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100 Clásicos de la Literatura

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De hecho, durante el viaje desde Roma hubo momentos en los que prácticamente fue como estar muerta. Permanecía sentada en su rincón, inmóvil, pasiva, tan solo dejándose llevar, y tan distanciada de cualquier esperanza o lamentación que se recordó a una de esas figuras etruscas reclinadas sobre el receptáculo de sus cenizas. Ya no había nada que lamentar, eso ya había terminado. No solo el momento de cometer locuras, sino también el de arrepentirse, habían quedado atrás. Lo único de lo que se lamentaba era de que madame Merle hubiera sido tan… bueno, algo tan inimaginable. Justo en ese momento su inteligencia flaqueó, ante su total incapacidad para definir qué era lo que había sido madame Merle. De todas formas, fuera lo que fuese, era la propia madame Merle quien tenía que lamentarlo, y sin duda lo haría en Estados Unidos, adonde había anunciado que pensaba marcharse. Ya no era asunto de Isabel, que solo tenía la sensación de que no volvería a verla nunca. Esa sensación la transportó hacia el futuro, del que de vez en cuando vislumbraba atisbos entrecortados. Se vio a sí misma, al cabo de muchos años, todavía con la misma actitud de una mujer que tenía que vivir la vida, lo cual contradecía lo que sentía en esos momentos. Tal vez lo mejor fuera irse lejos, muy lejos, mucho más allá de la pequeña, verde y gris Inglaterra, pero era evidente que ese privilegio le sería denegado. En lo más profundo de su alma, más profunda que cualquier deseo de renuncia, latía la sensación de que de ahora en adelante la vida sería su principal ocupación durante mucho tiempo. Y había momentos en que dicha convicción tenía algo de acicate, resultaba casi vivificadora. Era una demostración de fuerza, de que algún día volvería a ser feliz. No podía ser que solo viviera para sufrir; al fin y al cabo aún era joven, y todavía podían pasarle muchas cosas. Se consideraba demasiado valiosa y capacitada como para vivir solo para sufrir, solo para ver cómo las heridas de la vida se iban repitiendo y haciendo más grandes. Entonces se preguntó si no sería vanidoso y estúpido tener tan buen concepto de sí misma. ¿Acaso no estaba llena la historia de ejemplos de destrucción de lo valioso? ¿No era mucho más probable que uno sufriera si de verdad tenía alguna valía? ¿Cuándo había ofrecido alguna garantía ser alguien valioso? Eso implicaría admitir la existencia en uno mismo de cierta vulgaridad; e Isabel reconoció, al pasar ante sus ojos, la rápida y vaga sombra de un largo futuro. Nunca escaparía: tendría que perdurar hasta el fin. Entonces los años recientes volvieron a envolverla y el gris telón de su indiferencia cayó sobre ella.

Henrietta la besó como solía besar Henrietta, como si le diera miedo de que la sorprendieran haciéndolo; y luego Isabel permaneció allí entre la multitud, mirando a su alrededor, intentando localizar a su sirvienta. No preguntó nada; solo quería esperar. Tuvo la repentina sensación de que iba a necesitar ayuda. Se alegró de que Henrietta hubiese ido a recibirla, pues siempre había algo terrible en el hecho de llegar a Londres. La arqueada bóveda oscura y llena de humo de la estación, la extraña y lívida luz, la densa y turbia multitud que no dejaba de dar empujones… todo aquello la llenó de un miedo nervioso que hizo que se cogiera del brazo de su amiga. Recordó que antes le gustaban todas esas cosas, porque parecían formar parte de un impresionante espectáculo en el que había algo que la conmovía. Recordó un anochecer de invierno, cinco años atrás, en que había ido caminando desde Euston por las bulliciosas calles. Ahora no podría hacerlo, e incluso rememoró el incidente como si se tratase de la proeza de otra persona.

—¡Es estupendo que hayas venido! —dijo Henrietta, mirándola al mismo tiempo como si pensara que Isabel podría estar dispuesta a rebatir esa afirmación—. Si no hubieses venido… si no hubieses venido… la verdad, no sé… —añadió la señorita Stackpole, en lo que era una ominosa alusión a su gran capacidad de reprobación.

Isabel volvió a mirar a su alrededor, pero no vio a su doncella. En su lugar, posó la mirada en otra figura que le dio la impresión que ya conocía de antes, y al instante reconoció el afable rostro del señor Bantling. Estaba un poco apartado, y la multitud que se agolpaba a su alrededor jamás conseguiría moverlo ni un milímetro del terreno que había ganado para retirarse con discreción mientras las dos damas se saludaban.

—Ahí está el señor Bantling —dijo Isabel en un tono suave, como sin darle importancia, sin que le preocupara ya mucho encontrar o no a su doncella.

—Sí, me acompaña a todas partes. Acérquese, señor Bantling —le dijo Henrietta, tras lo que el galante soltero se aproximó sonriente… con una sonrisa, no obstante, atenuada por la gravedad de la ocasión—. ¿Verdad que es estupendo que Isabel haya venido? —le preguntó Henrietta—. Está al corriente de todo —añadió dirigiéndose a su amiga—. Incluso tuvimos una fuerte discusión. Él decía que no vendrías, y yo decía que sí.

—Creía que siempre estaban de acuerdo en todo —dijo Isabel, devolviendo la sonrisa al señor Bantling.

Se sentía con fuerzas para sonreír en esos momentos, porque de pronto había visto la franca mirada de aquel hombre que tenía buenas noticias que darle. Sus ojos parecían decirle que no quería que olvidase que era un viejo amigo de su primo: que sabía lo que pasaba y que todo estaba bien. Isabel le dio la mano y, de forma un tanto extravagante, pensó que era un apuesto e intachable caballero.

—Bueno, yo siempre estoy de acuerdo —dijo el señor Bantling—, pero ella no.

—¿No te dije que una doncella era un incordio? —dijo Henrietta—. Lo más seguro es que la tuya se haya quedado en Calais.

—Me da igual —dijo Isabel sin dejar de mirar al señor Bantling, que nunca le había parecido tan interesante.

—Quédate con ella mientras voy a ver —ordenó Henrietta antes de dejarlos solos un momento.

Al principio se quedaron en silencio, y luego el señor Bantling preguntó a Isabel cómo había ido la travesía del Canal.

—Muy bien. No, creo que ha sido bastante dura —contestó esta ante la obvia sorpresa de su acompañante. Después añadió—: Ya sé que ha estado usted en Gardencourt.

—¿Y cómo lo sabe?

—No se lo sabría decir. Es que tiene usted aspecto de alguien que ha estado en Gardencourt.

—¿Cree que se me ve muy triste? Allí es todo muy triste, como ya sabe.

—Usted nunca parece muy triste, sino muy amable —dijo Isabel con una franqueza que no le costó ningún esfuerzo; tenía la impresión de que en adelante nunca volvería a sentir ningún tipo de vergüenza superficial.

El pobre señor Bantling, sin embargo, todavía se hallaba en ese estadio inferior. Se sonrojó mucho, se rio y le aseguró que con frecuencia se entristecía, y entonces se ponía furibundo.

—Y si no, pregúntele a la señorita Stackpole. Sí, estuve hace dos días en Gardencourt.

—¿Vio a mi primo?

—Solo un momento. Pero había estado recibiendo a gente. Warburton había ido el día anterior. Ralph era el mismo de siempre, salvo que estaba en cama, parecía muy enfermo y no podía hablar —continuó el señor Bantling—. Aun así, estaba muy alegre y divertido, y tan lúcido como siempre. Es una lástima.

Incluso en aquella bulliciosa y abarrotada estación, esa sencilla descripción resultaba muy vívida.

—¿Fue a última hora del día?

—Sí, fui a esa hora a propósito. Hemos pensado que a usted le gustaría saberlo.

—Le estoy muy agradecida. ¿Cree que podré ir esta noche?

—No creo que Henrietta le deje —dijo el señor Bantling—. Quiere que se quede con ella esta noche. Le hice prometer al sirviente de Touchett que me telegrafiaría hoy, y hace una hora recibí el telegrama en mi club. «Tranquilo y relajado», eso es lo que decía, y había sido enviado a las dos. Así que puede esperar hasta mañana. Debe de estar muy cansada.

—Sí, estoy muy cansada. Y se lo agradezco de nuevo.

—Bueno, estábamos seguros de que le gustarían esas últimas noticias.

Isabel comentó vagamente que, después de todo, Henrietta y él sí que parecían estar de acuerdo en todo. La señorita Stackpole volvió con la doncella de Isabel, a la que había encontrado demostrando que sí era de utilidad. La buena mujer, en lugar de perderse entre la multitud, se había dedicado simplemente a encargarse del equipaje de su señora, con lo cual ésta ya era libre para salir de la estación.

—Espero que no estés pensando en ir al campo esta noche —le dijo Henrietta—. Me da igual que haya un tren o no. Te vas a venir conmigo a Wimpole Street. No queda un sitio libre donde alojarse en Londres, pero aun así yo tengo uno para ti. No es un palacio romano, pero servirá para una noche.

—Haré lo que tú quieras —dijo Isabel.

—Pues vas a venir conmigo y me vas a contestar a unas cuantas preguntas. Eso es lo que quiero.

—¿Se da cuenta de que no ha dicho nada de cenar, señora Osmond? —bromeó el señor Bantling.

Henrietta fijó su mirada especulativa en él durante un momento.

—Ya veo que tienes mucha prisa por irte a cenar. Recuerda que tienes que estar en la estación de Paddington mañana a las diez.

—No lo haga por mí, señor Bantling —le dijo Isabel.

—No, lo hará por mí —afirmó Henrietta mientras hacía subir a su amiga en un coche de alquiler.

Y más tarde, en una sala grande y oscura de Wimpole Street (donde, para ser justos con ella, hemos de decir que había habido cena de sobra), comenzó a hacerle esas preguntas a las que había aludido en la estación:

—¿Te montó tu marido una escena por querer venir?

Esa fue la primera indagación de la señorita Stackpole.

—No, no puedo decir que hiciera ninguna escena.

—Entonces, ¿no se opuso?

 

—Sí, se opuso mucho, pero tampoco puede decirse que fuera ninguna escena.

—¿Qué fue entonces?

—Fue una conversación muy calmada.

Henrietta contempló a su invitada un instante.

—Tuvo que ser un infierno —comentó.

E Isabel no negó que lo hubiera sido, pero solo se ciñó a contestar las preguntas de Henrietta, lo cual fue fácil ya que eran bastante concretas. De momento prefería no darle ninguna información adicional.

—Bueno —dijo la señorita Stackpole al final—, solo tengo una crítica que hacerte. No sé por qué le prometiste a la señorita Osmond que volverías.

—Yo tampoco lo sé muy bien ahora —contestó Isabel—, pero en ese momento sí que lo sabía.

—Si has olvidado la razón, es posible que no vuelvas.

Isabel tardó un poco en responder.

—Tal vez encuentre otra.

—Nunca encontrarás una que sea buena.

—A falta de otra mejor, la promesa que le hice servirá —dijo Isabel.

—Sí, y por eso me parece tan odiosa.

—No hables de eso ahora. Aún falta algún tiempo para que suceda. Si venir fue tan complicado, ¿cómo será volver?

—Bueno, recuerda que, al menos, ¡no te montará ninguna escena! —dijo Henrietta de forma muy deliberada.

—Sí que lo hará —replicó Isabel en tono muy serio—. Aunque no será una escena de un momento, sino para el resto de mi vida.

Durante unos minutos las dos mujeres permanecieron calladas, considerando la perspectiva de ese resto, y entonces la señorita Stackpole, para cambiar de tema tal y como Isabel había pedido, anunció súbitamente:

—Pasé unos días en casa de lady Pensil.

—¡Ah, al fin llegó la invitación!

—Sí, tardó cinco años. Pero en esta ocasión sí quería verme.

—Lo cual es muy normal.

—Más normal de lo que creo que imaginas —dijo Henrietta con la mirada fija en algún punto lejano. Y entonces añadió, girándose de pronto hacia su amiga—: Isabel Archer, te ruego que me perdones. ¿No sabes por qué? Pues porque te critiqué en su momento y, sin embargo, yo he terminado yendo más lejos que tú. Al menos el señor Osmond nació allá.

Isabel tardó un momento en entender lo que le estaba diciendo, ya que el significado de sus palabras estaba disimulado con mucha modestia o, cuando menos, con mucho ingenio. En esos momentos a la mente de Isabel le costaba captar el lado cómico de las cosas, pero aun así recibió con una breve risa la noticia que le acababa de dar su interlocutora. No obstante, se controló de inmediato y dijo con el punto justo de emoción:

—Henrietta Stackpole, ¿me estás diciendo que vas a abandonar tu país?

—Sí, mi pobre Isabel, eso voy a hacer. Sería absurdo negarlo, y debo afrontar las cosas sin tapujos. Voy a casarme con el señor Bantling y a establecerme aquí en Londres.

—Me resulta tan extraño… —dijo Isabel con una sonrisa.

—Sí, supongo que lo es. He llegado a esa decisión poco a poco. Creo que sé lo que estoy haciendo, pero no creo que pueda explicarlo.

—Uno no puede explicar su matrimonio —contestó Isabel—. Y además el tuyo no necesita explicaciones. El señor Bantling no es ningún enigma.

—No, no es ningún chiste malo… ni siquiera una alta manifestación de humor estadounidense. Es una bellísima persona —continuó Henrietta—. Llevo muchos años estudiándolo y lo conozco muy bien. Es tan claro como el estilo de un buen prospecto. No es un intelectual, pero aprecia el intelecto. Por otra parte, tampoco exagera la importancia del mismo, algo que creo que hacemos a veces en Estados Unidos.

—Desde luego has cambiado —dijo Isabel—. Es la primera vez que te oigo decir algo en contra de tu país natal.

—Solo digo que estamos demasiado obnubilados ante la mera fuerza del intelecto, lo cual tampoco es que sea un defecto vulgar. Pero sí que he cambiado; una mujer tiene que cambiar mucho para casarse.

—Espero que seas muy feliz. Al fin vas a conocer, y además aquí, lo que es la vida íntima.

Henrietta emitió un suspiro muy expresivo.

—Supongo que esa es la clave del misterio. Ya no soportaba permanecer siempre al margen. Ahora tengo tanto derecho como cualquiera —añadió con inocente júbilo.

Isabel compartía la euforia de su amiga en su justa medida, pero en su punto de vista había cierta melancolía. Al final Henrietta había terminado reconociendo que era humana y femenina; Henrietta, a la que hasta entonces siempre había considerado una ligera e intensa llama, una voz incorpórea. Resultaba algo decepcionante descubrir que tenía sus propias susceptibilidades, que también la afectaban las pasiones comunes, y que su intimidad con el señor Bantling no era del todo original. Había cierta falta de originalidad en el hecho de que fuera a casarse con él… incluso una especie de estupidez; y por unos instantes la sordidez del mundo adquirió tintes más sombríos para Isabel. Al poco se dijo que, por lo menos, el propio señor Bantling era bastante original, pero seguía sin entender que Henrietta pudiera renunciar a su país. Ella misma lo había descuidado mucho, aunque nunca había representado para Isabel tanto como para Henrietta. A continuación, le preguntó si lo había pasado bien durante su estancia con lady Pensil.

—Sí, mucho —contestó Henrietta—. La pobre no sabía qué pensar de mí.

—¿Y eso es motivo de diversión?

—Mucho, porque se supone que ella es una mujer de gran intelecto. Cree que lo sabe todo, pero es incapaz de entender a una mujer moderna de mi clase. Le resultaría mucho más fácil si yo fuera un poco mejor o un poco peor. La pobre está totalmente desconcertada. Creo que piensa que me siento obligada a hacer algo inmoral, y para ella es una inmoralidad que me case con su hermano; pero tampoco resulta lo bastante inmoral. Y nunca conseguirá entender mi mezcolanza… ¡nunca!

—Entonces es menos inteligente que su hermano —dijo Isabel—, porque él sí que parece haberla entendido.

—¡Qué va, en absoluto! —exclamó la señorita Stackpole con decisión—. Estoy convencida de que esa es la única razón por la que quiere casarse conmigo: para resolver el misterio y las verdaderas dimensiones del mismo. Es como una idea fija… una especie de fascinación.

—Está muy bien que te lo tomes con tan buen humor.

—Bueno —dijo Henrietta—, ¡es que yo también tengo algo que resolver!

Y entonces Isabel comprendió que su amiga no había renunciado a sus lealtades, sino que planeaba un ataque. Por fin se disponía a enfrentarse en serio con Inglaterra.

No obstante, a la mañana siguiente, cuando se encontró a las diez en la estación de Paddington en compañía de la señorita Stackpole y del señor Bantling, Isabel también comprendió que el caballero en cuestión llevaba sus perplejidades bastante bien. En el caso de que aún no lo hubiera averiguado todo, al menos sí que había hecho el descubrimiento más importante: que a la señorita Stackpole no le iba a faltar iniciativa. Era evidente que, a la hora de elegir esposa, había querido evitar esa deficiencia.

—Henrietta ya me ha puesto al corriente, y me alegro mucho —le dijo Isabel al darle la mano.

—Supongo que le parecerá muy extraño —contestó el señor Bantling, apoyándose en su fino paraguas.

—Sí, me parece muy extraño.

—Seguro que no tanto como a mí. Pero siempre me ha gustado marcarme metas —dijo él con serenidad.

54

En esa segunda ocasión, la llegada de Isabel a Gardencourt fue incluso más discreta de lo que había sido la primera. Ralph Touchett mantenía un servicio muy reducido, y para los nuevos criados la señora Osmond era una desconocida; de manera que, en vez de conducirla a sus aposentos la hicieron pasar con cierta frialdad al salón para que esperara allí mientras subían a anunciar su llegada a su tía. Esperó mucho tiempo; la señora Touchett no parecía tener prisa en bajar a recibirla. Terminó por impacientarse, por ponerse nerviosa y asustarse… como si los objetos que la rodeaban se hubieran transformado en seres conscientes que observaban su inquietud haciendo muecas grotescas. El día era oscuro y frío; la penumbra se espesaba en los rincones de las amplias y sombrías habitaciones. La casa estaba totalmente silenciosa, un silencio que Isabel recordaba muy bien, pues era el mismo que había impregnado todo el lugar durante los días previos a la muerte de su tío. Salió del salón y deambuló por las estancias; entró en la biblioteca y recorrió la galería de pinturas, donde el eco de sus pasos resonó en medio de aquel profundo silencio. No había cambiado nada; lo reconoció todo tal y como lo había visto años atrás, e incluso se sintió como si fuera ayer mismo cuando había estado allí por última vez. Envidiaba la seguridad de aquellas piezas valiosas que no cambiaban en lo más mínimo, que solo aumentaban en valor, mientras sus propietarios iban perdiendo poco a poco la juventud, la felicidad y la belleza, y se percató de que estaba deambulando por el lugar del mismo modo en que lo hiciera su tía el día en que fue a verla en Albany. Isabel había cambiado mucho desde entonces… aquello solo había sido el principio. De pronto cayó en la cuenta de que si su tía Lydia no se hubiese presentado aquel día de aquella manera y no la hubiese encontrado sola, todo podría haber sido muy distinto. Tal vez habría tenido otra vida y habría sido una mujer más dichosa. En la galería se detuvo ante un pequeño cuadro, un encantador y valioso Bonington en el que posó la mirada durante largo tiempo. Pero no lo estaba contemplando; se estaba preguntando si, de no haber ido a verla su tía a Albany aquel día, se habría casado con Caspar Goodwood.

La señora Touchett apareció al fin, justo después de que Isabel hubiese vuelto al vasto y desolado salón. Parecía haber envejecido mucho, pero su mirada era tan vivaz como siempre y tenía la cabeza igual de erguida, mientras que sus finos labios parecían ser los guardianes de sus pensamientos latentes. Llevaba un vestido gris muy sencillo que hizo que Isabel se preguntara, tal y como había hecho la primera vez, si su distinguida pariente se parecía más a una reina regente o a la matrona de una prisión. Isabel sintió los labios de su tía más finos que nunca cuando tocaron sus ardientes mejillas.

—Te he tenido esperando porque estaba haciéndole compañía a Ralph —dijo la señora Touchett—. La enfermera se ha ido a almorzar y la he sustituido. Tiene un criado que se supone que lo cuida, pero no sirve para nada. Siempre está mirando por la ventana… ¡como si hubiera algo que ver! No he querido moverme porque parecía que Ralph estaba durmiendo y me ha dado miedo despertarlo con el ruido, así que me he esperado hasta que volviese la enfermera. Además, he recordado que ya conocías la casa.

—Y he comprobado que la conozco mejor de lo que creía. He estado dando vueltas por todas partes —explicó Isabel, que a continuación le preguntó si Ralph dormía mucho.

—Permanece con los ojos cerrados y sin moverse, pero no estoy segura de que siempre esté durmiendo.

—¿Me verá? ¿Podrá hablarme?

La señora Touchett declinó comprometerse en su respuesta.

—Puedes intentarlo —fue el límite de su locuacidad. Luego se ofreció a acompañar a Isabel a la habitación en que se alojaría—: Creía que te habrían llevado ya, pero claro, esta no es mi casa, sino de Ralph, y no sé lo que hacen o dejan de hacer. Espero que al menos se hayan encargado de tu equipaje. No creo que hayas traído mucho, aunque tampoco es que sea de mi incumbencia. Creo que te han asignado la misma habitación que ocupaste la otra vez. Cuando Ralph supo que venías, dijo que tenías que alojarte en esa.

—¿Y dijo algo más?

—Ay, querida, ya no charla tanto como solía —dijo la señora Touchett mientras precedía a su sobrina por las escaleras.

Era la misma habitación, e Isabel tuvo la impresión de que nadie había dormido en ella desde que la había ocupado por última vez. Su equipaje estaba allí y, en efecto, no era voluminoso. La señora Touchett se sentó un momento mientras lo contemplaba.

—¿De verdad no hay esperanzas? —le preguntó nuestra joven amiga, de pie ante ella.

—Ninguna en absoluto. Nunca las ha habido. No ha sido una vida muy satisfactoria que digamos.

—No, solo ha sido una vida hermosa.

Isabel se dio cuenta de que ya estaba contradiciendo a su tía, cuya sequedad la exasperaba.

—No sé qué quieres decir con eso. No hay belleza sin salud. Llevas un vestido muy raro para viajar.

Isabel echó un rápido vistazo a su atuendo.

—Salí de Roma a toda prisa, y me puse lo primero que encontré.

 

—Tus hermanas, en Estados Unidos, querían saber cómo vestías. Ese parecía ser su principal interés. No pude decírselo, pero por lo visto ellas ya se habían hecho una idea acertada: que nunca llevas nada que no sea brocado negro.

—Me creen más distinguida de lo que soy; me da miedo decirles la verdad —dijo Isabel—. Lily me contó en una carta que había cenado usted con ella.

—Me invitó cuatro veces, y al final no tuve más remedio que aceptar. Después de la segunda invitación tendría que haberme dejado en paz. La cena estuvo muy bien, y debió de costarle muy cara. Su marido tiene unos modales espantosos. ¿Que si disfruté de mi visita a Estados Unidos? ¿Y por qué tendría que disfrutarla? No fui allí por placer.

Eran unos temas de conversación muy interesantes, pero la señora Touchett dejó enseguida a su sobrina; volverían a reunirse al cabo de media hora para comer. Para dicho almuerzo ambas damas se sentaron una frente a la otra a una pequeña mesa del melancólico comedor. Al poco, Isabel se dio cuenta de que su tía no era tan seca como parecía, y volvió a sentir la misma compasión de antes por la inexpresividad de aquella pobre mujer, por su falta de lamentaciones y decepciones. Estaba claro que ese día habría sido para ella una bendición poder experimentar algún sentimiento de derrota, de error, incluso uno o dos motivos de vergüenza. Isabel se preguntó si no echaría de menos incluso esos enriquecimientos del espíritu y estaría intentando en privado… alcanzar como un regusto de vida, las migajas del banquete; el testimonio del dolor o el frío solaz del remordimiento. Por otro lado, quizá tuviese miedo porque, si comenzase a esas alturas a saber lo que era el remordimiento, tal vez ese descubrimiento la llevara demasiado lejos. No obstante, Isabel notó que su tía había intuido vagamente que se había perdido algo importante, y se veía en el futuro como una anciana sin recuerdos. Su pequeño y afilado rostro ofrecía un aspecto trágico. Le hizo saber a su sobrina que Ralph aún no se había movido, pero que probablemente podría verla antes de la cena. Y al momento añadió que Ralph había recibido a lord Warburton el día anterior, un anuncio que la sobresaltó ligeramente, ya que era una indicación de que aquel personaje se encontraba en las cercanías y cualquier accidente podría volver a reunirlos. No se trataría de un encuentro grato. Isabel no había ido a Inglaterra para tener que vérselas de nuevo con lord Warburton. No obstante, le dijo a su tía que este se había portado muy bien con Ralph, como ella misma había podido comprobar en Roma.

—Ahora tiene algo más en lo que pensar —contestó la señora Touchett, e hizo una pausa, mientras dirigía a su sobrina una mirada penetrante como una barrena.

Isabel comprendió que su tía quería decirle algo con esas palabras, y enseguida se imaginó de qué se trataba. Pero su contestación no reveló lo que había supuesto; el corazón le latía muy deprisa y quería ganar algún tiempo.

—Ah, ya… la Cámara de los Lores y demás.

—No está pensando en los lores, sino en las damas. Bueno, al menos en una. Le dijo a Ralph que va a casarse.

—¡Ah, va a casarse! —exclamó Isabel con suavidad.

—Si no rompe antes el compromiso. Al parecer pensó que a Ralph le gustaría saberlo. El pobre no podrá ir a la boda, claro, aunque creo que va a ser muy pronto.

—¿Y quién es la dama en cuestión?

—Un miembro de la aristocracia. Lady Flora, o lady Felicia… algo así.

—Me alegro mucho —dijo Isabel—. Debe de haber sido una decisión muy repentina.

—Bastante, creo; un noviazgo de solo tres semanas. Acaban de hacerlo público.

—Me alegro mucho —repitió Isabel con mayor énfasis. Sabía que su tía la estaba observando en busca de alguna señal de amargura, y fue el deseo de evitar que pudiera percibir nada de eso lo que le permitió adoptar rápidamente un tono de satisfacción, casi de alivio. Por supuesto, la señora Touchett se ceñía a la tradición según la cual toda dama, incluso las casadas, consideran el matrimonio de sus antiguos pretendientes como una ofensa a ellas. Así pues, la primera preocupación de Isabel fue demostrar que, por mucho que eso pudiera ocurrir en general, ella no se sentía ofendida. Pero mientras tanto, como digo, el corazón le latía con fuerza; y si permaneció en actitud pensativa unos instantes, durante los cuales se olvidó incluso de la observación escrutadora de la señora Touchett, no fue porque hubiese perdido un admirador. Su mente había atravesado media Europa hasta detenerse, jadeante e incluso algo temblorosa, en la ciudad de Roma. Se imaginó comunicándole a su marido que lord Warburton iba a llevar a una novia ante el altar, sin ser consciente de la extrema palidez de su aspecto al realizar semejante esfuerzo intelectual. No obstante, al final consiguió calmarse y dijo a su tía—: Estaba claro que antes o después tenía que hacerlo.

La señora Touchett permaneció en silencio, tras lo cual hizo un pequeño y rápido movimiento de negación con la cabeza.

—¡Ay, querida mía, no te entiendo! —exclamó de repente.

Siguieron comiendo sin decir nada, mientras Isabel se sentía como si se hubiera enterado de que lord Warburton había muerto. Solo lo había conocido como pretendiente, y ahora eso ya había acabado. También había muerto para la pobre Pansy; a través de ella, podría haber seguido vivo para Isabel. Había un sirviente en la estancia, y la señora Touchett le pidió que las dejara solas. Ella ya había terminado de comer y estaba sentada con las manos juntas sobre el borde de la mesa.

—Quiero hacerte tres preguntas —dijo cuando el sirviente se retiró.

—Tres son muchas preguntas.

—No pueden ser menos, ya lo he pensado bien. Y las tres son realmente buenas.

—Eso es lo que más miedo me da. Las mejores preguntas son siempre las peores —contestó Isabel.

La señora Touchett había echado su silla hacia atrás y, cuando su sobrina se levantó de la mesa y se dirigió con toda la intención hasta uno de los ventanales, sintió cómo los ojos de aquella la iban siguiendo.

—¿Has lamentado alguna vez no haberte casado con lord Warburton? —le preguntó la señora Touchett.

Isabel negó con la cabeza lentamente, sin brusquedad.

—No, mi querida tía.

—Bien. Debo decirte que estoy dispuesta a creerme todo lo que me digas.

—El hecho de que vaya a creerme supone una gran tentación —afirmó Isabel, que seguía sonriendo.

—¿Una tentación para mentir? No te lo recomiendo, porque cuando estoy mal informada soy tan peligrosa como una rata envenenada. No temas, no te voy a echar nada en cara.

—Es mi marido el que no se lleva bien conmigo —dijo Isabel.

—Eso se lo podría haber dicho yo que pasaría. Con eso no te estoy echando en cara nada a ti —añadió la señora Touchett—. ¿Te sigue agradando Serena Merle? —continuó.

—No como antes. Pero ya da igual, porque se marcha a Estados Unidos.

—¿A Estados Unidos? Vaya, debe de haber hecho algo muy malo.

—Sí, muy malo.

—¿Puedo preguntar de qué se trata?

—Me utilizó.

—¡Y a mí también! —exclamó la señora Touchett—. Lo hace con todo el mundo.

—También utilizará a Estados Unidos —afirmó Isabel mientras volvía a sonreír y se alegraba de que hubiesen acabado las preguntas de su tía.

No pudo ver a Ralph hasta bien entrada la tarde. Había estado todo el día dormitando o, al menos, yacía inconsciente. El doctor había estado con él pero se marchó al rato… el mismo doctor local que había atendido a su padre y al que Ralph tanto apreciaba. Iba tres o cuatro veces al día, pues estaba muy interesado en el estado de su paciente. Antes lo atendía sir Matthew Hope, pero Ralph se había cansado de ese ilustre médico y había pedido a su madre que le enviase recado de que había muerto y, por lo tanto, ya no precisaba de sus servicios. La señora Touchett se había limitado a escribir a sir Matthew informándole de que no era del agrado de su hijo. Como digo, el día de la llegada de Isabel Ralph no dio señales de estar despierto durante muchas horas, pero al caer la noche abrió los ojos y dijo que sabía que ella se encontraba allí. No estaba claro cómo podía saberlo, ya que nadie se lo había dicho por miedo a que se alterase. Isabel entró y se sentó junto a su cama, en la penumbra creada por una vela cubierta que había encendida en un rincón de la habitación. Dijo a la enfermera que podía retirarse, ya que ella misma se quedaría con él el resto de la noche. Ralph había abierto los ojos y la había reconocido, y movió la mano, que yacía inerte junto a él, para que Isabel la cogiera; pero no podía hablar, así que volvió a cerrar los ojos y permaneció inmóvil sosteniendo su mano. Isabel estuvo allí mucho tiempo… hasta que regresó la enfermera, pero en ese tiempo Ralph no volvió a dar ninguna señal de vida. Podría haber fallecido mientras ella lo contemplaba; de hecho, ya era la viva imagen de la muerte. Ya le había parecido que estaba muy mal en Roma, pero aquello era mucho peor, y solo cabía esperar un único cambio. Había un extraño aire de tranquilidad en su rostro, que estaba tan quieto como la tapa de una caja. Por lo demás, Ralph era un mero armazón de huesos, y cuando había abierto los ojos para saludarla fue como si Isabel contemplara un espacio inconmensurable. La enfermera no volvió hasta la medianoche, pero las horas no se le hicieron largas a Isabel, ya que a eso era a lo que había ido. Si había ido a esperar, tuvo abundantes ocasiones de hacerlo, pues Ralph yació durante tres días en una especie de agradecido silencio. Siempre la reconocía, y a veces parecía que quería hablarle, pero no le salía la voz. Entonces volvía a cerrar los ojos, como si él también estuviese esperando algo… algo que sin duda terminaría por llegar. Permanecía tan inmóvil que a veces Isabel creía que ya había llegado el momento, y aun así nunca dejó de pensar que seguían juntos. No obstante, no estaban siempre juntos; Isabel pasaba horas deambulando por la casa vacía, intentando escuchar una voz que no era la del pobre Ralph. Vivía con el miedo constante de que su marido pudiera escribirle. Sin embargo, este permaneció en silencio, y la única carta que recibió Isabel procedía de Florencia y era de la condesa Gemini. Finalmente, la noche del tercer día, Ralph habló.