Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

—Me siento mejor esta noche —murmuró de pronto en la silenciosa penumbra de la vigilia de Isabel—, creo que puedo decir algo. —Ella se arrodilló junto a su almohada, le cogió la delgada mano y le rogó que no hiciese el esfuerzo, que no se fatigara. El rostro de Ralph permaneció por fuerza serio, incapaz de realizar el juego muscular necesario para sonreír, pero parecía que su dueño no había perdido la capacidad de percibir las incoherencias—: ¿Y qué más da que me fatigue si voy a tener toda la eternidad para descansar? No pasa nada porque haga un esfuerzo, ya que va a ser el último. ¿No dicen que la gente se siente siempre mejor justo antes del final? Lo he oído muchas veces, y eso es a lo que estaba esperando. Desde que viniste supe que este momento llegaría. Lo he intentado dos o tres veces, porque me daba miedo que te cansaras de estar ahí sentada. —Hablaba despacio, con dolorosas interrupciones y largas pausas, y su voz parecía proceder de muy lejos. Tras pronunciar estas palabras, permaneció con la cabeza girada hacia Isabel mientras la miraba con sus grandes ojos sin pestañear—. Me alegro mucho de que hayas venido —prosiguió—. Pensaba que lo harías, pero tampoco estaba seguro.

—Yo tampoco lo estaba hasta que vine —dijo Isabel.

—Has sido como un ángel junto a mi lecho. Ya sabes que dicen que hay un ángel de la muerte. Es el más hermoso de todos. Eso has sido tú, como si estuvieses esperándome.

—No estaba esperando que murieses, sino que esperaba… esto mismo. Esto no es la muerte, mi querido Ralph.

—No, no lo es… para ti. No hay nada que nos haga sentir tan vivos como ver a otros morir. Nos proporciona una sensación de vida… de que seguimos aquí. Incluso yo la he tenido. Pero ahora solo sirvo para que otros la puedan tener. Para mí ya ha terminado todo. —Y entonces se detuvo. Isabel inclinó la cabeza aún más, hasta apoyarla sobre las dos manos que tenía entrelazadas sobre la de Ralph. No podía verlo en esos momentos, pero sentía su lejana voz junto al oído—. Isabel —prosiguió de repente—, ojalá también hubiera terminado todo para ti. —Ella no dijo nada, y rompió a sollozar mientras permanecía con la cabeza hundida. Ralph continuó en silencio escuchando sus sollozos, hasta que dejó escapar un largo gemido—: ¡Ay, cuánto has hecho por mí!

—¿Y todo lo que has hecho tú por mí? —exclamó Isabel, que intentó aplacar con su actitud la extremada agitación que la embargaba. Había perdido toda vergüenza, todo deseo de ocultar nada. Ralph tenía que saberlo todo. Quería que lo supiera, pues de esa forma estarían inextricablemente unidos, y, además, él ya estaba más allá de todo dolor—. Hiciste en una ocasión algo muy importante por mí, y lo sabes. Lo has sido todo para mí, Ralph. ¿Que yo he hecho mucho por ti? Ojalá pudiera hacer algo hoy. Moriría si así pudieses tú vivir. Pero no deseo que vivas: moriría yo misma para no perderte.

Su voz estaba tan rota como la de él, anegada por las lágrimas y la angustia.

—No me perderás… me tendrás siempre. Llévame en tu corazón, y así estaré más cerca de ti de lo que haya estado jamás. Mi querida Isabel, la vida es mejor, porque en la vida hay amor. La muerte es buena… pero en ella no hay amor.

—Nunca te di las gracias… nunca te dije nada… ¡nunca fui lo que debería haber sido! —continuó Isabel, con la arrebatada necesidad de gritar y acusarse, de dejar que su pena la poseyera. En esos momentos todos sus problemas se convirtieron en uno solo y se fundieron con el dolor que sentía—. ¿Qué habrás pensado de mí? Pero ¿cómo podía yo saberlo? No lo sabía, y si ahora lo sé es porque hay personas menos estúpidas que yo.

—No te preocupes por los demás —dijo Ralph—. Creo que me alegro de tener que dejarlos.

Isabel levantó la cabeza y las manos unidas, y por un instante pareció estar rogándole.

—¿Es verdad… es verdad eso? —preguntó.

—¿Que has sido estúpida? No, no —dijo Ralph, con clara intención irónica.

—Que me hiciste rica… que todo lo que tengo es tuyo.

Él apartó la cabeza y estuvo un tiempo sin decir nada, hasta que al fin murmuró:

—No hables de eso… no fue una idea muy acertada. —Lentamente volvió a girar la cabeza hacia ella, y de nuevo se miraron a los ojos—. ¡Si no lo hubiera hecho… si no lo hubiera hecho…! —Hizo otra pausa—. Creo que te arruiné la vida —gimió.

Isabel era consciente de que Ralph estaba más allá de todo dolor, de que apenas parecía pertenecer ya a este mundo. Pero, aunque no hubiera sido así, ella habría hablado de todos modos, pues nada importaba en esos momentos salvo el conocimiento de lo único que no era pura angustia: saber que se estaban enfrentando juntos a la verdad.

—Se casó conmigo por mi dinero —dijo.

Quería decírselo todo, y temía que él muriese antes de que pudiera hacerlo. Ralph la contempló un momento y, por primera vez, bajó los párpados de sus inmóviles ojos. No obstante, los levantó enseguida y dijo:

—Él estaba muy enamorado de ti.

—Sí, estaba muy enamorado de mí, pero no se habría casado conmigo de haber sido yo pobre. No pretendo herirte diciéndote esto. ¿Cómo podría? Solo quiero que lo entiendas. Siempre he hecho todo lo posible para evitarlo, pero eso ya ha terminado.

—Siempre lo he entendido todo —dijo Ralph.

—Eso me figuraba, y no me gustaba que así fuera. Pero ahora me alegro.

—No me estás hiriendo… me estás haciendo muy feliz —afirmó él con voz de gran satisfacción. Isabel volvió a agachar la cabeza y apretó los labios contra la mano de Ralph—. Siempre lo he entendido todo —repitió—, aunque resultara tan extraño, tan triste. Querías ver la vida por ti misma, pero no te lo permitieron… y te castigaron por tener ese deseo. Te han obligado a llevar una existencia convencional.

—Sí, me han castigado —sollozó Isabel.

Ralph la escuchó un momento y continuó:

—¿Se enfadó mucho porque vinieras?

—Me lo puso muy difícil, pero me da igual.

—Entonces, ¿ha terminado todo entre vosotros?

—No, no, no creo que haya terminado nada.

—¿Vas a volver con él? —preguntó Ralph jadeante.

—No lo sé… no sabría decirte Me quedaré aquí todo el tiempo que pueda. No quiero pensar… ni tampoco hace falta que piense. Lo único que me importa eres tú, y con eso ya tengo bastante de momento. Esto va a durar todavía un poco más. Aquí, de rodillas, contigo muriendo en mis brazos, soy más feliz de lo que lo he sido en mucho tiempo. Y quiero que seas feliz, que no pienses en nada triste, solo que sientas que estoy junto a ti y que te quiero. ¿Por qué tendría que haber dolor en ello? En momentos como este, eso es lo de menos. El dolor no es lo más profundo; hay algo que lo es aún más.

Estaba claro que Ralph tenía cada vez mayores dificultades para hablar, y tardaba más en recobrar fuerzas. Al principio pareció que no iba a contestar nada a esas últimas palabras, y dejó pasar mucho tiempo. Luego simplemente murmuró:

—Tienes que quedarte aquí.

—Me gustaría quedarme… el tiempo que sea correcto.

—¿Que sea correcto? ¿Que sea correcto? —repitió Ralph—. Siempre estás pensando en lo mismo.

—No hay más remedio. Estás muy cansado —le dijo Isabel.

—Sí, estoy muy cansado. Acabas de decir que el dolor no es lo más profundo. No, no lo es, pero de todas formas es muy profundo. Si pudiera quedarme…

—Para mí siempre seguirás aquí —lo interrumpió suavemente Isabel.

Era muy fácil interrumpirlo en esas circunstancias. Aun así, Ralph continuó al cabo de un momento:

—Al fin y al cabo, todo pasa. Ahora mismo está pasando. Pero el amor permanece. No entiendo por qué tenemos que sufrir tanto. Quizá lo averigüe ahora. La vida tiene tanto que ofrecer, y tú eres tan joven…

—Me siento muy mayor —dijo Isabel.

—Volverás a rejuvenecer. Así es como te veo. No creo… no creo…

Le fallaron las fuerzas y tuvo que detenerse. Isabel le rogó que no intentase hablar.

—No necesitamos decir nada para entendernos.

—No creo que un error tan generoso como el que cometiste pueda perjudicarte ya mucho más.

—Ralph, en estos momentos soy muy feliz —consiguió decir Isabel entre lágrimas.

—Y recuerda esto —continuó él—: puede que te hayan odiado, pero también has sido muy amada. Más que amada, Isabel… ¡adorada! —dijo Ralph con un suspiro casi imperceptible y prolongado.

—¡Oh, hermano mío! —lloró Isabel, postrándose aún más ante él.

55

La primera noche que Isabel había pasado en Gardencourt años atrás, Ralph le había dicho que, si llegaba a sufrir lo suficiente, tal vez algún día vería al fantasma del que aquella vieja casa estaba debidamente provista. Al parecer ya había cumplido ese requisito, pues a la mañana siguiente, a la fría y tenue luz del amanecer, Isabel supo que había un espíritu junto a su cama. Se había acostado sin desvestirse, convencida de que Ralph no sobreviviría a aquella noche. No era que tuviese ganas de dormir; quería permanecer en vela mientras esperaba, pero aun así cerró los ojos, convencida de que en el transcurso de la noche llamarían a su puerta. Nadie llamó, pero, cuando la oscuridad comenzaba a volverse vagamente gris, se incorporó en la cama de forma tan súbita como si hubiese oído el golpe en la puerta. Por un instante le pareció que él estaba allí, como una figura imprecisa flotando en la imprecisión de la estancia. Isabel lo miró fijamente un momento y vio su pálido rostro, sus amables ojos; luego comprobó que no había nada. No sintió miedo, solo una profunda certeza. Salió de la habitación y, poseída por esa certidumbre, atravesó oscuros pasillos y bajó un tramo de escalones de roble que brillaban a la tenue luz de una ventana del vestíbulo. Se detuvo un momento ante la puerta de Ralph y escuchó, pero solo le pareció oír el silencio que la dominaba. Abrió la puerta con tanta suavidad como si estuviera levantando el velo del rostro de un muerto, y vio a la señora Touchett sentada inmóvil y muy erguida junto a la cama de su hijo, con una de sus manos en la suya. El médico estaba al otro lado, sosteniendo la otra muñeca del pobre Ralph entre sus profesionales dedos. La enfermera y el sirviente estaban entre ambos a los pies de la cama. La señora Touchett no se percató de la presencia de Isabel, pero el médico la miró fijamente, y luego dejó con mucho cuidado la mano de Ralph junto al cuerpo en la posición adecuada. La enfermera también la miró con intensidad, pero nadie dijo nada; aún así, Isabel comprobó lo que había ido a ver. El rostro de Ralph estaba más hermoso de lo que lo había sido en vida, y guardaba un extraño parecido con el de su padre, que Isabel había visto yaciendo sobre la misma almohada seis años atrás. Se acercó a su tía y la rodeó con un brazo; la señora Touchett, que por lo general ni se prestaba a las caricias ni las recibía con agrado, aceptó aquella durante unos instantes, e incluso se incorporó un poco más para recibirla. Aun así, permaneció rígida y con los ojos secos, y mantuvo en su agudo y pálido rostro una expresión que resultaba terrible.

 

—Mi querida tía Lydia —murmuró Isabel.

—Da gracias a Dios por no tener hijos —dijo la señora Touchett, apartándose suavemente de su abrazo.

Tres días después, un considerable número de personas encontró tiempo, en el momento más álgido de la «temporada» londinense, para coger un tren matutino hasta una tranquila estación de Berkshire y pasar media hora en una pequeña iglesia gris que estaba a escasa distancia. Fue en el verde cementerio de ese edificio en el que la señora Touchett entregó a su hijo a la tierra. Ella estaba al borde de la tumba con Isabel a su lado, y ni siquiera el propio sacristán parecía tener un interés más práctico en la escena que la señora Touchett. Era una ocasión solemne, pero tampoco especialmente dura o penosa, y hasta todo presentaba cierto aspecto jovial. Hacía buen tiempo; el día, uno de los últimos del traicionero mayo, era cálido y sin viento, y la atmósfera tenía el brillo del espino y del mirlo. Era triste pensar en el pobre Touchett, pero tampoco en exceso, ya que en su muerte no había habido violencia. Llevaba tanto tiempo muriéndose que estaba totalmente preparado para ello, y del mismo modo todo había estado listo para cuando ocurriese lo que se sabía inevitable. Isabel tenía lágrimas en los ojos, pero no llegaban a cegarla. A través de ellas podía contemplar la belleza del día, el esplendor de la naturaleza, el encanto de aquel viejo cementerio inglés, las cabezas inclinadas de unos buenos amigos. Lord Warburton estaba allí, así como un grupo de caballeros a los que no conocía, varios de los cuales, como supo después, estaban relacionados con el banco. Había otros asistentes a los que sí conocía. La señorita Stackpole estaba en primera fila con el bueno del señor Bantling a su lado, y también Caspar Goodwood, con la cabeza más erguida que el resto… o inclinándose menos que las demás. Durante buena parte del tiempo Isabel fue consciente de la mirada del señor Goodwood, que la estaba contemplando de una forma algo más intensa de lo que solía mirar en público, mientras que los otros tenían la vista fija en la hierba del cementerio. Pero Isabel no le dejó ver en ningún momento que sabía que la estaba mirando, y solo pensó en él para extrañarse de que todavía siguiera en Inglaterra. Se dio cuenta de que había dado por sentado que, una vez que acompañase a Ralph a Gardencourt, se marcharía, ya que recordaba lo poco que le gustaba el país. Sin embargo, allí estaba, de forma muy notoria, y había algo en su actitud que parecía indicar que se hallaba en aquel lugar con alguna intrincada intención. Isabel no quiso mirarlo a los ojos, aunque sin duda habría hallado compasión en ellos; pero su presencia hacía que se sintiera bastante incómoda. Al dispersarse el pequeño grupo, el señor Goodwood desapareció, y la única persona que se acercó a hablar con Isabel, mientras otras lo hacían con la señora Touchett, fue Henrietta Stackpole. Henrietta había estado llorando.

Ralph le había dicho a Isabel que esperaba que se quedase en Gardencourt, y ella no mostró disposición alguna de marcharse pronto del lugar. Se dijo que lo menos que podía hacer era la buena acción de pasar algún tiempo con su tía. Tuvo suerte de contar con un motivo tan bueno; de lo contrario, tendría que haberse molestado en encontrar alguno. Su misión ya había concluido; ya había hecho aquello por lo que había dejado a su marido. Tenía un marido en una ciudad del extranjero que contaba las horas que llevaba ausente, y en una situación así era necesario disponer de un excelente motivo. No es que él fuera el mejor de los maridos, pero eso tampoco venía al caso. El hecho de estar casado implicaba ciertas obligaciones que eran totalmente independientes de la cantidad de felicidad que pudiese proporcionar. Isabel pensaba en su marido lo menos posible, pero ahora que estaba lejos, fuera de su hechizo, pensaba en Roma con una especie de estremecimiento espiritual. La imagen le producía un escalofrío muy intenso que hacía que buscase refugio en las sombras más profundas de Gardencourt. Vivía el día presente, posponiéndolo todo, cerrando los ojos, intentando no pensar. Sabía que tenía que tomar una decisión, pero ella no decidía nada. El haber ido allí no había sido fruto de una decisión. Esa ocasión solo había supuesto un punto de partida. Osmond no daba señales de vida, y estaba claro que iba a seguir sin darlas, dejándolo todo en manos de ella. De Pansy tampoco sabía nada, pero eso era muy fácil de explicar: su padre le había dicho que no le escribiera.

La señora Touchett aceptó la compañía de Isabel, aunque no requería de su ayuda. Parecía estar absorta en considerar, sin entusiasmo pero con perfecta lucidez, las ventajas de su nueva situación. La señora Touchett no era una persona optimista, pero conseguía sacar cierto provecho hasta de las circunstancias más dolorosas, el cual consistía en llegar a la conclusión de que, al fin y al cabo, le había pasado a otra gente y no a ella. La muerte era algo desagradable, pero en ese caso se trataba de la de su hijo, no de la suya, y se vanagloriaba de que su propia muerte no resultaría desagradable para nadie, salvo para ella misma. La señora Touchett se hallaba en una posición mucho más acomodada que la del pobre Ralph, quien había dejado tras de sí todas las comodidades de la vida y, de hecho, dispuestas con total seguridad; para su madre, lo peor de morirse era quedar expuesto a que se aprovecharan de uno. Pero ella seguía allí, y no podía haber nada mejor. Comunicó a Isabel con mucha puntualidad, ya que fue la misma noche del entierro de su hijo, varias de las disposiciones testamentarias de Ralph. Este lo había hablado y consultado todo con ella. No había dejado dinero a su madre, a la que por supuesto no le hacía ninguna falta; solo el mobiliario de Gardencourt, a excepción de los cuadros y los libros, así como el uso de la casa durante un año, al cabo del cual habría de venderse. El dinero que se obtuviera de la venta se donaría a un hospital para pobres que padecían la misma enfermedad de la que Ralph había muerto, quedando lord Warburton nombrado albacea de esa parte del testamento. Había dispuesto el resto de sus bienes, que habría que retirar del banco, en varios legados, a varios de aquellos primos de Vermont con los que su padre ya había sido tan munificiente. Después había otros cuantos legados menores.

—Algunos son realmente curiosos —dijo la señora Touchett—, ya que ha dejado considerables sumas de dinero a personas de las que nunca he oído hablar. Me dio una lista de las mismas y le pregunté quiénes eran algunas de ellas, y me dijo que eran personas que en diferentes momentos de su vida le había dado la impresión de que lo apreciaban. Parece que pensaba que tú no lo apreciabas, porque no te ha dejado ni un penique. Era de la opinión de que su padre ya te había tratado con mucha generosidad, y debo decir que creo que en efecto así fue… aunque nunca oí a Ralph quejarse de ello. Los cuadros se van a dispersar; los ha dejado repartidos, uno por uno, a modo de pequeños recuerdos. El más valioso de la colección es para lord Warburton. Y no puedes ni imaginarte lo que ha hecho con su biblioteca. Parece una broma pesada. Se la ha dejado a tu amiga la señorita Stackpole, «en reconocimiento a sus servicios a la literatura». ¿Se refiere a que lo acompañó desde Roma? ¿Es eso un servicio a la literatura? Contiene ejemplares muy raros y valiosos, y si no puede llevarla consigo por el mundo en su baúl, le recomienda que la venda en subasta. Está claro que la venderá en Christie’s, y con lo que obtenga fundará un periódico. ¿Será eso un servicio a la literatura?

Isabel se abstuvo de contestar a esa pregunta, ya que superaba el cupo del pequeño interrogatorio al que había considerado necesario someterse a su llegada. Además, nunca le había interesado tan poco la literatura como en esos días, como comprobaba cada vez que cogía de un estante alguno de esos volúmenes raros y valiosos de los que había hablado la señora Touchett. No podía leer, ya que nunca se había sentido tan incapaz de centrar su atención. Una tarde en la biblioteca, alrededor de una semana después de la ceremonia en el cementerio, llevaba una hora intentando concentrarse, pero no dejaba de apartar los ojos del libro que tenía en las manos para mirar por la ventana abierta, que daba a la larga avenida. Fue así como vio un vehículo bastante modesto aproximarse a la entrada, y a lord Warburton sentado en una incómoda postura en un rincón del mismo. Él siempre había tenido un concepto muy elevado de la cortesía, así que no tenía nada de especial que, dadas las circunstancias, se hubiera molestado en ir desde Londres a visitar a la señora Touchett; porque estaba claro que era a la señora Touchett a quien había ido a visitar y no a la señora Osmond y, para demostrarse la validez de su tesis, Isabel salió poco después de la casa para dar un paseo por el parque. Desde que había llegado a Gardencourt había pasado poco tiempo fuera, ya que el tiempo no había acompañado para recorrer la finca. Sin embargo, hacía una tarde agradable, y al principio le pareció que había sido una buena idea salir. La teoría que acabo de mencionar era bastante plausible, pero no le proporcionó demasiado alivio, y quien la hubiera visto vagando de un lado a otro habría pensado que no tenía la conciencia tranquila. Seguía sin calmarse cuando, al cabo de un cuarto de hora, se encontró a la vista de la casa, de cuyo pórtico emergió la señora Touchett acompañada por su visitante. Estaba claro que su tía había propuesto a lord Warburton que fuesen a buscarla. Isabel no estaba de humor para visitas y, de haber tenido la oportunidad, se habría escondido detrás de alguno de aquellos grandes árboles, pero sabía que la habían visto y que no le quedaba más remedio que seguir avanzando a su encuentro. Como el jardín de Gardencourt ocupaba una vasta extensión de terreno, le llevó algún tiempo llegar hasta ellos, durante el cual observó que lord Warburton iba caminando junto a su tía con las manos a la espalda de forma bastante rígida y la vista fija en el suelo. Ambos parecían estar en silencio, pero la aguda mirada que la señora Touchett dirigió a Isabel resultaba expresiva incluso en la distancia. Parecía estar diciéndole con afilada mordacidad: «Aquí está el extremadamente complaciente noble con el que te podrías haber casado». No obstante, cuando lord Warburton levantó su mirada, sus ojos no dijeron eso, sino: «Es una situación bastante incómoda, así que espero que me ayude». Estaba muy serio, muy digno, y, por primera vez desde que Isabel lo conocía, no la saludó con una sonrisa. Incluso en los días de su aflicción siempre se había presentado ante ella con una sonrisa. En cambio, esa tarde parecía muy cohibido.

—Lord Warburton ha tenido la amabilidad de venir a verme —dijo la señora Touchett—. Dice que no sabía que seguías aquí. Sé que es un viejo amigo tuyo y, como me han dicho que no estabas en la casa, hemos salido a buscarte.

—Oh, he visto que hay un tren a las seis cuarenta y que me permitirá estar de vuelta para la hora de la cena —explicó el acompañante de la señora Touchett de forma bastante irrelevante—. Me alegro mucho de que aún siga aquí.

—No me voy a quedar mucho tiempo —dijo Isabel con cierta ansiedad.

—Ya me lo imagino, pero espero que sean algunas semanas. Vino a Inglaterra más pronto de lo que… de lo que esperaba, ¿no?

—Sí, vine de forma muy precipitada.

La señora Touchett se apartó como si estuviese inspeccionando el estado del terreno, que de hecho no estaba como debería, al tiempo que lord Warburton vacilaba unos instantes. Isabel supuso que había estado a punto de preguntarle por su marido, a juzgar por su turbación, pero había terminado por contenerse. Continuaba con el mismo aspecto serio, ya fuera porque consideraba que era el más apropiado en un lugar en el que acababa de acaecer una muerte, o por razones más personales. Si se trataba de esto último, era afortunado de poder encubrirlo bajo el primer motivo, que podía aprovechar al máximo. Todo eso es lo que pensó Isabel. No se trataba de que la expresión de su rostro fuera de tristeza, pues esa era otra cuestión, sino de que resultaba extrañamente inexpresiva.

 

—Mis hermanas habrían estado encantadas de venir si hubieran sabido que estaba usted aún aquí… si hubiesen pensado que las recibiría —continuó lord Warburton—. Tenga la bondad de dejar que la vean antes de marcharse de Inglaterra.

—Será un gran placer. Las recuerdo con mucho agrado.

—Tal vez le gustaría pasar un día o dos en Lockleigh. Ya sabe que tenemos esa vieja promesa pendiente. —Y su señoría se sonrojó un poco al hacer esa sugerencia, lo cual dio a su rostro un aire más familiar—. Puede que no sea muy correcto que se lo proponga justo ahora, cuando debe de tener usted pocas ganas de visitas, pero apenas tendría carácter de tal. Mis hermanas pasarán cinco días en Lockleigh por Pentecostés, y si va a verlas, ya que dice que no piensa permanecer mucho tiempo en Inglaterra, me encargaré de que no haya nadie más.

Isabel se preguntó si ni siquiera estaría allí la joven dama con la que iba a casarse, acompañada de su madre, pero no llegó a decírselo.

—Se lo agradezco muchísimo —se limitó a contestar—, pero no creo que siga aquí por Pentecostés.

—Pero cuento con su promesa… ¿no?, para alguna otra ocasión.

Isabel hizo caso omiso de la pregunta. Contempló a su interlocutor un momento y el resultado fue, como en otras ocasiones, que sintió pena por él.

—Procure no perder su tren —dijo. Y luego añadió—: Le deseo toda la felicidad del mundo.

Él volvió a sonrojarse, con mayor intensidad que antes, y miró el reloj.

—Ah, sí; el de las seis cuarenta. No me queda mucho tiempo, pero tengo una calesa esperando en la puerta. Muchas gracias. —No quedó claro si el agradecimiento se refería al recordatorio del tren o al comentario de índole más sentimental—. Adiós, señora Osmond, adiós.

Le tendió la mano sin mirarla a los ojos, y después se giró hacia la señora Touchett, que había vuelto a donde estaban. Su despedida de ella también fue muy breve, y al poco ambas damas lo vieron alejarse a grandes zancadas por el jardín.

—¿Está segura de que va a casarse? —preguntó Isabel a su tía.

—No lo puedo estar más que él, pero parece que es seguro. Le he dado mis felicitaciones por la boda y las ha aceptado.

—En fin, dejémoslo estar —dijo Isabel, tras lo cual su tía volvió a la casa y a las distracciones de las que la había interrumpido el visitante.

Isabel lo dejó estar, pero siguió pensando en ello mientras paseaba de nuevo bajo los grandes robles, cuyas sombras se extendían alargadas sobre la hierba. Al cabo de unos pocos minutos se encontró cerca de un rústico banco que reconoció al momento. No se trataba simplemente de que lo hubiera visto antes, o ni siquiera de que se hubiera sentado en él: lo reconoció porque en ese lugar le había ocurrido algo importante, y de ahí que enseguida lo asociara con algo. Entonces recordó que seis años antes estaba ahí sentada cuando un sirviente le trajo desde la casa la carta en la que Caspar Goodwood la informaba de que había ido a Europa a buscarla, y que, al terminar de leerla, levantó la cabeza y oyó cómo lord Warburton le anunciaba su intención de casarse con ella. Sin duda era un banco lleno de interés, histórico, que contempló como si tuviera algo que decirle. No quiso sentarse en él en esa ocasión, ya que le daba bastante miedo. Se limitó a quedarse plantada ante él, y mientras estaba allí, el pasado volvió a ella en una de esas oleadas de emoción que sobrevienen a las personas sensibles en los momentos más extraños. El resultado de esa conmoción fue que de pronto sintió un gran cansancio, bajo cuya influencia venció sus reticencias y se dejó caer en el rústico asiento. Ya he dicho antes que estaba inquieta e incapaz de concentrarse en nada; y, de haberla visto ahí sentada, no sé si habrían admirado la propiedad del primer epíteto, pero al menos habrían concedido que en esos momentos era la viva imagen de una víctima de la indolencia. Su actitud tenía una peculiar falta de motivación; las manos le colgaban a los lados y se perdían entre los pliegues de su vestido negro, mientras que sus ojos miraban perdidos al frente. No había nada por lo que tuviese que volver a la casa, ya que durante su reclusión ambas damas solían cenar temprano y no tomaban el té a una hora fija. Isabel no sabía cuánto tiempo llevaba allí sentada, pero el crepúsculo ya estaba muy avanzado cuando se dio cuenta de que no estaba sola. Rápidamente se enderezó, miró a su alrededor y comprobó qué había sido de su soledad. La estaba compartiendo con Caspar Goodwood, que la miraba de pie a unos pocos metros, y cuyas pisadas sobre la silenciosa hierba al aproximarse no había oído Isabel. De pronto recordó que había sido justo así como lord Warburton la había sorprendido en aquella otra ocasión.

Se levantó al instante y, en cuanto Goodwood se percató de que lo había visto, se acercó a ella. Apenas había tenido tiempo Isabel de ponerse en pie cuando, con un movimiento que parecía violento pero que ella sintió como… no sabía bien qué, él la cogió de la muñeca e hizo que volviera a sentarse. Isabel cerró los ojos; no porque le hubiera hecho daño, ya que solo había sido un ligero toque, que ella había obedecido. Pero había algo en el rostro de Caspar Goodwood que no quería ver. La estaba mirando de la misma forma en que lo había hecho unos días antes en el cementerio, solo que en esos momentos era aún peor. Él no dijo nada al principio; Isabel tan solo lo sintió cerca de ella, sentado a su lado en el banco y girado en su dirección de forma apremiante. Tuvo casi la sensación de que nunca nadie había estado tan cerca de ella. No obstante, todo eso solo duró un momento, al término del cual liberó su muñeca de la mano de él y lo miró de frente.

—Me ha asustado —dijo.

—No era mi intención —contestó él—, pero si solo la he asustado un poco, no tiene importancia. He llegado en tren desde Londres hace un rato, pero no he podido venir aquí directamente. Había un hombre en la estación que se me ha adelantado. Ha tomado la única calesa que había y le he oído dar esta dirección. No sé quién era, pero he preferido no venir con él, ya que quería verla a usted a solas. Así que me he puesto a caminar haciendo tiempo, y cuando ya estaba casi llegando a la casa la he visto aquí sentada. Me he encontrado con un guarda o algo así, pero como me conocía de cuando vine acompañando a su primo, no me ha puesto ningún problema. ¿Se ha ido ya ese caballero? ¿Está sola de verdad? Quiero hablar con usted.

Hablaba muy deprisa, con la misma ansiedad de aquella velada en Roma en que se habían despedido. Isabel había esperado que ese estado de Goodwood remitiera, pero se amilanó aún más cuando comprobó que, por el contrario, era más fuerte que nunca. Tenía una sensación que él no le había producido nunca: una sensación de peligro. Sin duda había algo verdaderamente formidable en su actitud decidida. Isabel se quedó mirando al frente mientras él, con una mano sobre cada rodilla, se inclinaba hacia delante y la observaba fijamente. El crepúsculo pareció hacerse más oscuro en torno a ambos.