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100 Clásicos de la Literatura

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—Sí, no lo puedo evitar. Supongo que le parecerá algo muy británico.

—No. Creo que Pansy haría una gran boda si se casase con usted, y eso lo sabe usted mejor que nadie. Pero usted no está enamorado de ella.

—¡Sí que lo estoy, señora Osmond!

Isabel negó con la cabeza.

—Quiere creer que lo está mientras permanece aquí sentado conmigo, pero a mí no me lo parece.

—Reconozco que no soy como ese joven de la puerta, pero ¿qué hay de malo en ello? ¿Puede haber en el mundo alguien más adorable que la señorita Osmond?

—No, nadie. Pero el amor no tiene nada que ver con las buenas razones.

—No estoy de acuerdo. Estoy encantado de tener buenas razones.

—Claro que lo está, pero si estuviera enamorado de verdad no le importarían lo más mínimo.

—¡Ah… enamorado de verdad, enamorado de verdad! —exclamó lord Warburton al tiempo que se cruzaba de brazos, echaba la cabeza hacia atrás y se estiraba un poco—. Se le olvida que ya tengo cuarenta y dos años, y no puedo pretender ser el mismo que era antes.

—Bueno, si está seguro de lo que piensa, me parece muy bien —dijo Isabel.

Él no contestó nada. Siguió con la cabeza reclinada y la mirada perdida. Sin embargo, de pronto cambió de postura y se giró rápidamente hacia su amiga.

—¿Por qué es tan suspicaz, tan escéptica?

Isabel lo miró a los ojos, y durante unos momentos ambos se miraron fijamente. Si ella buscaba sentirse complacida, vio algo que la complació. En la expresión de él vio brillar la idea de que ella estaba inquieta, de que incluso quizá tenía miedo. Era una sospecha, no una esperanza, pero que aun así le confirmó a Isabel lo que quería saber. Lord Warburton nunca debía llegar a sospechar que Isabel creía detectar en su proposición de matrimonio a su hijastra la intención de estar más cerca de ella, ni que tal traición le pareciese ominosa. No obstante, esa breve e intensa mirada tuvo un significado más profundo de lo que ambos percibieron en esos momentos.

—Mi querido lord Warburton —dijo Isabel con una sonrisa—, por lo que a mí respecta, puede usted hacer lo que se le antoje.

Y, dicho eso, se levantó y se dirigió a la habitación adyacente, donde, a la vista de su acompañante, no tardó en ser abordada por dos caballeros, grandes personalidades de la sociedad romana que la saludaron como si hubiesen estado buscándola. Mientras conversaba con ellos, Isabel lamentó haberse marchado de su lado; parecía un poco como si estuviese huyendo, sobre todo porque lord Warburton no la había seguido. No obstante, se alegraba de que hubiera sido así, y de todos modos había quedado satisfecha. Lo estaba tanto que, cuando al volver al salón de baile se encontró con que Edward Rosier seguía plantado en la puerta, se detuvo y volvió a hablarle:

—Ha hecho bien en no marcharse, porque tengo buenas noticias para usted.

—Bien que las necesito —gimió el joven en voz baja—, sobre todo cuando la veo a usted en tan estrecha intimidad con él.

—No hable de él. Voy a hacer todo lo que pueda por usted. Me temo que no será mucho, pero intentaré hacer todo cuanto esté en mi mano.

Rosier la miró de soslayo con expresión sombría.

—¿Qué le ha hecho cambiar tan de repente?

—¡Que sea usted un estorbo para pasar por las puertas! —respondió Isabel, sonriéndole al tiempo que se alejaba.

Media hora más tarde se marchó con Pansy, y ambas damas tuvieron que esperar un rato a los pies de la escalera a que apareciese su carruaje, junto a otros muchos invitados que también se retiraban. Justo cuando su vehículo se aproximaba, lord Warburton salió de la casa y las ayudó a llegar a él. Se quedó un momento en la portezuela y preguntó a Pansy si lo había pasado bien, y esta, tras contestarle, se reclinó en el asiento con cierto aire de fatiga. Entonces Isabel se asomó por la ventanilla y, deteniéndolo con un movimiento de dedo, le murmuró con gentileza:

—No se olvide de enviarle la carta a su padre.

44

La condesa Gemini a menudo se aburría terriblemente o, como ella misma decía, se aburría hasta la extinción. Sin embargo, no solo no se había extinguido, sino que luchaba con denuedo contra su destino, que había sido casarse con un florentino poco complaciente empeñado en vivir en su ciudad natal, en la que gozaba de la consideración que correspondía a un caballero cuya habilidad para perder a las cartas se acompañaba de un talante nada agradable. El conde Gemini ni siquiera caía bien a aquellos que le ganaban en el juego, y su apellido, aunque tenía cierta cotización cuantificable en Florencia, al igual que las distintas monedas de los antiguos estados italianos carecía de valor en otras partes de la península. En Roma no era más que un florentino insulso y estúpido, por lo cual no era de extrañar que no estuviera interesado en visitar con frecuencia un lugar en el que, para salir bien parado, su necedad precisaba de más explicaciones de las convenientes. La condesa vivía con el ojo puesto en Roma, por lo que el invariable disgusto de su vida era no tener residencia allí. Le daba vergüenza decir las pocas veces que le habían permitido visitar esa ciudad, y apenas le servía de consuelo que hubiera otros miembros de la nobleza florentina que jamás habían estado en Roma. Así pues, lo único que podía decir era que iba siempre que se le presentaba la oportunidad. O más bien no era lo único, sino lo único que, según ella, podía decir. De hecho, tenía mucho más que decir al respecto, y a menudo exponía las razones por las que odiaba Florencia y quería terminar sus días a la sombra de San Pedro. No obstante, son razones que no nos conciernen mucho, y que por lo general se resumían en la afirmación de que Roma, en definitiva, era la Ciudad Eterna, mientras que Florencia solo era un bonito lugar como cualquier otro. Al parecer, la condesa necesitaba relacionar la idea de eternidad con sus distracciones. Estaba convencida de que la vida social era infinitamente más interesante en Roma, donde durante todo el invierno coincidías con las grandes personalidades en las fiestas nocturnas. En Florencia no había celebridades, al menos ninguna que ella supiera. Desde la boda de su hermano su impaciencia había aumentado sobremanera, pues estaba segura de que la esposa de Osmond llevaba una vida más brillante que la suya. No era tan intelectual como Isabel, pero lo era lo bastante para hacer justicia a Roma: no a las ruinas y a las catacumbas, quizá ni siquiera a los monumentos y a los museos, o a las ceremonias religiosas y al paisaje, pero sin duda sí a todo lo demás. Oía hablar mucho de su cuñada y sabía perfectamente que Isabel lo estaba pasando muy bien. Lo había comprobado por sí misma en la única ocasión en que había gozado de la hospitalidad del palazzo Roccanera. Había pasado una semana allí durante el primer invierno tras la boda de su hermano, pero después no la habían animado a repetir tan agradable estancia. Era perfectamente consciente de que Osmond no la quería allí, pero habría ido de todas formas ya que, al fin y al cabo, le importaba dos cominos lo que pensara Osmond. Era su marido el que no la dejaba ir, y estaba la cuestión monetaria, que siempre era un problema. Isabel había sido muy amable con ella, y la condesa, a la que le había caído bien su cuñada desde el primer momento, no se había dejado cegar de envidia por los méritos personales de aquella. Siempre había sabido que se llevaba mejor con las mujeres inteligentes que con las tontas como ella: las tontas nunca llegaban a entender su sabiduría, mientras que las inteligentes, las que lo eran de verdad, siempre entendían su tontería. Tenía la impresión de que, pese a sus diferencias generales en aspecto y estilo, Isabel y ella compartían un terreno común en el que terminarían por encontrarse. No era muy grande, pero era firme, y ambas lo reconocerían en cuanto estuviesen en él. Y, además, con respecto a la señora Osmond, la condesa vivía bajo el influjo de estar llevándose siempre una agradable sorpresa, ya que constantemente esperaba que Isabel la mirase con desprecio, y con la misma constancia comprobaba que dicha operación quedaba pospuesta. Se preguntaba cuándo comenzaría por fin, como se esperan los fuegos artificiales, o la Cuaresma, o la temporada de ópera; tampoco es que le importara mucho, pero la intrigaba qué era lo que la mantenía en suspenso. Su cuñada solo le dedicaba miradas de igual a igual, y expresaba por la pobre condesa tan poco desprecio como admiración. En realidad a Isabel se le habría ocurrido despreciarla en la misma medida en que habría juzgado moralmente a un saltamontes. No era que la hermana de su marido le fuese indiferente; por el contrario, le tenía un poco de miedo. No dejaba de asombrarla, y la consideraba una mujer en verdad insólita. Le parecía que la condesa no tenía alma; era como un cascarón reluciente y raro, de superficie pulida y labios muy rosados, de cuyo interior salía un extraño sonido, como de cascabel, al agitarla. Ese sonido era al parecer el principio espiritual de la condesa, como un pequeño fruto seco daba tumbos en su interior. Era demasiado extraña para despreciarla, y demasiado anómala para hacer comparaciones. Isabel la habría vuelto a invitar (al conde ni pensarlo), pero Osmond, después de que contrajeran matrimonio, no tuvo el menor reparo en decirle con toda franqueza que Amy era una idiota de la peor especie: una idiota cuya imbecilidad tenía la misma incontinencia que la genialidad. En otra ocasión dijo que no tenía corazón, para añadir al momento que lo había repartido todo en pequeñas porciones, como si fuese una tarta de bodas escarchada. El hecho de que no se lo hubieran pedido suponía sin lugar a dudas otro de los obstáculos que habían impedido que la condesa volviese a Roma pero, en el período del que esta historia ha de ocuparse ahora, obraba en su poder una invitación para pasar varias semanas en el palazzo Roccanera. La propuesta había partido del propio Osmond, el cual había escrito a su hermana diciéndole que debía prepararse para comportarse con mucha calma. Soy incapaz de decir si la condesa captó en esa frase todo el significado que él pretendía, pero de cualquier forma aceptó la invitación. Además, sentía curiosidad, pues una de las impresiones que había sacado de su anterior visita era que su hermano había encontrado la horma de su zapato. Antes de la boda había compadecido a Isabel, tanto que hasta había considerado seriamente —si es que alguna vez consideraba algo en serio— la posibilidad de prevenirla. Pero lo había dejado estar y, al cabo de un tiempo, se tranquilizó a ese respecto. Osmond se comportaba con la misma altanería de siempre, pero no parecía que su esposa fuera a ser una víctima fácil. La condesa no tenía muy buen sentido de la medida, pero sí la impresión de que, si Isabel llegara a erguirse, ella sería el espíritu más alto de los dos. Lo que quería averiguar era si Isabel se había erguido. Le produciría un inmenso placer ver a Osmond superado.

 

Varios días antes de que partiera hacia Roma, un sirviente le llevó una tarjeta de visita que contenía la sencilla inscripción «Henrietta C. Stackpole». La condesa se llevó las yemas de los dedos a la frente, pero no recordó conocer a dicha persona. Entonces el sirviente señaló que la dama en cuestión le había pedido que le dijera que, si la condesa no identificaba su nombre, la reconocería a ella en cuanto la viera. De hecho, cuando se presentó ante su visitante ya había recordado que en una ocasión había visto a una escritora en casa de la señora Touchett, la única mujer de letras que había conocido en su vida… es decir, la única contemporánea, ya que ella era hija de una poetisa difunta. Reconoció a la señorita Stackpole al instante, sobre todo porque esta no parecía haber cambiado en absoluto, y la condesa, que era de natural bondadoso, consideró que estaba muy bien ser visitada por alguien con ese tipo de distinción. Se preguntó si la señorita Stackpole habría ido a verla por su madre, si habría oído hablar de la Corinne americana. Su madre no se parecía en absoluto a aquella amiga de Isabel; la condesa vio enseguida que esta era mucho más moderna, y quedó impresionada ante los progresos que se estaban produciendo, sobre todo en países lejanos, en lo relativo al carácter (esto es, al carácter profesional) de las damas literatas. En vida su madre acostumbraba a llevar un echarpe romano sobre los desnudos hombros, tímidamente liberados del prieto terciopelo negro (¡ay, aquellas ropas antiguas!), así como una corona de laurel dorada sobre los numerosos y brillantes rizos de su cabeza. Hablaba en un tono suave y vago con el acento de sus antepasados criollos, como ella misma siempre confesaba; suspiraba mucho y no era nada emprendedora. En cambio, la condesa observó que Henrietta iba siempre abotonada hasta arriba y con el pelo recogido en un compacto trenzado; había algo enérgico y profesional en su aspecto, y su actitud resultaba natural de una forma casi concienzuda. Era tan imposible imaginársela emitiendo un vago suspiro como echar una carta al correo sin dirección. La condesa no tuvo más remedio que concluir que la corresponsal del Interviewer estaba mucho más al día que la Corinne americana. La señorita Stackpole le explicó que acudía a ella porque era la única persona que conocía en Florencia, y cuando visitaba una ciudad desconocida le gustaba ver cosas que se escapaban a los simples turistas. También conocía a la señora Touchett, pero se hallaba en Estados Unidos y además, aunque hubiese estado en Florencia, Henrietta tampoco habría ido a molestarla, ya que no sentía mucha admiración por ella.

—¿Quiere decir con eso que la siente por mí? —preguntó la condesa con gracia.

—Bueno, a usted la aprecio más que a ella —dijo la señorita Stackpole—. Creo recordar que cuando la conocí me pareció usted muy interesante. No sé si sería pura casualidad o si es su estilo habitual, pero el caso es que me impresionó mucho lo que dijo, tanto que hasta después lo utilicé en un artículo.

—¡Válgame Dios! —exclamó la condesa, mirándola fijamente y casi asustada—. No tenía la menor idea de que hubiese dicho algo interesante. Ojalá lo hubiera sabido en su momento.

—Era lo que dijo sobre la situación de las mujeres en esta ciudad —explicó la señorita Stackpole—. Fue muy revelador.

—La situación de la mujer aquí es muy incómoda. ¿Es eso a lo que se refiere? ¿Y dice que lo escribió y lo publicó? —preguntó la condesa—. ¡Tiene que enseñármelo!

—Si quiere puedo escribirles para que le envíen un ejemplar —contestó Henrietta—. No mencioné su nombre, solo dije que se trataba de una dama de alta alcurnia y cité su opinión.

La condesa se echó rápidamente hacia atrás mientras levantaba sus manos entrelazadas.

—¿Sabe que lamento que no mencionara mi nombre? Me habría gustado verlo en los periódicos. Ya no me acuerdo de cuál era mi opinión, porque tengo tantas… Pero desde luego no me avergüenzo de ellas. No soy como mi hermano… supongo que lo conoce, ¿no?, que cree que es una especie de escándalo aparecer en los periódicos. Si alguna vez le citara usted, nunca se lo perdonaría.

—No tiene por qué. Su hermano no tiene por qué temer: no pienso nombrarlo nunca —afirmó la señorita Stackpole con desabrida aspereza—. Esa es otra razón por la que quería venir a verla —añadió—. Como sabe, el señor Osmond está casado con mi mejor amiga.

—Es verdad, usted es amiga de Isabel. Estaba intentando recordar lo que sabía de usted.

—Me alegra que se me conozca por eso —afirmó Henrietta—. Pero es justo como su hermano no quiere que se me conozca. Ha intentado romper mi amistad con Isabel.

—Pues no lo consienta —dijo la condesa.

—De eso es de lo que quería hablarle. Voy a ir a Roma.

—¡Yo también! —exclamó la condesa—. ¡Podemos ir juntas!

—Será un placer. Y en la crónica del viaje la nombraré a usted como mi acompañante.

La condesa saltó del sillón y se sentó en el sofá junto a su visitante.

—Tiene que enviarme el periódico. A mi marido no le gustará, pero tampoco tiene por qué verlo. Además, no sabe leer.

Los grandes ojos de Henrietta se abrieron inmensos.

—¿Que no sabe leer? ¿Puedo poner eso en la carta?

—¿En qué crónica?

—En la crónica para el Interviewer, mi periódico.

—Sí, póngalo si quiere, y cite también su nombre. ¿Se va a alojar con Isabel?

Henrietta levantó la cabeza y observó en silencio a su anfitriona durante un instante.

—No me lo ha pedido. Le escribí para decirle que iba a ir, pero me contestó que me reservaría una habitación en una pensión, sin darme ninguna razón.

La condesa la escuchaba con gran interés.

—La razón es Osmond —comentó de forma muy elocuente.

—Isabel tendría que ponerse firme —dijo la señorita Stackpole—. Me temo que ha cambiado mucho. Ya le advertí que le pasaría.

—Lamento oír eso. Esperaba que ella encontraría la forma de hacer las cosas a su modo. ¿Y por qué no le cae usted bien a mi hermano? —añadió ingenuamente la condesa.

—Ni lo sé ni me importa. Me parece estupendo si no le caigo bien. Además, tampoco pretendo caerle bien a todo el mundo. No tendría muy buen concepto de mí misma si le cayera bien a ciertas personas. Un periodista no puede aspirar a hacer bien las cosas si no despierta grandes odios: es la forma que tiene de saber si su trabajo va por buen camino. Lo mismo pasa con una dama. Pero no me lo esperaba de Isabel.

—¿Quiere decir que ella la odia? —preguntó la condesa.

—No lo sé, y es lo que quiero averiguar. Para eso voy a Roma.

—¡Vaya, qué tarea más fatigosa! —exclamó la condesa.

—No me escribe del mismo modo que antes, y se nota enseguida que algo ha cambiado. Si sabe usted algo —prosiguió la señorita Stackpole—, me gustaría conocerlo de antemano para decidir el curso de acción que he de tomar.

La condesa adelantó el labio inferior y se encogió de hombros gradualmente.

—Apenas sé nada. Veo muy poco a Osmond y casi nunca tengo noticias suyas. Parece que le gusto tan poco como usted.

—Y eso que no es usted periodista —dijo Henrietta en tono pensativo.

—Bueno, pero le sobran razones. Aun así, me han invitado, y voy a alojarme en su casa.

Y la condesa sonrió casi con fiereza; su exultación, en esos momentos, no tuvo para nada en cuenta la decepción de la señorita Stackpole.

No obstante, esta se lo tomó con mucha calma.

—Yo no me habría quedado con ellos aunque Isabel me lo hubiera pedido. Bueno… creo que no me habría quedado, así que me alegro de no haber tenido que tomar una decisión. Habría sido una cuestión muy complicada. No me hubiera gustado estar separada de ella, pero tampoco me habría sentido a gusto bajo su techo. Hospedarme en una pensión ya me está bien. Pero eso no es todo.

—Roma está muy bien ahora —dijo la condesa—. Hay todo tipo de personas interesantes. ¿Ha oído hablar de lord Warburton?

—¿Que si he oído hablar de él? Lo conozco muy bien. ¿De verdad lo considera muy interesante? —preguntó Henrietta.

—No lo conozco, pero tengo entendido que es un grand seigneur. Le hace la corte a Isabel.

—¿Que le hace la corte?

—Eso he oído, pero no conozco los detalles —dijo la condesa en tono ligero—. De todas formas, Isabel no corre peligro.

Henrietta miró fijamente a su interlocutora sin decir nada durante unos instantes. Luego preguntó de sopetón:

—¿Cuándo se marcha a Roma?

—Me temo que aún falta una semana.

—Entonces me iré mañana —dijo Henrietta—. Creo que será mejor que no espere.

—Vaya, cuánto lo siento, pero es que me están haciendo unos vestidos. Tengo entendido que Isabel no para de organizar recepciones. Pero la veré allí. Iré a visitarla a su pensión. —Henrietta permaneció en silencio, absorta en sus propios pensamientos, hasta que de pronto la condesa exclamó—: ¡Ay, pero si no vamos juntas, usted no podrá describir nuestro viaje!

A la señorita Stackpole no pareció afectarla esta observación. Estaba pensando en otra cosa, que al poco expresó en palabras:

—Creo que no acabo de entender qué es lo que opina usted de lord Warburton.

—¿Lo que opino? Pues que es muy agradable, eso es todo.

—¿Le parece agradable cortejar a mujeres casadas? —preguntó Henrietta con una claridad inaudita.

La condesa se quedó mirándola fijamente, y luego soltó una fuerte carcajada.

—Está claro que todos los hombres agradables lo hacen. Cásese y lo comprobará —añadió.

—Esa sola idea bastaría para que no me casase —afirmó la señorita Stackpole—. Querría estar con mi propio marido, no con el de otra. ¿Cree que Isabel es culpable… culpable de…?

Y se interrumpió mientras buscaba la expresión adecuada.

—¿Culpable? No, no, o al menos espero que aún no. Lo único que digo es que Osmond es muy aburrido, y que, por lo que tengo entendido, lord Warburton pasa mucho tiempo en la casa. Me temo que la haya escandalizado.

—No, solo estoy preocupada —dijo Henrietta.

—¡Ah… no está siendo muy benévola con Isabel! Debería tener más confianza en ella. Ya sé lo que vamos a hacer —añadió la condesa rápidamente—. Si así se va a quedar más tranquila, me encargaré de quitarle a lord Warburton de encima.

En un primer momento, la señorita Stackpole se limitó a contestar con una profunda y solemne mirada.

—No me entiende —dijo al cabo de un instante—. No estoy pensando lo que usted se imagina. No estoy preocupada por Isabel en ese sentido. Lo único que me preocupa es que sea infeliz, y eso es lo que quiero averiguar.

La condesa giró la cabeza una docena de veces con aspecto impaciente y sarcástico.

—Puede que lo sea. A mí me encantaría saber si Osmond lo es.

La señorita Stackpole había empezado a aburrirla un poco.

—Si Isabel ha cambiado realmente, esa debe de ser la razón de fondo —continuó Henrietta.

—Ya lo comprobará. Seguro que ella se lo dice —dijo la condesa.

—Ah… tal vez no me lo diga… ¡y eso es lo que me da miedo!

—Bueno, si Osmond no está divirtiéndose… a su antigua manera, puedo jactarme de decir que me daré cuenta enseguida —replicó la condesa.

—Eso me da igual —dijo Henrietta.

—¡Pero a mí no! Si Isabel es infeliz, lo siento mucho por ella, pero no hay nada que yo pueda hacer al respecto. Podría decirle algo que la pondría aún peor, pero nada que le sirviera de consuelo. ¿A santo de qué se casó con él? Tendría que haberme hecho caso y librarse de él. No obstante, la perdonaré si descubro que le ha puesto las cosas difíciles a mi hermano, pero si simplemente se ha dejado pisotear, no creo que pueda compadecerla jamás. De todas formas, no creo que eso sea muy probable. Espero descubrir que, aunque ella sea desdichada, al menos lo habrá hecho desdichado a él también.

 

Henrietta se levantó. Como era natural, tales expectativas le parecían terribles. Creía sinceramente que no tenía el menor deseo de que el señor Osmond fuese infeliz; de hecho ni siquiera se molestaba en albergar tales fantasías. En general, estaba bastante decepcionada con la condesa, cuya mente se movía en un círculo más limitado del que había esperado, aunque sin perder su capacidad para la ordinariez.

—Lo mejor sería que se amaran —dijo Henrietta en tono edificante.

—Imposible. Él es incapaz de amar a nadie.

—Eso me figuraba. Y solo sirve para que me preocupe aún más por Isabel. Decidido: me voy mañana.

—Desde luego a Isabel no le faltan amigos fieles —dijo la condesa con una sonrisa muy vívida—. Me reafirmo en que no la compadezco.

—Aunque quizá no pueda ayudarla —continuó la señorita Stackpole, como si lo mejor fuese no hacerse muchas ilusiones.

—Pero lo habrá intentado de todos modos, lo cual ya es algo. Creo que para eso ha venido de Estados Unidos —añadió la condesa de repente.

—Sí, porque quiero cuidarla —respondió Henrietta con serenidad.

Su anfitriona le sonrió mientras la miraba con sus pequeños ojos iluminados, las aletas de la nariz palpitantes, las mejillas coloreadas por un repentino rubor.

—Eso es muy bonito, c’est bien gentil! ¿No es lo que llaman amistad?

—No sé cómo lo llaman, pero pensé que lo mejor que podía hacer era venir.

—Isabel es muy dichosa… muy afortunada —prosiguió la condesa—. Tiene a otros que se preocupan por ella… —Y de pronto estalló en un arrebato—: ¡Es más afortunada que yo! Soy tan desdichada como ella… porque tengo un marido muy malo, mucho peor que Osmond. Y encima no tengo amigos. Creía que los tenía, pero han desaparecido. Nadie, ni hombre ni mujer, haría por mí lo que ha hecho usted por ella.

Henrietta quedó conmovida, pues esa amarga queja surgía de su naturaleza más profunda. Miró a su interlocutora un momento y dijo:

—Mire, condesa, estoy dispuesta a hacer por usted todo lo que quiera. Puedo esperar para que viajemos juntas.

—No se preocupe —contestó la otra cambiando rápidamente de tono—. ¡Usted solo descríbame en su periódico!

No obstante, antes de marcharse Henrietta tuvo que explicarle que no podía incluir datos ficticios en el relato de su viaje a Roma. La señorita Stackpole era una reportera estrictamente veraz. Tras dejar a la condesa, se dirigió al Lungarno, el soleado muelle junto al amarillento río donde se alinean los hostales de alegres fachadas que los turistas tan bien conocen. Con anterioridad ya había aprendido a moverse por las calles de Florencia (era muy rápida para ese tipo de cosas), así que giró con paso decidido para salir de la pequeña plaza que constituye el acceso al puente de la Santísima Trinidad. Continuó hacia la izquierda, en dirección al Ponte Vecchio, y se detuvo delante de uno de los hoteles que dan a esa maravillosa estructura. Allí sacó una pequeña cartera de la que extrajo una tarjeta y un lápiz, y, tras meditar unos instantes, escribió unas pocas palabras. Como tenemos el privilegio de poder mirar por encima de su hombro, al ejercerlo leeremos la siguiente petición: «¿Podría verle un momento esta tarde para tratar un asunto muy importante?». Henrietta añadía que a la mañana siguiente partía para Roma. Armada con ese documento, se acercó al portero, que había ocupado su puesto en la entrada, y le preguntó si el señor Goodwood se encontraba en el establecimiento. El portero contestó, como los porteros contestan siempre, que el señor había salido hacía unos veinte minutos, tras lo cual Henrietta le dio la tarjeta y pidió que le fuese entregada a su regreso. Dejó el hostal y prosiguió su camino a lo largo del muelle hasta llegar al severo pórtico de los Uffizi, a través del cual alcanzó la entrada de la famosa galería de pinturas. Tras acceder al interior del edificio, subió por las grandes escaleras que conducen a las salas superiores. El largo corredor por el que se accede a las mismas, con una cristalera a un lado y decorado con bustos antiguos, presentaba un aspecto vacío en el que la intensa luz del invierno titilaba sobre el suelo de mármol. La galería de los Uffizi es muy fría, y durante las semanas de mediados de invierno recibe muy pocas visitas. Puede que hasta el momento la señorita Stackpole no se nos haya mostrado como una mujer apasionada en su búsqueda de la belleza artística, pero sin duda tenía sus preferencias y obras más admiradas. Una de estas últimas era el pequeño Correggio que hay en la sala de la Tribuna, que muestra a la Virgen arrodillada delante del sagrado niño, el cual yace en un lecho de paja y se regocija y gorjea ante las palmas que le hace su madre. Henrietta sentía una especial devoción por esa escena íntima, que consideraba el cuadro más hermoso del mundo. Solo iba a pasar tres días en Florencia en su trayecto de Nueva York a Roma, pero aun así había decidido que no debía permitir que transcurriesen sin hacer una nueva visita a su obra de arte favorita. Tenía un elevado concepto de la belleza en todas sus formas, y ello implicaba un gran número de obligaciones intelectuales. Cuando se disponía a entrar en la Tribuna, salía un caballero lo que hizo que Henrietta lanzase una pequeña exclamación: ante ella estaba Caspar Goodwood.

—Acabo de estar en su hotel —le dijo—, y le he dejado una tarjeta.

—Me siento muy honrado —respondió él, como si de verdad lo pensase.

—No lo he hecho por hacerle ningún honor. Ya le he visitado en otras ocasiones y sé que no le hace mucha gracia. Era para hablarle acerca de un asunto.

Caspar Goodwood miró un momento la hebilla del sombrero de Henrietta.

—Estaré encantado de escuchar lo que tenga que decirme.

—A usted no le gusta hablar conmigo —dijo Henrietta—, pero me trae sin cuidado. No hablo con usted para entretenerle. Le he escrito unas líneas pidiéndole que fuera a verme, pero ya que nos hemos encontrado aquí, aprovecharé la ocasión.

—Ya me iba —afirmó Goodwood—, pero por supuesto me esperaré —añadió de forma cortés pero sin entusiasmo.

No obstante, Henrietta nunca esperaba recibir grandes muestras de simpatía, y estaba tan preocupada que agradeció que estuviese dispuesto a escucharla de la forma que fuera. Aun así, primero le preguntó si había visto todos los cuadros.

—De sobra. Llevo aquí una hora.

—No sé si habrá visto mi Correggio —dijo Henrietta—. He venido a propósito para contemplarlo —continuó mientras entraba en la Tribuna acompañada por él, que la seguía con paso más lento.

—Supongo que lo habré visto, pero no sabía que fuera de usted. No suelo recordar los cuadros… sobre todo los de ese tipo.

Henrietta le había señalado su obra favorita, y él le preguntó si era de Correggio de lo que quería hablarle.

—No —contestó ella—, se trata de algo mucho menos armonioso. —Tenían la pequeña y reluciente sala, un espléndido receptáculo de tesoros, para ellos solos, ya que únicamente había un vigilante que rondaba cerca de la Venus de Médici—. Quiero que me haga un favor —explicó la señorita Stackpole.

Caspar Goodwood frunció un poco el ceño, pero no pareció avergonzarse por demostrar el escaso agrado que le producía. Su rostro era el de un hombre mucho mayor que el del amigo que conocimos en su momento.