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100 Clásicos de la Literatura

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—¿Qué demonios le has hecho a lord Warburton?

¡Como si fuese asunto de ella!

48

Un día, hacia finales de febrero, Ralph Touchett decidió volver a Inglaterra. Poseía sus propias razones para tomar tal decisión, que no tenía por qué explicar; pero Henrietta Stackpole, a quien comunicó sus intenciones, creyó adivinarlas. No obstante, se abstuvo de decirlo, tan solo comentó al cabo de un instante, mientras estaba sentada junto a su sofá:

—Supongo que sabrás que no puedes ir solo.

—No tengo intención de hacer tal cosa —respondió Ralph—. Vendrá gente conmigo.

—¿Qué quiere decir «gente»? ¿Sirvientes a los que pagas?

—Bueno —dijo Ralph con jocosidad—, al fin y al cabo son seres humanos.

—¿Y habrá alguna mujer entre ellos? —quiso saber la señorita Stackpole.

—¡Hablas como si tuviera una docena! No, confieso que no dispongo de una frívola doncella a mi cargo.

—Bien —dijo Henrietta con calma—, en tal caso no puedes viajar a Inglaterra. Necesitas los cuidados de una mujer.

—He recibido tantos de ti esta última quincena que me durarán mucho tiempo.

—Todavía no son bastantes. Creo que iré contigo.

—¿Que vendrás conmigo? —dijo Ralph mientras se incorporaba lentamente en el sofá.

—Sí. Ya sé que no te caigo bien, pero voy a ir contigo de todos modos. Creo que será mejor para tu salud que vuelvas a echarte.

Ralph la observó durante unos instantes, y luego se tendió poco a poco.

—Me caes muy bien —dijo al momento.

La señorita Stackpole lanzó una de sus infrecuentes risas.

—No creas que diciendo eso me vas a comprar. Pienso ir contigo y, lo que es más, te cuidaré.

—Eres una mujer muy buena —afirmó Ralph.

—Espera a que te deje sano y salvo en casa antes de decir eso. No va a ser tarea fácil. Pero, de todas, formas es lo mejor que puedes hacer.

Antes de que se marchara, Ralph le preguntó:

—¿De verdad quieres cuidarme?

—Bueno, por lo menos quiero intentarlo.

—En ese caso debo informarte de que me rindo. ¡Me rindo!

Y quizá fuera una señal de su sumisión el que, unos minutos después de que ella lo hubiera dejado solo, estallara en un fuerte ataque de risa. Emprender un viaje por Europa bajo la supervisión de la señorita Stackpole le parecía una gran incongruencia, una prueba concluyente de que había abdicado de todas sus funciones y renunciado a todo ejercicio. Y realmente lo más extraño de todo era que dicha perspectiva le agradaba; se sentía sumiso de una forma grata y suntuosa. Incluso estaba impaciente por partir, y sin duda tenía unas ganas inmensas de volver a ver su casa. El final de todo estaba cerca; era como si, con solo estirar el brazo, pudiera tocar la meta. Pero quería morir en casa; ese era el único deseo que le quedaba: tenderse en la habitación grande y tranquila en la que había visto yacer a su padre por última vez y cerrar los ojos en un amanecer de verano.

Ese mismo día Caspar Goodwood fue a verlo, y Ralph informó a su visitante de que la señorita Stackpole se había hecho cargo de él y lo iba a llevar de vuelta a Inglaterra.

—En ese caso —dijo Caspar—, me temo que seré uno más de la expedición, porque la señora Osmond me ha hecho prometerle que iré con usted.

—¡Santo cielo, esto es la edad de oro! Son todos demasiado amables.

—Por mi parte, la amabilidad es hacia ella; apenas hacia usted.

—Por descontado, ella es realmente amable —dijo Ralph con una sonrisa.

—¿Por conseguir que la gente le acompañe? Sí, es una forma de amabilidad —contestó Goodwood sin prestarse a seguir la broma—. Aun así, por lo que a mí respecta —añadió—, me atrevería a decir que prefiero viajar con usted y con la señorita Stackpole que con esta sola.

—Y preferiría aún más quedarse aquí y no hacer ninguna de las dos cosas —dijo Ralph—. De verdad que no hace falta que venga. Henrietta es muy eficiente.

—Estoy seguro de eso, pero se lo he prometido a la señora Osmond.

—No le costará mucho conseguir que lo dispense.

—Ella no haría eso por nada del mundo. Quiere que cuide de usted, pero no es ese el principal motivo. El principal motivo es que quiere que me vaya de Roma.

—Creo que se imagina usted demasiadas cosas —sugirió Ralph.

—La aburro —prosiguió Goodwood—. Ya no sabe qué decirme, así que se ha inventado eso.

—Ah, entonces, si es porque a ella le conviene, claro que lo llevaré a usted conmigo. Aunque no veo por qué habría de convenirle —añadió Ralph enseguida.

—Bueno, cree que la estoy vigilando —se limitó a decir Caspar Goodwood.

—¿Vigilando?

—Para averiguar si es feliz.

—Eso es muy fácil de averiguar —dijo Ralph—. Salta a la vista que es la mujer más feliz que conozco.

—En efecto, y me alegra que así sea —afirmó Goodwood de forma cortante, pese a lo cual tenía algo más que decir—: La he estado vigilando. Soy un viejo amigo y me creo con derecho a hacerlo. Ella finge ser feliz porque es lo que se ha propuesto ser, así que quería comprobar por mí mismo hasta qué punto lo ha conseguido. Como ya lo he comprobado —añadió en un tono de voz más áspero—, no quiero ver más. Ya me puedo marchar.

—¿Sabe que me da a mí que es hora de que lo haga?

Y esa fue la única conversación que ambos caballeros mantuvieron acerca de Isabel Osmond.

Henrietta hizo los preparativos del viaje, y en medio de estos consideró oportuno aclarar algunas cosas con la condesa Gemini cuando esta le devolvió en su pensión de Roma la visita que ella le había hecho en Florencia.

—Estaba usted muy equivocada con respecto a lord Warburton —señaló a la condesa—. Creo que debe saberlo.

—¿Sobre que le hiciera la corte a Isabel? Pero, mi querida señora, si iba a su casa tres veces al día. ¡Hasta han quedado las huellas de su paso por allí! —exclamó la condesa.

—Quería casarse con su sobrina. Por eso iba a la casa.

La condesa la miró fijamente, y después, con una risa descontrolada, dijo:

—¿Es eso lo que dice Isabel? No está mal, a fin de cuentas. Pero, si quiere casarse con mi sobrina, ¿por qué no lo hace? Puede que haya ido a comprar el anillo de bodas y vuelva con él el mes que viene, cuando yo ya no esté.

—No, no va a volver. La señorita Osmond no quiere casarse con él.

—¡Vaya, qué complaciente la niña! Sabía que apreciaba mucho a Isabel, pero no hasta esos extremos.

—No entiendo a lo que se refiere —dijo Henrietta con frialdad, pensando en lo perversa y desagradable que estaba siendo la condesa—. Pero mantengo lo que le digo: que Isabel nunca alentó las galanterías de lord Warburton.

—Mi querida amiga, ¿y qué sabemos nosotras de eso? Lo único que sabemos es que mi hermano es capaz de cualquier cosa.

—No sé de qué es capaz su hermano —dijo Henrietta muy dignamente.

—No me quejo precisamente de que Isabel alentara a Warburton, sino de que hiciera que se fuese. Tengo mucho interés en verlo. ¿Cree que ella pensó que yo haría que fuera desleal? —continuó la condesa con audaz insistencia—. Da igual, solo se lo está guardando para ella, eso se nota. La casa está llena de él, hasta en el mismo aire. Oh, sí, ha dejado sus huellas. Y estoy segura de que aún lo veré.

—Bueno —dijo Henrietta al cabo de un momento, con una de esas inspiraciones que tanto éxito habían proporcionado a sus crónicas en el Interviewer—, puede que con usted tenga más éxito que con Isabel.

Cuando Henrietta contó a su amiga el ofrecimiento que había hecho a Ralph, Isabel contestó que no podría haber hecho nada que la complaciese más. Siempre había estado convencida de que, en el fondo, Ralph y esa joven estaban hechos para entenderse.

—Me da igual que me entienda o no —afirmó Henrietta—. Lo importante es que no se muera en un vagón de tren.

—No lo hará —dijo Isabel, negando con la cabeza para reafirmar su convencimiento.

—No lo hará si puedo evitarlo. Ya veo que quieres que nos vayamos todos. Pero no sé qué quieres hacer tú.

—Quiero estar sola —dijo Isabel.

—Pues no lo estarás mientras sigas teniendo tanta compañía en casa.

—Bah, son parte de la comedia. Y vosotros los espectadores.

—¿Llamas a esto comedia, Isabel Archer? —preguntó Henrietta en tono bastante severo.

—Llámalo tragedia, si lo prefieres. El caso es que estáis todos observándome, y eso me hace sentirme muy incómoda.

Henrietta meditó unos instantes sobre esa cuestión.

—Eres como el ciervo herido, que busca la sombra más recóndita. ¡Ay, qué sensación de impotencia me produces! —exclamó.

—No me siento así en absoluto. Tengo intención de hacer muchas cosas.

—No estaba hablando de ti, sino de mí. Es demasiado: haber venido aquí a propósito y tener que dejarte igual que cuando llegué.

—No es cierto. Ha sido muy refrescante —dijo Isabel.

—¡Vaya refresco más ligero… una limonada agria! Quiero que me prometas algo.

—No puedo. No pienso volver a prometer nada. Hice una promesa muy solemne hace cuatro años y no se me ha dado nada bien cumplirla.

—Porque no te han alentado lo suficiente. Pero en este caso yo te daré todos los ánimos que necesites. Deja a tu marido antes de que ocurra lo peor. Eso es lo que quiero que me prometas.

—¿Lo peor? ¿A qué llamas tú lo peor?

—Antes de que se te estropee el carácter.

—¿Te refieres a mi buena disposición? No se va a estropear —respondió Isabel con una sonrisa—. Ya me encargo yo de cuidarla. Lo que me sorprende mucho —añadió apartando la mirada— es la manera en que hablas tan a la ligera de que una mujer deje a su marido. ¡Cómo se nota que nunca lo has tenido!

 

—Bueno —dijo Henrietta como si estuviese iniciando un razonamiento—, es algo muy normal en nuestras ciudades del oeste y, al fin y al cabo, es en ellas en las que habremos de fijarnos en el futuro.

Su razonamiento, no obstante, no interesa a esta historia, que tiene otros muchos hilos que desentrañar. Henrietta anunció a Ralph Touchett que estaba lista para abandonar Roma en el tren que él dispusiera, y Ralph decidió que partieran de inmediato. Isabel fue a verlo poco antes de que se marcharan, y él le hizo el mismo comentario que le había hecho Henrietta. Le sorprendía que Isabel se alegrase tanto de librarse de todos ellos. Por toda respuesta, ella puso la mano con suavidad sobre la de él y dijo, en voz baja y con pronta sonrisa:

—¡Mi querido Ralph…!

Era una respuesta más que sobrada, y Ralph se dio por satisfecho. Aun así, siguió hablando en la misma línea jocosa y sincera:

—Te he visto menos de lo que esperaba, pero más vale eso que nada. Y he oído hablar mucho de ti.

—Pues no sé a quién, con la vida que has llevado.

—¡A las voces del aire! A nadie más. Nunca dejo que nadie hable de ti. Siempre dicen que eres «encantadora», y eso es demasiado insulso.

—Desde luego podría haber venido más a verte —dijo Isabel—, pero cuando una está casada tiene muchas obligaciones.

—Por fortuna no estoy casado. Cuando vengas a verme a Inglaterra podré recibirte con toda la libertad de un soltero.

Siguió hablando como si fuese seguro que se volverían a ver, y consiguió que dicha suposición casi pareciese cierta. No hizo ninguna alusión a que se le estuviese acabando el tiempo, a la posibilidad de no sobrevivir al verano. Si él lo prefería así, Isabel estaba dispuesta a respetar su deseo: la realidad ya era lo bastante clara como para erigir postes indicadores a lo largo de su conversación. Eso habría estado bien en los primeros tiempos, aunque sobre esa cuestión, como sobre todos sus demás asuntos, Ralph nunca había sido egoísta. Isabel habló del viaje, de las etapas en que debería dividirlo, de las precauciones que habría de tomar.

—Henrietta es mi mayor precaución —dijo él—. La conciencia de esa mujer es sublime.

—Seguro que será muy concienzuda.

—¿Será? ¡Ya lo ha sido! La única razón por la que viene conmigo es porque piensa que es su deber. Ahí tienes todo un ejemplo del concepto del deber.

—Sí, y uno muy generoso. Hace que me sienta muy avergonzada —dijo Isabel—. Soy yo la que tendría que ir contigo.

—A tu marido no le gustaría nada.

—No, no le gustaría, pero de todas formas yo podría ir.

—Me sorprende lo atrevida que puede ser tu imaginación a veces. ¡Figúrate que yo me convirtiese en motivo de discusión entre una dama y su marido!

—Por eso no voy —dijo Isabel con sencillez, aunque no demasiada lucidez.

Aun así, Ralph la entendió de sobra.

—Ya me imagino, con todas esas obligaciones que dices.

—No se trata de eso. Tengo miedo —dijo Isabel. Tras una pausa lo repitió, como para obligarse a sí misma, más que a él, a oír las palabras—: Tengo miedo.

Ralph apenas pudo discernir lo que significaba su tono de voz; era deliberado de una forma muy extraña, y parecía desprovisto de emoción. ¿Quería hacer penitencia pública por una falta por la que no había sido condenada? ¿O eran sus palabras tan solo un intento de analizarse a sí misma? Fuera lo que fuese, Ralph no pudo resistirse a semejante oportunidad.

—¿Miedo de tu marido?

—¡Miedo de mí misma! —dijo ella levantándose. Permaneció un momento inmóvil y, a continuación, añadió—: Si le tuviera miedo a mi marido, no haría más que cumplir con mi deber. Es lo que se espera de las mujeres.

—Sí, claro —se rio Ralph—, pero para compensar nunca falta el hombre que tenga un miedo espantoso de su mujer.

Isabel no prestó ninguna atención a ese comentario gracioso, y de pronto cambió de tema.

—Con Henrietta al frente de tu pequeña tropa —dijo súbitamente—, el señor Goodwood no tendrá mucho que hacer.

—Mi querida Isabel —contestó Ralph—, él ya está acostumbrado a eso. El señor Goodwood nunca ha tenido nada que hacer.

Ella se sonrojó, y a continuación comentó rápidamente que debía irse. Permanecieron juntos de pie durante un momento, con las manos de Isabel en las de él.

—Tú has sido mi mejor amigo —dijo ella.

—Es por ti por quien quería… por quien quería vivir. Pero ya no te soy de ninguna utilidad.

Entonces ella cayó aún más en la dolorosa cuenta de que no lo volvería a ver. No podía aceptarlo; no podía separarse de él de ese modo.

—Si necesitas que vaya, iré —dijo al fin.

—Tu marido nunca lo consentiría.

—Oh, sí, ya lo arreglaría.

—Entonces me lo reservaré como mi último placer —dijo Ralph.

En respuesta a eso, ella no pudo hacer más que besarle. Era jueves, y esa noche Caspar Goodwood fue al palazzo Roccanera. Fue de los primeros en llegar, y pasó algún tiempo conversando con Gilbert Osmond, que casi siempre estaba presente cuando su esposa recibía a los invitados. Se sentaron juntos, y Osmond, hablador, comunicativo, expansivo, parecía esa noche poseído por una especie de alegría de corte intelectual. Se reclinó en el asiento con las piernas cruzadas y charló a sus anchas, mientras que Goodwood, más inquieto pero en absoluto animado, no dejaba de cambiar de postura, de jugar con el sombrero, de hacer que el pequeño sofá crujiese bajo su peso. El rostro de Osmond presentaba una sonrisa acerada y agresiva; era un hombre cuyas percepciones parecían haberse agudizado al recibir alguna buena noticia. Comentó a Goodwood que lamentaba mucho que fuese a dejarlos, y que él en particular lo echaría de menos. Veía a tan pocos hombres inteligentes… eran sorprendentemente escasos en Roma. Tenía que garantizarle que iba a volver, pues para un italiano inveterado como él había algo muy refrescante en hablar con un auténtico forastero.

—Ya sabe que me gusta mucho Roma —dijo Osmond—, pero aún me gusta más tratar con gente que no padezca esa superstición. Pese a todo, el mundo moderno está bastante bien. Usted, por ejemplo, es muy moderno, y sin embargo nada vulgar. La mayoría de los modernos que vemos son tan poca cosa. Si son los hombres del mañana, haríamos bien en morir jóvenes. Por supuesto, a menudo también los antiguos resultan terriblemente aburridos. A mi esposa y a mí nos gusta lo que sea verdaderamente nuevo, no solo lo que tenga la mera pretensión de serlo. Por desgracia, no hay nada de nuevo en la ignorancia y la estupidez. Mucho de eso puede verse en lo que se nos ofrece como una manifestación del progreso, de la luz… ¡Una manifestación de vulgaridad! Hay cierto tipo de vulgaridad que creo que sí que es verdaderamente nueva; no creo que haya habido nunca nada así. De hecho, no encuentro vulgaridad alguna en absoluto antes del presente siglo. Se ve alguna leve amenaza aquí y allá en el anterior, pero hoy en día el aire se ha vuelto tan denso que las cosas delicadas literalmente no se reconocen. Pues bien, usted nos gusta… —Dudó un momento al tiempo que ponía la mano con suavidad en la rodilla de Goodwood y le sonreía con una mezcla de azoramiento y confianza—. Le voy a decir algo sumamente ofensivo y condescendiente, pero le ruego que me permita darme el gusto. Usted nos gusta porque… porque nos ha reconciliado un poco con el futuro. Si va a haber cierto número de personas como usted, à la bonne heure! Estoy hablando tanto por mi esposa como por mí. Ella habla por mí, mi esposa, así que por qué no habría de hacerlo yo también por ella. Estamos tan unidos como el candelabro y el apagavelas, sabe usted. ¿Es suponer demasiado si le digo que creo, por lo que usted me ha dicho, que sus actividades son, por así decirlo… comerciales? Eso tiene sus peligros, pero lo que más nos impresiona es la forma en que ha conseguido escapar. Perdóneme si este pequeño cumplido le parece de un gusto execrable; menos mal que mi esposa no me oye. Lo que quiero decir es que usted podría haber llegado a convertirse en alguien… bueno, en lo que acabo de mencionar. Todo el mundo estadounidense estaba conspirando para convertirlo a usted en eso. Y, sin embargo, es usted tan moderno… ¡el hombre más moderno que hemos conocido! Siempre estaremos encantados de volver a verlo.

He dicho que Osmond estaba de buen humor, y esos comentarios dan amplia muestra de ello. Eran mucho más personales de lo que aquel solía molestarse en ser y, si Caspar Goodwood hubiera prestado más atención, habría podido llegar a pensar que esa defensa de la delicadeza estaba en manos bastante extrañas. No obstante, podemos suponer que Osmond sabía muy bien lo que pretendía, y que si eligió usar ese tono condescendiente con una ordinariez que no era habitual en él, tendría alguna razón excelente para aventurarse a hacerlo. Goodwood solo tenía la vaga sensación de que Osmond estaba cargando las tintas, pero apenas sabía adónde quería llegar. De hecho, apenas sabía de lo que le estaba hablando. Lo que él quería era quedarse a solas con Isabel, y esa idea resonaba con más fuerza en su mente que la voz perfectamente modulada de su marido. Observaba a Isabel conversando con otras personas y se preguntó cuándo quedaría libre, y si le podría pedir que lo acompañara a otra estancia. A diferencia de Osmond, él no estaba del mejor de los humores. Había un componente de ira apagada en la forma en que se fijaba en todo. Hasta ese momento no había sentido ninguna antipatía personal hacia Osmond; solo había pensado que era una persona muy instruida y cortés, y que respondía más de lo que había supuesto al tipo de persona con que era normal que se casara Isabel Archer. Su anfitrión había cobrado gran ventaja sobre él en la liza en campo abierto, y Goodwood tenía muy desarrollado el concepto de juego limpio como para menospreciarlo por ese motivo. No es que se hubiera decidido a hacerse buena opinión de él, ya que eso habría sido un arrebato de benevolencia sentimental del que Goodwood era del todo incapaz, incluso en los días en que más cerca había estado de reconciliarse con lo que le había pasado. Más bien lo aceptaba como un personaje brillante al que tampoco había que tomarse muy en serio, afectado por un exceso de tiempo libre que le gustaba ocupar en refinadas conversaciones. Pero solo confiaba a medias en Osmond, y no conseguía imaginarse por qué demonios este habría de prodigarse en ninguna clase de refinamiento con él. Sospechaba que era porque le reportaba algún tipo de diversión particular, y contribuía a que tuviese la impresión general de que había cierto elemento de perversidad en su victorioso rival. Sabía sin lugar a dudas que Osmond no podía tener razón alguna para desearle ningún mal, ya que no tenía nada que temer de él. Había conseguido una ventaja suprema y podía permitirse el lujo de ser amable con un hombre que lo había perdido todo. Cierto era que a veces Goodwood le había deseado la muerte con todas sus fuerzas, e incluso le habría gustado matarlo él mismo, pero no había forma de que Osmond pudiese saberlo, pues la práctica había convertido al caballero más joven en todo un experto en el arte de parecer totalmente inasequible a cualquier emoción violenta. Cultivaba dicho arte para engañarse a sí mismo, pero era a los demás a quienes conseguía engañar primero. Sin embargo, los resultados eran a veces muy limitados, y no podía haber mejor prueba de ello que la profunda y silenciosa irritación que invadió su alma cuando oyó a Osmond hablar de los sentimientos de su esposa como si fuera el encargado de responder por ellos.

Eso era lo único a lo que había prestado atención de todo lo que le dijo su anfitrión esa noche. Se había dado cuenta de que Osmond tenía más interés del habitual en dejar constancia de la armonía conyugal que reinaba en el palazzo Roccanera. Se había tomado más molestias que nunca en hablar como si su esposa y él viviesen en dulce comunión, y resultara igual de natural para ambos decir tanto «nosotros» como «yo». En todo eso había cierto propósito que había desconcertado e irritado a nuestro pobre bostoniano, quien solo podía consolarse pensando que las relaciones de la señora Osmond con su marido no eran asunto suyo. Por lo demás, no poseía ninguna prueba de que su marido hubiese presentado una imagen falsa de ella y, si juzgaba a Isabel por las apariencias, no tenía más remedio que creer que a ella le gustaba su vida. Nunca le había mostrado la menor señal de descontento. La señorita Stackpole le había dicho que Isabel había perdido toda ilusión, pero tanto escribir en los periódicos había vuelto a la señorita Stackpole muy sensacionalista. Le gustaban demasiado las noticias frescas. Además, desde que esta había llegado a Roma se había comportado con mayor prudencia y había dejado de enfocarle con su linterna. Podemos decir, por lo que a Henrietta respectaba, que había actuado así casi en contra de su conciencia. Una vez que había visto la realidad de la situación de Isabel, se había impuesto una justa reserva. Aparte de lo que pudiese hacer para mejorar la vida de su amiga, desde luego la forma más útil de ayudarla no sería exacerbar a sus antiguos enamorados hablándoles de los errores de Isabel. La señorita Stackpole seguía muy interesada en el estado de los sentimientos del señor Goodwood, pero en esos momentos solo lo demostraba enviándole recortes escogidos, humorísticos y de otro tipo, extraídos de diarios estadounidenses que recibía en cada correo y que siempre leía con unas tijeras en la mano. Metía los artículos que recortaba en un sobre dirigido al señor Goodwood, que ella misma dejaba en su hotel. Él nunca le preguntaba nada sobre Isabel: ¿no había recorrido ocho mil kilómetros para ver las cosas por sí mismo? Así pues, el señor Goodwood estaba perfectamente autorizado a pensar que la señora Osmond era infeliz; no obstante, la misma ausencia de autorización a hacerlo operaba en él como un irritante, que aumentaba la dureza con la que, pese a su teoría de que ya había dejado de importarle, debía reconocer que, en lo concerniente a Isabel, el futuro no tenía nada que ofrecerle. Ni siquiera tenía la satisfacción de saber la verdad; al parecer, ni siquiera se podía confiar en que él la respetase en el caso de que Isabel fuese infeliz. Era un caso perdido, imposible, inútil. Isabel se lo había hecho ver claramente con su ingenioso plan para que se fuese de Roma. Él no tenía ninguna objeción a hacer lo que pudiese por su primo, pero le rechinaban los dientes cuando consideraba que, de todos los servicios que ella le habría podido pedir, había elegido ese en concreto. En ningún momento había existido el peligro de que optase por otro que hubiera hecho que él se quedase en Roma.

 

Esa noche, en lo que pensaba fundamentalmente era en que tendría que dejar a Isabel al día siguiente y no había ganado nada yendo a Roma, salvo el saber que era tan poco querido allí como siempre. No había conseguido enterarse de nada acerca de ella: pues era imperturbable, inescrutable, impenetrable. Sintió que la vieja amargura que tanto había intentado digerir volvía a subirle a la garganta, y supo que hay decepciones que duran toda la vida. Mientras, Osmond seguía hablando; Goodwood tenía la vaga impresión de que estaba volviendo a tratar el tema de la perfecta intimidad que mantenía con su esposa. Sintió por un momento que aquel hombre tenía una especie de imaginación demoníaca, pues era imposible que eligiese un tema de conversación tan inusual sin malicia. Pero, al fin y al cabo, ¿qué más daba que fuese demoníaco o no, o si ella lo amaba o lo odiaba? Podría odiarlo a muerte sin que uno llegara a enterarse nunca.

—Por cierto, viaja usted con Ralph Touchett —dijo Osmond—. Supongo que eso significa que tendrán que ir bastante despacio.

—No lo sé. Haré lo que él quiera.

—Es usted muy complaciente. Le estamos inmensamente agradecidos, permítame que se lo diga, como mi esposa ya le habrá manifestado. Hemos estado pendientes de Touchett todo el invierno, y en más de una ocasión ha parecido que nunca dejaría Roma. No tendría que haber venido; es muy imprudente que la gente viaje en ese estado. Es como una especie de falta de delicadeza. Por nada del mundo dependería yo de Touchett tanto como ha dependido él de… de mi esposa y de mí. Ahora no queda más remedio que otras personas se ocupen de él, y desde luego no todo el mundo es tan generoso como usted.

—No tengo nada más que hacer —dijo Caspar con aspereza.

Osmond lo miró un momento con recelo.

—Debería casarse, y entonces ya vería como tenía mucho que hacer. Aunque es cierto que, en ese caso, no estaría usted disponible para hacer estas obras de caridad.

—¿Le parece que por estar casado está usted muy ocupado? —preguntó el joven de forma mecánica.

—Es que, verá, el estar casado ya es de por sí una ocupación. No siempre es activa; a menudo es pasiva, pero eso requiere incluso más atención. Y luego está el hecho de que mi esposa y yo hacemos muchas cosas juntos. Leemos, estudiamos, tocamos música, caminamos, paseamos en carruaje… incluso hablamos como hacíamos cuando nos conocimos. A día de hoy me sigue encantando conversar con mi esposa. Siga mi consejo y, si alguna vez se aburre, cásese. Puede que su mujer llegue a aburrirle, pero usted nunca se aburrirá a sí mismo. Siempre tendrá algo que decirse, siempre tendrá algo sobre lo que reflexionar.

—No me aburro —dijo Goodwood—. Tengo mucho que decirme y sobre lo que pensar.

—¡Más de lo que dice a los demás! —exclamó Osmond con una risita—. ¿Adónde irá después? Quiero decir después de haber depositado a Touchett en manos de sus cuidadores habituales. Creo que su madre va a regresar finalmente para ocuparse de él. Esa señora es espléndida, con esa forma tan refinada que tiene de desatender sus obligaciones… ¿Tal vez pasará usted el verano en Inglaterra?

—No lo sé. No tengo ningún plan.

—¡Dichoso usted! No suena muy halagüeño, pero es señal de que es usted libre.

—Sin duda, estoy muy libre.

—Entonces espero que lo esté para volver a Roma —dijo Osmond al tiempo que veía a otros invitados entrar en la habitación—. Recuerde que cuando venga contamos con usted.

Goodwood había tenido intención de marcharse temprano, pero la velada transcurrió sin que se le presentase la oportunidad de hablar con Isabel, salvo formando parte de algún grupo. Había algo perverso en esa obstinación de ella por evitarle, y el insaciable rencor de él contribuía a que viera intención donde no parecía haber ninguna. Y lo cierto es que no parecía haber ninguna en absoluto. Ella lo miraba a los ojos con su sonrisa limpia y hospitalaria, con la que casi parecía estar pidiéndole que fuera a ayudarla para dar conversación a algunos de sus invitados. Sin embargo, él se opuso a dicha sugerencia con rígida impaciencia. Deambuló de un lado a otro y esperó; habló con las pocas personas que conocía, las cuales por primera vez encontraron su comportamiento un tanto contradictorio respecto a su propia persona. Resultaba en verdad algo muy impropio de Caspar Goodwood, aunque a menudo él sí que contradecía a los demás. Con frecuencia solía haber música en el palazzo Roccanera, y por lo general muy buena. Al abrigo de la música consiguió contenerse, pero hacia el final, cuando vio que la gente empezaba a irse, se acercó a Isabel y le preguntó en voz baja si podía hablar con ella en otro de los salones, que acababa de asegurarse de que estaba vacío. Ella sonrió como si quisiera complacerle pero le fuera del todo imposible.

—Me temo que no puede ser. Los invitados se están despidiendo, y no puedo ausentarme ahora.

—Entonces esperaré a que se vayan.

Ella vaciló unos instantes.

—¡Ah, eso sería estupendo! —exclamó.

Y esperó, aunque lo tuvo que hacer durante un buen rato. Al final quedaron varias personas que parecían estar clavadas a las alfombras. La condesa Gemini, que, como solía decir, nunca era ella misma hasta medianoche, no daba señales de haberse enterado de que la reunión había terminado, y seguía delante de la chimenea con un pequeño círculo de caballeros, los cuales de vez en cuando estallaban en una risa colectiva. Osmond había desaparecido, pues nunca se despedía de los invitados y, como la condesa estaba ampliando su registro como era su costumbre a esas horas de la noche, Isabel había enviado a Pansy a la cama. Isabel permanecía sentada un tanto apartada; también parecía estar deseando que su cuñada empezase a bajar el tono y permitiera a los últimos rezagados marcharse en paz.