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100 Clásicos de la Literatura

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—Estoy convencido de que va a ser algo que no me gustará —dijo en voz bastante alta.

—No, no creo que le guste. Si le gustara, no sería un favor.

—Bien, veamos de qué se trata —continuó él en el tono de alguien consciente de los límites de su paciencia.

—Dirá usted que no hay ninguna razón por la que deba hacerme un favor, y la verdad es que solo conozco una: el hecho de que, si usted me dejara, yo le haría encantada alguno. —Su tono suave y preciso, en el que no había ninguna intención efectista, resultaba muy sincero, por lo que su interlocutor, pese a seguir mostrando un aspecto severo, no pudo evitar que le conmoviese. No obstante, cuando algo lo conmovía no solía demostrarlo de la forma habitual; ni se sonrojaba, ni apartaba la mirada, ni parecía azorado. Tan solo prestaba mayor atención, y daba la impresión de considerar las cosas con mayor intensidad. Así pues, Henrietta siguió a lo suyo sin ser consciente de haber conseguido ninguna ventaja—: De hecho, puedo decirle ahora, y creo que es buen momento, que si alguna vez lo he molestado, como creo que en ocasiones he hecho, es porque sabía que estaría dispuesta a soportar las molestias que usted me pudiera causar. Yo le he molestado, sin duda… pero también me tomaría las molestias que hiciesen falta por usted.

Goodwood vaciló un instante.

—Ahora se está tomando muchas molestias.

—Sí… algunas. Quiero que considere si de verdad es una buena idea que vaya usted a Roma.

—¡Sabía que era eso lo que me iba a decir! —exclamó él con cierta tosquedad.

—Entonces, ¿ya lo ha pensado?

—Claro que sí, y muy detenidamente. Le he dado muchas vueltas. De otro modo, no habría llegado hasta aquí. Por eso me quedé dos meses en París, para poder pensarlo.

—Me da la impresión de que ha decidido hacer lo que más le apetecía. Ha decidido que es mejor ir a Roma porque es una idea que le atrae mucho más.

—¿Mejor para quién? —le preguntó Goodwood.

—Para usted, en primer lugar, y después para la señora Osmond.

—No, para ella no será ni bueno ni malo. No me hago tantas ilusiones.

—Pero la cuestión es: ¿no la perjudicará?

—No veo por qué tendría que afectarla. No significo nada para ella. Pero, si quiere saberlo, sí que me gustaría verla.

—Ya, y por eso va.

—Pues claro. ¿Qué mejor razón podría haber?

—¿Y de qué le va a servir a usted? Eso es lo que quiero saber —dijo la señorita Stackpole.

—Eso es justo lo que no sabría decirle. Es a lo que estuve dando tantas vueltas en París.

—Hará que se sienta más desdichado.

—¿Qué quiere decir… «más»? —preguntó Goodwood con bastante severidad—. ¿De dónde se saca que soy desdichado?

—Bueno —contestó Henrietta tras dudar un momento—, no parece que se haya interesado nunca por nadie más.

—¿Y cómo puede saber lo que me interesa? —exclamó él al tiempo que se sonrojaba intensamente—. En estos momentos lo único que me interesa es ir a Roma.

Henrietta lo miró en silencio con expresión triste, pero aun así luminosa.

—Bien —comentó al fin—, solo quería decirle lo que pienso, porque no me lo podía quitar de la cabeza. Por supuesto usted pensará que no es asunto mío; pero por ese mismo principio, nada es asunto de nadie.

—Es muy amable de su parte, y le estoy muy agradecido por tomarse tanto interés —dijo Caspar Goodwood—, pero voy a ir a Roma y no le voy a hacer ningún daño a la señora Osmond.

—Puede que no le haga daño, pero ¿le será de ayuda a ella? Esa es la cuestión.

—¿Es que necesita ayuda? —preguntó él lentamente mientras la miraba de forma muy penetrante.

—La mayoría de las mujeres siempre la necesitan —contestó Henrietta de forma evasiva, con una generalización menos optimista de lo habitual—. Si va a Roma —añadió—, espero que sea un amigo de verdad… ¡no uno egoísta!

Dicho lo cual, se giró y comenzó a contemplar los cuadros. Caspar Goodwood la observó mientras se movía por la sala, pero al cabo de un momento se unió a ella.

—Usted ha oído algo sobre ella aquí —dijo—, y me gustaría saber qué es.

Henrietta tenía por principio no faltar nunca a la verdad, y, aunque en esa ocasión podría haber estado justificado, decidió tras meditarlo unos minutos que no iba a hacer ninguna excepción.

—Sí, algo he oído —contestó—, pero como no quiero que vaya a Roma no se lo voy a contar.

—Como quiera. Lo averiguaré por mí mismo —dijo Goodwood, tras lo que añadió, con una falta de coherencia impropia de él—: ¡Ha oído que es infeliz!

—¡Ah, no podrá averiguar eso! —exclamó Henrietta.

—Eso espero. ¿Cuándo se va usted?

—Mañana, en el tren de la tarde. ¿Y usted?

Goodwood se contuvo; no tenía el menor deseo de viajar a Roma en compañía de la señorita Stackpole. Su displicencia con respecto a esa posibilidad no era del mismo tipo que la de Gilbert Osmond, pero en esos momentos era igual de clara. Era más un tributo a las virtudes de la señorita Stackpole que una referencia a sus defectos. La consideraba muy notable y brillante y, en teoría, no tenía ninguna objeción a la clase a la que pertenecía. Le parecía que las damas corresponsales formaban parte del esquema normal de las cosas en un país progresista y, aunque nunca leía sus crónicas, suponía que de algún modo contribuían a la prosperidad social. Pero era esa misma posición prominente la que le hacía desear que la señorita Stackpole no diese tantas cosas por sentado. Esta daba por sentado que él siempre estaba dispuesto a hacer alguna alusión a la señora Osmond; lo había hecho cuando se habían encontrado en París, seis semanas después de que él llegase a Europa, y había repetido la misma suposición cada vez que se le había presentado la oportunidad. Él no tenía el menor deseo de hablar de la señora Osmond por la sencilla razón de que no estaba siempre pensando en ella, de eso estaba bien seguro. Era el hombre más reservado y menos locuaz que pudiera haber, y esa inquisitiva escritora estaba constantemente apuntando su linterna hacia la tranquila oscuridad de su alma. Quería que no se interesase tanto, y hasta llegó a desear, aunque resulte muy grosero por su parte, que lo dejase en paz. A pesar de eso, en estos momentos pensaba también en otras cosas que ponen claramente de manifiesto lo muy diferente que era su mal humor del de Gilbert Osmond. Quería ir a Roma de inmediato, y le habría gustado hacerlo solo en el tren nocturno. Odiaba los vagones de tren europeos, en los que uno tenía que ir sentado durante horas sobre un estrecho banco, como atornillado rodilla con rodilla y nariz con nariz con algún desconocido al que terminabas enfrentándote con toda la vehemencia añadida por el hecho de querer llevar la ventanilla abierta; y, aunque fueran incluso peores de noche que de día, por lo menos de noche podías dormir y soñar con los amplios vagones estadounidenses. Pero no podía coger el tren nocturno cuando la señorita Stackpole iba a partir al día siguiente; eso le parecería un insulto a una mujer indefensa. No obstante, tampoco podía esperar a que ella se fuese, pues tendría que aguardar más de lo que podía resistir su paciencia. No podía partir al día siguiente. La señorita Stackpole lo alteraba, lo oprimía; la sola idea de pasar un día con ella en el vagón de un tren europeo sería una fuente de irritación suplementaria. Aun así, era una dama que viajaba sola, y él tenía la obligación de ponerse a su servicio. No había vuelta de hoja; era una necesidad inexcusable. Adoptó una expresión muy seria durante unos momentos, y luego, en un tono muy directo desprovisto por completo de cualquier asomo de galantería, declaró:

—Por supuesto, si parte usted mañana, la acompañaré por si puedo serle de ayuda.

—Bueno, señor Goodwood, no esperaba menos de usted —contestó Henrietta imperturbable.

45

Ya he tenido motivos para afirmar que Isabel sabía cuánto disgustaba a su marido que Ralph prolongara su estancia en Roma. La dama tenía esto muy presente cuando fue al hotel de su primo al día siguiente de haber instado a lord Warburton a dar una prueba tangible de su sinceridad y en esos momentos, al igual que en otros, veía con bastante claridad las razones de la oposición de Osmond. Este no quería que ella tuviese libertad de pensamiento, y sabía muy bien que Ralph era un apóstol de la libertad. Era precisamente por eso por lo que era tan refrescante ir a verlo, se dijo Isabel. Como podrá observarse, ella estaba dispuesta a procurarse tal alivio pese a la aversión que provocaba en su marido, pero le gustaba pensar que lo hacía de forma discreta. Todavía no se había decidido a actuar abiertamente en contra de los deseos de quien había sido reconocido e inscrito como su amo y señor, por más que en ocasiones Isabel contemplara ese hecho con desconcertante incredulidad. No obstante, era algo que pesaba mucho en su ánimo; tenía siempre muy presente el decoro e inviolabilidad del vínculo matrimonial. La idea de transgredirlos la llenaba de vergüenza y de miedo, ya que al entregarse en matrimonio no había considerado esa contingencia, convencida como había estado de que las intenciones de su marido eran tan generosas como las suyas. Aun así, le parecía que cada vez estaba más cerca el día en que tendría que retractarse de eso que tan solemnemente había concedido. Sería un ceremonial abominable y monstruoso, por lo que, mientras llegaba, procuraba no pensar en ello. Osmond no iba a ayudarla dando el primer paso, sino que dejaría que esa carga recayese sobre ella hasta el final. Todavía no le había prohibido formalmente que fuera a visitar a Ralph, pero estaba segura de que, como este no se marchase pronto, tal prohibición no tardaría en llegar. Pero ¿cómo iba a marcharse el pobre Ralph? Las condiciones meteorológicas seguían haciéndolo del todo imposible. Isabel entendía perfectamente que su marido tuviese tantas ganas de que se fuese; para ser justos, sabía que no había razón alguna para que le gustase que ella estuviese con su primo. Ralph nunca decía nada contra él, pero aun así la protesta muda y amarga de Osmond tenía su fundamento. Si este se decidiera a intervenir directamente, si hiciese valer su autoridad, ella tendría que tomar una decisión, lo cual no sería nada fácil. Dicha perspectiva hacía que el corazón le latiera más deprisa y las mejillas le ardieran, como digo, de antemano, y hasta había momentos en que, para evitar una ruptura abierta, deseaba que Ralph se marchara pese al riesgo que eso suponía. Y no servía de nada que, cuando se descubría albergando tales ideas, se dijese que era una débil y una cobarde. No se trataba de que quisiese menos a Ralph, sino de que casi todo parecía preferible antes que repudiar el acto más serio, el único acto sagrado, de su vida. Eso hacía que todo el futuro le pareciese odioso. Romper con Osmond una vez significaría romper para siempre; reconocer abiertamente que tenían necesidades irreconciliables sería admitir que todo su intento había resultado fallido. Para ellos no habría condonación, ni compromiso, ni olvido fácil, ni reajuste formal. Solo habían perseguido una cosa, pero esta debía ser exquisita. Una vez perdida, ya no habría nada que pudiese servir en su lugar, ningún posible sustituto de dicho logro. De momento, Isabel continuaba yendo al Hôtel de Paris con la frecuencia que consideraba apropiada; una corrección mesurada formaba parte del canon del buen gusto, y no podría haber mejor prueba de que la moralidad era, por así decirlo, cuestión de valorar las cosas en su justa medida. La aplicación que hacía Isabel de tal mesura había sido especialmente libre ese día, ya que, al axioma general de que no podía dejar que Ralph muriese solo, había añadido el hecho de que tenía que pedirle algo muy importante. Se trataba de algo que atañía tanto a Osmond como a ella.

 

No tardó en sacar el tema del que quería hablar.

—Quiero que me contestes a una pregunta. Es sobre lord Warburton.

—Creo que sé de qué se trata —contestó Ralph desde su sillón, del que sus delgadas piernas salían más largas que nunca.

—Es muy posible que así sea, así que contéstame, por favor.

—Bueno, no estoy muy seguro de que pueda.

—Sois amigos íntimos —dijo Isabel—, y has tenido ocasión de observarlo con detenimiento.

—Cierto. Pero piensa cuánto habrá tenido que disimular…

—¿Y por qué habría de disimular? Eso no va con su forma de ser.

—Ya, pero no olvides que las circunstancias son muy particulares —alegó Ralph con aire de estar disfrutando íntimamente.

—Sí, hasta cierto punto. Pero ¿está enamorado de verdad?

—Yo creo que mucho. Eso sí que se le nota.

—¡Ah! —dijo Isabel con cierta sequedad.

Ralph la miró como si su agradable diversión se hubiese transformado en perplejidad.

—Lo dices como si te decepcionara saberlo.

Isabel se levantó mientras se alisaba lentamente los guantes y los observaba con detenimiento.

—Bueno, al fin y al cabo no es asunto mío.

—Estás muy filosófica —dijo su primo, que añadió al momento—: ¿Me puedes explicar de qué estás hablando?

Isabel lo miró fijamente.

—Creía que lo sabías. Lord Warburton me dijo que no hay cosa que desee más en el mundo que casarse con Pansy. Ya te lo conté, sin conseguir que comentaras nada al respecto. Podrías arriesgarte a decir algo hoy. ¿Crees que de verdad está interesado en ella?

—¡Ah, no, en Pansy no! —afirmó Ralph muy convencido.

—Pero si acabas de decir que sí.

Ralph esperó un momento antes de contestar.

—Me refería a que está interesado en ti, señora Osmond.

Isabel negó con la cabeza con aire muy serio.

—Eso es un disparate y lo sabes.

—Claro que lo es. Pero el disparate es de Warburton, no mío.

—Eso sería muy fastidioso —dijo Isabel con lo que consideró gran sutileza por su parte.

—He de decirte —prosiguió Ralph— que a mí me lo ha negado.

—¡Solo faltaba que os dedicarais los dos a hablar del tema! ¿Y te ha dicho también que está enamorado de Pansy?

—Me ha hablado muy bien de ella, con mucha corrección. Y por supuesto me ha comunicado que piensa que haría un gran papel en Lockleigh.

—¿Lo piensa de verdad?

—¡A saber qué piensa Warburton de verdad! —dijo Ralph.

Isabel volvió a alisarse los guantes. Eran largos y holgados, así que podía dedicarles tiempo. No obstante, enseguida levantó la cabeza y exclamó de forma súbita y acalorada:

—¡No me estás ayudando, Ralph!

Era la primera vez que hacía alusión a que necesitase ayuda, y la intensidad de sus palabras sacudió a su primo. Este soltó un largo murmullo de alivio, de compasión, de ternura; le pareció que al fin habían superado el abismo que los separaba. Fue eso lo que le hizo exclamar al momento:

—¡Debes de ser muy desdichada!

En cuanto lo dijo, Isabel recobró el control de sí misma, que utilizó en primer lugar para fingir que no lo había oído.

—Cuando hablo de que me ayudes, estoy diciendo una sandez —le dijo con una rápida sonrisa—. ¡Cómo iba a molestarte con mis problemas domésticos! La cuestión es muy sencilla: lord Warburton tendrá que arreglárselas solo. Yo no puedo hacer nada por él.

—Debe de ser fácil para él conseguir lo que quiere —dijo Ralph.

Isabel meditó un instante.

—Ya… pero no siempre ha sido así.

—Cierto, pero ya sabes que eso siempre me ha sorprendido mucho. ¿Crees a la señorita Osmond capaz de darnos una sorpresa?

—Más bien creo que nos la daría él. Me parece que, al final, terminará por dejarlo estar.

—Él nunca haría nada deshonroso —afirmó Ralph.

—Estoy convencida de eso, y lo más honrado sería que dejase a la pobre niña en paz. Ella está interesada en otra persona, y sería una crueldad intentar sobornarla con magníficos ofrecimientos para que se olvide del otro.

—Quizá sería cruel para la otra persona… la que ella ama. Pero Warburton no tiene por qué tener eso en cuenta.

—No, sería cruel para ella —repuso Isabel—. Ella sería muy desdichada si dejase que la convencieran para que se olvidase del pobre señor Rosier. La idea parece hacerte gracia, pero, claro, no eres tú el que está enamorado de él. Para Pansy, el señor Rosier tiene el mérito de estar enamorado de ella, mientras que ve claramente que lord Warburton no lo está.

—Pero se portaría muy bien con ella —dijo Ralph.

—Ya se ha portado muy bien con ella. Afortunadamente, aún no le ha dicho nada que la haya perturbado. Podría ir mañana y despedirse de ella con absoluta propiedad.

—¿Y crees que eso le gustaría a tu marido?

—En absoluto, y puede que tuviera razón en eso. Lo que pasa es que quiere enterarse de cuál es la situación.

—¿Y te ha encargado que te enteres tú? —se aventuró a preguntar Ralph.

—Bueno, como conozco a lord Warburton hace tiempo… es decir, más tiempo que Gilbert, es normal que me interese por sus intenciones.

—¿Quieres decir que te intereses en que renuncie a ellas?

Isabel vaciló un momento mientras fruncía ligeramente el ceño.

—A ver si te entiendo. ¿Estás defendiéndolo?

—Ni mucho menos. Me alegraría mucho que no llegase a convertirse en el marido de tu hijastra. ¡Eso te colocaría en una posición realmente extraña! —dijo Ralph sonriendo—. Pero me preocupa que tu marido piense que no has hecho bastante para alentar a Warburton.

Isabel se descubrió capaz de sonreír igual que él.

—Mi marido me conoce demasiado bien como para no esperar que le diese muchos ánimos. Y supongo que él mismo tampoco tiene mucha intención de hacerlo. ¡No me da miedo no poder justificarme! —dijo con cierta ligereza.

Por un instante a Isabel se le había caído la máscara, pero se la había vuelto a poner enseguida, para enorme decepción de Ralph. Durante unos segundos había vislumbrado su verdadera cara, y anhelaba intensamente poder contemplarla. Sentía el deseo casi salvaje de oírla quejarse de su marido, de oírla decir que este la haría responsable de la deserción de lord Warburton. Ralph estaba seguro de que ese era el dilema al que se enfrentaba Isabel, y sabía de forma instintiva y por adelantado la forma que adoptaría el disgusto de Osmond llegado el caso, que sería del tipo más rastrero y cruel. Habría querido advertir a Isabel de eso, para que al menos viera que se preocupaba por ella y que sabía lo que pasaba. Lo de menos era que Isabel lo supiera aún mejor; era más por su propia satisfacción que por la de ella por lo que ansiaba demostrarle que no se dejaba engañar. Intentaba una y otra vez que ella traicionara a Osmond, y se sentía despiadado, cruel y casi despreciable por hacerlo. Pero eso poco importaba, ya que siempre fracasaba en su intento. ¿A qué había ido ella entonces, y por qué casi parecía estar brindándole la oportunidad de quebrantar su compromiso tácito? ¿Para qué le pedía consejo si no le dejaba contestar libremente? ¿Cómo iban a hablar de sus problemas domésticos, como a ella les gustaba llamarlos con humor, si el principal factor no podía ser mencionado? Esas contradicciones eran de por sí indicativas de los problemas que tenía Isabel, cuyo grito de ayuda de hacía unos momentos era para Ralph lo más importante.

—Aun así, estaréis en claro desacuerdo —dijo al cabo de unos instantes y, como Isabel no respondió, mirándole como si apenas le entendiera, añadió—: Descubriréis que tenéis puntos de vista muy distintos al respecto.

—Eso es fácil que pase incluso entre las parejas más unidas —afirmó Isabel al tiempo que cogía su sombrilla. Ralph vio que estaba nerviosa, temerosa de lo que él pudiese decir—. No obstante, es difícil que lleguemos a discutir por eso —añadió—, ya que casi todo el interés en el asunto es por su parte. Es muy natural: al fin y al cabo, Pansy es hija suya… no mía.

Y le tendió la mano para despedirse. Ralph decidió mentalmente que Isabel no debía irse sin antes decirle que lo sabía todo. Era una oportunidad que no podía dejar escapar.

—¿Sabes qué le hará decir ese interés suyo? —le preguntó mientras le cogía la mano. Ella negó con la cabeza con cierta aspereza, aunque sin intención disuasoria, así que Ralph continuó—: Le hará decir que no has puesto mucho de tu parte porque estás celosa.

Se detuvo un momento, asustado ante la expresión de Isabel.

—¿Celosa?

—Sí, de su hija.

Isabel se sonrojó y echó la cabeza hacia atrás.

—No estás siendo muy amable —dijo con una voz que Ralph nunca le había oído.

—Sé sincera conmigo y verás si lo soy —contestó.

Pero Isabel no dijo nada; se limitó a retirar la mano, que Ralph todavía le sujetaba, y abandonó rápidamente de la habitación. Decidió que tenía que hablar con Pansy y se dispuso a hacerlo ese mismo día, por lo que fue a la habitación de la joven antes de la cena. Pansy ya estaba vestida; siempre hacía las cosas con mucho tiempo, lo cual parecía demostrar su dulce paciencia y la gracilidad y discreción con la que podía sentarse a esperar. En esos momentos estaba, con todas sus galas ya puestas, en una butaca delante del fuego. Había apagado las velas al terminar de arreglarse, de acuerdo con las frugales costumbres con las que había sido educada y que ahora observaba más que nunca, de manera que la estancia solo estaba iluminada por un par de leños ardiendo. Las habitaciones del palazzo Roccanera eran tan amplias como numerosas, y la virginal alcoba de Pansy era una inmensa cámara de oscuros techos de madera. En medio de aquella inmensidad, su diminuta ocupante parecía una simple mota de humanidad, y, cuando se levantó con rápida deferencia para recibir a Isabel, a esta la impresionó más que nunca su tímida sinceridad. Tenía una tarea difícil ante sí, así que lo mejor sería acometerla de la forma más sencilla posible. Sentía amargura y enojo, pero se advirtió que no debía dar muestras de tal acaloramiento. Hasta le daba miedo resultar demasiado severa, o al menos demasiado seria; en definitiva, le daba miedo asustar a Pansy. Pero esta parecía haber adivinado que Isabel estaba allí más o menos en calidad de confesor, pues, después de acercar un poco más al fuego la butaca en que había estado sentada para que Isabel la ocupara, la joven se arrodilló sobre un cojín delante de ella, levantó la cabeza y puso sus manos entrelazadas en las rodillas de su madrastra. Lo que quería Isabel era oír de sus labios que no le interesaba lord Warburton, pero, por mucho que desease obtener esa garantía, no se sentía en modo alguno libre para provocarla. El padre de la joven lo calificaría de flagrante traición, pero aun así Isabel era consciente de que, si Pansy mostrara el menor indicio de estar dispuesta a alentar las aspiraciones de lord Warburton, su obligación sería hacer que se contuviese. Era difícil interrogar sin que lo pareciera, y la suprema simplicidad de Pansy, de una inocencia aún mayor de lo que Isabel hubiese llegado a creer, daba a cualquier intento de pesquisa, por tentativa que fuese, algo del carácter de una admonición. Mientras estaba allí arrodillada al vago resplandor del fuego, con su bonito vestido reluciendo débilmente, las manos juntas a medio camino entre el ruego y la sumisión, y sus dulces ojos fijos en ella y embebidos de la seriedad de la situación, le pareció a Isabel una mártir infantil que hubiese sido engalanada para un sacrificio sin que ni siquiera concibiera la idea de intentar evitarlo. Cuando Isabel le dijo que nunca le había hablado de lo que pensaba con respecto a la posibilidad de que se casase, pero que su silencio no se había debido a la indiferencia o a la ignorancia, sino que estaba motivado por el deseo de dejarle plena libertad, Pansy se inclinó hacia delante, alzó más el rostro y, con un pequeño murmullo que sin duda expresaba un profundo anhelo, respondió que hacía tiempo que ansiaba que le hablase de eso, por lo que le rogaba que la aconsejase.

 

—Me resulta muy difícil darte ningún consejo al respecto —contestó Isabel—. No sé cómo hacerlo. Eso es asunto de tu padre, así que deberías pedirle consejo a él y, sobre todo, actuar de acuerdo con el mismo.

Pansy bajó la mirada al escuchar eso, y durante unos segundos no dijo nada. Luego comentó:

—Creo que prefiero su consejo al de papá.

—Pues no debería ser así —replicó Isabel con frialdad—. Yo te quiero mucho, pero tu padre te quiere aún más.

—No es porque usted me quiera… sino porque es una dama —respondió Pansy con aire de estar diciendo algo muy razonable—. Una dama puede aconsejar a una joven mejor que un hombre.

—En ese caso, te aconsejo que aceptes con el mayor respeto los deseos de tu padre.

—Sí —asintió la joven muy convencida—, eso es lo que he de hacer.

—Pero si te hablo ahora sobre tu matrimonio no es por tu bien, sino por el mío —continuó Isabel—. Quiero saber lo que esperas, lo que deseas, para que yo pueda actuar en consecuencia.

Pansy la miró fijamente, y luego se apresuró a preguntar:

—¿Hará usted todo lo que yo quiera?

—Antes de decir que sí, tengo que saber qué es lo que quieres.

Entonces Pansy le explicó que lo único que quería en la vida era casarse con el señor Rosier. Este se lo había pedido, y ella le había contestado que lo haría si su padre le daba su consentimiento, pero su padre nunca lo permitiría.

—Bien, en ese caso es imposible —afirmó Isabel.

—Sí, es imposible —repitió Pansy con un suspiro, y con la misma expresión de intensa atención en su delicada carita.

—Entonces debes pensar en alguna otra opción —prosiguió Isabel, pero Pansy, con otro suspiro, le dijo que ya lo había intentado sin éxito alguno.

—Solo pensamos en los que piensan en nosotros —alegó con una débil sonrisa—, y sé que el señor Rosier piensa en mí.

—Pues no debería —dijo Isabel con altivez—. Tu padre le ha pedido expresamente que no lo haga.

—No lo puede evitar, porque sabe que yo también pienso en él.

—No deberías hacerlo. Puede que él tenga alguna excusa, pero tú no.

—Ojalá encontrase usted alguna —exclamó la joven como si estuviese rogando a la Virgen.

—Ni se me ocurriría intentarlo —replicó la Virgen con una frigidez inusual—. Si supieses que otra persona también pensaba en ti, ¿pensarías en él?

—Nadie puede pensar en mí del modo en que lo hace el señor Rosier. Nadie tiene tanto derecho como él.

—¡Ah! Es que yo no le admito tal derecho al señor Rosier —exclamó Isabel de forma hipócrita.

Pansy se limitó a mirarla fijamente con evidente desconcierto, e Isabel aprovechó la ocasión para explicarle las terribles consecuencias que acarrearía desobedecer a su padre. Entonces Pansy la interrumpió, asegurándole que jamás le desobedecería ni se casaría sin su consentimiento. Y anunció, en el tono más sereno y sencillo posible, que, aunque no llegase a casarse con el señor Rosier, nunca dejaría de pensar en él. Parecía haber aceptado la idea de su eterna soltería, pero por supuesto Isabel era libre de pensar que Pansy no tenía la menor idea de lo que eso significaba. La joven era totalmente sincera, y estaba dispuesta a renunciar a su enamorado. Eso podría parecer un paso importante para comprometerse con otro, pero estaba claro que para Pansy las cosas no iban en esa dirección. No sentía resentimiento alguno contra su padre, ya que su corazón no conocía el resentimiento; tan solo una dulce fidelidad a Edward Rosier, así como la extraña y exquisita intuición de que la demostraría aún mejor permaneciendo soltera que casándose con él.

—Tu padre quiere que hagas un matrimonio mejor —dijo Isabel—. La fortuna del señor Rosier no es muy grande.

—¿Qué quiere decir mejor… si ese ya sería lo bastante bueno para mí? Y yo que tengo tan poco dinero, ¿para qué quiero una fortuna?

—El que tengas poco es precisamente la razón para que intentes tener más.

Y mientras decía eso, Isabel se alegró de que la habitación estuviese tan poco iluminada, ya que sintió que la expresión de su rostro debía de resultar de una falsedad repugnante. Ese era el tipo de cosas que le tocaba hacer por Osmond. Los solemnes ojos de Pansy, fijos en los suyos, casi la turbaban; se sentía avergonzada por tener que tomarse con tal ligereza las preferencias sentimentales de la joven.

—¿Qué quiere usted que haga? —le preguntó esta en voz baja.

Era una pregunta terrible, e Isabel se refugió en timoratas vaguedades.

—Que recuerdes lo feliz que puedes hacer a tu padre.

—¿Si me caso con quien él quiera?

Durante un momento la respuesta de Isabel se hizo esperar, tras lo que ella misma se oyó pronunciarla en medio del silencio que la intensa atención de Pansy parecía crear:

—Sí, si te casas con quien él quiera.

La mirada de la joven se volvió más penetrante, y dio a Isabel la impresión de que dudaba de su sinceridad, lo cual cobró más fuerza cuando Pansy se levantó lentamente del cojín. Permaneció un momento inmóvil con sus pequeñas manos ya separadas, y a continuación dijo con voz temblorosa:

—Bien, pues espero que nadie me lo pida.

—Es que de eso se trata. Puede que haya otra persona dispuesta a hacerlo.

—No creo que esté dispuesto de verdad —dijo Pansy.

—Pues eso parece, y si no lo ha hecho ya es porque no está seguro de ser aceptado.

—¿No está seguro? Entonces es que no está dispuesto de verdad.

Isabel consideró que se trataba de una reflexión bastante aguda. Se levantó también y permaneció un momento contemplando el fuego.

—Lord Warburton te ha dedicado muchas atenciones —prosiguió al poco—. Imagino que sabes que estaba hablando de él.

En contra de lo esperado, Isabel se encontraba casi en la tesitura de tener que justificarse, lo cual la obligó a introducir al aristócrata en la conversación con más brusquedad de la que había pretendido.

—Lord Warburton ha sido muy amable conmigo y le aprecio mucho. Pero si lo que me está diciendo es que se me va a declarar, creo que está equivocada.

—Sí, puede que me equivoque, pero sería algo que agradaría a tu padre enormemente.

Pansy negó con la cabeza con una leve y juiciosa sonrisa.

—Lord Warburton no se me va a declarar para complacer a papá.

—Tu padre quiere que lo alientes a ello —continuó Isabel de forma mecánica.