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100 Clásicos de la Literatura

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Isabel permaneció durante largo tiempo en el silencioso salón incluso después de que el fuego se hubiese extinguido. No era de temer que pasara frío, ya que se hallaba en un estado febril. Oyó dar los cuartos y después las horas, pero en su vigilia no prestaba atención al tiempo. Su mente, asaltada por constantes visiones, mostraba una frenética actividad, y daba igual que las visiones le llegaran allí, donde las recibía sentada, que en la cama, donde solo fingiría estar descansando. Como he dicho, estaba convencida de que su actitud no era desafiante, y no había mejor prueba de ello que el hecho de quedarse allí buena parte de la noche intentando convencerse de que no había ninguna razón por la que Pansy no debiera casarse. Cuando el reloj dio las cuatro se levantó. Se disponía por fin a acostarse, pues hacía tiempo que la lámpara se había apagado y las velas se habían consumido. Pero, incluso entonces, se detuvo en mitad de la sala y se quedó contemplando una visión que había vuelto a recordar: la de su marido y madame Merle inadvertidamente unidos en actitud familiar.

43

Tres noches después de aquello, Isabel llevó a Pansy a una gran fiesta a la que Osmond, que nunca asistía a bailes, no las acompañó. Pansy estaba tan encantada de ir a un baile como siempre; no iba con su carácter hacer generalizaciones, y no había hecho extensiva a otros placeres la severa prohibición que le habían impuesto sobre los amorosos. Si estaba aguardando al momento oportuno o esperaba poder embaucar a su padre, Pansy debía de haber previsto que lo conseguiría. No obstante, Isabel consideraba todo eso muy poco probable; más bien parecía que Pansy hubiese decidido sencillamente ser una buena chica. Nunca había tenido una ocasión tan propicia, y ella apreciaba las grandes ocasiones como correspondía. Se comportaba con la misma cortesía de siempre y controlaba sus vaporosas faldas con la misma atención; apretaba el ramillete con fuerza y contaba las flores una y otra vez. Hizo que Isabel se sintiera mayor, ya que hacía una eternidad que no experimentaba la menor emoción por asistir a una fiesta. Pansy fue muy admirada y no le faltaron parejas de baile, por lo que al poco de que llegaran dio a Isabel, que no estaba bailando, el ramillete para que se lo sujetara. Isabel llevaba varios minutos haciéndole ese favor cuando se dio cuenta de que tenía a Edward Rosier cerca. Este estaba delante de ella; había perdido su afable sonrisa y mostraba una expresión de férrea determinación marcial. Isabel habría sonreído ante ese cambio de aspecto, ya que Rosier siempre había olido más a heliotropo que a pólvora, de no haber sabido que en el fondo el suyo era un caso difícil. Él la miró un momento con expresión un tanto fiera, como para indicarle que era peligroso, y luego bajó la vista al ramo. Al inspeccionarlo su actitud se suavizó, y se apresuró a decir:

—Son todo pensamientos, así que tiene que ser de ella.

Isabel sonrió con amabilidad.

—Sí, es de ella. Me lo ha dado para que se lo sujete.

—¿Lo puedo sujetar yo un momento, señora Osmond? —preguntó el apesadumbrado joven.

—No, no me fío de usted. Tengo miedo de que no me lo devuelva.

—La verdad es que me temo que lo haría. Saldría corriendo de aquí con él. ¿No puedo, por lo menos, quedarme una flor?

Isabel dudó un momento y, sin dejar de sonreír, le ofreció el ramillete.

—Escójala usted mismo. Es una temeridad todo lo que hago por usted.

—Ojalá pudiese hacer aún más, señora Osmond —dijo Rosier con el monóculo en el ojo mientras escogía la flor cuidadosamente.

—Ni se le ocurra ponérsela en el ojal —le advirtió Isabel.

—Quiero que me la vea puesta. Se ha negado a bailar conmigo, pero quiero demostrarle que todavía creo en ella.

—Está muy bien que se lo demuestre a ella, pero no a todos los demás. Su padre le ha dicho que no baile con usted.

—¿Es eso todo lo que puede hacer usted por mí? Esperaba más de usted, señora Osmond —dijo el joven en un tono de simple constatación—. Al fin y al cabo, nuestra amistad se remonta a mucho tiempo atrás, casi a los días de nuestra inocente niñez.

—No me haga sentir tan vieja —replicó Isabel con paciencia—. Siempre saca ese tema y yo nunca lo niego, pero he de decirle que, por muy viejos amigos que seamos, si me hubiese hecho el honor de pedirme que me casara con usted, lo habría rechazado al momento.

—Entonces eso quiere decir que no siente usted el menor aprecio por mí. Diga sin tapujos que piensa que solo soy un vulgar mequetrefe parisino.

—Le aprecio mucho, pero no estoy enamorada de usted. Me refiero, por supuesto, a que no estoy enamorada de usted por Pansy.

—Muy bien, comprendo. Se compadece de mí… eso es todo.

Y Edward Rosier miró a su alrededor a través del monóculo con aire de indiferencia. Para él era toda una revelación enterarse de que no complacía a la gente todo lo que creía, pero al menos tenía el suficiente orgullo para no demostrar que consideraba dicha deficiencia como algo general.

Durante unos instantes Isabel no dijo nada. La actitud y aspecto de Rosier no tenían la dignidad de las grandes tragedias, como ponía de relieve el monóculo, entre otras cosas. Pero de pronto se sintió conmovida porque, al fin y al cabo, su propia desdicha tenía algo en común con la de él, y más que nunca cayó en la cuenta de que tenía ante sí, de forma reconocible aunque no muy romántica, el hecho más conmovedor del mundo: el amor joven luchando contra la adversidad.

—¿De verdad sería muy bueno con ella? —preguntó finalmente en voz baja.

Él bajó los ojos con devoción y se llevó la pequeña flor que tenía entre los dedos a los labios. Luego miró a Isabel.

—Se compadece usted de mí; pero ¿no se compadece un poco de ella?

—No lo sé, no estoy segura. Ella disfrutará siempre de la vida.

—Depende de a lo que llame usted vida —afirmó el señor Rosier con mucha intención—. Seguro que no le gustará que la torturen.

—No le pasará nada de eso.

—Me alegra oírlo. Ella sabe lo que le conviene, ya verá.

—Creo que sí, y por eso nunca desobedecerá a su padre. Pero ya vuelve —añadió Isabel—, así que he de rogarle que se marche.

Rosier se quedó un momento hasta que apareció Pansy del brazo de su acompañante, y entonces solo permaneció el tiempo justo para mirarla a la cara. Después se marchó con la cabeza bien alta, y el modo en que realizó ese sacrificio a la conveniencia convenció a Isabel de que estaba muy enamorado.

Pansy, cuyo atuendo rara vez se descomponía al bailar, regresó con aspecto fresco y relajado después del ejercicio y, tras esperar un momento, volvió a coger el ramillete. Isabel la observó y vio que estaba contando las flores, lo cual le hizo decirse para sus adentros que sin duda había en juego fuerzas más profundas de las que había contemplado. Pansy había visto a Rosier retirarse, pero no dijo nada sobre él a Isabel; solo le habló de su pareja de baile después de que este hiciera una reverencia y se marchara; de la música, de la pista, y de la lamentable y poco frecuente desgracia de que ya se hubiera hecho un pequeño desgarrón en el vestido. No obstante, Isabel estaba segura de que había descubierto que su enamorado le había sustraído una flor, aunque no hacía falta saber eso para explicar la diligente gracilidad con la que Pansy respondió a la siguiente petición para bailar que recibió. Ese perfecto donaire cuando se estaba bajo una intensa presión formaba parte del gran esquema de las cosas. Pansy volvió a ser conducida a la pista de baile por un ruborizado joven, y esa vez se llevó el ramo. No llevaba mucho tiempo ausente cuando Isabel vio a lord Warburton avanzando entre la multitud. Al momento se le acercó y la saludó; no se veían desde el día anterior. Él miro a su alrededor, y a continuación preguntó:

—¿Dónde está la damita?

De ese modo inocente acostumbraba a referirse a la señorita Osmond.

—Está bailando —contestó Isabel—. Seguro que la ve por ahí.

Lord Warburton miró entre los que bailaban hasta que localizó a Pansy.

—Me ve, pero no reparará en mí —comentó entonces—. ¿No baila usted?

—Como puede ver, nadie me saca.

—¿Quiere bailar conmigo?

—Gracias, pero prefiero que lo haga con la damita.

—Una cosa no quita la otra, puesto que ella ya tiene pareja.

—No tiene pareja para todos los bailes, así que se puede reservar para ella. De ese modo, como ella baila con tanto brío, estará usted más descansado.

—Baila maravillosamente bien —dijo lord Warburton mientras seguía las evoluciones de Pansy con la mirada—. Ah, por fin —añadió—, me ha dedicado una sonrisa. —Allí estaba él, con su rostro atractivo, relajado e importante, y mientras Isabel lo observaba volvió a pensar que era extraño que un hombre de su valía se interesase por una damita. Le pareció una gran incongruencia, pues ni la pequeña fascinación que Pansy pudiera ejercer en él, ni la propia amabilidad, bondad o incluso la extrema y constante necesidad de entretenimiento de lord Warburton, bastaban para explicarlo—. Me gustaría bailar con usted —dijo al cabo de un momento, girándose hacia Isabel—, pero preferiría que hablásemos.

—Sí, es mejor, y más propio de su dignidad. Los grandes estadistas no deberían bailar valses.

—No sea cruel conmigo. En ese caso, ¿por qué me recomienda que baile con la señorita Osmond?

—Bueno, no es lo mismo. Si baila con ella, simplemente parecerá un amable detalle… para entretenerla. Si baila conmigo, parecerá que lo hace usted para divertirse.

—¿Acaso no tengo derecho a divertirme?

—No, cuando tiene sobre sus hombros el peso de todos los asuntos del Imperio británico.

 

—¡Al infierno el Imperio británico! Siempre se está usted riendo de mí.

—Diviértase hablando conmigo —dijo Isabel.

—No estoy seguro de que constituya una verdadera diversión. Es usted demasiado mordaz, y siempre tengo que estar defendiéndome. Además, esta noche parece tener más peligros de lo habitual. ¿De verdad que no quiere bailar?

—No puedo moverme de aquí, para que Pansy me encuentre.

Lord Warburton permaneció en silencio durante un instante.

—Es usted muy buena con ella —dijo de repente.

Isabel lo miró fijamente y sonrió.

—¿Se puede imaginar a alguien que no lo fuera?

—No, por supuesto que no. Sé lo encantadora que es. Pero usted debe de haber hecho mucho por ella.

—Me limito a hacer que salga conmigo —contestó Isabel, que seguía sonriendo—. Y me encargo de que lleve la ropa adecuada.

—Su compañía debe de ser de gran ayuda para ella. Usted habla con ella, le da consejos, la ayuda a desenvolverse.

—Sí, claro; si no es una rosa, por lo menos ha vivido cerca de una.

E Isabel se echó a reír, y también su acompañante, pero había cierta preocupación visible en el rostro de lord Warburton que impedía su plena hilaridad.

—Todos intentamos vivir lo más cerca posible de ella —dijo tras vacilar un momento.

Isabel se giró. Estaban a punto de traerle a Pansy de nuevo, y se alegró de contar con esa excusa. Sabemos lo mucho que apreciaba a lord Warburton, al que consideraba incluso más agradable de lo que la suma de sus méritos le otorgaban. Había algo en su amistad que parecía una especie de recurso en caso de tener cualquier imprevista necesidad; era como tener un gran saldo a favor en el banco. Isabel se sentía más feliz cuando él estaba en la misma estancia, y cierta tranquilidad cuando él se le acercaba. El sonido de su voz le recordaba la benevolencia de la naturaleza. Y sin embargo, pese a todo eso, no le gustaba tenerlo demasiado cerca, ni que diese tan por descontado que lo apreciaba. Eso le daba miedo, le provocaba rechazo, e intentaba impedirlo. Pensaba que, en el caso de que le pareciese que él se acercaba, por así decirlo, demasiado, debería surgir de ella el impulso de advertirle que mantuviese las distancias. Pansy volvió a ella con otro pequeño desgarrón en la falda, consecuencia inevitable del primero, que le mostró con expresión seria. Había demasiados caballeros de uniforme, que llevaban esas terribles espuelas que resultaban fatales para los vestidos de las damitas. Entonces se hizo evidente que las mujeres cuentan con innumerables recursos. Isabel se apresuró en arreglar los profanados ropajes de Pansy, para lo cual tanteó hasta encontrar un alfiler con el que reparar el desaguisado, al tiempo que sonreía y escuchaba el relato de las aventuras de la joven. Su atención y simpatía fueron manifiestas e inmediatas, además de directamente proporcionales a una sensación con la que no estaban relacionadas en absoluto: a la vívida conjetura que rondaba a Isabel en esos momentos de que lord Warburton estuviera intentando cortejarla. No se trataba tan solo de las palabras que acababa de decir, sino también de otras, llenas de continuas alusiones. En eso era en lo que estaba pensando mientras arreglaba el vestido de Pansy. Si así era, como Isabel se temía, estaba claro que lord Warburton lo hacía de forma involuntaria, sin darse cuenta de toda la atención que le prestaba. Pero eso no hacía la situación menos propicia ni menos imposible. Cuanto antes reanudara él la relación correcta con las cosas, mucho mejor. De inmediato lord Warburton comenzó a hablar con Pansy, para quien sin duda tuvo que resultar desconcertante ver que le dedicaba una sonrisa de casta devoción. Pansy contestó, como era habitual en ella, con cierto aire de concienzuda aplicación; él tenía que inclinarse mucho para hablar con la joven, mientras los ojos de Pansy, como también era habitual, recorrían de arriba abajo su robusta persona como si él se la ofreciera para exhibirla ante ella. Pansy siempre parecía un poco asustada, pero su miedo no era de esa clase que sugiere que te desagrada la otra persona; por el contrario, la joven tenía aspecto de saber que él sabía que a ella le agradaba. Isabel los dejó solos un rato y se dirigió a donde estaba una amiga a la que vio por allí cerca y con quien estuvo hablando hasta que comenzó la música del siguiente baile, para el que sabía que Pansy también estaba comprometida. La joven se unió a ella al cabo de un momento un poco sonrojada, e Isabel, que obedecía escrupulosamente la consigna de Osmond de que su hija debía depender por completo de ella, la entregó a modo de valioso préstamo temporal a su nueva pareja de baile. Isabel tenía sus propias ideas y reservas con respecto a esa cuestión. En ocasiones le daba la impresión de que el hecho de que Pansy se aferrara de esa forma tan exagerada a ella hacía que ambas resultaran ridículas. Pero Osmond le había hecho una especie de retablo sobre cuál debía ser su posición como dueña de su hija, que consistía en alternar con gentileza entre la concesión y la restricción, y había ciertas indicaciones de Osmond que a Isabel le gustaba pensar que obedecía a pies juntillas. Quizá fuese porque, en lo tocante a algunas de esas indicaciones, el hecho de obedecerlas terminaba por reducirlas al absurdo.

Cuando Pansy se volvió a marchar, Isabel vio que lord Warburton se le acercaba de nuevo. Lo miró fijamente, como deseando poder adivinar sus pensamientos, pero él no parecía dar muestra alguna de confusión.

—Me ha prometido que luego bailará conmigo —dijo.

—Me alegro. Supongo que le habrá pedido el cotillón.

Él pareció un poco incómodo al oír eso.

—No, no le he pedido que me conceda ese baile, sino una cuadrilla.

—¡Ay, qué poco inteligente de su parte! —dijo Isabel casi enfadada—. Le dije a Pansy que se reservase el cotillón por si usted se lo pedía.

—¡Pobre damita, quién se lo iba a imaginar! —Y lord Warburton se echó a reír con toda franqueza—. Por supuesto, se lo pediré si usted quiere.

—¿Si yo quiero? A ver si va a resultar que solo baila con ella porque yo quiero…

—Tengo miedo de aburrirla. Parece tener a un montón de jóvenes apuntados en su carnet de baile.

Isabel bajó la mirada y comenzó a reflexionar rápidamente, mientras sentía con intensidad cómo lord Warburton la observaba, hasta el punto de que le dieron ganas de pedirle que dejara de hacerlo. Sin embargo, no lo hizo; al cabo de un momento, tras levantar la vista de nuevo, se limitó a afirmar:

—Le aseguro que no le entiendo.

—¿Qué es lo que no entiende?

—Me dijo hace diez días que le gustaría casarse con mi hijastra. ¡No puede haberlo olvidado!

—¿Cómo lo iba a olvidar? Precisamente esta mañana he escrito al señor Osmond comunicándoselo.

—Ah —dijo Isabel—. Pues no me ha dicho nada.

Lord Warburton balbuceó un poco.

—Es que… no he enviado la carta.

—No me diga que se le ha olvidado.

—No, es que no terminaba de gustarme. Cuesta bastante escribir una carta de ese tipo. Pero la enviaré esta noche.

—¿A las tres de la madrugada?

—Quiero decir más adelante, en el transcurso del día.

—Muy bien. Entonces, ¿aún quiere casarse con ella?

—Por supuesto.

—¿Y no le da miedo que pueda aburrirla? —Y como su interlocutor se la quedara mirando fijamente al oír esa pregunta, Isabel añadió—: Si no puede bailar con usted media hora, ¿cómo podrá bailar con usted toda la vida?

—Bueno —se apresuró a decir lord Warburton—, la dejaré que baile con otras personas. Con respecto al cotillón, la verdad es que pensaba que usted… que usted…

—¿Que lo bailaría con usted? Le he dicho que no pensaba bailar.

—En efecto. Por eso, cuando llegue el cotillón, podemos buscar algún rincón tranquilo en el que sentarnos a hablar.

—Es usted demasiado atento conmigo —dijo Isabel en tono serio.

Cuando llegó el cotillón, resultó que Pansy ya lo había concedido por su cuenta, al pensar con toda humildad que lord Warburton no tenía intención de pedírselo. Isabel recomendó a este que buscase otra pareja, pero él le aseguró que no bailaría con nadie salvo con ella. Sin embargo, como, pese a las reconvenciones de su anfitriona, Isabel ya había declinado otras invitaciones alegando que no le apetecía bailar, no le fue posible hacer una excepción en favor de lord Warburton.

—Después de todo, me da igual no bailar —dijo este—. Es un entretenimiento bárbaro: prefiero mucho más hablar.

Y le dio a entender que había encontrado justo el rincón que había estado buscando, un tranquilo recoveco en uno de los salones más pequeños, adonde la música les llegaría débilmente de manera que no entorpeciera su conversación. Isabel había decidido acceder a su plan, pues quería sentirse complacida. Salió del salón de baile con él, aunque sabía que su marido no quería que perdiese de vista a su hija en ningún momento. No obstante, se iba con el prétendant de esta, a lo cual Osmond no pondría ninguna objeción. Cuando salía del salón de baile, se encontró con Edward Rosier, que estaba en la puerta con los brazos cruzados mirando el baile con la actitud de un joven sin ilusiones. Isabel se detuvo un momento y le preguntó si no bailaba.

—Por supuesto que no, si no puedo bailar con ella —contestó.

—Entonces lo mejor que puede hacer es marcharse —dijo Isabel en tono de estar dándole un buen consejo.

—No pienso irme hasta que se vaya ella.

Y dejó pasar a lord Warburton sin tan siquiera mirarle. El aristócrata, en cambio, sí que se había fijado en aquel joven melancólico, y preguntó a Isabel quién era su abatido amigo, comentando que le sonaba haberlo visto en alguna otra ocasión.

—Es el joven del que le he hablado, el que está enamorado de Pansy.

—Ah, sí, ya me acuerdo. Se le ve bastante mal.

—Razones no le faltan. Mi marido no quiere escucharle.

—¿Y eso por qué? —preguntó lord Warburton—. Parece inofensivo.

—No tiene mucho dinero, y tampoco es muy inteligente.

Lord Warburton escuchó con interés, y pareció quedar muy sorprendido por esa descripción de Edward Rosier.

—¡Vaya! —exclamó—. Pues parece un joven acomodado.

—Y lo es, pero mi marido es muy particular para esas cosas.

—Ah —dijo lord Warburton, y tras hacer una pausa se aventuró a preguntar—: ¿Cuánto dinero tiene?

—Unos cuarenta mil francos al año.

—¿Mil seiscientas libras? Ah, pero si eso está muy bien.

—Eso creo yo, pero mi marido tiene ideas más ambiciosas.

—Sí, ya me he dado cuenta de que su marido tiene ideas muy ambiciosas. ¿Y de verdad es idiota ese joven?

—¿Idiota? No, ni mucho menos. Es encantador. Yo misma estuve enamorada de él cuando él tenía doce años.

—Pues ahora no parece tener muchos más —replicó lord Warburton vagamente mientras miraba a su alrededor, tras lo cual añadió con más convicción—: ¿Qué le parece si nos sentamos aquí?

—Donde usted quiera.

La estancia era una especie de salón tocador, y estaba inundada por una matizada luz rosácea. Una dama y un caballero salieron de la misma al entrar ellos.

—Es muy amable de su parte que se interese tanto por el señor Rosier —dijo Isabel.

—Creo que lo han tratado muy mal. Tenía muy mala cara. Me pregunto qué puede afligirle tanto.

—Es usted un hombre justo —afirmó Isabel—. Tiene un pensamiento amable incluso para un rival.

Lord Warburton la miró con expresión sorprendida.

—¿Un rival? ¿Lo considera mi rival?

—Claro, habida cuenta de que ambos quieren casarse con la misma persona.

—Ya, pero como él no tiene ninguna posibilidad…

—Sea como sea, aprecio el que usted se ponga en su lugar. Demuestra que tiene imaginación.

—¿Me aprecia por eso? —preguntó lord Warburton mirándola de forma dubitativa—. ¿O más bien se está riendo de mí por eso?

—Sí, me estoy riendo de usted un poco. Pero también lo aprecio por ser alguien del que se puede una reír.

—Bien, en ese caso déjeme que me ponga aún más en el lugar de ese joven. ¿Qué cree que se podría hacer por él?

—Ya que he estado ensalzando su imaginación, le dejo que se lo imagine usted por sí mismo —contestó Isabel—. Pansy también lo apreciaría por eso.

—¿La señorita Osmond? Bueno, quiero pensar que ella ya me aprecia.

—Sí, y yo diría que mucho.

Lord Warburton esperó un momento mientras seguía observándola confuso.

 

—Entonces no la entiendo. ¿Quiere decir que la señorita Osmond siente cierto interés por él?

—Creo que ya le he dicho que así es.

Un rápido rubor surgió en el ceño de lord Warburton.

—Usted me dijo que ella solo haría lo que quisiera su padre, y como tengo la impresión de que él me preferiría a mí… —Hizo una pequeña pausa, y a continuación añadió, mientras seguía ruborizándose—: ¿Comprende?

—Sí, le dije que arde en deseos de complacer a su padre, y que probablemente sería capaz de cualquier cosa.

—Me parece un sentimiento muy correcto —dijo lord Warburton.

—Sin duda lo es. —Isabel se quedó en silencio durante unos instantes. La habitación seguía vacía, y el sonido de la música les llegaba atenuado por las estancias intermedias. Al fin dijo—: Pero no me parece que sea el tipo de sentimiento al que un hombre querría deber el haber conseguido a su esposa.

—No lo sé. Si es una buena esposa y él cree que ella hace lo correcto…

—Claro, es normal que piense usted eso.