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100 Clásicos de la Literatura

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—Sí, la madre sí que se ha traicionado —dijo Isabel, que lo había escuchado todo mientras palidecía por momentos—. Se traicionó conmigo el otro día, aunque no me di cuenta entonces. Fue cuando pareció que Pansy había tenido la oportunidad de hacer una gran boda, y la decepción porque no hubiese llegado a buen término casi le quitó la máscara.

—¡Sí, eso es lo que la pierde! —exclamó la condesa—. Como ha fracasado tan estrepitosamente consigo misma, quiere compensarlo con su hija.

Isabel se sobresaltó al oír las palabras «su hija», que su invitada había dicho con tanta naturalidad.

—Es todo tan increíble —murmuró, y, embargada por esa sensación de desconcierto, casi olvidó que la historia la afectaba personalmente.

—¡No vayas a tomarla ahora con esa pobre niña inocente! —dijo la condesa—. Es encantadora pese a sus lamentables orígenes. Hasta yo misma he llegado a apreciarla mucho, y no, naturalmente, porque fuese hija de ella, sino porque había pasado a ser tuya.

—Sí, ha pasado a ser mía. ¡Cuánto debe de haber sufrido esa pobre mujer viéndome…! —exclamó Isabel sonrojándose ante la idea.

—No creo que haya sufrido. Al contrario, ha disfrutado. El matrimonio de Osmond ha dado a su hija un gran impulso. Antes de eso la pobre vivía en un agujero. ¿Y sabes qué debió de pensar la madre? Que a lo mejor le cogías tanto cariño a la niña que hacías algo por ella. Estaba claro que, al ser tan pobre, Osmond no podía darle ninguna dote, pero todo eso ya lo sabes tú. Ay, querida mía —suspiró la condesa—, ¿por qué tuviste que heredar tanto dinero? —Se detuvo un momento, como si viera algo extraño en el rostro de Isabel—. No me digas que sí piensas darle dote… Ya sé que eres muy capaz de hacerlo, pero me resisto a creerlo. No intentes ser tan buena. Tómate las cosas con un poco más de tranquilidad, de naturalidad, de malicia. Por tu propio bien, trata de ser un poco malvada por una vez en tu vida.

—Es todo muy extraño. Ya sé que debería pensar de otro modo, pero el caso es que me da mucha pena —dijo Isabel—. Y te estoy muy agradecida, por supuesto.

—¡Nadie lo diría! —exclamó la condesa con una risa irónica—. Puede que lo estés o puede que no. Desde luego, no te lo has tomado como creía que harías.

—¿Y cómo debería tomármelo? —preguntó Isabel.

—Bueno, pues como una mujer a la que han utilizado. —Isabel no contestó nada; tan solo escuchaba, así que la condesa continuó—: Siempre han estado unidos esos dos; incluso siguieron estándolo después de que ella rompiera… o de que rompiera él. Pero él siempre ha sido más importante para ella que ella para él. Cuando acabó su pequeño carnaval acordaron darse mutuamente libertad total, pero también que harían todo lo posible para ayudarse entre ellos. Te preguntarás cómo puedo saber eso. Pues lo sé por la forma en que se han comportado. ¡Ahí es donde se ve que las mujeres somos mucho mejores que los hombres! Ella le encontró una esposa a Osmond, pero Osmond nunca ha movido un dedo por ella. Ella se ha esforzado por él, ha conspirado por él, ha sufrido por él, hasta en más de una ocasión le ha conseguido dinero, y al final resulta que él se ha cansado de ella. Ya solo la ve como una vieja costumbre; hay momentos en que la necesita, pero en conjunto no la echaría de menos si desapareciera. Y, lo que es más, ella lo sabe. Así que no hace falta ni que te molestes en sentir celos —añadió la condesa con humor.

Isabel se volvió a levantar del sofá. Se sentía herida y sin aliento, y la cabeza le bullía con toda la información recibida.

—Te estoy muy agradecida —repitió, y de pronto, en un tono bien distinto, añadió—: ¿Y tú cómo sabes todo eso?

Esa pregunta pareció contrariar a la condesa más de lo que la complacía la expresión de gratitud de Isabel. Miró a esta fijamente y exclamó:

—¡Pongamos que me lo he inventado todo! —No obstante, también ella cambió repentinamente de tono y, poniendo una mano en el brazo de Isabel, dijo con una penetrante y brillante sonrisa—: Y ahora, ¿desistirás de tu viaje?

Isabel dio un pequeño respingo y se apartó, pero se sentía tan débil que al momento tuvo que apoyar el brazo en la repisa de la chimenea. Permaneció así un minuto, y luego dejó caer la aturdida cabeza sobre el brazo, con los ojos cerrados y los labios pálidos.

—He hecho mal en hablar. Te has puesto enferma —se lamentó la condesa.

—¡Tengo que ir a ver a Ralph! —gimió Isabel.

No lo dijo con resentimiento, ni presa del arrebato de pasión que había esperado su acompañante, sino en un tono de infinita y trascendental tristeza.

52

Salía un tren para Turín y París esa misma noche y, después de que la condesa se hubiese marchado, Isabel mantuvo una rápida y decisiva conversación con su doncella, que era discreta, fiel y eficiente. Después de eso solo pensó en una cosa aparte del viaje: tenía que ir a ver a Pansy, pues a ella no podía abandonarla. No había ido a visitarla todavía, ya que Osmond le había dado a entender que aún era pronto. A las cinco de la tarde su carruaje se detuvo ante una alta puerta que había en una estrecha calle del barrio de la piazza Navona, y allí fue recibida por la portera del convento, que era una persona afable y servicial. Ya conocía la institución, pues en una ocasión había acompañado a Pansy a visitar a las hermanas. Sabía que eran buenas mujeres, y comprobó que las grandes habitaciones presentaban un aspecto limpio y alegre, y que el bien aprovechado jardín ofrecía sol en invierno y sombra en primavera. Aun así, no le gustaba aquel lugar, ya que sentía cierto rechazo y casi la asustaba hasta el punto de que por nada del mundo habría pasado una noche allí. Ese día le produjo más que nunca la impresión de que era una confortable prisión, pues era imposible creer que Pansy fuera libre para marcharse cuando quisiese. Ahora veía a esa inocente criatura con nuevos y terribles ojos, pero la revelación había tenido el efecto secundario de que quisiera más que nunca tenderle una mano.

La portera la dejó esperando en una sala del convento mientras iba a informar de que la querida señorita tenía una visita. La sala era una estancia enorme y fría, con mobiliario que parecía nuevo; había una estufa de porcelana blanca sin encender, grande y limpia, una colección de flores de cera bajo cubiertas de cristal, y una serie de grabados de escenas religiosas en las paredes. En la ocasión anterior el lugar le había parecido a Isabel más propio de Filadelfia que de Roma, pero esa vez no pensó nada, sino que la estancia tan solo le resultó muy vacía y silenciosa. La portera volvió al cabo de unos cinco minutos acompañada por otra persona. Isabel se levantó esperando ver a una de las hermanas, pero para su gran sorpresa se encontró frente a madame Merle. El efecto fue extraño, pues esta se hallaba ya tan presente en su mente que su aparición en carne y hueso fue como ver, de repente y con bastante espanto, una imagen pintada que comenzara a moverse. Isabel llevaba todo el día dándole vueltas a su falsedad, su audacia, su habilidad, su posible sufrimiento, y todas esas ideas sombrías parecieron destellar con una luz repentina al entrar ella en la habitación. Su presencia allí tenía el desagradable carácter de una prueba acusatoria, caligráfica, de las reliquias profanadas y otras cosas espantosas que se presentan ante un tribunal. Hizo que Isabel se sintiera débil, tanto que, si hubiera tenido que hablar en ese momento, habría sido incapaz; pero no vio tal necesidad, pues estaba convencida de que no tenía absolutamente nada que decirle a madame Merle. No obstante, en las relaciones con esa dama nunca había necesidades absolutas; tenía una forma de desenvolverse que le permitía superar no solo sus propias deficiencias, sino también las de los demás. Sin embargo, ese día no parecía ser la misma; entró muy despacio detrás de la portera, e Isabel se dio cuenta enseguida de que no era muy probable que pudiese echar mano de sus habituales recursos. Para madame Merle la situación también era excepcional, y se había propuesto hacerle frente a la luz de las circunstancias. Eso le daba un aire de seriedad muy peculiar; ni siquiera intentó sonreír y, aunque Isabel vio más que nunca que estaba interpretando un papel, aun así le pareció que, en conjunto, aquella insólita mujer jamás había sido más ella misma. Madame Merle miró a su joven amiga de la cabeza a los pies, pero no de forma áspera o desafiante, sino más bien con fría amabilidad, y omitiendo cualquier alusión a su último encuentro. Era como si quisiera dejar bien clara la diferencia: en aquella ocasión había estado enojada, mientras que ahora se sentía del todo reconciliada.

—Nos puede dejar solas —dijo madame Merle a la portera—. Dentro de cinco minutos volverá a llamarla esta señora.

Y se giró hacia Isabel, la cual, tras haber observado esta escena se desentendió y dejó que su mirada vagase hasta donde permitían los límites de la habitación. No quería volver a posar nunca más sus ojos en madame Merle.

—Te sorprendes de encontrarme aquí, y me temo que no sea de tu agrado —dijo esa dama—. No entiendes por qué he venido; es como si me hubiera querido adelantar a ti. Reconozco que he actuado de forma bastante indiscreta, porque tendría que haberte pedido permiso primero. —No había ninguna ironía velada en sus palabras, sino que las dijo con sencillez y suavidad, pero Isabel, perdida en un mar de dudas y de dolor, tampoco habría podido aunque quisiera saber con qué intención las había dicho—. Pero no he estado mucho tiempo —continuó madame Merle—; con Pansy, quiero decir. He venido a verla porque de pronto se me ocurrió esta tarde que debía de sentirse muy sola, e incluso un poco triste. Tal vez resulte bueno para una chica joven estar aquí, aunque tampoco lo puedo afirmar, ya que sé muy poco acerca de las jovencitas. De todos modos sí que es un poco deprimente, así que he venido… por si acaso. Por supuesto sabía que tú vendrías, y también su padre; pero no había oído nada de que estuvieran prohibidas otras visitas. Esa buena mujer… ¿cómo se llama…?, madame Catherine, no ha puesto ninguna objeción. He estado veinte minutos con Pansy. Tiene una habitación muy bonita, con piano y flores, que no parece en absoluto una celda de convento. La ha arreglado muy bien; tiene muy buen gusto. Ya sé que no es asunto mío, pero me siento mucho mejor después de haber visto a Pansy. Hasta puede tener doncella si quiere, aunque, claro, aquí no tiene necesidad de vestirse para ninguna ocasión. Lleva un sencillo vestido negro, y está encantadora. Después he ido a ver a la madre Catherine, que también tiene una habitación muy agradable. Te aseguro que no encuentro a estas pobres hermanas nada monásticas. La madre Catherine tiene un tocador muy coqueto, en el que había algo que hasta parecía un frasco de agua de colonia. Habla maravillas de Pansy, y dice que están encantadas de tenerla con ellas; que es una pequeña santa caída del cielo y un modelo para las niñas más mayores. Justo cuando ya iba a despedirme de madame Catherine, ha aparecido la portera para decirle que una señora quería ver a la signorina. Enseguida me he imaginado que serías tú, así que le he pedido que me dejara salir a recibirte en su lugar. He de decir que ha puesto muchos reparos y me ha dicho que tenía que informar antes a la madre superiora, ya que es muy importante que seas tratada con el máximo respeto. Entonces le he pedido que dejara tranquila a la madre superiora, y le he preguntado que cómo creía que te iba a tratar yo.

 

Así había seguido hablando madame Merle, mientras desplegaba buena parte de la brillantez propia de una mujer que hacía mucho tiempo que dominaba el arte de la conversación. Pero había ciertas fases y gradaciones en su discurso que no pasaron inadvertidas a los oídos de Isabel, por más que siguiera sin mirar a la otra a la cara. No pasó mucho tiempo sin que Isabel percibiera cómo se le quebraba levemente la voz, cómo se producían ciertos silencios en medio de la narración, lo cual parecía representar en sí mismo un auténtico drama. Esa sutil modulación indicaba un descubrimiento de suma importancia, la constatación de que había una actitud totalmente nueva y distinta por parte de su interlocutora. Madame Merle había adivinado en un instante que todo había acabado entre ellas, y al siguiente había adivinado la razón. La persona que tenía ante sí no era la misma que había tratado hasta ese momento, sino alguien muy diferente: una persona que conocía su secreto. El descubrimiento fue tremendo y, en cuanto lo hizo, aquella mujer con tan portentoso dominio de sí misma titubeó y perdió su valor. Sin embargo, aquello duró solo un momento. A continuación volvió a hacer acopio de su gran torrente de buenas maneras, que siguió fluyendo sin cortapisas hasta el final. Pero fue precisamente porque tenía ese final en vista por lo que pudo continuar. Se había visto afectada por algo que la hacía temblar, y necesitaba de toda su fuerza de voluntad para contener la agitación que sentía, ya que su única esperanza residía en evitar traicionarse. Lo consiguió, pero el deje de desconcierto en su voz se negó a mejorar, sin que pudiera hacer nada al respecto, mientras se oía hablar sin apenas saber lo que decía. La marea de su seguridad bajó y solo pudo deslizarse como pudo hasta llegar a puerto, arañando el casco de su nave contra el fondo.

Isabel vio todo eso con tanta nitidez como si se hubiera reflejado en un espejo grande y diáfano. Podría haber sido un gran momento para ella: podría haber sido su momento de gloria. El hecho de que madame Merle hubiese perdido el coraje y viera ante sí el fantasma de su secreto al descubierto era ya de por sí una gran venganza, casi una promesa de un futuro mejor. Y durante un momento, mientras parecía estar mirando por la ventana, casi dando la espalda a la otra, Isabel disfrutó sabiendo todo eso. Al otro lado de la ventana estaba el jardín del convento, pero no era eso lo que vio; no vio los brotes de las plantas ni el resplandor de la tarde. A la cruda luz de esa revelación, que ya se había convertido en parte de su experiencia y a la que la fragilidad de la nave en que le había sido ofrecida solo otorgaba un valor intrínseco, vio la pura y evidente verdad de que ella había sido utilizada como un mero instrumento, tan inconsciente y conveniente como una herramienta de madera y hierro. Volvió a crecer en ella toda la amargura de saberlo; era como si sintiese en los labios el regusto de la deshonra. Hubo un momento en el que, si se hubiera girado para hablar, habría dicho algo que habría silbado y restallado como un látigo. En su lugar, cerró los ojos y consiguió que esa odiosa visión desapareciese. Así consiguió que la mujer más inteligente del mundo, allí de pie a escasa distancia de ella, pareciera tan perdida y desorientada como la más insignificante de todas. La única venganza de Isabel consistió en permanecer en silencio… en dejar a madame Merle perdida en esa situación sin precedentes. La dejó allí durante un tiempo que debió de parecerle demasiado largo a la dama, ya que terminó por sentarse con un movimiento que de por sí era una confesión de total indefensión. Entonces Isabel se giró lentamente y la miró. Madame Merle escrutaba muy pálida el rostro de Isabel. Que viera lo que quisiera… el peligro ya había pasado. Isabel nunca la acusaría de nada ni le reprocharía lo más mínimo, tal vez porque tampoco le daría jamás la oportunidad de defenderse.

—He venido a despedirme de Pansy —dijo nuestra joven al fin—. Me voy a Inglaterra esta noche.

—¿Que te vas a Inglaterra esta noche? —repitió madame Merle, mientras seguía sentada mirándola.

—Me voy a Gardencourt. Ralph Touchett se está muriendo.

—Ay, debes de estar muy afectada —dijo madame Merle recuperándose, ya que se le presentaba una oportunidad de expresar compasión—. ¿Te vas sola?

—Sí, sin mi marido.

Madame Merle emitió un vago murmullo, como una especie de reconocimiento de la tristeza que lo impregnaba todo.

—Nunca le he gustado al señor Touchett, pero lamento mucho que se esté muriendo. ¿Estará su madre allí?

—Sí, ha vuelto de Estados Unidos.

—Antes era muy amable conmigo, pero ha cambiado. También otros han cambiado —dijo madame Merle con un sereno y noble aire de patetismo. Luego hizo una pausa y añadió—: ¡Y volverás a ver de nuevo tu querido Gardencourt!

—No voy a tener ocasión de disfrutarlo mucho —respondió Isabel.

—Claro… en medio de tanto dolor. Pero, en fin, de todas las casas que conozco, y conozco muchas, es sin duda en la que más me gustaría vivir. No me atrevo a enviar un mensaje a la gente de allí —añadió madame Merle—, pero sí que me gustaría enviar todo mi amor al lugar.

Isabel se dio la vuelta.

—Voy a ver a Pansy. No tengo mucho tiempo.

Mientras miraba a su alrededor para encontrar la salida adecuada, la puerta se abrió para dejar entrar a una de las señoras de la casa, que avanzó con una discreta sonrisa en el rostro, al tiempo que se frotaba con suavidad sus manos rollizas y blancas bajo las largas y anchas mangas. Isabel reconoció en ella a madame Catherine, a la que ya conocía, y le rogó que la dejara ver de inmediato a la señorita Osmond. Madame Catherine pareció redoblar su discreción, sonrió suavemente y dijo:

—Le hará mucho bien verla a usted. Yo misma la acompaño.

Entonces dirigió su mirada complaciente y cautelosa a madame Merle.

—¿Puedo quedarme un poco? —preguntó esta—. Se está tan bien aquí…

—¡Puede quedarse para siempre, si lo desea! —contestó la buena hermana con una risa muy significativa.

Condujo a Isabel fuera de la estancia, luego recorrieron varios pasillos y subieron unas largas escaleras. Todos los lugares por los que pasaban parecían sólidos y austeros, iluminados y limpios; también lo son los grandes establecimientos penitenciarios, pensó Isabel. Madame Catherine empujó con suavidad la puerta de la habitación de Pansy e hizo pasar a su acompañante. La hermana permaneció sonriente con las manos entrelazadas mientras las otras dos se saludaban y abrazaban.

—Se alegra mucho de verla —repitió—. Le hará mucho bien.

Y dispuso la mejor silla con mucho cuidado para que se sentara Isabel. Pero la monja no hizo ademán de ir a sentarse también, y ya se disponía a retirarse.

—¿Cómo ve a nuestra querida niña? —preguntó a Isabel, demorándose un momento más.

—Está pálida —contestó aquella.

—Eso es por la alegría de verla. Es muy feliz. Elle éclaire la maison —dijo la hermana.

Tal y como había dicho madame Merle, Pansy llevaba un vestidito negro que tal vez fuese el causante de su palidez.

—Son muy buenas conmigo… ¡piensan en todo! —dijo la joven con su acostumbrada ansia por quedar bien.

—Pensamos en ti siempre… eres para nosotras una carga preciosa —comentó madame Catherine en el tono de una mujer para la que la benevolencia era un hábito, y cuyo concepto del deber consistía en la aceptación de todos los cuidados precisos.

Sus palabras cayeron como un plomo en los oídos de Isabel, ya que parecía representar la renuncia de la propia personalidad a la autoridad de la Iglesia.

Cuando madame Catherine las dejó solas, Pansy se arrodilló y escondió la cabeza en el regazo de su madrastra. Permaneció así durante unos instantes mientras Isabel le acariciaba con ternura el pelo. Después se levantó, apartando el rostro y paseando la mirada por la habitación.

—¿No le parece que la he arreglado bien? Aquí dispongo de todo lo que tengo en casa.

—Es muy bonita, y me imagino que estarás cómoda. —Isabel apenas sabía qué decirle. Por un lado no podía dejar que creyera que había ido a compadecerse de ella, pero por otro sería una farsa absurda fingir que se alegraba de su situación, así que sencillamente añadió al cabo de un momento—: He venido a despedirme de ti. Me voy a Inglaterra.

El pequeño y blanco rostro de Pansy se sonrojó.

—¿A Inglaterra? ¿Para no volver?

—No sé cuándo volveré.

—Ah, lo siento —suspiró Pansy débilmente.

Habló como si no tuviera ningún derecho a criticar, pero su tono expresaba una profunda decepción.

—Mi primo, el señor Touchett, está muy enfermo. Lo más probable es que muera, y quiero verle antes —dijo Isabel.

—Sí, ya me dijo que moriría pronto. Claro que debe ir. ¿Va papá también?

—No, me voy sola.

Durante un momento la joven no dijo nada. Isabel se había preguntado a menudo qué pensaría de la relación de su padre con su esposa, pero nunca, ni siquiera con una mirada o el menor comentario, había dejado entrever Pansy que la considerara deficiente en lo que a intimidad se refería. Isabel estaba segura de que había reflexionado sobre el tema, y de que debía de haber llegado a la conclusión de que había maridos y mujeres mucho mejor avenidos, pero Pansy era discreta hasta de pensamiento, y jamás se habría atrevido a juzgar ni a su amable madrastra ni a su maravilloso padre. Su corazón se habría quedado tan paralizado como si de pronto hubiera visto a dos de los santos del gran cuadro que había en la capilla del convento girar sus cabezas pintadas y negar con ellas entre sí. Pero, al igual que en tal caso, y por la misma solemnidad del mismo, jamás habría mencionado que había presenciado tan terrible fenómeno, así que se callaba todo lo que sabía sobre los secretos de unas vidas que consideraba más importantes que la suya propia.

—Se va muy lejos —dijo Pansy al fin.

—Sí, muy lejos. Pero tampoco importa mucho —explicó Isabel—, ya que mientras estés aquí no podré estar a tu lado.

—Pero puede venir a verme, aunque no lo haya hecho mucho hasta ahora.

—No he venido porque tu padre me lo prohibió. Y hoy no traigo nada con lo que poder entretenerte.

—No hay que entretenerme. Eso no es lo que quiere papá.

—Entonces da igual que yo esté en Roma o en Inglaterra.

—No es usted feliz, señora Osmond —dijo Pansy.

—No, no mucho, pero qué más da.

—Eso mismo me digo yo. ¿Y qué más da? Pero me gustaría salir de aquí.

—Ojalá pudieras.

—No me deje aquí —dijo Pansy con suavidad.

Isabel permaneció callada durante un minuto mientras el corazón le latía muy deprisa.

—¿Vendrías conmigo ahora? —preguntó.

—¿Le ha dicho papá que me lleve?

—No, es una propuesta mía.

—Entonces creo que es mejor que espere. ¿No me envía papá ningún mensaje?

 

—No creo que sepa que he venido.

—Supongo que piensa que aún no he tenido bastante —dijo Pansy—, pero yo creo que sí. Las señoras son muy buenas conmigo, y las niñas vienen a verme. Algunas de las más pequeñas son encantadoras. Y mi habitación… bueno, ya lo ve usted misma. Está todo muy bien. Pero ya he tenido bastante. Papá quería que pensara un poco, y ya he pensado mucho.

—¿Y qué has pensado?

—Bueno, que nunca debo disgustar a papá.

—Eso ya lo sabías.

—Sí, pero ahora lo sé mejor. Haré lo que sea… lo que sea —dijo Pansy.

Entonces, al oír sus propias palabras, un intenso y puro rubor se adueñó de su rostro. Isabel interpretó el significado del mismo, y se dio cuenta de que la pobre chica había sido derrotada. ¡Menos mal que el señor Edward Rosier había conservado los esmaltes! Isabel la miró a los ojos y en ellos vio ante todo una súplica de que no la tratara con dureza. Posó su mano en la de Pansy, como si quisiera decirle que esa mirada suya no implicaba ninguna disminución de la estima que sentía por ella, ya que ese derrumbe momentáneo de la resistencia de la joven, pese a lo silencioso y modesto que había sido, solo parecía su tributo a la verdad de las cosas. Patsy nunca pretendía juzgar a los demás, pero sí que se había juzgado a sí misma y había visto la realidad. No tenía vocación para luchar contra las combinaciones de la adversidad, y había algo en la solemnidad de su encierro que la sobrecogía. Inclinaba su bonita cabeza ante la autoridad y solo le pedía a esta que fuese misericordiosa. Sí, menos mal que el señor Edward Rosier había conservado unos cuantos objetos.

Isabel se puso en pie, ya que su tiempo se estaba acabando.

—Bueno, entonces adiós. Me voy de Roma esta noche.

Pansy la cogió del vestido con un repentino cambio de expresión en el rostro.

—Está usted muy rara —dijo—. Me está asustando.

—Oh, tranquila, soy inofensiva —afirmó Isabel.

—Entonces, ¿puede que no vuelva?

—Puede que no. No lo sé seguro.

—¡Ay, señora Osmond, no me deje!

Isabel vio entonces que Pansy había caído en la cuenta de todo.

—Mi querida niña, ¿qué puedo hacer por ti?

—No lo sé… pero soy más feliz cuando pienso en usted.

—Puedes pensar en mí siempre que quieras.

—No si está tan lejos. Tengo un poco de miedo —dijo Pansy.

—¿De qué tienes miedo?

—De papá… un poco. Y de madame Merle. Acaba de venir.

—No debes decir esas cosas —la reconvino Isabel.

—Oh, haré todo cuanto quieran. Solo que, si está usted aquí, me será más fácil.

Isabel meditó unos instantes.

—No te pienso abandonar —dijo al fin—. Adiós, niña mía.

Entonces se fundieron durante un momento en un silencioso abrazo, como dos hermanas, y después Pansy la acompañó por el pasillo hasta las escaleras.

—Madame Merle ha estado aquí —repitió Pansy mientras iban caminando y, como Isabel no dijo nada, añadió de pronto—: No me gusta madame Merle.

Isabel vaciló unos instantes y se detuvo.

—No debes decir nunca que… que no te gusta madame Merle.

Pansy la miró asombrada, aunque para Pansy el asombro nunca había sido razón para desobedecer.

—No lo volveré a hacer —dijo con exquisita mansedumbre.

Tenían que separarse en las escaleras, ya que al parecer parte de la suave pero estricta disciplina bajo la que vivía Pansy consistía en que no las bajase. Isabel descendió por ellas y, cuando llegó al final, miró y vio que la joven seguía arriba.

—¿Volverá? —le dijo esta con una voz que después Isabel recordaría muchas veces.

—Sí… volveré.

Madame Catherine se reunió abajo con la señora Osmond y la condujo de nuevo hasta la sala. En la puerta se quedaron hablando un momento.

—Yo no entro —dijo la hermana—. Madame Merle la está esperando.

Isabel se puso tensa al oír ese anuncio. Casi estuvo a punto de preguntar si no había otra forma de salir del convento, pero tras reflexionar un instante se convenció de que sería mejor que no revelara a aquella estimable monja su deseo de evitar a la otra amiga de Pansy. Su acompañante la cogió del brazo con mucha suavidad y, mirándola fijamente durante un momento con sus sabios y benevolentes ojos, le dijo en francés en un tono casi familiar:

—Eh bien, chère madame, qu’en pensez-vous?

—¿De mi hijastra? Bueno, tardaría mucho en explicárselo.

—Nosotras creemos que ya es suficiente —afirmó madame Catherine con toda claridad, y luego abrió la puerta de la sala.

Madame Merle estaba sentada igual que cuando Isabel la había dejado, como una mujer tan absorta en sus pensamientos que ni siquiera había movido un solo dedo. Una vez que madame Catherine hubo cerrado la puerta, la dama se puso en pie, e Isabel se percató de que había estado pensando en algo concreto. Había recuperado la serenidad y volvía a estar en plena posesión de todos sus recursos.

—Pensé que debería esperarte —dijo con extremada cortesía—, pero no es para hablar de Pansy.

Isabel se preguntó de qué querría hablar, y pese a tal declaración respondió al cabo de un momento:

—Madame Catherine dice que ya es suficiente.

—Sí, a mí también me lo parece. Pero quería preguntarte sobre el pobre señor Touchett —añadió madame Merle—. ¿Tienes razones para creer que de verdad está en las últimas?

—La única información que tengo es un telegrama, que lamentablemente solo confirma esa posibilidad.

—Te voy a hacer una pregunta muy extraña —dijo madame Merle—. ¿Aprecias mucho a tu primo?

Y le dedicó una sonrisa tan extraña como sus palabras.

—Sí, lo aprecio mucho, pero no entiendo lo que quieres decir.

Madame Merle esperó un momento.

—Es difícil de explicar. Se me ha ocurrido algo que tal vez no se te haya ocurrido nunca, y quiero compartir contigo el beneficio de mi idea. Tu primo te hizo en una ocasión un gran favor. ¿Has reparado en ello alguna vez?

—Me ha hecho muchos favores.

—Sí, pero sobre todo uno mucho más importante que todos los demás. Te hizo una mujer rica.

—¿Que él me hizo…?

Madame Merle, ante el éxito de sus palabras, continuó hablando en tono más triunfal:

—Te concedió ese lustre adicional que necesitabas para ser un gran partido. En el fondo, es a él a quien se lo tienes que agradecer.

Se detuvo al observar algo en la mirada de Isabel.

—No te entiendo. El dinero era de mi tío.

—Sí, el dinero era de tu tío, pero la idea fue de tu primo. Él convenció a su padre. ¡Ay querida, era una suma muy grande!

Isabel se quedó mirándola fijamente; ese día parecía vivir en un mundo iluminado por fogonazos cegadores.

—No entiendo por qué dices esas cosas, ni sé qué es lo que sabes de verdad.

—Lo único que sé es lo que supongo. Y eso es lo que he supuesto.

Isabel se dirigió a la puerta y, tras abrirla, se quedó un momento inmóvil con la mano en el pasador. Entonces dijo, en lo que fue su única venganza:

—Creía que era a ti a quien tenía que dar las gracias.

Madame Merle bajó la mirada y permaneció así, en una especie de orgullosa penitencia.

—Eres muy desdichada, lo sé. Pero yo lo soy aún más —dijo.

—Sí, te creo. Y también creo que no quiero volver a verte nunca más.

Madame Merle alzó la mirada.

—Me iré a Estados Unidos —afirmó en voz baja mientras Isabel salía de la habitación.

53

No fue con sorpresa, sino con una sensación que en otras circunstancias se habría parecido mucho a la alegría, con lo que, al descender del tren correo de París en Charing Cross, Isabel cayó, si no en brazos, cuando menos en las manos de Henrietta Stackpole. Había telegrafiado a su amiga desde Turín y, aunque no estaba totalmente convencida de que Henrietta fuera a recibirla, había intuido que su telegrama produciría algún resultado útil. Durante su largo viaje desde Roma su mente se había entregado a vaguedades, pues había sido incapaz de pensar seriamente en el futuro. Había realizado el viaje sin que sus ojos vieran nada y sin obtener mucho placer de los países que iba atravesando, pese a estar engalanados con la exuberante lozanía de la primavera. Sus pensamientos parecían transitar a lo largo de otros países, extrañas tierras poco iluminadas y sin senderos en las que al parecer no había cambios de estaciones, sino tan solo un perpetuo y terrible invierno. Tenía mucho en lo que pensar, pero no eran ni sus reflexiones ni ningún propósito consciente lo que ocupaba su mente. Por ella pasaban imágenes inconexas, así como repentinos y tristes destellos de recuerdos y expectativas. El pasado y el futuro iban y venían a su antojo, pero ella solo los veía en imágenes intermitentes que surgían y desaparecían siguiendo su propia lógica. Era extraordinario todo lo que podía recordar. Ahora que conocía el secreto, ahora que sabía algo que tanto la concernía y cuyo eclipse había hecho que la vida le pareciese un intento de jugar al whist con una baraja incompleta, la verdad de las cosas, las relaciones mutuas entre estas, su significado y, en buena parte, su horror, surgieron ante ella con una especie de grandiosidad arquitectónica. Recordaba infinidad de minucias que cobraban vida con la espontaneidad de un escalofrío. En su momento le habían parecido minucias, pero ahora veía que tenían gran importancia. Y sin embargo, incluso ahora, no dejaban de ser minucias, pues tampoco le servía de nada comprenderlas. Ya nada parecía serle de utilidad. Todo propósito o intención estaba anulado, así como todo deseo, salvo el de llegar a su anhelado refugio. Gardencourt había sido el punto de partida, y regresar a esas silenciosas estancias supondría al menos una solución temporal. Había salido de allí en plenitud de sus fuerzas, y ahora volvía con toda su debilidad; si antes había sido un lugar de descanso, ahora sería un santuario. Envidió a Ralph que se estuviese muriendo, porque si uno quería descansar, no había otra forma más perfecta de hacerlo. Acabar por completo, abandonarlo todo y no saber nada más… era una idea tan dulce como la visión de un baño frío en una bañera de mármol, en una habitación a oscuras, en una tierra ardiente.