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100 Clásicos de la Literatura

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—Quiero hablar con usted —repitió Goodwood—, porque tengo algo importante que decirle. No quiero molestarla… como hice el otro día en Roma. Aquello solo sirvió para afligirla, pero no lo pude evitar aunque sabía que estaba obrando mal. Pero ahora no estoy obrando mal. Por favor, no piense eso —prosiguió mientras su fría y profunda voz adquiría por un instante un tono de súplica—. Hoy es diferente, porque he venido por un motivo concreto. No sirvió de nada que le hablara en aquella ocasión, pero ahora puedo ayudarla.

Isabel no podría haber dicho si era porque se sentía asustada, o porque oír esa voz en la oscuridad le resultaba de verdad una gran ayuda, pero lo cierto es que le escuchó como nunca antes lo había hecho, y las palabras de él calaron muy hondo en lo más profundo de su alma. Produjeron una especie de quietud en todo su ser, tanto que tuvo que hacer un esfuerzo para poder contestarle.

—¿Cómo me puede ayudar? —le preguntó en voz baja, como si se hubiera tomado lo que le había dicho tan en serio que necesitara hacerlo en tono confidencial.

—Convenciéndola para que confíe en mí. Ahora ya lo sé… lo sé todo. ¿Recuerda lo que le pregunté en Roma? Entonces estaba casi a oscuras, pero ahora lo sé todo de muy buena tinta, y lo veo todo con mucha claridad. Fue una gran idea que me hiciera venir a Inglaterra con su primo. Era un buen hombre, de los mejores, y me contó cuál era la situación. Adivinó mis sentimientos y me lo explicó todo. Como miembro de su familia que era, la dejó a usted, mientras estuviera aquí en Inglaterra, a mi cuidado —dijo Goodwood como si estuviera incidiendo en un punto crucial—. ¿Sabe lo que me dijo la última vez que lo vi, mientras yacía en su lecho de muerte? Me dijo: «Haga todo lo que pueda por ella; haga todo lo que le permita hacer por ella».

Isabel se levantó de repente.

—¡No tenían ningún derecho a hablar de mí!

—¿Y por qué no… por qué no, si estábamos hablando en estos términos? —le preguntó él, levantándose también rápidamente—. Y, además, él se estaba muriendo, y cuando alguien se está muriendo todo es diferente. —Isabel reprimió el ademán que había hecho de marcharse, porque lo estaba escuchando con más intensidad que nunca. Era cierto que él no era el mismo que el de la última vez. Aquello solo había sido un inútil arrebato de pasión sin sentido, mientras que ahora sí que tenía una idea fija, que Isabel podía sentir en todo su ser—. ¡Pero da igual! —exclamó Goodwood acosándola aún con mayor insistencia, aunque esa vez sin tocarle ni un hilo de la ropa—. Aunque Touchett no hubiese abierto la boca, yo lo habría sabido de todos modos. Bastaba con mirarla durante el funeral de su primo para darse cuenta de lo que le pasa. Ya no me puede engañar más, así que le ruego por Dios que sea sincera con un hombre que lo es tanto con usted. Es usted la más desdichada de las mujeres, y su marido el peor de los demonios.

Isabel se giró hacia él como si la hubiera golpeado.

—¿Es que se ha vuelto loco? —exclamó.

—Nunca he estado tan cuerdo, ahora lo veo todo con claridad. No se sienta en la obligación de defenderlo. No voy a decir nada más en su contra; solo voy a hablar de usted —añadió Goodwood rápidamente—. ¿Cómo puede fingir que no está desconsolada? No sabe qué hacer, ni adónde acudir. Ya es tarde para interpretar ningún papel; ¿acaso no dejó todo eso atrás en Roma? Touchett sabía, y yo también lo sé, lo que le supondría venir aquí. ¿Acaso no le costará la propia vida? Dígame que es así —dijo casi estallando de ira—, ¡diga por una vez la verdad! Sabiendo yo semejante horror, ¿cómo no voy a querer salvarla? ¿Qué pensaría usted de mí si me quedara sin hacer nada y dejase que volviera a Roma para recibir su merecido? «¡El precio que tendrá que pagar será terrible!». Eso es lo que me dijo Touchett. No le importa que se lo diga, ¿no? A fin de cuentas, ¡era un pariente muy cercano! —dijo, volviendo a insistir en ese punto extraño y macabro—. Antes dejaría que me mataran a consentir que otro hombre me dijera tales cosas, pero él era diferente, y se notaba que tenía razón. Fue una vez que ya estuvo aquí en casa y se dio cuenta de que se estaba muriendo, algo que yo también podía ver. Ahora lo entiendo todo, y sé que a usted le da miedo volver. Está completamente sola y no sabe adónde acudir. No puede ir a ningún sitio, y lo sabe muy bien. Por lo tanto, le ruego que me tenga en cuenta a mí.

—¿Que le tenga en cuenta a usted? —dijo Isabel, de pie ante él en la penumbra.

La idea que le había parecido vislumbrar unos momentos antes se alzaba imponente sobre ella. Echó un poco la cabeza hacia atrás y la contempló como si fuera un cometa que surcase el cielo.

—No sabe adónde acudir, así que acuda directamente a mí. Quiero convencerla de que confíe en mí —repitió Goodwood. Entonces se detuvo y la miró con ojos brillantes—. ¿Por qué debería volver? ¿Por qué querría pasar por esa situación espantosa?

—¡Para huir de usted! —contestó Isabel.

Pero eso solo expresaba parte de lo que sentía. El resto era que nunca antes la habían amado de veras. Ella creía que sí, pero aquello era diferente: aquello era como el ardiente viento del desierto, cuya llegada aniquila a los demás como si fueran leves brisas de jardín. La envolvió por completo y la elevó por el aire, al tiempo que su sabor, como algo fuerte, acre y extraño, la obligaba a entreabrir sus apretados dientes.

Al principio Isabel pensó que, en respuesta a sus palabras, él estallaría con una violencia mayor. Sin embargo, al cabo de un instante Goodwood se mostró totalmente tranquilo. Quería demostrarle que estaba muy cuerdo, y que lo tenía todo razonado.

—Eso es lo que quiero evitar, y creo que puedo hacerlo si me escucha de una vez por todas. Es inconcebible que piense usted en volver a hundirse en esa miseria, en volver a respirar ese aire envenenado. Es usted la que no está en su sano juicio. Confíe en mí como si estuviera a mi cargo. ¿Por qué no habríamos de ser felices… cuando tenemos toda una vida por delante, cuando sería todo tan fácil? Soy suyo para siempre… por siempre jamás. Aquí estoy, firme como una roca. No tiene nada de lo que preocuparse. No tiene hijos, que podrían haber sido un obstáculo. Tal y como están las cosas, no tiene nada que considerar. Debe salvar lo que pueda de su vida, en vez de perderla toda tan solo porque haya perdido una parte. Sería un insulto para usted suponer que le preocupan las apariencias, lo que dirá la gente, la idiotez sin fin del mundo. No tenemos nada que ver con todo eso; estamos al margen y vemos las cosas tal y como son. Usted dio el gran paso al venir aquí, y el siguiente ya no es nada, es el paso más natural. Juro, como que estoy ahora aquí, que una mujer a la que se ha hecho sufrir tanto y tan deliberadamente tiene derecho a hacer lo que quiera con su vida… ¡incluso a lanzarse a vagar por las calles si eso le sirve de ayuda! Sé lo mucho que sufre, y por eso estoy aquí. Podemos hacer todo lo que queramos, porque no le debemos nada a nadie. ¿Qué hay que nos retenga, qué hay que tenga el menor derecho a interferir en un asunto como este? Es algo entre nosotros, y basta con que lo digamos para que así sea. ¿Acaso nacimos para pudrirnos en la miseria… para tener siempre miedo? ¡Nunca la he visto tener miedo! Si confía en mí, le aseguro que no la decepcionaré. Tenemos todo el mundo para nosotros… y el mundo es muy grande. Yo lo sé muy bien.

Isabel emitió un largo murmullo, como el de una criatura dolorida, como si él la estuviera hostigando con algo que le hiciese daño.

—El mundo es muy pequeño —dijo al azar, con el inmenso deseo de parecer que oponía resistencia.

Lo hizo para oírse decir algo, pero en realidad no era lo que pretendía. El mundo nunca le había parecido tan grande como en esos momentos. Parecía abrirse y envolverla, hasta adoptar la forma de un poderoso mar, en cuyas aguas insondables parecía flotar a la deriva. Quería ayuda y ahí la tenía, llegando como un impetuoso torrente. Ignoro si llegó a creer todo lo que él le dijo, pero justo en esos momentos Isabel pensaba que, después de la muerte, dejar que él la cogiera firmemente entre sus brazos sería lo mejor que podría pasarle. Durante unos instantes dicha creencia le produjo una especie de rapto en el que sintió que se hundía cada vez más, y hasta le pareció agitar los pies para intentar sostenerse, para encontrar algo sobre lo que apoyarse.

—¡Sea mía como suyo soy yo! —oyó decir a su acompañante, quien de pronto prescindía de toda argumentación, y cuya voz parecía llegar, dura y terrible, a través de una confusión de sonidos más imprecisos.

Sin embargo, eso no dejaba de ser un hecho subjetivo, como diría un metafísico. La confusión, el ruido del agua y todo lo demás solo estaban en su cabeza flotando a la deriva. Isabel se percató al momento de ello.

—Le ruego que me haga el mayor de los favores —dijo con voz jadeante—. ¡Le suplico que se marche!

—¡No me diga eso! ¡No me mate! —exclamó Goodwood.

Isabel juntó las manos mientras las lágrimas brotaban de sus ojos.

—Si me ama, si me compadece, ¡déjeme en paz!

Él la miró durante un momento a través de la penumbra, y al siguiente Isabel sintió sus brazos alrededor de ella y sus labios contra los suyos. El beso fue como un relámpago cegador, un destello que se expandió más y más para después permanecer; y lo más extraordinario fue que, mientras lo recibía, sintió que todos aquellos aspectos de la fuerte hombría de Caspar Goodwood que menos le gustaban, cada rasgo agresivo de su rostro, de su figura, de su presencia, quedaban justificados por su profunda e intensa identidad y se fundían con aquel acto de posesión. Era lo que había oído decir que les pasaba a los que naufragaban y se hundían bajo el agua: que veían desfilar toda una serie de imágenes antes de ahogarse. Pero, cuando volvió la oscuridad, Isabel se sintió libre. No miró en ningún momento atrás, y salió huyendo de aquel lugar. Había luz en las ventanas de la casa, que alumbraba a lo lejos el jardín. En un tiempo extraordinariamente breve, dada la considerable distancia, Isabel avanzó a través de la oscuridad (ya que no veía nada) y llegó a la puerta. Solo entonces se detuvo. Miró a su alrededor, intentó escuchar algo, y puso la mano en el pasador. Antes no sabía adónde acudir, pero ahora ya lo sabía. Había una senda muy recta ante ella.

 

Dos días después Caspar Goodwood llamó a la puerta de la casa de Wimpole Street en la que Henrietta Stackpole ocupaba un piso amueblado. Apenas había retirado la mano de la aldaba cuando la puerta se abrió y apareció la señorita Stackpole en persona. Llevaba puestos el sombrero y la chaqueta, ya que estaba a punto de salir.

—Oh, buenos días —dijo él—. Tenía la esperanza de encontrar aquí a la señora Osmond.

Henrietta lo hizo esperar un momento antes de contestar, pero la señorita Stackpole siempre resultaba muy expresiva incluso cuando estaba callada.

—¿Y qué le ha hecho pensar que podría estar aquí?

—He ido a Gardencourt esta mañana y el sirviente me ha dicho que estaba en Londres, y que creía que había venido a verla.

De nuevo la señorita Stackpole lo mantuvo en vilo, aunque con toda la buena intención.

—Vino ayer y pasó la noche aquí. Pero esta mañana ha partido hacia Roma.

Caspar Goodwood no la miraba. Tenía la vista fija en el escalón de la puerta.

—¿Que se ha marchado…? —consiguió balbucear.

Y sin terminar la frase ni levantar la mirada, se apartó rígidamente de la puerta, apenas capaz de moverse. Henrietta salió, cerró la puerta tras ella y se cogió de su brazo.

—Mire, señor Goodwood —dijo—, ¡solo tiene que esperar!

Al oír esto, levantó la cabeza y la miró… pero solo para descubrir en el rostro de ella, con gran disgusto, que lo único que había querido decirle era que todavía era joven. Ella sonreía radiante al ofrecer aquel consejo barato a Caspar Goodwood, quien en el acto pareció envejecer treinta años. No obstante, Henrietta empezó a caminar a su lado como si acabara de transmitirle el secreto de la paciencia.

Dublineses

Por

James Joyce

Las hermanas

No había esperanza esta vez: era la tercera embolia. Noche tras noche pasaba yo por la casa (eran las vacaciones) y estudiaba el alumbrado cuadro de la ventana: y noche tras noche lo veía iluminado del mismo modo débil y parejo. Si hubiera muerto, pensaba yo, vería el reflejo de las velas en las oscuras persianas, ya que sabía que se deben colocar dos cirios a la cabecera del muerto. A menudo él me decía: «No me queda mucho en este mundo», y yo pensaba que hablaba por hablar. Ahora supe que decía la verdad. Cada noche al levantar la vista y contemplar la ventana me repetía a mí mismo en voz baja la palabra «parálisis». Siempre me sonaba extraña en los oídos, como la palabra gnomón en Euclides y la simonía del «catecismo». Pero ahora me sonó a cosa mala y llena de pecado. Me dio miedo y, sin embargo, ansiaba observar de cerca su trabajo maligno.

El viejo Cotter estaba sentado junto al fuego, fumando, cuando bajé a cenar. Mientras mi tía me servía mi potaje, dijo él, como volviendo a una frase dicha antes:

—No, yo no diría que era exactamente… pero había en él algo raro… misterioso. Le voy a dar mi opinión.

Empezó a tirar de su pipa, sin duda ordenando sus opiniones en la cabeza. ¡Viejo estúpido y molesto! Cuando lo conocimos era más interesante, que hablaba de desmayos y gusanos; pero pronto me cansé de sus interminables cuentos sobre la destilería.

—Yo tengo mi teoría —dijo—. Creo que era uno de esos… casos… raros… Pero es difícil decir…

Sin exponer su teoría comenzó a chupar su pipa de nuevo. Mi tío vio cómo yo le clavaba la vista y me dijo:

—Bueno, creo que te apenará saber que se te fue el amigo.

—¿Quién? —dije.

—El padre Flynn.

—¿Se murió?

—Acá Mr. Cotter, nos lo acaba de decir. Pasaba por allí. Sabía que me observaban, así que continué comiendo como si nada. Mi tío le daba explicaciones al viejo Cotter.

—Acá el jovencito y él eran grandes amigos. El viejo le enseñó cantidad de cosas, para que vea; y dicen que tenía puestas muchas esperanzas en este.

—Que Dios se apiade de su alma— dijo mi tía, piadosa.

El viejo Cotter me miró durante un rato. Sentí que sus ojos de azabache me examinaban, pero no le di el gusto de levantar la vista del plato. Volvió a su pipa y, finalmente, escupió, maleducado, dentro de la parrilla.

—No me gustaría nada que un hijo mío —dijo— tuviera mucho que ver con un hombre así.

—¿Qué es lo que usted quiere decir con eso, Mr. Cotter? —preguntó mi tía.

—Lo que quiero decir —dijo el viejo Cotter— es que todo eso es muy malo para los muchachos. Esto es lo que pienso: dejen que los muchachos anden para arriba y para abajo con otros muchachos de su edad y no que resulten… ¿No es cierto, Jack?

—Ese es mi lema también —dijo mi tío—. Hay que aprender a manejárselas solo. Siempre lo estoy diciendo acá a este Rosacruz: haz ejercicio. ¡Como que cuando yo era un mozalbete, cada mañana de mi vida, fuera invierno o verano, me daba un baño de agua helada! Y eso es lo que me conserva como me conservo. Esto de la instrucción está muy bien y todo… A lo mejor acá Mr. Cotter quiere una lasca de esa pierna de cordero —agregó a mi tía.

—No, no, para mí, nada —dijo el viejo Cotter.

Mi tía sacó el plato de la despensa y lo puso en la mesa.

—Pero, ¿por qué cree usted, Mr. Cotter, que eso no es bueno para los niños? —preguntó ella.

—Es malo para estas criaturas —dijo el viejo Cotter— porque sus mentes son muy impresionables. Cuando ven estas cosas, sabe usted, les hace un efecto…

Me llené la boca con potaje por miedo a dejar escapar mi furia. ¡Viejo cansón, nariz de pimentón!

Era ya tarde cuando me quedé dormido. Aunque estaba furioso con Cotter por haberme tildado de criatura, me rompí la cabeza tratando de adivinar qué quería él decir con sus frases inconclusas. Me imaginé que veía la pesada cara grisácea del paralítico en la oscuridad del cuarto. Me tapé la cabeza con la sábana y traté de pensar en las Navidades. Pero la cara grisácea me perseguía a todas partes. Murmuraba algo; y comprendí que quería confesarme cosas. Sentí que mi alma reculaba hacia regiones gratas y perversas; y de nuevo lo encontré allí, esperándome. Empezó a confesarse en murmullos y me pregunté por qué sonreía siempre y por qué sus labios estaban húmedos de saliva. Fue entonces que recordé que había muerto de parálisis y sentí que también yo sonreía suavemente, como si lo absolviera de un pecado simoniaco.

A la mañana siguiente, después del desayuno, me llegué hasta la casita de Great Britain Street. Era una tienda sin pretensiones afiliada bajo el vago nombre de «Tapicería». La tapicería consistía mayormente en botines para niños y paraguas; y en días corrientes había un cartel en la vidriera que decía: Se forran paraguas. Ningún letrero era visible ahora porque habían bajado el cierre. Había un crespón atado al llamador con una cinta. Dos señoras pobres y un mensajero del telégrafo leían la tarjeta cosida al crespón. Yo también me acerqué para leerla.

1 de Julio de 1895

El Rev. James Flynn,

que perteneció a la parroquia

de la Iglesia de Santa Catalina,

en la calle Meath,

de sesenta y cinco años de edad,

ha fallecido

R. I. P.

Leer el letrero me convenció de que se había muerto y me perturbó darme cuenta de que tuve que contenerme. De no estar muerto, habría entrado directamente al cuartico oscuro en la trastienda, para encontrarlo sentado en su sillón junto al fuego, casi asfixiado dentro de su chaquetón. A lo mejor mi tía me había entregado un paquete de High Toast para dárselo y este regalo lo sacaría de su sopor. Era yo quien tenía que vaciar el rapé en su tabaquera negra, ya que sus manos temblaban demasiado para permitirle hacerlo sin que él derramara por lo menos la mitad. Incluso cuando se llevaba las largas manos temblorosas a la nariz, nubes de polvo de rapé se escurrían entre sus dedos para caerle en la pechera del abrigo. Debían ser estas constantes lluvias de rapé lo que daba a sus viejas vestiduras religiosas su color verde desvaído, ya que el pañuelo rojo, renegrido como estaba siempre por las manchas de rapé de la semana, con que trataba de barrer la picadura que caía, resultaba bien ineficaz.

Quise entrar a verlo, pero no tuve valor para tocar. Me fui caminando lentamente a lo largo de la calle soleada, leyendo las carteleras en las vitrinas de las tiendas mientras me alejaba. Me pareció extraño que ni el día ni yo estuviéramos de luto y hasta me molestó descubrir dentro de mí una sensación de libertad, como si me hubiera librado de algo con su muerte. Me asombró que fuera así porque, como bien dijera mi tío la noche antes, él me enseñó muchas cosas. Había estudiado en el colegio irlandés de Roma y me enseñó a pronunciar el latín correctamente. Me contaba cuentos de las catacumbas y sobre Napoleón Bonaparte y hasta me explicó el sentido de las diferentes ceremonias de la misa y de las diversas vestiduras que debe llevar el sacerdote. A veces se divertía haciéndome preguntas difíciles, preguntándome lo que había que hacer en ciertas circunstancias o si tales o cuales pecados eran mortales o veniales o tan sólo imperfecciones. Sus preguntas me mostraron lo complejas y misteriosas que son ciertas instituciones de la Iglesia que yo siempre había visto como la cosa más simple. Los deberes del sacerdote con la eucaristía y con el secreto de confesión me parecieron tan graves que me preguntaba cómo podía alguien encontrarse con valor para oficiar; y no me sorprendió cuando me dijo que los Padres de la Iglesia habían escrito libros tan gruesos como la «Guía de Teléfonos» y con letra tan menuda como la de los edictos publicados en los periódicos, elucidando éstas y otras cuestiones intrincadas. A menudo cuando pensaba en todo ello no podía explicármelo, o le daba una explicación tonta o vacilante, ante la cual solía él sonreír y asentir con la cabeza dos o tres veces seguidas. A veces me hacía repetir los responsorios de la misa, que me obligó a aprenderme de memoria; y mientras yo parloteaba, él sonreía meditativo y asentía. De vez en cuando se echaba alternativamente polvo de rapé por cada hoyo de la nariz. Cuando sonreía solía dejar al descubierto sus grandes dientes descoloridos y dejaba caer la lengua sobre el labio inferior —costumbre que me tuvo molesto siempre, al principio de nuestra relación, antes de conocerlo bien.

Al caminar solo al sol recordé las palabras del viejo Cotter y traté de recordar qué ocurría después en mi sueño. Recordé que había visto cortinas de terciopelo y una lámpara colgante de las antiguas. Tenía la impresión de haber estado muy lejos, en tierra de costumbres extrañas. «Persia», pensé… Pero no pude recordar el final de mi sueño.

Por la tarde, mi tía me llevó con ella al velorio. Ya el sol se había puesto; pero en las casas de cara al poniente los cristales de las ventanas reflejaban el oro viejo de un gran banco de nubes. Nannie nos esperó en el recibidor; y como no habría sido de buen tono saludarla a gritos, todo lo que hizo mi tía fue darle la mano. La vieja señaló hacia lo alto interrogante y, al asentir mi tía, procedió a subir trabajosamente las estrechas escaleras delante de nosotros, su cabeza baja sobresaliendo apenas por encima del pasamanos. Se detuvo en el primer rellano y con un ademán nos alentó a que entráramos por la puerta que se abría hacia el velorio. Mi tía entró y la vieja, al ver que yo vacilaba, comenzó a conminarme repetidas veces con su mano.

Entré en puntillas. A través de los encajes bajos de las cortinas entraba una luz crepuscular dorada que bañaba el cuarto y en la que las velas parecían una débil llamita. Lo habían metido en la caja. Nannie se adelantó y los tres nos arrodillamos al pie de la cama. Hice como si rezara, pero no podía concentrarme porque los murmullos de la vieja me distraían. Noté que su falda estaba recogida detrás torpemente y cómo los talones de sus botas de trapo estaban todos virados para el lado. Se me ocurrió que el viejo cura debía estarse riendo tendido en su ataúd.

Pero no. Cuando nos levantamos y fuimos hasta la cabecera, vi que ni sonreía. Ahí estaba solemne y excesivo en sus vestiduras de oficiar, con sus largas manos sosteniendo fláccidas el cáliz. Su cara se veía muy truculenta, gris y grande, rodeada de ralas canas y con negras y cavernosas fosas nasales. Había una peste potente en el cuarto —las flores.

 

Nos persignamos y salimos. En el cuartico de abajo encontramos a Eliza sentada tiesa en el sillón que era de él. Me encaminé hacia mi silla de siempre en el rincón, mientras Nannie fue al aparador y sacó una garrafa de jerez y copas. Lo puso todo en la mesa y nos invitó a beber. A ruego de su hermana, echó el jerez de la garrafa en las copas y luego nos pasó éstas. Insistió en que cogiera galletas de soda, pero rehusé porque pensé que iba a hacer ruido al comerlas. Pareció decepcionarse un poco ante mi negativa y se fue hasta el sofá, donde se sentó, detrás de su hermana. Nadie hablaba: todos mirábamos a la chimenea vacía.

Mi tía esperó a que Eliza suspirara para decir:

—Ah, pues ha pasado a mejor vida.

Eliza suspiró otra vez y bajó la cabeza asintiendo. Mi tía le pasó los dedos al tallo de su copa antes de tomar un sorbito.

—Y él… ¿tranquilo? preguntó.

—Oh, sí, señora, muy apaciblemente —dijo Eliza—. No se supo cuándo exhaló el último suspiro. Tuvo una muerte preciosa, alabado sea el Santísimo.

—¿Y en cuanto a lo demás…?

—El padre O'Rourke estuvo a visitarlo el martes y le dio la extremaunción y lo preparó y todo lo demás.

—¿Sabía entonces?

—Estaba muy conforme.

—Se le ve muy conforme —dijo mi tía.

—Exactamente eso dijo la mujer que vino a lavarlo. Dijo que parecía que estuviera durmiendo, de lo conforme y tranquilo que se veía. Quién se iba a imaginar que de muerto se vería tan agraciado.

—Pues es verdad —dijo mi tía. Bebió un poco más de su copa y dijo:

—Bueno, Miss Flynn, debe de ser para usted un gran consuelo saber que hicieron por él todo lo que pudieron. Debo decir que ustedes dos fueron muy buenas con el difunto.

Eliza se alisó el vestido en las rodillas.

—¡Pobre James! —dijo—. Sólo Dios sabe que hicimos todo lo posible con lo pobres que somos… pero no podíamos ver que tuviera necesidad de nada mientras pasaba lo suyo.

Nannie había apoyado la cabeza contra el cojín y parecía a punto de dormirse.

—Así está la pobre Nannie —dijo Eliza, mirándola—, que no se puede tener en pie. Con todo el trabajo que tuvimos las dos, trayendo a la mujer que lo lavó y tendiéndolo y luego el ataúd y luego arreglar lo de la misa en la capilla. Si no fuera por el padre O'Rourke no sé cómo nos hubiéramos arreglado. Fue él quien trajo todas esas flores y los dos cirios de la capilla y escribió la nota para insertarla en el Freeman's General y se encargó de los papeles del cementerio y lo del seguro del pobre James y todo.

—¿No es verdad que se portó bien? —dijo mi tía.

Eliza cerró los ojos y negó con la cabeza.

—Ah, no hay amigos como los viejos amigos —dijo—, que cuando todo está firmado y confirmado no hay en qué confiar.

—Pues es verdad —dijo mi tía—. Y segura estoy que ahora que recibió su recompensa eterna no las olvidará a ustedes y lo buenas que fueron con él.

—¡Ay, pobre James! —dijo Eliza—. Si no nos daba ningún trabajo el pobrecito. No se le oía por la casa más de lo que se le oye en este instante. Ahora que yo sé que se nos fue y todo, es que…

—Le vendrán a echar de menos cuando pase todo —dijo mi tía.

—Ya lo sé —dijo Eliza—. No le traeré más su taza de caldo de vaca al cuarto, ni usted, señora, me le mandará más rapé. ¡Ay, James, el pobre!

Se calló como si estuviera en comunión con el pasado y luego dijo vivazmente:

—Para que vea, ya me parecía que algo extraño se le venía encima en los últimos tiempos. Cada vez que le traía su sopa me lo encontraba ahí, con su breviario por el suelo y tumbado en su silla con la boca abierta.

Se llevó un dedo a la nariz y frunció la frente; después, siguió:

—Pero con todo, todavía seguía diciendo que antes de terminar el verano, un día que hiciera buen tiempo, se daría una vuelta para ver otra vez la vieja casa en Irishtown donde nacimos todos y nos llevaría a Nannie y a mí también. Si solamente pudiéramos hacernos de uno de esos carruajes a la moda que no hacen ruido, con neumáticos en las ruedas, de los que habló el padre O'Rourke, barato y por un día… decía él, de los del establecimiento de Johnny Rush, iríamos los tres juntos un domingo por la tarde. Se le metió esto entre ceja y ceja… ¡Pobre James!

—¡Que el señor lo acoja en su seno! —dijo mi tía.

Eliza sacó su pañuelo y se limpió con él los ojos. Luego, lo volvió a meter en su bolso y contempló por un rato la parrilla vacía, sin hablar.

—Fue siempre demasiado escrupuloso —dijo—. Los deberes del sacerdocio eran demasiado para él. Y, luego, que su vida tuvo, como aquel que dice, su contrariedad.

—Sí —dijo mi tía—. Era un hombre desilusionado. Eso se veía.

El silencio se posesionó del cuartico y, bajo su manto, me acerqué a la mesa para probar mi jerez, luego volví, calladito, a mi silla del rincón. Eliza pareció caer en un profundo embeleso. Esperamos respetuosos a que ella rompiera el silencio; después de una larga pausa dijo lentamente:

—Fue ese cáliz que rompió… Ahí empezó la cosa. Naturalmente que dijeron que no era nada, que estaba vacío, quiero decir. Pero aun así… Dicen que fue culpa del monaguillo. ¡Pero el pobre James, que Dios lo tenga en la Gloria, se puso tan nervioso!

—¿Y qué fue eso? —dijo mi tía—. Yo oí algo de…

Eliza asintió.

—Eso lo afectó, mentalmente —dijo—. Después de aquello empezó a descontrolarse, hablando solo y vagando por ahí como un alma en pena. Así fue que una noche lo vinieron a buscar para una visita y no lo encontraban por ninguna parte. Lo buscaron arriba y abajo y no pudieron dar con él en ningún lado. Fue entonces que el sacristán sugirió que probaran en la capilla. Así que buscaron las llaves y abrieron la capilla, y el sacristán y el padre O'Rourke y otro padre que estaba ahí trajeron una vela y entraron a buscarlo… ¿Y qué le parece, que estaba allí, sentado solo en la oscuridad del confesionario, bien despierto y así como riéndose bajito él solo?

Se detuvo de repente como si oyera algo. Yo también me puse a oír; pero no se oyó un solo ruido en la casa: y yo sabía que el viejo cura estaba tendido en su caja tal como lo vimos, un muerto solemne y truculento, con un cáliz inútil sobre el pecho.

Eliza resumió:

—Bien despierto que lo encontraron y como riéndose solo estaba… Fue así, claro, que cuando vieron aquello, eso les hizo pensar que, pues, no andaba del todo bien…

Un encuentro

Fue Joe Dillon quien nos dio a conocer el Lejano Oeste. Tenía su pequeña colección de números atrasados de The Union Jack, Pluck y The Halfpenny Marvel. Todas las tardes, después de la escuela, nos reuníamos en el traspatio de su casa y jugábamos a los indios. El y su hermano menor, el gordo Leo, que era un ocioso, defendían los dos el altillo del establo mientras nosotros tratábamos de tomarlo por asalto; o librábamos una batalla campal sobre el césped. Pero, no importaba lo bien que peleáramos, nunca ganábamos ni el sitio ni la batalla y todo acababa como siempre, con Joe Dillon celebrando su victoria con una danza de guerra. Todas las mañanas sus padres iban a la misa de ocho en la iglesia de Gardiner Street y el aura apacible de Mrs. Dillon dominaba el recibidor de la casa. Pero él jugaba a lo salvaje comparado con nosotros, más pequeños y más tímidos. Parecía un indio de verdad cuando salía de correrías por el traspatio, una funda de tetera en la cabeza y golpeando con el puño una lata, gritando: