daría un minuto de descanso; su vida sería un infierno. Había quedado en ridículo. ¿Por qué no se tragaba la lengua? Pero nunca congeniaron, él y Mr. Alleyne, desde el día en que Mr. Alleyne lo oyó burlándose de su acento de Irlanda del Norte para hacerles gracia a Higgins y a Miss Parker: ahí empezó todo. Podría haberle pedido prestado a Higgins, pero nunca tenía nada. Un hombre con dos casas que mantener, cómo iba, claro, a tener…

Sintió que su corpachón dolido le echaba de menos a la comodidad del pub. La niebla le calaba los huesos y se preguntó si podría darle un toque a Pat en O'Neill's. Pero no podría tumbarle más que un chelín —y de qué sirve un chelín—. Y, sin embargo, tenía que conseguir dinero como fuera: había gastado su último penique en la negra y dentro de un momento sería demasiado tarde para conseguir dinero en otro sitio. De pronto, mientras se palpaba la cadena del reloj, pensó en la casa de préstamos de Terry Kelly, en Fleet Street. ¡Trato hecho! ¿Cómo no se le ocurrió antes?

Con paso rápido atravesó el estrecho callejón de Temple Bar, diciendo por lo bajo que podían irse todos a la mierda, que él iba a pasarla bien esa noche. El dependiente de Terry Kelly dijo «¡Una corona!». Pero el acreedor insistió en seis chelines; y como suena le dieron seis chelines. Salió alegre de la casa de empeño, formando un cilindro con las monedas en su mano. En Westmoreland Street las aceras estaban llenas de hombres y mujeres jóvenes volviendo del trabajo y de chiquillos andrajosos corriendo de aquí para allá gritando los nombres de los diarios vespertinos. El hombre atravesó la multitud presenciando el espectáculo por lo general con satisfacción llena de orgullo, y echando miradas castigadoras a las oficinistas. Tenía la cabeza atiborrada de estruendo de tranvías, de timbres y de frote de troles, y su nariz ya olfateaba las coruscantes emanaciones del ponche. Mientras avanzaba repasaba los términos en que relataría el incidente a los amigos:

Así que lo miré a él en frío, tú sabes, y le clavé los ojos a ella. Luego lo miré a él de nuevo, con calma, tú sabes. «No creo que sea justo que usted me pregunte a mí eso», díjele.

Chisme Flynn estaba sentado en su rincón de siempre en Davy Byrne's y, cuando oyó el cuento, convidó a Farrington a una media, diciéndole que era la cosa más grande que oyó jamás. Farrington lo convidó a su vez. Al rato vinieron O'Halloran y Paddy Leonard. Hizo de nuevo el cuento.

O'Halloran pagó una ronda de maltas calientes y contó la historia de la contesta que dio al oficinista jefe cuando trabajaba en la Callan's de Fownes's Street; pero, como su respuesta tenía el estilo que tienen en las églogas los pastores liberales, tuvo que admitir que no era tan ingeniosa como la contestación de Farrington. En esto Farrington les dijo a los amigos que la pulieran, que él convidaba.

¡Y quién vino cuando hacía su catálogo de venenos sino Higgins! Claro que se arrimó al grupo. Los amigos le pidieron que hiciera su versión del cuento y él la hizo con mucha vivacidad, ya que la visión de cinco whiskys calientes es muy estimulante. El grupo rugió de risa cuando mostró cómo Mr. Alleyne sacudía el puño en la cara de Farrington. Luego, imitó a Farrington, diciendo: «Y allí estaba mi tierra, tan tranquila», mientras Farrington miraba a la compañía con ojos pesados y sucios, sonriendo y a veces chupándose las gotas de licor que se le escurrían por los bigotes.

Cuando terminó la ronda se hizo una pausa. O'Halloran tenía algo, pero ninguno de los otros dos parecía tener dinero; por lo que el grupo tuvo que dejar el establecimiento a pesar suyo. En la esquina de Duke Street, Higgins y Chisme Flynn doblaron a la izquierda, mientras que los otros tres dieron la vuelta rumbo a la ciudad. Lloviznaba sobre las calles frías y, cuando llegaron a las Oficinas de Lastre, Farrington sugirió la Scotch House. El bar estaba colmado de gente y del escándalo de bocas y de vasos. Los tres hombres se abrieron paso por entre los quejumbrosos cerilleros a la entrada y formaron su grupito en una esquina del mostrador. Empezaron a cambiar cuentos. Leonard les presentó a un tipo joven llamado Weathers, que era acróbata y artista itinerante del Tívoli. Farrington invitó a todo el mundo. Weathers dijo que tomaría una media de whisky del país y Apollinaris. Farrington, que tenía noción de las cosas, les preguntó a los amigos si iban a tomar también Apollinaris; pero los amigos le dijeron a Tim que hiciera el de ellos caliente. La conversación giró en tomo al teatro. O'Halloran pagó una ronda y luego Farrington pagó otra, con Weathers protestando de que la hospitalidad era demasiado irlandesa. Prometió que los llevaría tras bastidores para presentarles algunas artistas agradables. O'Halloran dijo que él y Leonard irían pero no Farrington, ya que era casado; y los pesados ojos sucios de Farrington miraron socarrones a sus amigos, en prueba de que sabía que era chacota. Weathers hizo que todos bebieran una tinturita por cuenta suya y prometió que los vería algo más tarde en Mulligan's de Poolbeg Street.

Cuando la Scotch House cerró se dieron una vuelta por Mulligan's. Fueron al salón de atrás y O'Halloran ordenó grogs para todos. Empezaban a sentirse entonados. Farrington acababa de convidar a otra ronda cuando regresó Weathers. Para gran alivio de Farrington esta vez pidió un vaso de negra. Los fondos escaseaban, pero les quedaba todavía para ir tirando. Al rato entraron dos mujeres jóvenes con grandes sombreros y un joven de traje a cuadros y se sentaron en una mesa vecina. Weathers los saludó y le dijo a su grupo que acababan de salir del Tívoli. Los ojos de Farrington se extraviaban a menudo en dirección a una de las mujeres. Había una nota escandalosa en su atuendo. Una inmensa bufanda de muselina azul pavorreal daba vueltas al sombrero para anudarse en un gran lazo por debajo de la barbilla; y llevaba guantes color amarillo chillón, que le llegaban al codo. Farrington miraba, admirado, el rollizo brazo que ella movía a menudo y con mucha gracia; y cuando, más tarde, ella le devolvió la mirada, admiró aún más sus grandes ojos pardos. Todavía más lo fascinó la expresión oblicua que tenían. Ella lo miró de reojo una o dos veces y cuando el grupo se marchaba, rozó su silla y dijo: «Oh, perdón», con acento de Londres. La vio salir del salón en espera de que ella mirara para atrás, pero se quedó esperando. Maldijo su escasez de dinero y todas las rondas que había tenido que pagar, particularmente los whiskys y las Apollinaris que tuvo que pagarle a Weathers. Si había algo que detestaba era un gorrista. Estaba tan bravo que perdió el rastro de la conversación de sus amigos.

 

Cuando Paddy Leonard le llamó la atención se enteró de que estaban hablando de pruebas de fortaleza física. Weathers exhibía sus músculos al grupo y se jactaba tanto que los otros dos llamaron a Farrington para que defendiera el honor patrio. Farrington accedió a subirse una manga y mostró sus bíceps a los circunstantes. Se examinaron y comprobaron ambos brazos y finalmente se acordó que lo que había que hacer era pulsar. Limpiaron la mesa y los dos hombres apoyaron sus codos en ella, enlazando las manos. Cuando Paddy Leonard dijo: «¡Ahora!», cada cual trató de derribar el brazo del otro. Farrington se veía muy serio y decidido.

Empezó la prueba. Después de unos treinta segundos, Weathers bajó el brazo de su contrario poco a poco hasta tocar la mesa. La cara color de vino tinto de Farrington se puso más tinta de humillación y de rabia al haber sido derrotado por aquel mocoso.

—No se debe echar nunca el peso del cuerpo sobre el brazo —dijo—. Hay que jugar limpio.

—¿Quién no jugó limpio? —dijo el otro.

—Vamos, de nuevo. Dos de tres.

La prueba comenzó de nuevo. Las venas de la frente se le botaron a Farrington y la palidez de la piel de Weathers se volvió tez de peonía. Sus manos y brazos temblaban por el esfuerzo. Después de un largo pulseo Weathers volvió a bajar la mano de su rival, lentamente, hasta tocar la mesa. Hubo un murmullo de aplauso de parte de los espectadores. El dependiente, que estaba de pie detrás de la mesa, movió en asentimiento su roja cabeza hacia el vencedor y dijo con confianza zoqueta:

—¡Vaya! ¡Más vale maña!

—¿Y qué carajo sabes tú de esto? —dijo Farrington furioso, cogiéndola con el hombre—. ¿Qué tienes tú que meter tu jeta en esto?

—¡Sió! ¡Sió! —dijo O'Halloran, observando la violenta expresión de Farrington—. A ponerse con lo suyo, caballeros. Un sorbito y nos vamos.

Un hombre con cara de pocos amigos esperaba en la esquina del puente de O'Connell el tranvía que lo llevaba a su casa. Estaba lleno de rabia contenida y de resentimiento. Se sentía humillado y con ganas de desquitarse; no estaba siquiera borracho; y no tenía más que dos peniques en el bolsillo. Maldijo a todos y a todo. Estaba liquidado en la oficina, había empeñado el reloj y gastado todo el dinero; y ni siquiera se había emborrachado. Empezó a sentir sed de nuevo y deseó regresar al caldeado pub. Había perdido su reputación de fuerte, derrotado dos veces por un mozalbete. Se le llenó el corazón de rabia, y cuando pensó en la mujer del sombrerón que se rozó con él y le pidió «¡Perdón!», su furia casi lo ahogó.

El tranvía lo dejó en Shelbourne Road y enderezó su corpachón por la sombra del muro de las barracas. Odiaba regresar a casa. Cuando entró por el fondo se encontró con la cocina vacía y el fogón de la cocina casi apagado. Gritó por el hueco de la escalera:

—¡Ada! ¡Ada!

Su esposa era una mujercita de cara afilada que maltrataba a su esposo si estaba sobrio y era maltratada por éste si estaba borracho. Tenían cinco hijos. Un niño bajó corriendo las escaleras.

—¿Quién es ése? —dijo el hombre, tratando de ver en la oscuridad.

—Yo, papá.

—¿Quién es yo? ¿Charlie?

—No, papá, Tom.

—¿Dónde se metió tu madre?

—Fue a la iglesia.

—Vaya… ¿Me dejó comida?

—Sí, papá, yo…

—Enciende la luz. ¿Qué es esto de dejar la casa a oscuras? ¿Ya están los otros niños en la cama?

El hombre se sentó pesadamente a la mesa mientras el niño encendía la lámpara. Empezó a imitar la voz blanca de su hijo, diciéndose a media: «A la iglesia. ¡A la iglesia, por favor!» Cuando se encendió la lámpara, dio un puñetazo en la mesa y gritó:

—¿Y mi comida?

—Yo te la voy… a hacer, papá —dijo el niño.

El hombre saltó furioso, apuntando para el fogón.

—¿En esa candela? ¡Dejaste apagar la candela! ¡Te voy a enseñar por lo más sagrado a no hacerlo de nuevo!

Dio un paso hacia la puerta y sacó un bastón de detrás de ella.

—¡Te voy a enseñar a dejar que se apague la candela! —dijo, subiéndose las mangas para dejar libre el brazo.

El niño gritó: «Ay, papá» y le dio vueltas a la mesa, corriendo y gimoteando. Pero el hombre le cayó detrás y lo agarró por la ropa. El niño miró a todas partes desesperado pero, al ver que no había escape, se hincó de rodillas.

—¡Vamos a ver si vas a dejar apagar la candela otra vez! —dijo el hombre, golpeándolo salvajemente con el bastón—. ¡Vaya, coge, maldito!

El niño soltó un alarido de dolor al sajarle el palo un muslo. Juntó las manos en el aire y su voz tembló de terror.

—¡Ay, papá! —gritaba—. ¡No me pegues, papaíto! Que voy a rezar un padrenuestro por ti… Voy a rezar un avemaría por ti, papacito, si no me pegas… Voy a rezar un padrenuestro…

Polvo y ceniza

La supervisora le dio permiso para salir en cuanto acabara el té de las muchachas y María esperaba, expectante. La cocina relucía: la cocinera dijo que se podía uno ver la cara en los peroles de cobre. El fuego del hogar calentaba que era un contento y en una de las mesitas había cuatro grandes broas. Las broas parecían enteras; pero al acercarse uno, se podía ver que habían sido cortadas en largas porciones iguales, listas para repartir con el té. María las cortó.

María era una persona minúscula, de veras muy minúscula, pero tenía una nariz y una barbilla muy largas. Hablaba con un dejo nasal, de acentos suaves: «Sí, mi niña», y «No, mi niña». La mandaban a buscar siempre que las muchachas se peleaban por los lavaderos y ella siempre conseguía apaciguarlas. Un día la supervisora le dijo:

—¡María, es usted una verdadera pacificadora!

Y hasta la auxiliar y dos damas del comité se enteraron del elogio. Y Ginger Mooney dijo que de no estar presente María habría acabado a golpes con la muda encargada de las planchas. Todo el mundo quería tanto a María.

Las muchachas tomaban el té a las seis y así ella podría salir antes de las siete. De Ballsbridge a la Columna, veinte minutos; de la Columna a Drumcondra, otros veinte; y veinte minutos más para hacer las compras. Llegaría allá antes de las ocho. Sacó el bolso de cierre de plata y leyó otra vez el letrero: «Un Regalo de Belfast». Le gustaba mucho ese bolso porque Joe se lo trajo hace cinco años, cuando él y Alphy se fueron a Belfast por Pentecostés. En el bolso tenía dos mediacoronas y unos cobres. Le quedarían cinco chelines justos después de pagar el pasaje en tranvía. ¡Qué velada más agradable iban a pasar, con los niños cantando! Lo único que deseaba era que Joe no regresara borracho. Cambiaba tanto cuando tomaba.

A menudo él le pedía a ella que fuera a vivir con ellos; pero se habría sentido de más allá (aunque la esposa de Joe era siempre muy simpática) y se había acostumbrado a la vida en la lavandería. Joe era un buen hombre. Ella lo había criado a él y a Alphy; y Joe solía decir a menudo:

—Mamá es mamá, pero María es mi verdadera madre.

Después de la separación, los muchachos le consiguieron ese puesto en la lavandería «Dublín Iluminado» y a ella le gustó. Tenía una mala opinión de los protestantes, pero ahora pensaba que eran gente muy amable, un poco serios y callados, pero con todo muy buenos para convivir. Ella tenía sus plantas en el invernadero y le gustaba cuidarlas. Tenía unos lindos helechos y begonias y cuando alguien venía a hacerle la visita le daba al visitante una o dos posturas del invernadero. Una cosa no le gustaba: los avisos en la pared; pero la Supervisora era fácil de lidiar con ella, agradable, gentil.

Cuando la cocinera le dijo que ya estaba, ella entró a la habitación de las mujeres y empezó a tocar la campana. En unos minutos las mujeres empezaron a venir de dos en dos, secándose las manos humeantes en las polleras y estirando las mangas de sus blusas por sobre los brazos rojos por el vapor. Se sentaron delante de los grandes jarros que la cocinera y la mudita llenaban de té caliente, mezclado previamente con leche y azúcar en enormes latones. María supervisaba la distribución de las broas y cuidaba de que cada mujer tocara cuatro porciones. Hubo bromas y risas durante la comida. Lizzie Fleming dijo que estaba segura de que a María le iba a tocar la broa premiada, con anillo y todo, y, aunque ella decía lo mismo cada víspera de Todos los Santos, María tuvo que reírse y decir que ella no deseaba ni anillo ni novio; y cuando se rio sus ojos verdegris chispearon de timidez chasqueada y la punta de la nariz casi topó con la barbilla. Entonces, Ginger Mooney levantó su jarro de té y brindó por la salud de María, y, cuando las otras mujeres golpearon la mesa con sus jarros, dijo que lamentaba no tener una pinta de cerveza negra que beber. Y María se rio de nuevo hasta que la punta de la nariz casi le tocó la barbilla y casi desternilló su cuerpo menudo con su risa, porque ella sabía que Ginger Mooney tenía buenas intenciones, a pesar de que, claro, era una mujer de modales ordinarios.

Pero María no se sintió realmente contenta hasta que las mujeres terminaron el té y la cocinera y la mudita empezaron a llevarse las cosas. Entró al cuartico en que dormía y, al recordar que por la mañana temprano habría misa, movió las manecillas del despertador de las siete a las seis. Luego, se quitó la falda de trabajo y las botas caseras y puso su mejor falda sobre el edredón y sus boticas de vestir a los pies de la cama. Se cambió también de blusa y al pararse delante del espejo recordó cuando de niña se vestía para misa de domingo; y miró con raro afecto el cuerpo diminuto que había adornado tanto otrora. Halló que, para sus años, era un cuerpecito bien hechecito.

Cuando salió las calles brillaban húmedas de lluvia y se alegró de haber traído su gabardina parda. El tranvía iba lleno y tuvo que sentarse en la banqueta al fondo del carro, mirando para los pasajeros, los pies tocando el piso apenas. Dispuso mentalmente todo lo que iba a hacer y pensó que era mucho mejor ser independiente y tener en el bolsillo dinero propio. Esperaba pasar un buen rato. Estaba segura de que así sería, pero no podía evitar pensar que era una lástima que Joe y Alphy no se hablaran. Ahora estaban siempre de pique, pero de niños eran los mejores amigos: así es la vida.

Se bajó del tranvía en la Columna y se abrió paso rápida por entre la gente. Entró en la pastelería de Downes's, pero había tanta gente que se demoraron mucho en atenderla. Compró una docena de queques de a penique surtidos y finalmente salió de la tienda cargada con un gran cartucho. Pensó entonces qué más tenía que comprar: quería comprar algo agradable. De seguro que tendrían manzanas y nueces de sobra. Era difícil saber qué comprar y no pudo pensar más que en un pastel. Se decidió por un pastel de pasas, pero los de Downes's no tenían muy buena cubierta nevada de almendras, así que se llegó a una tienda de Henry Street. Se demoró mucho aquí escogiendo lo que le parecía mejor, y la dependienta a la última moda detrás del mostrador, que era evidente que estaba molesta con ella, le preguntó si lo que quería era comprar un cake de bodas. Lo que hizo sonrojarse a María y sonreírle a la joven; pero la muchacha puso cara seria y finalmente le cortó un buen pedazo de pastel de pasas, se lo envolvió y dijo:

 

—Dos con cuatro, por favor.

Pensó que tendría que ir de pie en el tranvía de Drumcondra porque ninguno de los viajeros jóvenes se daba por enterado, pero un señor ya mayor le hizo un lugarcito. Era un señor corpulento que usaba un bombín pardo; tenía la cara cuadrada y roja y el bigote cano. María se dijo que parecía un coronel y pensó que era mucho más gentil que esos jóvenes que sólo miraban de frente. El señor empezó a conversar con ella sobre la Víspera y sobre el tiempo, de lluvia. Adivinó que el cartucho estaba lleno de buenas cosas para los pequeños y dijo que nada había más justo que la gente menuda la pasara bien mientras fueran jóvenes. María estaba de acuerdo con él y lo demostraba con su asentimiento respetuoso y sus ejemes. Fue muy gentil con ella y cuando ella se bajó en el puente del Canal le dio ella las gracias con una inclinación y él se inclinó también y levantó el sombrero y sonrió con agrado; y cuando subía la explanada, su cabecita gacha por la lluvia, se dijo que era fácil reconocer a un caballero aunque estuviera tomado.

Todo el mundo dijo: «¡Ah, aquí está María!» cuando llegó a la casa de Joe. Joe ya estaba allí de regreso del trabajo y los niños tenían todos sus vestidos domingueros. Había dos niñas de la casa de al lado y todos jugaban. María le dio el cartucho de queques al mayorcito, Alphy, para que lo repartiera y Mrs. Donnelly dijo qué buena era trayendo un cartucho de queques tan grande, y obligó a los niños a decirle:

—Gracias, María.

Pero María dijo que había traído algo muy especial para papá y mamá, algo que estaba segura les iba a gustar y empezó a buscar el pastel de pasas. Lo buscó en el cartucho de Downes's y luego en los bolsillos de su impermeable y después por el pasillo, pero no pudo encontrarlo. Entonces les preguntó a los niños si alguno de ellos se lo había comido —por error, claro—, pero los niños dijeron que no todos y pusieron cara de no gustarles los queques si los acusaban de haber robado algo. Cada cual tenía una solución al misterio y Mrs. Donnelly dijo que era claro que María lo dejó en el tranvía. María, al recordar lo confusa que la puso el señor del bigote canoso, se ruborizó de vergüenza y de pena y de chasco. Nada más que pensar en el fracaso de su sorpresita y de los dos chelines con cuatro tirados por gusto, casi llora allí mismo.

Pero Joe dijo que no tenía importancia y la hizo sentarse junto al fuego. Era muy amable con ella. Le contó todo lo que pasaba en la oficina, repitiéndole el cuento de la respuesta aguda que le dio al gerente. María no entendía por qué Joe se reía tanto con la respuesta que le dio al gerente, pero dijo que ese gerente debía de ser una persona difícil de aguantar. Joe dijo que no era tan malo cuando se sabía manejarlo, que era un tipo decente mientras no le llevaran la contraria. Mrs. Donnelly tocó el piano para que los niños bailaran y cantaran. Luego, las vecinitas repartieron las nueces. Nadie encontraba el cascanueces y Joe estaba a punto de perder la paciencia y les dijo que si ellos esperaban que María abriera las nueces sin cascanueces. Pero María dijo que no le gustaban las nueces y que no tenían por qué molestarse. Luego, Joe le dijo que por qué no se tomaba una botella de stout y Mrs. Donnelly dijo que tenían en casa oporto también si lo prefería. María dijo que mejor no insistieran: pero Joe insistió.

Así que María lo dejó salirse con la suya y se sentaron junto al fuego hablando del tiempo de antaño y María creyó que debía decir algo en favor de Alphy. Pero Joe gritó que Dios lo fulminara si le hablaba otra vez a su hermano ni media palabra y María dijo que lamentaba haber mencionado el asunto. Mrs. Donnelly le dijo a su esposo que era una vergüenza que hablara así de los de su misma sangre, pero Joe dijo que Alphy no era hermano suyo y casi hubo una pelea entre marido y mujer a causa del asunto. Pero Joe dijo que no iba a perder la paciencia porque era la noche que era y le pidió a su esposa que le abriera unas botellas. Las vecinitas habían preparado juegos de Vísperas de Todos los Santos y pronto reinó la alegría de nuevo. María estaba encantada de ver a los niños tan contentos y a Joe y a su esposa de tan buen carácter. Las niñas de al lado colocaron unos platillos en la mesa y llevaron a los niños, vendados, hasta ella. Uno cogió el misal y el otro el agua; y cuando una de las niñas de al lado cogió el anillo Mrs. Donnelly levantó un dedo hacia la niña abochornada como diciéndole: «¡Oh, yo sé bien lo que es eso!». Insistieron todos en vendarle los ojos a María y llevarla a la mesa para ver qué cogía; y, mientras la vendaban, María se reía hasta que la punta de la nariz le tocaba la barbilla.

La llevaron a la mesa entre risas y chistes y ella extendió una mano mientras le decían qué tenía que hacer. Movió la mano de aquí para allá en el aire hasta que la bajó sobre un platillo. Tocó una sustancia húmeda y suave con los dedos y se sorprendió de que nadie habló ni le quitó la venda. Hubo una pausa momentánea; y luego muchos susurros y mucho ajetreo. Alguien mencionó el jardín y, finalmente, Mrs. Donnelly le dijo algo muy pesado a una de las vecinas y le dijo que botara todo eso enseguida: así no se jugaba. María comprendió que esa vez salió mal y que había que empezar el juego de nuevo: y esta vez le tocó el misal.

Después de eso Mrs. Donnelly les tocó a los niños una danza escocesa y Joe y María bebieron un vaso de vino. Pronto reinó la alegría de nuevo y Mrs. Donnelly dijo que María entraría en un convento antes de que terminara el año por haber sacado el misal en el juego. María nunca había visto a Joe ser tan gentil con ella como esa noche, tan llena de conversaciones agradables y de reminiscencias. Dijo que todos habían sido muy buenos con ella.

Finalmente, los niños estaban cansados, soñolientos, y Joe le pidió a María si no quería cantarle una cancioncita antes de irse, una de sus viejas canciones. Mrs. Donnelly dijo «¡Por favor, sí, María!», de manera que María tuvo que levantarse y pararse junto al piano. Mrs. Donnelly mandó a los niños que se callaran y oyeran la canción que María iba a cantar. Luego, tocó el preludio, diciendo ¡Ahora, María!, y María, sonrojándose mucho, empezó a cantar con su vocecita temblona. Cantó Soñé que habitaba y, en la segunda estrofa, entonó:

Soñé que habitaba salones de mármol

con vasallos mil y siervos por gusto,

y de todos los allí congregados,

era yo la esperanza, el orgullo.

Mis riquezas eran incontables, mi nombre

ancestral y digno de sentirme vana,

pero también soñé, y mi alegría fue enorme

que tú todavía me decías: «¡Mi amada!»

Pero nadie intentó señalarle que cometió un error; y cuando terminó la canción, Joe estaba muy conmovido. Dijo que no había tiempos como los de antaño y ninguna música como la del pobre Balfe el Viejo, no importaba lo que otros pensaran; y sus ojos se le llenaron de lágrimas tanto que no pudo encontrar lo que estaba buscando y al final tuvo que pedirle a su esposa que le dijera dónde estaba metido el sacacorchos.

Un triste caso

Mr. James Duffy residía en Chapelizod porque quería vivir lo más lejos posible de la capital de que era ciudadano y porque encontraba todos los otros suburbios de Dublín mezquinos, modernos y pretenciosos. Vivía en una casa vieja y sombría y desde su ventana podía ver la destilería abandonada y, más arriba, el río poco profundo en que se fundó Dublín. Las altivas paredes de su habitación sin alfombras se veían libres de cuadros. Había comprado él mismo las piezas del mobiliario: una cama de hierro negro, un lavamanos de hierro, cuatro sillas de junco, un perchero-ropero, una arqueta, carbonera, un guardafuegos con sus atizadores y una mesa cuadrada sobre la que había un escritorio doble. En un nicho había hecho un librero con anaqueles de pino blanco. La cama estaba tendida con sábanas blancas y cubierta a los pies por una colcha escarlata y negra. Un espejito de mano colgaba sobre el lavamanos y durante el día una lámpara de pantalla blanca era el único adorno de la chimenea. Los libros en los anaqueles blancos estaban arreglados por su peso, de abajo arriba. En el anaquel más bajo estaban las obras completas de Wordsworth y en un extremo del estante de arriba había un ejemplar del Catecismo de Maynooth cosido a la tapa de una libreta escolar. Sobre el escritorio tenía siempre material para escribir. En el escritorio reposaba el manuscrito de una traducción de Michael Kramer de Hauptmann, con las acotaciones escénicas en tinta púrpura y una resma de papel cogida por un alfiler de cobre. Escribía una frase en estas hojas de cuando en cuando y, en un momento irónico, pegó el recorte de un anuncio de «Píldoras de Bilis» en la primera hoja. Al levantar la tapa del escritorio se escapaba de él una fragancia tenue —el olor a lápices de cedro nuevos o de un pomo de goma o de una manzana muy madura que dejara allí olvidada.