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100 Clásicos de la Literatura

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—¿A eso lo llamas algo por lo que interesarme? —preguntó Osmond con indiferencia.

—Por supuesto, ya que te ayuda a estar entretenido todo el tiempo.

—Nunca me ha parecido que el tiempo transcurra más lento como este invierno.

—Nunca has tenido mejor aspecto. Nunca has estado tan agradable y brillante.

—¡Al infierno con mi brillantez! —murmuró él en tono reflexivo—. ¡Qué poco me conoces, después de todo!

—Si no te conozco a ti, entonces no conozco a nadie —sonrió madame Merle—. Tienes una sensación de triunfo absoluto.

—No, no la tendré hasta que consiga que dejes de juzgarme.

—Dejé de hacerlo hace mucho. Hablo de los viejos tiempos. Aunque ahora también te muestras más expresivo.

Osmond intentó contenerse.

—Ojalá tú te mostraras menos.

—¿Quieres condenarme al silencio? Recuerda que nunca he sido una charlatana. De todas formas, hay tres o cuatro cosas que querría decirte antes. Tu esposa no sabe qué hacer —añadió cambiando de tono.

—Perdona, pero lo sabe perfectamente. Se ha trazado una línea de actuación muy clara y tiene intención de llevar a cabo sus ideas.

—En estos momentos sus ideas deben de ser ciertamente extraordinarias.

—Ya lo creo que lo son. Y tiene sin duda más que nunca.

—Sin embargo, esta mañana ha sido incapaz de mostrarme ninguna —dijo madame Merle—. Parecía hallarse en un estado mental de gran simplicidad, casi de estupidez. Estaba completamente desconcertada.

—¿Por qué no dices directamente que resultaba patética?

—Ah, no, no quiero darte tantas alas.

Él todavía tenía la cabeza reclinada en el cojín de detrás, y el tobillo de un pie apoyado sobre la otra rodilla. Permaneció así durante un rato.

—Me gustaría saber qué es lo que te pasa —dijo al fin.

—¿Que qué me pasa? —Y entonces madame Merle se detuvo, para seguir a continuación con un repentino estallido de emoción, como una explosión de truenos veraniegos en un cielo despejado—: ¡Lo que me pasa es que daría la mano derecha por poder llorar, pero no puedo!

—¿Y de qué te serviría llorar?

—Me haría sentirme como me sentía antes de conocerte.

—Si he secado tus lágrimas, eso ya es algo. Aunque también te he visto derramarlas.

—Oh, creo que aún me harás llorar más. Mejor dicho, me harás aullar como un lobo. Es lo que más deseo y necesito. He sido muy vil esta mañana, me he portado de una forma horrible.

—Si Isabel estaba en ese estado de estupidez que dices, probablemente ni se habrá dado cuenta —dijo Osmond.

—Ha sido precisamente mi maldad lo que la ha dejado estupefacta. No lo he podido evitar; estaba poseída por algo maligno. O quizá fuera algo bueno, no lo sé. No solo me has secado las lágrimas: también me has secado el alma.

—Entonces no soy yo el responsable del estado de mi esposa —dijo él—. Resulta agradable pensar que me voy a beneficiar de tu influencia sobre ella. ¿No sabes que el alma es un principio inmortal? ¿Cómo puede sufrir ninguna alteración?

—No creo en absoluto que sea un principio inmortal. Creo que se puede destruir sin problemas. Eso es lo que le ha pasado a la mía, que en un principio era muy buena pero ha acabado destruida, y es a ti a quien se lo debo. Eres una mala persona —añadió con mucho énfasis.

—¿Es así como vamos a terminar? —preguntó Osmond con la misma frialdad estudiada.

—No sé cómo terminaremos. Ojalá lo supiera. ¿Cómo terminan las malas personas, sobre todo cuando cometen sus delitos juntos? Me has vuelto tan mala como tú.

—No te entiendo. A mí me parece que eres bastante buena —replicó Osmond, cuya fingida indiferencia dio gran efecto a sus palabras.

La serenidad de madame Merle, por el contrario, parecía ir disminuyendo, y estaba más cerca de perderla que en cualquier otra ocasión en que hemos tenido el placer de verla. El brillo de sus ojos se tornó sombrío, y su sonrisa delataba el doloroso esfuerzo que le costaba mantenerla.

—¿Bastante buena pese a todo lo que he hecho de mí misma? Supongo que es a eso a lo que te refieres.

—¡Bastante buena para seguir siendo siempre tan encantadora! —dijo Osmond sonriendo también.

—¡Ay, Dios mío! —murmuró ella; y allí sentada, en toda su madura lozanía, recurrió al gesto que ella misma había provocado en Isabel esa mañana: inclinó la cabeza y se cubrió el rostro con las manos.

—¿Al fin vas a llorar? —preguntó Osmond; y como ella permaneció inmóvil, prosiguió—: ¿Me he quejado a ti alguna vez?

Madame Merle bajó las manos rápidamente.

—No, te has vengado de otro modo. Te has vengado en ella.

Osmond echó la cabeza aún más hacia atrás. Durante un rato miró al techo como si estuviese suplicando, de un modo nada ceremonioso, a los poderes celestiales.

—¡Ay, cómo es la imaginación de las mujeres! En el fondo es muy vulgar. Hablas de venganza como una novelista de tercera.

—Claro que no te has quejado. Has disfrutado mucho de tu triunfo.

—Tengo bastante curiosidad por saber a qué llamas mi triunfo.

—Has conseguido que tu esposa te tenga miedo.

Osmond cambió de postura. Se inclinó hacia delante, apoyó los codos en las rodillas y observó durante un momento la hermosa y antigua alfombra persa a sus pies. Tenía el aire de quien se niega a aceptar valoraciones de nadie, ni siquiera acerca del tiempo, y de preferir atenerse a las suyas propias. Era una peculiaridad que en ciertos momentos lo convertía en una persona muy irritante a la hora de conversar con él.

—Isabel no me tiene miedo, y tampoco es lo que busco —dijo al fin—. ¿Adónde quieres ir a parar cuando me provocas diciendo cosas así?

—He estado pensando en todo el daño que podrías hacerme —contestó madame Merle—. Esta mañana tu esposa me tenía miedo a mí, pero en realidad era a ti a quien temía a través de mí.

—Puede que hayas dicho cosas de muy mal gusto, y de eso no soy yo responsable. Y no entiendo en absoluto para qué tenías que ir a verla: tú eres muy capaz de actuar sin ella. Por lo que yo veo, no he conseguido que tú me tengas miedo —continuó—, así que no veo por qué debería tenérmelo ella. Ambas sois cuando menos igual de valientes. No sé de dónde has sacado todas esas sandeces; era de esperar que a estas alturas ya me conocieras. —Mientras hablaba se levantó y se acercó a la chimenea, donde se quedó un momento contemplando, como si los viera por primera vez, los delicados ejemplares de valiosa porcelana que en ella había. Cogió una pequeña taza y la sostuvo en la mano; todavía sosteniéndola, con el brazo apoyado en la repisa, continuó—: Siempre ves demasiado en todo. Te excedes y pierdes contacto con la realidad. Soy mucho más simple de lo que crees.

—Creo que eres muy simple —dijo madame Merle, con la mirada fija en la taza—. Con el tiempo me he ido dando cuenta. Como decía, te juzgué hace mucho, pero solo he empezado a comprenderte a partir de tu matrimonio. Ahora he visto mucho mejor lo que has sido para tu esposa que lo que fuiste para mí. Por favor, ten cuidado con ese objeto, es muy valioso.

—Ya tiene una rajadura muy pequeña —dijo Osmond con sequedad mientras lo dejaba en su sitio—. Si no me comprendías antes de casarme, fue muy cruel y precipitado por tu parte meterme en una situación tan delicada. Aun así, he de reconocer que le cogí el gusto, ya que creí que sería un refugio agradable. Tampoco es que yo pidiera mucho; tan solo que ella me quisiera.

—¡Que te quisiera tantísimo!

—Tantísimo, por supuesto. En un caso así, uno pide el máximo. Que me adorara, si lo prefieres. Sí, eso es lo que quería.

—Yo nunca te adoré —dijo madame Merle.

—¡Pero lo fingías!

—Lo cierto es que a mí nunca me acusaste de ser un refugio agradable —continuó ella.

—Mi esposa se ha negado… se ha negado a ser nada por el estilo —dijo Osmond—. Tú estarás empeñada en hacer un drama de esto, pero para ella desde luego no es ninguna tragedia.

—¡La tragedia es para mí! —exclamó madame Merle, que se levantó lanzando un largo y profundo suspiro, pero al mismo tiempo observando el contenido de la repisa de la chimenea—. Parece que me ha tocado aprender a fuerza de gran sufrimiento las desventajas de ocupar una posición falsa.

—Te expresas como una frase de un cuaderno de caligrafía. Tenemos que buscar nuestro solaz donde podamos encontrarlo. Si mi esposa no me quiere, al menos mi hija sí. Buscaré las compensaciones en Pansy. Afortunadamente, no tengo una sola queja de ella.

—¡Ah, si yo tuviera un hijo…! —dijo ella en voz baja.

Osmond esperó, y después, con aire algo más formal, proclamó:

—Los hijos de los demás pueden sernos de gran interés.

—Tú sí que pareces un cuaderno de caligrafía. Después de todo, hay algo que nos une.

—¿La idea del mal que puedo hacerte? —preguntó Osmond.

—No, la idea del bien que puedo hacerte yo. Eso es lo que hizo que me pusiera tan celosa de Isabel. Quiero que sea obra mía —añadió madame Merle mientras su expresión, que se había vuelto dura y amargada, se relajaba hasta alcanzar su habitual placidez.

Su amigo cogió el sombrero y el paraguas y, tras dar al primero dos o tres golpes con el puño del abrigo, dijo:

—Con todo, creo que es mejor que me lo dejes a mí.

Cuando se hubo ido, lo primero que hizo madame Merle fue acercarse a la repisa de la chimenea y coger la devaluada taza de café en la que Osmond había mencionado la existencia de una rajadura, pero la miró sin prestarle atención.

—¿He sido tan vil para nada? —gimió débilmente.

50

Como la condesa Gemini estaba muy poco familiarizada con los monumentos clásicos, Isabel se ofreció a llevarla de vez en cuando a ver esas interesantes reliquias y conferir a sus paseos vespertinos un cierto carácter de estudio de la Antigüedad. La condesa, que afirmaba considerar a su cuñada un prodigio de erudición, no puso ninguna objeción, y contemplaba las imponentes obras de enladrillado romano con tanta paciencia como si hubieran sido montones de telas modernas. Carecía de sentido de lo histórico, aunque sí poseía para algunos temas el gusto por lo anecdótico y, por lo que a ella respectaba, el de la voluntad de sacrificio, pero estaba tan encantada de encontrarse en Roma que estaba dispuesta a dejarse llevar. Con gusto habría pasado una hora todos los días en la húmeda oscuridad de las Termas de Tito si hubiese sido condición indispensable para que se quedase en el palazzo Roccanera. No obstante, Isabel no era una cicerone muy estricta; visitaba las ruinas fundamentalmente porque le ofrecían una excusa para hablar de otros temas que no fueran los amoríos de las damas de Florencia, sobre los que su acompañante nunca se cansaba de proporcionarle abundante información. Hemos de añadir que, durante esas visitas, la condesa se abstenía de abordar cualquier forma de investigación activa; prefería quedarse sentada en el carruaje y exclamar que todo era muy interesante. Era de ese modo como hasta ese momento había explorado el Coliseo, para gran pesar de su sobrina, la cual, con todo el debido respeto a su tía, no acababa de entender por qué esta no podía bajarse del vehículo para acceder al interior del monumento. Pansy tenía tan pocas oportunidades de recorrer a sus anchas aquellos lugares que su punto de vista no era del todo desinteresado; resulta fácil adivinar que albergaba la secreta esperanza de que, una vez dentro, podría convencer a la invitada de sus padres para que subieran hasta las gradas superiores. Llegó el día en que la condesa anunció su disposición a emprender dicha hazaña; fue durante una de esas suaves tardes de marzo en las que ese mes ventoso se manifiesta con ocasionales ráfagas de brisa primaveral. Las tres damas entraron juntas en el Coliseo, pero Isabel dejó a sus acompañantes para vagar a solas por el lugar. Había ascendido a menudo a esas desoladas gradas desde las que las multitudes romanas bramaban enfervorecidas, y en las que ahora brotan flores silvestres (cuando las dejan) entre las profundas grietas. Ese día se sentía fatigada, y tenía ganas de sentarse en el devastado anfiteatro. Representaba también un alivio, pues con frecuencia la condesa exigía más atención de la que ella daba a cambio, e Isabel pensaba que, cuando estaba a solas con su sobrina, la condesa dejaba que el polvo se acumulara durante un rato sobre los antiguos escándalos de las riberas del Arno. Así pues, Isabel, se quedó abajo mientras Pansy guiaba a su atolondrada tía hasta la empinada escalera de ladrillo, a los pies de la cual el guardián abre la alta verja de madera. El enorme recinto estaba parcialmente sumido en la penumbra; el sol de poniente destacaba el tono rojo pálido de los grandes bloques de travertino… un color latente que parece ser el único elemento vivo de esas inmensas ruinas. Aquí y allá se veía pasar a algún campesino o turista mirando al lejano horizonte en el que, en aquella despejada calma, una multitud de golondrinas volaban incesantemente en círculos o se lanzaban en picado. Isabel se dio cuenta entonces de que otro de los visitantes, parado en medio de la arena, había reparado en su persona y la estaba mirando con una leve inclinación de cabeza que, solo unas semanas antes, la dama había observado como característica de alguien provisto de una intención dubitativa pero indestructible. Tal actitud, ese día, solo podía pertenecer al señor Edward Rosier y, en efecto, al momento dicho caballero demostró que estaba considerando la posibilidad de hablar con ella. Cuando se hubo asegurado de que Isabel no estaba acompañada, se acercó y le dijo que, aunque no contestaba a sus cartas, esperaba que sí se dignase escuchar sus palabras. Ella contestó que su hijastra estaba cerca y solo podía concederle cinco minutos; entonces él se sacó el reloj y se sentó sobre un bloque roto de piedra.

 

—Lo que tengo que decirle se cuenta enseguida —dijo Edward Rosier—. ¡He vendido todos mis bibelots!

Al oírlo, Isabel lanzó instintivamente una exclamación de horror: era como si le hubiera dicho que le habían arrancado todos los dientes.

—Los vendí en subasta en el Hôtel Drouot —continuó—. Fue hace tres días, y me han telegrafiado para comunicarme el resultado, que ha sido espléndido.

—Me alegro de que así sea, pero preferiría que hubiese conservado esas figuras tan bonitas.

—Pero en su lugar tengo el dinero: cincuenta mil dólares. ¿Me considerará ahora el señor Osmond lo suficientemente rico?

—¿Es por eso por lo que lo ha hecho? —preguntó Isabel con delicadeza.

—¿Y por qué otra cosa si no? Es lo único en lo que pienso. Fui a París y lo concerté todo, pero no me pude quedar a la subasta, porque no habría podido soportar ver cómo esas piezas se alejaban de mí. Creo que eso me habría matado. No obstante, las he dejado en buenas manos, y me han reportado grandes beneficios. Eso sí, me he quedado los esmaltes. Ahora que tengo el dinero en el bolsillo, su marido ya no podrá decir que soy pobre —dijo el joven en tono desafiante.

—Ahora dirá que es usted un necio —contestó Isabel, como si Gilbert Osmond nunca hubiese afirmado eso mismo con anterioridad.

Rosier le dirigió una intensa mirada.

—¿Se refiere a que sin mis bibelots no soy nada? ¿Que eran lo mejor de mí? Eso me dijeron en París; sí, fueron muy sinceros al respecto. ¡Claro que no la han visto a ella!

—Mi querido amigo, se merece usted lograr su propósito —dijo Isabel con mucha amabilidad.

—Lo dice con tanta tristeza que es como si dijera que no me lo merezco. —Y la miró interrogante a los ojos, con los suyos llenos de una clara inquietud. Tenía el aire de alguien que sabía que había sido la comidilla de París durante una semana y eso le había hecho crecerse mucho, pero aun así tenía la dolorosa sospecha de que, pese a ese aumento de estatura social, una o dos personas seguían siendo tan perversas como para considerarlo muy poca cosa—. Sé lo que pasó aquí mientras estaba fuera —prosiguió—. ¿Qué espera el señor Osmond, ahora que ella ha rechazado a lord Warburton?

Isabel lo meditó unos instantes.

—Que se case con otro noble.

—¿Con qué otro noble?

—Con el que él elija.

Rosier se levantó lentamente y se guardó el reloj en el bolsillo del chaleco.

—Se está riendo usted de alguien, pero creo que esta vez no es de mí.

—No era mi intención reírme —dijo Isabel—. Me río muy poco. Ahora es mejor que se vaya.

—¡Me siento muy seguro! —afirmó Rosier sin moverse.

Tal vez fuera cierto, pero era evidente que lo que más le hacía sentirse así era proclamarlo en voz alta, balanceándose con cierta complacencia sobre los pies al tiempo que recorría con la mirada las gradas del Coliseo como si estuviesen llenas de público. De pronto Isabel vio que se le demudaba el color, pues al parecer había más público del que Rosier se había imaginado. Ella se giró y comprobó que sus dos acompañantes regresaban de su excursión.

—Tiene que irse —dijo rápidamente.

—¡Ay, mi buena señora, apiádese de mí! —murmuró Edward Rosier con una voz que estaba en extraña discordancia con la proclama que acabo de citar. Y entonces añadió con mucho ímpetu, como un hombre que en medio de la peor de las miserias tuviese de pronto una feliz idea—: ¿Es esa dama la condesa Gemini? Ardo en deseos de ser presentado a ella.

Isabel lo miró durante un instante.

—No tiene ninguna influencia sobre su hermano.

—Vaya, lo pinta usted como si fuese un auténtico monstruo.

Y Rosier se giró hacia la condesa, que caminaba por delante de Pansy muy animada, lo cual se debía tal vez en parte al hecho de que había visto a su cuñada conversando con un joven muy apuesto.

—Me alegro de que haya conservado los esmaltes —dijo Isabel mientras se alejaba de él para dirigirse inmediatamente a donde estaba Pansy, la cual, al ver a Edward Rosier, se había detenido en seco, bajando la mirada—. Vamos al carruaje —le dijo a la joven con dulzura.

—Sí, se está haciendo tarde —contestó Pansy con aún mayor dulzura, tras lo cual siguió caminando sin decir nada, sin vacilar, sin mirar atrás.

Isabel, sin embargo, se permitió esa última licencia, y así pudo ver que finalmente había tenido lugar el encuentro entre la condesa y el señor Rosier. Este se había quitado el sombrero y estaba saludándola sonriente con una reverencia; obviamente se estaba presentando, mientras la expresiva espalda de la condesa se doblaba levemente ante los ojos de Isabel en una cortés inclinación. No obstante, enseguida perdió de vista tales hechos, ya que tanto ella como Pansy ocuparon de nuevo sus asientos en el carruaje. La joven, sentada frente a su madrastra, mantuvo al principio la vista fija en el regazo; luego la alzó y miró a Isabel a los ojos. En los de Pansy brilló un pequeño rayo de tristeza, una chispa de tímida emoción, que a Isabel le llegó al alma, a la vez que sentía que la invadía una oleada de envidia al comparar el trémulo anhelo, el definido ideal de aquella niña, con su propia y estéril desesperación.

—¡Mi pobre Pansy! —le dijo con cariño.

—Oh, no, no se preocupe —contestó esta, como deseosa por disculparse.

Después se hizo el silencio; la condesa tardaba en llegar.

—¿Le has enseñado todo a tu tía? ¿Le ha gustado? —preguntó al fin Isabel.

—Sí, le he enseñado todo. Creo que le ha gustado mucho.

—Espero que no estés cansada.

—No, no. No estoy cansada, gracias.

La condesa seguía demorándose, así que Isabel pidió al lacayo que entrase en el Coliseo y le dijera que la estaban esperando. Este volvió al poco con el anuncio de que la signora contessa les rogaba que no la esperaran… ¡volvería a casa en un coche de alquiler!

Alrededor de una semana después de que la impetuosa compasión de esa dama la hubiese puesto del lado del señor Rosier, Isabel, que subía ya bastante tarde a vestirse para la cena, encontró a Pansy sentada en su habitación. La joven, que parecía estar esperándola, se levantó de la silla baja en que estaba.

—Perdone que me haya tomado esta libertad —dijo con voz tenue—. Será la última… durante algún tiempo.

Su voz sonaba extraña, y sus ojos, muy abiertos, tenían una mirada febril y asustada.

—¡No estarás pensando en irte! —exclamó Isabel.

—Vuelvo al convento.

—¿Al convento?

Pansy se aproximó hasta que estuvo lo bastante cerca para rodear a Isabel con sus brazos y apoyar la cabeza en su hombro. Permaneció así un momento, totalmente inmóvil, pero su acompañante podía sentir cómo temblaba. Ese estremecimiento de su pequeño cuerpo expresaba todo lo que ella era incapaz de decir. No obstante, Isabel insistió:

—¿Y por qué vuelves al convento?

—Porque papá cree que es lo mejor. Dice que a una chica joven le conviene de vez en cuando un pequeño retiro. Dice que el mundo, siempre el mundo, es un mal lugar para una chica joven. No es más que una oportunidad para poder alejarme un poco de todo… para meditar. —Hablaba de forma entrecortada, como si apenas confiase en sí misma; entonces añadió, como si recobrase el control—: Creo que papá tiene razón. He estado demasiado en contacto con el mundo este invierno.

Su anuncio tuvo un extraño efecto en Isabel, pues parecía implicar algo más que la propia joven desconocía.

—¿Y cuándo se ha decidido eso? —preguntó—. No sabía nada.

—Papá me lo ha dicho hace media hora. Le pareció más conveniente no hablar mucho del asunto por adelantado. Madame Catherine vendrá a buscarme a las siete y cuarto, y solo me puedo llevar dos vestidos. Solo van a ser unas cuantas semanas, y estoy segura de que me harán mucho bien. Volveré a ver a todas esas señoras que fueron tan agradables conmigo, y a las niñas a las que están educando. Me gustan mucho esas pequeñas —dijo Pansy, provocando un efecto de diminuta grandeza—. Y también aprecio mucho a la madre Catherine. Estaré muy tranquila y podré pensar mucho.

Isabel la escuchó conteniendo el aliento; se sentía casi sobrecogida.

—Espero que pienses alguna vez en mí.

—¡Ah, venga a verme pronto! —exclamó Pansy, en un tono muy diferente al de las heroicas observaciones que acababa de recitar.

Isabel no pudo decir nada más. No entendía nada; lo único que tenía claro era lo poco que aún conocía a su marido. Y por toda respuesta, le dio a su hijastra un largo beso lleno de cariño.

 

Media hora más tarde supo por su doncella que madame Catherine había llegado en un coche de alquiler y se había vuelto a marchar con la signorina. Al dirigirse al salón antes de la cena encontró sola a la condesa Gemini, la cual comentó el suceso con un enérgico movimiento de cabeza y exclamando:

—En voilà, ma chère, une pose!

Pero si se trataba de mera afectación, Isabel no alcanzaba a comprender qué era lo que quería aparentar su marido. Solo podía vislumbrar débilmente que este mantenía más tradiciones de las que ella había supuesto. Estaba tan acostumbrada a tener mucho cuidado con lo que le decía que, por extraño que pueda resultar, después de que él entrara dudó varios minutos antes de hacer alusión a la repentina partida de su hija. La mencionó cuando ya estaban sentados a la mesa. Isabel se había prohibido volver a preguntar nunca nada más a Osmond, así que lo único que pudo hacer fue una sencilla declaración que le salió con toda naturalidad:

—Voy a echar mucho de menos a Pansy.

Él contempló durante unos instantes, con la cabeza ligeramente inclinada, el centro de flores de la mesa.

—Sí —dijo al fin—, ya había pensado en eso. Tienes que ir a verla, pero tampoco demasiado a menudo. Me imagino que te estarás preguntando por qué la he enviado con las hermanas, pero dudo que te lo pueda hacer entender. De todas formas da igual, no le des vueltas al asunto. Por eso no lo había comentado antes, porque no creía que estuvieses de acuerdo. Siempre he considerado esa posibilidad, ya que creo que forma parte de la educación de una hija. Una hija ha de ser dulce y bella, inocente y gentil. En cambio, con las costumbres en boga hoy día corre el peligro de embrutecerse y ajarse en exceso. Pansy ya está un poco deslustrada, un poco alborotada, porque se ha expuesto demasiado. Hay que apartarla de vez en cuando de esa chusma bulliciosa y avasalladora que se llama a sí misma sociedad… conviene apartarla de vez en cuando de todo eso. Los conventos son lugares muy tranquilos, muy convenientes, muy beneficiosos. Me complace pensar en ella sentada en el viejo jardín, bajo la arcada, entre esas mujeres pacíficas y virtuosas. Muchas de ellas son de buena familia, y varias incluso nobles. Tendrá sus libros y sus dibujos, así como su piano. Lo he dispuesto todo con mucha generosidad. No debe ser algo demasiado ascético, tan solo ofrecer cierta sensación de reclusión. Tendrá mucho tiempo para pensar, y hay algo sobre lo que quiero que piense. —Osmond hablaba de forma pausada y razonable, todavía con la cabeza algo inclinada como si estuviera mirando al centro de flores. Su tono, sin embargo, era el de alguien que, más que estar ofreciendo una explicación, estuviera dando forma a una idea con palabras, casi con imágenes, para comprobar por sí mismo cómo quedaba. Meditó durante unos instantes sobre la estampa que había creado y pareció sentirse enormemente complacido. Luego siguió diciendo—: Al final resulta que los católicos son muy sabios. El convento es una gran institución de la que no podemos prescindir, pues responde a una necesidad fundamental de las familias, o de la propia sociedad. Es una escuela de buenos modales, una escuela de reposo. No quiero apartar a mi hija del mundo —añadió—, ni pretendo que dirija sus pensamientos hacia ningún otro. Este está muy bien, pero en su debida forma, y ella puede dedicarse a pensar en él todo lo que quiera. Se trata tan solo de que lo haga de la forma correcta.

Isabel prestó mucha atención a ese pequeño esbozo, pues lo encontró tremendamente interesante. Parecía demostrarle hasta qué punto era capaz de llegar su marido con tal de salirse con la suya: hasta el punto de idear complicadas artimañas teóricas jugando con la delicada persona de su hija. No acababa de entender sus intenciones, al menos no del todo, pero las comprendía mejor de lo que él quería o se imaginaba, ya que estaba convencida de que todo aquello era un elaborado misterio destinado a ella misma con la intención de obligarla a devanarse los sesos. Osmond había querido hacer algo repentino y arbitrario, algo inesperado y refinado, para marcar diferencias entre sus simpatías y las de ella, y demostrar que, si consideraba a su hija una valiosa obra de arte, era normal que cada vez tuviese más cuidado con los retoques finales. Si quería provocar algún efecto lo había conseguido: aquello había helado el corazón a Isabel. Pansy ya había conocido el convento de niña y había hallado un hogar feliz en él; la joven apreciaba mucho a las buenas hermanas, y estas la apreciaban mucho también, así que de momento no parecía haber una idea concreta de castigo en la suerte que le había tocado. Pero, aun así, la joven se había asustado, y estaba claro que su padre quería producirle una impresión muy severa. La vieja tradición protestante nunca había desaparecido de la mente de Isabel y, mientras estaba pensando en esa sorprendente muestra del carácter de su marido —sentada y mirando, como él, el centro de flores—, la pobre Pansy se convirtió en la heroína de una tragedia. Osmond quería que se supiera que no se arredraba ante nada, mientras que a su esposa cada vez le costaba más fingir que lograba tomar bocado. Sintió cierto alivio al oír la voz aguda y estridente de su cuñada. Al parecer la condesa también había estado pensado sobre el asunto, pero había llegado a una conclusión muy distinta a la de Isabel.

—Es muy absurdo, mi querido Osmond —dijo—, inventarse tantas razones bonitas para justificar el destierro de la pobre Pansy. ¿Por qué no dices directamente que lo que quieres es alejarla de mí? Como si no hubieras descubierto ya que tengo muy buena opinión del señor Rosier. Pues sí, la tengo; me parece simpaticissimo. Ha conseguido que crea en el amor verdadero… ¡algo que no me había pasado nunca! Está claro que has llegado a la conclusión de que, con tales convicciones, soy muy mala compañía para Pansy.

Osmond bebió un sorbo de vino con aspecto de estar de muy buen humor.

—Mi querida Amy —respondió, sonriendo como si estuviese diciendo una galantería—, no sé nada de tus convicciones, pero, si sospechara que interferían con las mías, me sería mucho más sencillo desterrarte a ti.

51

La condesa no fue desterrada, pero tampoco quedó muy segura de que fuese a seguir disfrutando de la hospitalidad de su hermano. Una semana después de ese incidente Isabel recibió un telegrama de Inglaterra, fechado en Gardencourt y portador del sello de la autoría de la señora Touchett. «A Ralph no le quedan muchos días —decía—, y si es posible le gustaría verte. Insiste en que te diga que solo vengas si no tienes otras obligaciones. Por mi parte, diré que antes hablabas mucho de tus obligaciones y de cuáles serían estas; tengo curiosidad por ver si ya lo has averiguado. Ralph se está muriendo, y no tiene a nadie más». La noticia no cogió a Isabel por sorpresa, pues había recibido de Henrietta Stackpole el relato detallado de su viaje a Inglaterra en compañía de su agradecido paciente. Ralph había llegado más muerto que vivo, pero aun así ella había cumplido su objetivo de llevarlo a Gardencourt, donde de inmediato se había postrado en cama, de la que, escribía la señorita Stackpole, era evidente que no volvería a levantarse nunca más. Añadía que, en realidad, se había tenido que ocupar de dos pacientes en vez de uno, ya que el señor Goodwood, que no había sido de ninguna ayuda práctica, estaba tan enfermo como el señor Touchett, aunque de otro modo. Después explicaba que se había visto obligada a ceder el terreno a la señora Touchett, que acababa de regresar de América y se había apresurado a darle a entender que no quería entrevistas en Gardencourt. Isabel había escrito a su tía al poco de llegar Ralph a Roma para comunicarle que su estado era crítico y sugerirle que volviese a Europa lo antes posible. La señora Touchett le había telegrafiado dándose por enterada de la admonición, y después de aquello lo único que Isabel había sabido de ella era a través de este segundo telegrama que acabo de reproducir.