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100 Clásicos de la Literatura

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—¿No podemos hablar ahora? —le preguntó Goodwood.

Ella se puso en pie de inmediato con una sonrisa.

—Por supuesto. Vamos a otra parte si quiere.

Y salieron juntos, dejando a la condesa con su pequeño círculo. Después de cruzar el umbral ninguno de los dos habló durante unos instantes. Isabel no se sentó, sino que se quedó de pie en medio de la habitación mientras se abanicaba lentamente, con lo que él consideró la misma elegancia de siempre, y parecía esperar a que él hablara. Ahora que estaba a solas con Isabel, toda la pasión que había intentado sofocar se apoderó de sus sentidos; se le agolpó en los ojos e hizo que todo se nublase a su alrededor. La iluminada y vacía habitación se volvió oscura y borrosa, y a través de aquel convulso velo sintió que ella aguardaba con los ojos brillantes y la boca abierta. Si hubiese podido ver con más claridad, se habría dado cuenta de que la sonrisa de Isabel era impertérrita y un tanto forzada, y de que tenía miedo de lo que estaba viendo en el rostro de él.

—Supongo que quiere despedirse —dijo Isabel.

—Sí, aunque no me guste hacerlo. No quiero marcharme de Roma —contestó él con una sinceridad casi quejumbrosa.

—Ya me lo imagino, pero es un detalle maravilloso por su parte. No tengo palabras para expresar lo bondadoso que me parece usted.

Durante un instante él no dijo nada.

—Con unas palabras como esas me obliga a irme.

—Pero tiene que volver algún día —dijo ella en tono alegre.

—¿Algún día? Querrá decir lo más tarde posible.

—No, no; no quiero decir eso en absoluto.

—¿Qué quiere decir entonces? ¡No la entiendo! Pero dije que me iría y me iré —añadió Goodwood.

—Vuelva cuando quiera —dijo Isabel intentando mostrar cierta ligereza.

—¡Su primo me importa un bledo! —estalló al fin Goodwood.

—¿Era eso lo que quería decirme?

—No, no. No quería decirle nada de eso. Quería preguntarle… —Hizo una pausa, y luego prosiguió—: ¿Qué ha hecho de verdad con su vida? —dijo en tono bajo y rápido. Volvió a detenerse como si esperara respuesta, pero ella no dijo nada, así que continuó—: No la entiendo, ni consigo penetrar en su interior. ¿Qué he de creer, qué es lo que quiere que piense? —Ella siguió sin contestar; solo lo miraba, ya sin fingir que estaba tranquila—. Me dicen que es infeliz, y si de verdad lo es me gustaría saberlo. Para mí significaría mucho. Pero usted misma afirma que es feliz, y en cierto modo la veo tan serena, tan calmada, tan rígida. Ha cambiado por completo. Lo oculta todo, y no he conseguido acercarme a usted.

—Se acerca mucho —dijo Isabel con suavidad, pero en tono de advertencia.

—¡Pero aun así no consigo alcanzarla! Quiero saber la verdad. ¿Va todo bien en su vida?

—Pregunta usted demasiado.

—Sí… siempre he preguntado demasiado. Está claro que no me va a contestar. Nunca lo sabré si puede usted evitarlo. Y además no es asunto mío. —Había hablado haciendo un esfuerzo visible por controlarse, por intentar aportar cierta mesura a un estado mental que no lo permitía. Pero la sensación de que era su última oportunidad, de que la amaba y la había perdido, de que ella lo consideraría un necio dijera lo que dijese, de pronto lo azuzó como un látigo y añadió una intensa vibración a su bajo tono de voz—: Es usted totalmente inescrutable, y eso me hace pensar que tiene algo que ocultar. He dicho que me importa un bledo su primo, pero eso no significa que no lo aprecie. Significa que no me voy con él porque lo aprecie. Me iría con él aunque fuese un imbécil, siempre que usted me lo pidiese. Si me lo pidiese, mañana mismo me iría a Siberia. ¿Por qué quiere que me vaya de aquí? Tiene que haber alguna razón; si fuese tan feliz como pretende, le daría igual. Prefiero saber la verdad de lo que le pasa, aunque sea detestable, que haber venido para nada. No vine para eso. Creía que no me importaba. Vine porque quería asegurarme de que ya no hacía falta que pensara más en usted. Pero no he podido pensar en otra cosa, así que tiene usted razón al querer que me vaya. Aun así, ya que he de irme, no habrá nada de malo en que me sincere con usted aunque sea solo por esta vez, ¿no? Si está herida, si él la hiere, nada de lo que yo diga podrá herirla. Sencillamente vine para decirle que la quiero. Creía que era por otro motivo, pero era por eso. No se lo diría si no supiera que no iba a volver a verla. Pero es la última vez… ¡déjeme que arranque una única flor! Ya sé que no tengo derecho a decir esto, ni usted tiene por qué escucharme. Pero no me escucha, nunca escucha; siempre está pensando en otra cosa. Después de esto no tengo más remedio que irme, por supuesto; así que, al menos, ya tengo una razón para hacerlo. El que usted me lo pida no es razón suficiente, no es una razón verdadera. No puedo juzgar a su marido —continuó de forma irrelevante y casi incoherente—, ya que no le entiendo. Él dice que se adoran. ¿Por qué me dice eso a mí? ¿Acaso es asunto mío? Cuando le digo esto a usted, pone una expresión muy extraña. Claro que su expresión siempre es muy extraña. Sí, me oculta algo. No es asunto mío… cierto. Pero yo la amo —dijo Caspar Goodwood.

Mientras él decía todo eso, Isabel tenía ciertamente una expresión extraña. Desvió la mirada hacia la puerta por la que habían entrado y levantó el abanico como en señal de advertencia.

—Se ha portado muy bien; no lo estropee ahora —dijo en voz muy baja.

—No me oye nadie. Es increíble que intente disuadirme así. La amo como nunca la he amado.

—Ya lo sé. Lo supe en cuanto aceptó irse.

—No puede evitarlo… está claro que no puede. Lo haría si pudiese, pero lamentablemente no puede. Lamentablemente para mí, quiero decir. No le pido nada… esto es, nada que no deba. Pero sí que le pido una única satisfacción: que me diga… que me diga…

—¿Que le diga qué?

—Si puedo compadecerla.

—¿Eso le gustaría? —preguntó Isabel, intentando sonreír de nuevo.

—¿Compadecerla? ¡Por supuesto! Al menos sería hacer algo. Dedicaría mi vida entera a hacerlo.

Ella se llevó el abanico al rostro, cubriéndoselo por completo a excepción de los ojos, que se posaron durante un instante en los de él.

—No le dedique su vida entera, pero piense en ello de vez en cuando.

Y tras estas palabras, regresó con la condesa Gemini.

49

Madame Merle no se había presentado en el palazzo Roccanera esa velada del jueves cuyas incidencias acabo de narrar, e Isabel, aunque se percató de su ausencia, tampoco se sorprendió. Habían pasado algunas cosas entre ambas que no habían sido precisamente un estímulo a la sociabilidad, y para entenderlas hemos de echar la vista un poco atrás. Ya hemos mencionado que madame Merle regresó de Nápoles poco después de que lord Warburton se marchara de Roma, y que, en su primer encuentro con Isabel (a la que, para ser justos, hemos de decir que fue enseguida a ver), lo primero que quiso fue averiguar el paradero de aquel noble, del que parecía responsabilizar a su querida amiga.

—No me hables de él, por favor —dijo Isabel por respuesta—. Ya hemos oído bastante de él últimamente.

Madame Merle ladeó un poco la cabeza en señal de protesta y sonrió con la comisura izquierda de la boca.

—Tú has oído de él, sí, pero recuerda que yo en Nápoles no. Esperaba encontrarlo aquí y poder felicitar a Pansy.

—Todavía puedes felicitar a Pansy si quieres, pero no porque se vaya a casar con lord Warburton.

—¡Cómo me dices eso! ¿Es que no sabes que había puesto todo mi empeño? —preguntó madame Merle con cierta vehemencia, aunque sin perder el tono de buen humor.

Isabel se descompuso, pero estaba decidida a mantener también el buen humor.

—Pues no deberías haberte ido a Nápoles. Deberías haberte quedado aquí para ver cómo se desarrollaba el asunto.

—Confiaba en ti. Pero ¿crees que será ya demasiado tarde?

—Eso pregúntaselo a Pansy —dijo Isabel.

—Lo que le voy a preguntar es qué le dijiste tú.

Esas palabras parecían justificar el impulso de defenderse que surgió en Isabel al percatarse de la actitud crítica de su visitante. Como sabemos, hasta ese momento madame Merle había sido muy discreta; nunca había criticado, y había mantenido una actitud excesivamente temerosa de entrometerse. Pero al parecer solo había estado reservándose para esa ocasión, a juzgar por la expresión viva y peligrosa de su mirada y por el aire de irritación que ni siquiera su admirable compostura era capaz de disimular. Madame Merle se había llevado una decepción que sorprendía a Isabel, ya que nuestra heroína no tenía la menor idea del ferviente interés de la dama en el matrimonio de Pansy, y que reveló de un modo que suscitó la alarma de la señora Osmond. Con más claridad que nunca Isabel oyó una voz fría y burlona, procedente de no sabía dónde y resonando en el oscuro vacío que la rodeaba, que afirmaba que aquella mujer brillante, fuerte, firme y sofisticada, aquella encarnación de lo práctico, de lo personal, de lo inmediato, era un poderoso agente de su destino. Estaba más cerca de ella de lo que Isabel había descubierto aún, y su cercanía no era el agradable accidente que había supuesto durante tanto tiempo. De hecho, la impresión de que fuera un accidente había muerto en su interior aquel día en que, de forma casual, había sorprendido en inusual intimidad a aquella extraordinaria dama y a su marido, sentados juntos en privado. Ninguna sospecha concreta había ocupado su lugar aún, pero bastaba para que viera a esa amiga con otros ojos, para que llegase a la conclusión de que había más intenciones ocultas en su conducta pasada de las que le habían parecido en su momento. Sí, había alguna intención, la había, se dijo Isabel, que creyó despertar de un largo y pernicioso sueño. ¿Qué fue lo que le llevó a pensar que las intenciones de madame Merle podrían no haber sido buenas? Nada, salvo la desconfianza que había ido creciendo en ella de un tiempo a esa parte, y que en esos momentos se unió al profundo asombro que le produjo el desafío de su visitante por la causa de la pobre Pansy. Había algo en ese desafío que ya desde el principio despertó en Isabel un gran recelo: una vitalidad indescriptible que esta nunca antes había percibido en las demostraciones de delicadeza y prudencia de su amiga. Madame Merle no había querido interferir, sin duda, pero solo mientras no hubiese nada en lo que interferir. Podría parecer al lector que Isabel se precipitó a la hora de dudar, basándose únicamente en meras sospechas de una sinceridad que varios años de buenos oficios parecían demostrar. Sin duda actuó con celeridad, pero tenía sus razones para ello, ya que una extraña verdad estaba tomando cuerpo en su interior: los intereses de madame Merle eran idénticos a los de Osmond, y eso era más que suficiente para ella.

 

—No creo que Pansy te cuente nada que te pueda enojar aún más —dijo Isabel en respuesta al último comentario de su interlocutora.

—No estoy enojada en absoluto. Solo tengo mucho interés en que las cosas se arreglen. ¿Crees que Warburton nos ha dejado para siempre?

—No te sabría decir, y tampoco te entiendo. Ya ha terminado todo, así que, por favor, déjalo estar. Osmond ya me ha hablado mucho del tema, y no me queda nada más que decir ni oír. Estoy segura —añadió Isabel— de que él estará encantado de hablarlo contigo.

—Ya sé lo que piensa al respecto. Vino a verme ayer por la tarde.

—¿En cuanto llegaste? Entonces ya estás al tanto de todo, y no necesitas acudir a mí en busca de información.

—No es información lo que quiero. Lo que quiero, en el fondo, es entender. Tenía tantas ganas de que se produjera ese matrimonio. La mera idea del mismo conseguía lo que muy pocas cosas consiguen: complacer a mi imaginación.

—Sí, a la tuya, pero no a las de las personas implicadas.

—Con lo cual quieres decir que no es asunto mío. Por supuesto que no lo es, directamente. Pero cuando se es una vieja amiga no se puede evitar que te afecte también. Pareces olvidar el tiempo que hace que conozco a Pansy. También quieres decir, claro está —añadió madame Merle—, que tú sí eres una de las personas implicadas.

—No, eso es lo último que se me ocurriría pensar. Estoy muy harta de todo este asunto.

Madame Merle vaciló un instante.

—Sí, claro, ya has hecho lo que tenías que hacer.

—Ten cuidado con lo que dices —dijo Isabel muy seria.

—Oh, lo tengo; tal vez cuando tengo más cuidado sea cuando menos lo aparento. Tu marido te juzga con mucha severidad.

Isabel no contestó nada durante unos momentos, su voz ahogada por la amargura. Lo que más la afectaba no era la insolencia de madame Merle al comunicarle que Osmond le había hecho confidencias en contra de ella, pues tampoco creía mucho que la otra hubiese pretendido ser insolente. Madame Merle rara vez lo era, y solo cuando tenía toda la razón para serlo. No la tenía en esos momentos, o al menos aún no. Lo que afectó a Isabel como una gota de ácido corrosivo sobre una herida abierta fue saber que Osmond no solo la desacreditaba de pensamiento, sino también de palabra.

—¿Quieres saber cómo lo juzgo yo a él? —preguntó al fin.

—No, porque tampoco me lo dirías. Y me apenaría mucho saberlo.

Se hizo una pausa, y, por primera vez desde que la conocía, Isabel pensó que madame Merle era una persona desagradable y deseó que se marchara.

—Recuerda lo atractiva que es Pansy, y no desesperes —dijo de pronto con la esperanza de que eso pusiera punto final a la conversación. Sin embargo, la avasalladora presencia de madame Merle no sufrió alteración alguna. Tan solo se arregló el echarpe sobre los hombros y, con el movimiento, esparció por el aire una tenue y agradable fragancia.

—No desespero; me siento con más ánimos. Y no he venido a reprenderte, solo a enterarme de la verdad, si es posible. Y sé que me la dirás si te lo pido. Es una enorme bendición tener la seguridad de poder contar siempre con ello. Ni te imaginas lo mucho que me reconforta eso.

—¿De qué verdad hablas? —preguntó Isabel intrigada.

—De si lord Warburton cambió de idea por iniciativa propia o porque tú se lo aconsejaste. Es decir, si fue porque él quiso o porque quisiste tú. Figúrate la confianza que todavía te tengo, pese a haber perdido una poca —dijo madame Merle con una sonrisa—, para hacerte una pregunta así. —Miró a su amiga para juzgar el efecto de sus palabras, y continuó—: No te pongas tremendista, ni intransigente, ni te ofendas. Creo que te estoy honrando al hablarte así. No lo haría con ninguna otra mujer, como tampoco conozco a ninguna otra que me dijera la verdad. ¿Y no ves lo bueno que sería que tu marido lo supiera? Cierto es que no parece haber tenido ningún tacto para enterarse, y ha preferido regodearse con suposiciones infundadas. Pero eso no altera el hecho de que, si supiera con claridad lo que en realidad ha pasado, su perspectiva con respecto a los planes que tiene para su hija cambiaría. Pero si lord Warburton sencillamente se cansó de la pobre niña, eso es así, y es una pena. Si la dejó para complacerte a ti, eso ya es otro cantar. También es una pena, pero de otro tipo. En este último caso, lo mejor hubiera sido resignarte a no ser complacida… y ver a tu hijastra casada. ¡Deja estar a lord Warburton, y deja que sea nuestro!

Madame Merle había procedido de forma muy deliberada, observando a su interlocutora y considerando al parecer que podía seguir hablando tranquilamente. Conforme lo hacía, Isabel había ido palideciendo y apretándose las manos con más fuerza en el regazo. No se trataba de que su visitante hubiese decidido que por fin había llegado el momento de ser insolente, no parecía ser esa su intención. Se trataba de un horror aún peor.

—¿Quién eres… qué eres? —murmuró Isabel—. ¿Qué tienes que ver con mi marido?

Era extraño que en esos momentos se sintiese tan unida a él como si lo amara.

—¡Vaya, te lo tomas a la tremenda! Lo siento mucho, pero no esperes que lo haga yo también.

—¿Qué tienes que ver conmigo? —continuó Isabel.

Madame Merle se levantó lentamente, acariciándose el manguito, pero sin apartar la mirada de la de Isabel.

—¡Todo! —contestó.

Isabel se quedó mirándola, sin levantarse. Su rostro era casi como una plegaria para encontrar iluminación. Pero la luz que emanaba de los ojos de esa mujer parecía ser solo oscuridad.

—¡Oh, qué horror! —murmuró al fin.

Se echó hacia atrás y se cubrió el rostro con las manos. De pronto le había sobrevenido, como una gigantesca ola, la idea de que la señora Touchett tenía razón. Su matrimonio había sido obra de madame Merle. Antes de que se apartara las manos del rostro, la dama ya se había marchado de la habitación.

Esa tarde Isabel salió sola a pasear. Quería irse muy lejos, bajo el cielo, a donde pudiera bajar del carruaje y caminar entre las margaritas. Hacía tiempo que la vieja Roma se había convertido en su confidente, pues, en un mundo en ruinas, la ruina de su felicidad parecía una catástrofe menos incoherente. Reposaba su cansancio sobre cosas que se habían desmoronado hacía siglos y, sin embargo, seguían en pie; vertía su secreta tristeza en el silencio de lugares solitarios, donde se resaltaba y contemporizaba el carácter moderno de su aflicción, de manera que, mientras estaba sentada en un rincón calentado por el sol un día de invierno, o de pie en una iglesia mohosa a la que no iba nadie, casi podía sonreír al pensar en su insignificancia. Su tristeza era insignificante comparada con la inmensidad de la historia romana, y su obsesiva noción de la continuidad del destino humano la transportaba sin dificultad de lo pequeño a lo grande. Había entablado una íntima y tierna relación con Roma, la cual se fundía con sus emociones y las templaba. Pero sobre todo pensaba en ella como el lugar donde tanta gente había sufrido. Eso era lo que le venía a la mente en las desvencijadas iglesias, cuyas columnas de mármol, traídas de ruinas paganas, parecían ofrecerle compañía para soportar su sino, y el rancio incienso parecía estar formado por oraciones largo tiempo desatendidas. No había hereje menos coherente ni más agradecida que Isabel; ni el más ferviente de los fieles, al contemplar las oscuras pinturas de los altares o los grupos de velas, habría sentido de forma tan íntima todo lo que le sugerían a ella esos objetos, ni habría sido tan proclive en esos momentos a tener una revelación espiritual. Como sabemos, Pansy casi siempre la acompañaba, y últimamente la condesa Gemini, balanceando una sombrilla rosa, había prestado brillo a la comitiva; aun así, de vez en cuando le gustaba quedarse sola en el lugar que mejor conviniera a su estado de ánimo. Para tales ocasiones tenía varios refugios; quizá el más accesible de todos fuera un asiento en el parapeto bajo que bordea el ancho terreno cubierto de hierba que hay delante de la alta y fría fachada de San Juan de Letrán, desde donde se puede contemplar al fondo de la Campania la lejana silueta del monte Albano, así como la imponente llanura que sigue tan llena de todo lo que se ha esfumado en ella. Tras la partida de su primo y de sus acompañantes, Isabel comenzó a dar aquellos paseos melancólicos con más frecuencia, llevando su espíritu sombrío de un lugar sagrado a otro. Incluso cuando Pansy y la condesa estaban con ella, sentía la presencia de un mundo desaparecido. El carruaje, después de dejar atrás los muros de Roma, rodaba por estrechos senderos en los que la madreselva había comenzado a enredarse en los setos, o la esperaba en lugares tranquilos cerca de los campos, mientras ella se alejaba para pasear entre la hierba salpicada de flores, o se sentaba sobre una piedra que antaño tuvo alguna utilidad y contemplaba a través del velo de su tristeza personal la espléndida tristeza del escenario: la densa y cálida luz, las lejanas gradaciones cromáticas y los colores confundiéndose suavemente, los pastores inmóviles en poses solitarias, las colinas sobre las que las sombras de las nubes tenían la levedad de un rubor.

La tarde de la que he empezado a hablar Isabel tomó la decisión de no pensar en madame Merle, pero dicha decisión demostró ser inútil, pues la imagen de esa dama la rondaba constantemente. Se preguntó, sintiendo un terror casi infantil ante tal suposición, si se podía aplicar a esa amiga íntima desde hacía varios años el gran epíteto histórico de «malvada». Solo conocía el concepto a través de la Biblia y de otras obras literarias; que ella supiera, nunca había tenido contacto personal alguno con la maldad. Siempre había querido conocer a fondo la vida humana y, pese a que se vanagloriaba de haberla cultivado con cierto éxito, ese privilegio elemental le había sido negado. Quizá, en el sentido histórico, ser malvado no significara ser falso, por muy falso que se fuera; pues eso es lo que había sido madame Merle: profundamente falsa. La tía Lydia había hecho ese descubrimiento mucho tiempo atrás, y se lo había mencionado a su sobrina; pero Isabel había pensado entonces que poseía una visión mucho más rica de las cosas, sobre todo de la espontaneidad de su propio desarrollo y de la nobleza de sus propias interpretaciones, que la pobre señora Touchett y sus encorsetados razonamientos. Madame Merle había hecho lo que quería: había conseguido la unión de sus dos amigos, aunque no dejaba de ser muy sorprendente que hubiese deseado tanto que tal hecho ocurriera. Había personas que sentían una gran pasión por ser casamenteras, como los devotos del arte la sienten por el arte, pero madame Merle, aún siendo una gran artista, no era una de ellas. Tenía demasiada mala opinión del matrimonio, e incluso de la vida; había querido que se produjese ese matrimonio en particular, pero no otros. Por lo tanto, lo había hecho con la intención de ganar algo, e Isabel se preguntó qué beneficio habría sacado. Como es natural, tardó bastante tiempo en descubrirlo, e incluso entonces fue un descubrimiento imperfecto. Cayó en la cuenta de que madame Merle, aunque había parecido cogerle mucha simpatía desde su primer encuentro en Gardencourt, había sido mucho más afectuosa con ella tras la muerte del señor Touchett, y después de enterarse de que su joven amiga había sido objeto de la generosidad del anciano. Su beneficio no había consistido en el vulgar recurso de pedir dinero prestado, sino en la idea más refinada de presentar a uno de sus amigos íntimos a esa joven fresca e ingenua poseedora de una fortuna. Naturalmente, había elegido a su amigo más íntimo, y a esas alturas Isabel ya tenía muy claro que ese puesto lo ocupaba Gilbert. De ese modo llegó a la convicción de que el hombre que había creído que era el menos sórdido del mundo se había casado con ella, como un vulgar aventurero, por su dinero. Por extraño que resulte, nunca antes se le había ocurrido; pese a todo lo malo que había pensado de Osmond, no le había atribuido esa injuria en particular. Era lo peor que podía pensar de él, después de haber estado tanto tiempo diciéndose que lo peor estaba aún por llegar. Tampoco pasaba nada porque un hombre se casase con una mujer por su dinero; era algo que sucedía a menudo, pero al menos podía hacérselo saber. Se preguntó si, ya que lo que quería era su dinero, le bastaría con quedárselo. ¿Aceptaría simplemente tomarlo y dejarla ir? Si el gran acto de generosidad realizado por el señor Touchett pudiera servirle de ayuda en esos momentos, sería una gran bendición. No tardó en ocurrírsele que, si madame Merle había querido prestar un servicio a Gilbert, el agradecimiento de este por dicho favor ya debía de haberse enfriado bastante. ¿Cuáles serían sus sentimientos en esos momentos con respecto a su demasiado ferviente benefactora, y qué expresión habrían adoptado en semejante maestro de la ironía? Es un hecho singular, aunque no por ello menos característico, que antes de que Isabel regresara de su silencioso paseo rompiese dicho silencio exclamando en voz baja:

 

—¡Pobre madame Merle!

Su compasión podría haber estado justificada si esa misma tarde Isabel hubiera estado oculta tras una de las valiosas cortinas de damasco tamizadas por el tiempo que vestían el pequeño e interesante salón de la dama en cuestión; es decir, en aquella estancia decorada con sumo detalle a la que ya hicimos una visita en compañía del discreto señor Rosier. Hacia las seis, Gilbert Osmond estaba sentado en dicho salón, mientras que su anfitriona se hallaba de pie delante de él, tal y como Isabel la había visto en la ocasión mencionada en esta historia con el énfasis que le corresponde, no tanto por su importancia aparente como por la real.

—No me creo que seas infeliz; creo que te gusta —decía madame Merle.

—¿Cuándo he dicho yo que sea infeliz? —preguntó Osmond, con una expresión lo bastante seria como para sugerir que de hecho podría serlo.

—No, pero tampoco dices lo contrario, como deberías por simple gratitud.

—No me hables de gratitud —replicó él con aspereza—. Y no me exasperes —añadió al momento.

Madame Merle se sentó lentamente, con los brazos cruzados y sus blancas manos dispuestas una sujetando un brazo y la otra, por así decirlo, adornando el otro. Parecía exquisitamente tranquila, pero a la vez terriblemente triste.

—Por tu parte, no intentes asustarme. Me pregunto si adivinas algunos de mis pensamientos.

—Intento preocuparme por ellos lo menos posible. Ya tengo bastante con los míos.

—Eso es porque son deliciosos.

Osmond apoyó la cabeza contra el respaldo del sillón y miró a su acompañante de una forma directa y cínica, que en parte parecía también una expresión de fatiga.

—Me estás exasperando —comentó al momento—, y estoy muy cansado.

—Eh moi donc! —exclamó madame Merle.

—En tu caso es porque te fatigas tú misma. En el mío, no es por mi culpa.

—Si me fatigo es por ti. Te he dado algo por lo que interesarte, y eso es un gran regalo.