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100 Clásicos de la Literatura

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—Te negaste a casarte con él —contestó Osmond sin apartar la mirada del libro.

—No es algo de lo que me vanaglorie —replicó ella.

Al momento Osmond dejó el libro, se levantó y se plantó ante la chimenea con las manos a la espalda.

—Bien, por mi parte dejo el asunto completamente en tus manos. Con un poco de buena voluntad no te costará arreglar la situación. Piénsalo, y recuerda lo mucho que confío en ti.

Esperó un poco para darle tiempo a contestar; pero Isabel no dijo nada, y al rato Osmond salió tranquilamente de la habitación.

42

Isabel no había contestado nada porque las palabras de Osmond la habían enfrentado de lleno a la situación y estaba absorta en su contemplación. Había algo en ellas que de pronto le había producido un fuerte estremecimiento, hasta el punto de no confiar en que pudiese hablar. Después de que él se hubo ido, se reclinó en el sillón y cerró los ojos; y durante largo tiempo, que se prolongó hasta altas horas de la noche, permaneció sentada en aquella silenciosa sala entregada a la meditación. Cuando entró un sirviente a avivar el fuego, Isabel le pidió que trajese velas nuevas y se fuera a dormir. Osmond le había pedido que pensase en lo que le había dicho, y en efecto eso hizo, además de pensar también en otras muchas cosas. Su insinuación de que aún tenía una clara influencia sobre lord Warburton le había provocado el sobresalto que suele acompañar a las revelaciones inesperadas. ¿Sería cierto que todavía había algo entre ellos que podría servir para obligarlo a declararse a Pansy… la necesidad por parte de él de contar con su aprobación, el deseo de hacer lo que a ella más complaciera? Hasta ese momento Isabel nunca se había hecho esa pregunta, ya que no se había visto obligada a hacerlo; pero ahora que se la habían planteado directamente, tuvo que enfrentarse a la respuesta, y esta la asustó. Sí, había algo entre ellos… por parte de lord Warburton. Cuando este había llegado a Roma, Isabel creía que el vínculo que los unía estaba roto por completo, pero poco a poco se había visto obligada a aceptar que todavía existía de forma palpable. Era tan fino como un cabello, pero había momentos en que a Isabel le parecía oírlo vibrar. Por su parte no había cambiado nada, y seguía pensando de él lo mismo de siempre. No hacía ninguna falta que cambiaran sus sentimientos, que de hecho le parecían mejores que nunca. Pero ¿y él? ¿Seguía teniendo la idea de que ella podría significar más para él que las demás mujeres? ¿Albergaba el deseo de aprovechar el recuerdo de los pocos momentos de intimidad que habían compartido en el pasado? Isabel sabía que había reconocido algunos indicios de dicha disposición, pero ¿cuáles eran sus esperanzas, sus pretensiones, y de qué extraña forma se entremezclaban con su evidente y sincero aprecio por la pobre Pansy? ¿Estaba enamorado de la esposa de Gilbert Osmond, y, si era así, qué satisfacción esperaba obtener de ello? Si estaba enamorado de Pansy no lo podía estar también de su madrastra, y si estaba enamorado de su madrastra no podía estarlo de Pansy. ¿Debía aprovechar esa ventaja con la que contaba para obligarlo a comprometerse con Pansy, a sabiendas de que él lo haría por ella y no por la pobre criatura? ¿Era ese el favor que le había pedido su marido? Cuando menos, era la cuestión de la que se tenía que ocupar, desde el momento en que había admitido para sus adentros que su viejo amigo seguía sintiendo la misma predilección por su compañía. No era una tarea agradable; de hecho, le resultaba bastante repulsiva. Se preguntó consternada si lord Warburton no estaría fingiendo amar a Pansy para poder cultivar otras satisfacciones y lo que se podrían llamar otras oportunidades. Al momento Isabel lo declaró inocente de tan sofisticada duplicidad, pues prefería considerar que actuaba de buena fe. Pero, si su admiración por Pansy era una falsa ilusión, eso a duras penas lo hacía mejor que si fuera una falacia. Isabel vagó entre esas ingratas posibilidades hasta que se perdió por completo; algunas de ellas, conforme le iban saliendo de repente al paso, le parecían en verdad desagradables. Entonces consiguió salir de aquel laberinto frotándose los ojos, y se dijo que su imaginación le estaba haciendo un flaco favor, y más flaco favor le hacía aún la imaginación de su marido a sí mismo. Lord Warburton actuaba de forma tan desinteresada como siempre, y ella solo era para él lo que era. Prefería quedarse con esa idea hasta que se demostrase lo contrario; demostrado de forma más consumada que mediante un mero comentario cínico de Osmond.

No obstante, dicha resolución no le proporcionó esa noche mucha tranquilidad, ya que su alma estaba acechada por terrores que se adueñaban de su pensamiento en cuanto encontraban espacio para asentarse. Apenas sabía qué era lo que les había instado a aflorar con mayor brío, a menos que fuera la extraña impresión que había tenido esa tarde de que su marido mantenía un contacto más íntimo con madame Merle de lo que ella hubiese sospechado. Esa impresión acudía a su mente una y otra vez, y se sorprendió de no haberla tenido antes. Además de eso, la breve conversación que había tenido con Osmond media hora antes era un evidente ejemplo de la habilidad que él tenía para marchitar todo lo que tocaba, para echar a perder para ella todo aquello que miraba. Estaba muy bien eso de empeñarse en darle una prueba de lealtad, pero lo cierto era que el mero hecho de saber que él esperaba algo provocaba en ella una reacción en contra. Era como si Osmond llevara consigo el mal de ojo, como si su presencia fuera la peste y su favor una desgracia. ¿Era culpa de él, o solo de la profunda desconfianza que ella había desarrollado hacia su persona? Dicha desconfianza era el resultado más evidente de su corta vida de casados; se había abierto un abismo entre ellos por encima del cual se miraban con ojos que eran una declaración por ambas partes de la decepción que se habían llevado. Era un enfrentamiento extraño, del tipo que Isabel jamás se habría imaginado, en el que el principio vital para uno se convertía en algo despreciable para el otro. No era culpa de ella, porque no había buscado decepcionarle; tan solo lo había admirado y creído en él. Había dado los primeros pasos con la mayor confianza, pero de pronto había descubierto que el panorama infinito de la vida que se desplegaba ante ella no era más que un callejón oscuro y angosto con una pared ciega. En lugar de conducir a las cumbres de la felicidad, desde las que el mundo parecería estar a los pies de uno, al que podría mirar desde arriba con una sensación de júbilo y ventaja para juzgar, elegir y compadecer, conducía al abismo, a un mundo de restricciones y depresiones en el que el sonido de otras vidas, más libres y relajadas, se oía como si procediera de arriba, agudizando la sensación de fracaso. Lo que ensombrecía su mundo era la fuerte desconfianza que sentía hacia su marido. Se trataba de un sentimiento que era fácil de señalar pero no tanto de explicar, y de un carácter tan complejo que había necesitado mucho tiempo y aún más sufrimiento hasta alcanzar su actual grado de perfección. Para Isabel sufrir era un estado activo; no era un estremecimiento, un momento de estupor o de desesperación, sino una entrega apasionada al pensamiento, a la especulación, a reaccionar ante cualquier presión. No obstante, se enorgullecía de haber guardado para sí misma el secreto del fracaso de su fe, de que nadie lo sospechara a excepción de Osmond. Sí, él lo sabía, y hasta había veces que a Isabel le parecía que disfrutaba sabiéndolo. Había ocurrido de forma gradual, pues Isabel no había comenzado a alarmarse después del primer año de su vida en común, que en un principio había sido íntima y admirable. Entonces habían empezado a agolparse las sombras, como si Osmond, de forma deliberada y casi maligna, hubiese ido apagando las luces una a una. Al principio la oscuridad era tenue e imprecisa, e Isabel todavía podía moverse por ella. Pero se fue haciendo cada vez más profunda y, aunque de vez en cuando se despejaba, siempre quedaban ciertos rincones del radio de visión de Isabel que eran de un negro impenetrable. Esas sombras no emanaban de su propia mente, de eso estaba segura, porque había hecho todo lo posible para ser justa y afable, para no ver más que la verdad. Eran una parte, una especie de creación y consecuencia, de la sola presencia de su marido. No eran sus fechorías ni sus vilezas; Isabel no lo acusaba de nada… salvo de una cosa, que no era un crimen. No sabía de nada malo que hubiera hecho, no era violento ni cruel: simplemente creía que él la odiaba. Eso era lo único de lo que lo acusaba, y lo más triste de todo era precisamente que no se trataba de ningún crimen, porque de haberlo sido ella podría haber encontrado alguna forma de reparación. Osmond había descubierto que ella era muy distinta a como había supuesto que sería. Al principio había creído que podría cambiarla, e Isabel había intentado ser como él quería. Pero, al fin y al cabo, ella era ella… y eso era algo que no podía evitar. Ya no valía la pena intentar fingir o ponerse alguna máscara o vestimenta, porque Osmond ya la conocía y había tomado su decisión. Ella no le tenía miedo, ni temía que le pudiese hacer daño, puesto que el resentimiento que sentía hacia ella no era de ese tipo. Si podía evitarlo, él nunca le daría ningún pretexto ni cometería ninguna equivocación. Al escrutar el futuro con la mirada seca y fija, Isabel se dio cuenta de que él tenía las de ganar, porque ella sí que le daría muchos pretextos y a menudo cometería equivocaciones. Había veces que casi se compadecía de él porque, si bien no había sido su intención engañarlo, era consciente de lo mucho que debía de haberlo hecho en realidad. Había tratado de pasar desapercibida cuando se habían conocido; se había empequeñecido, fingiendo ser menos de lo que en verdad era. Eso había ocurrido porque estaba bajo la influencia del extraordinario hechizo que él, por su parte, se había esforzado en crear. Osmond no había cambiado, ni durante el año que la había cortejado había fingido más que ella, pero entonces Isabel solo había visto la mitad de su verdadero carácter, de la misma manera que se veía el disco de la luna cuando estaba parcialmente oculto por la sombra de la tierra. Ahora ya veía la luna llena, el hombre completo. Ella había permanecido quieta, por así decirlo, para que él tuviera el campo libre, pero aun así había confundido la parte por el todo.

 

¡Ah, había caído por completo bajo aquel hechizo! Y no se había desvanecido, sino que seguía ahí, pues Isabel todavía sabía muy bien qué era lo que hacía a Osmond tan encantador cuando decidía serlo. Había querido serlo cuando la había cortejado y, como ella quería que la hechizasen, no era de extrañar que lo hubiese conseguido. Lo había conseguido porque había sido sincero; eso era algo que ni siquiera ahora Isabel podía negarle. La admiraba y le había dicho por qué: porque era la mujer más imaginativa que había conocido jamás. Bien podría haber sido verdad, pues durante esos meses su imaginación había construido un mundo hecho de cosas insustanciales. Había concebido una idea mucho más maravillosa de lo que él era en realidad, alimentada por sus sentidos hechizados y por esa fantasía suya que había estado tan agitada. No había interpretado bien a Osmond. Se había dejado llevar por una serie de rasgos de este que la habían impresionado, y en los que había creído ver a una persona excepcional. El hecho de que fuese pobre y estuviese solo, y aun así mantuviese ese aire de nobleza, era lo que había despertado su interés y había parecido brindarle la oportunidad que ella buscaba. Había visto a Osmond rodeado por un aura de indefinible belleza… en su situación, en su mente, en su rostro. Al mismo tiempo había percibido su indefensión y pasividad, pero dicha constatación había adoptado la forma de una ternura que era la esencia misma del respeto. Él era como un navegante escéptico que paseara por la playa mientras esperaba a que subiese la marea, mirando hacia el horizonte pero sin decidirse a hacerse a la mar. Todo eso era lo que había dado a Isabel la oportunidad que anhelaba. Ella botaría su barco, ella sería su providencia, ella estaría encantada de amarle. Y lo había amado, se había entregado a él con ansia y pasión, en parte por lo que veía en él, pero también por lo que ella le aportaba y por lo que podría enriquecerlo con su entrega. Al rememorar la pasión de aquellas semanas, se dio cuenta de que había algo de maternal en ella: la felicidad de una mujer que estaba contribuyendo a algo, que llegaba con las manos llenas. Pero ahora veía con claridad que, de no haber tenido dinero, nunca lo habría hecho. Y entonces recordó al pobre señor Touchett, que descansaba bajo tierra inglesa, ¡el benefactor de su infinita aflicción! Porque esa y no otra era la increíble realidad. En el fondo, su dinero había sido una carga para ella, como una losa sobre su mente, desbordándola con el deseo de transferir su peso a otra conciencia, a otro receptáculo mejor preparado. ¿Qué podría aliviarle más la conciencia que entregárselo al hombre de gusto más refinado del mundo? A menos que lo hubiese donado a un hospital, no había nada mejor que pudiese hacer con él, y no había institución de caridad que le interesase más que Gilbert Osmond. Él utilizaría su fortuna de un modo que ayudaría a Isabel a tener mejor concepto de ese dinero, y que eliminaría del mismo cierta vulgaridad inherente a la buena suerte de recibir una herencia inesperada. No existía delicadeza alguna en el hecho de heredar setenta mil libras; toda la delicadeza residía en que el señor Touchett se las hubiera dejado a ella. Pero casarse con Gilbert Osmond y entregarle esa suma… eso sí implicaría cierta delicadeza por parte de ella. También supondría menos por parte de Osmond, pero eso ya era asunto de él, y si la amaba de verdad no le importaría que fuese rica. ¿Acaso no había tenido el valor de decirle a Isabel que se alegraba de que lo fuese?

A Isabel le ardieron las mejillas cuando se preguntó si en realidad no se habría casado sobre la base de una engañosa teoría, tan solo pensando en hacer algo positivo con su dinero. No obstante, se respondió enseguida que eso solo era la mitad de la historia. También había sido porque la había invadido cierto fervor, provocado porque creía que el afecto de él era sincero y porque le encantaban sus cualidades personales. Osmond era mejor que cualquier otro. Esa suprema convicción había llenado la vida de Isabel durante meses, y todavía le quedaba la suficiente para demostrarle que no podría haber actuado de otra manera. El mejor organismo masculino —en el sentido de la sutileza— que había conocido jamás había pasado a ser de su propiedad, y en un principio, el hecho de que solo tuviera que alargar las manos y sentir su contacto constituía para ella un acto de devoción. No se había equivocado con respecto a la belleza de la mente de Osmond, pues ya conocía perfectamente ese órgano suyo. Había vivido con él, casi había vivido en su interior: parecía haberse convertido en su morada. Si se había dejado atrapar era porque Osmond había tenido mano firme para ello; tal vez mereciera la pena hacer una reflexión. Isabel no había encontrado mente más ingeniosa, más flexible, más cultivada, más entrenada para la realización de admirables ejercicios, pero ahora se las tenía que ver precisamente con ese mismo y exquisito instrumento. Le sobrevino una enorme congoja cuando pensó en la magnitud de la decepción que él debía de haber sufrido, tanta que, dadas las circunstancias, incluso la asombraba que no la odiara aún más. Recordaba muy bien la primera muestra que él había dado de ese odio, que había sido como el timbre que anunciaba que se iba a levantar el telón del verdadero drama de sus vidas. Un día él le había dicho que tenía demasiadas ideas, y que debería librarse de ellas. Ya se lo había dicho antes de que se casaran, pero entonces Isabel no había caído en la cuenta, y solo lo había recordado con posterioridad. Esa segunda vez sí que lo había captado enseguida, porque él se lo había dicho en serio. Las palabras de Osmond habían sonado insignificantes al pronunciarlas, pero, a la luz de su cada vez más profunda experiencia, a Isabel le habían parecido portentosas. Osmond se lo había dicho totalmente en serio: le habría gustado que ella no tuviese nada propio, salvo su hermoso aspecto. Isabel sabía que tenía demasiadas ideas, incluso más de las que él se figuraba, muchas más de las que le había expresado cuando él le había pedido la mano. Sí, Isabel había sido hipócrita por la sencilla razón de que Osmond le gustaba mucho. Tenía demasiadas ideas que se reservaba para sí misma, pero, al fin y al cabo, para eso se casaba uno, para compartirlas con la otra persona. No se podían arrancar de raíz, aunque sin duda se podían reprimir teniendo mucho cuidado en no manifestarlas. No obstante, la cuestión no era que a Osmond no le gustara que ella tuviese opiniones, eso no era lo importante. Isabel no tenía ninguna que no hubiese estado dispuesta a sacrificar en aras de la satisfacción de sentirse amada por haberlo hecho. Pero a lo que se había referido Osmond era a todo el conjunto: al carácter de Isabel, a su forma de sentir, a su propio juicio. Eso era lo que ella se había reservado, lo que él no había conocido hasta que se había encontrado con ello frente a frente y con la puerta cerrada a sus espaldas. Isabel tenía cierta manera de ver la vida que él se tomaba como una ofensa personal. Bien sabía el cielo que ahora, al menos, se trataba de una manera muy humilde y complaciente. Lo extraño era que ella no hubiese sospechado desde el principio que la manera de ver la vida de él fuese tan diferente. Le había parecido tan amplia, tan ilustrada, tan propia de un hombre honrado y de un caballero. ¿No le había asegurado él que carecía de supersticiones y de aburridas limitaciones, de que sus prejuicios habían perdido toda lozanía? ¿No tenía todo el aspecto de ser un hombre que vivía libremente en el mundo, indiferente a cualquier consideración insignificante, tan solo interesado en la verdad y la sabiduría, y convencido de que dos personas inteligentes debían buscarlas juntos y, las encontrasen o no, al menos obtener algo de felicidad durante la búsqueda? Él le había dicho que le encantaba lo convencional, pero en cierto sentido dicha afirmación resultaba muy noble. Era por eso, por su amor a la armonía, al orden, a la decencia y a todo lo más solemne de la vida, por lo que ella había decidido libremente acompañarlo, y la advertencia de él no había parecido contener ningún mal presagio. Pero, conforme habían pasado los meses y ella lo había seguido aún más allá, él la había conducido hasta su propia morada, y fue entonces cuando Isabel se había dado cuenta de dónde estaba en realidad.

Isabel revivió de nuevo el terror lleno de incredulidad que le había producido captar las verdaderas dimensiones de aquel lugar. Desde entonces vivía entre esas cuatro paredes, que la rodearían el resto de su vida. Era la casa de la oscuridad, de la vacuidad, de la asfixia. La hermosa mente de Osmond no le proporcionaba luz ni aire; de hecho, más bien parecía asomarse por una pequeña ventana desde las alturas y burlarse de ella. Por supuesto, no se trataba de un sufrimiento físico, pues para eso podría haber remedio. Isabel podía ir y venir a su antojo, tenía plena libertad, y su marido era muy educado con ella. Pero él se tomaba a sí mismo tan en serio que resultaba espantoso. Por debajo de toda su cultura, su inteligencia, su amenidad, su bondad, su tranquilidad, su conocimiento de la vida, yacía escondido su egoísmo como una serpiente en un campo de flores. Ella le había tomado en serio, pero no hasta ese punto. ¿Cómo podría haberlo hecho, cuando había conocido a un Osmond mejor? Ella tenía que pensar de él como él pensaba de sí mismo: como el mejor caballero de Europa. Así lo había considerado al principio, y de hecho esa era la razón por la que se había casado con él. Pero, cuando comenzó a ver todo lo que eso implicaba, se echó atrás, porque había más en ese vínculo de lo que ella había querido suscribir. Implicaba un soberano desprecio por todos, salvo por tres o cuatro personas de posición muy elevada a las que Osmond envidiaba, así como por todo, salvo por media docena de ideas propias. Tampoco era que Isabel tuviese nada que objetar a eso, y habría seguido avanzando a su lado durante un largo trecho, pues de esa manera él le mostraba tanto de la bajeza y mezquindad de la vida, le abría tanto los ojos a la estupidez, la depravación y la ignorancia de la humanidad, que Isabel había quedado debidamente impresionada por la infinita vulgaridad de todo y valoraba la virtud de conseguir que no le salpicara a uno. Pero, al parecer, resultaba que al final era para ese mundo bajo e innoble para el que había que vivir; nunca había que perderlo de vista, pero no para iluminarlo, convertirlo o redimirlo, sino para extraer de él el convencimiento de la propia superioridad de uno mismo. Por un lado, era un mundo despreciable, pero por otro te ofrecía el patrón por el que medirte. Osmond había hablado a Isabel de su renuncia, de su indiferencia, de la facilidad con que había prescindido de las habituales ayudas para triunfar, y a ella todo eso le había parecido admirable. Lo había considerado un ejemplo de grandiosa indiferencia y de exquisita independencia. Pero en realidad la indiferencia era la última de las cualidades de Osmond, pues Isabel nunca había visto a nadie que estuviese tan pendiente de los demás. Ella podía reconocer sin ambages que el mundo siempre le había interesado, y que el estudio de sus congéneres era su mayor y constante pasión. No obstante, no le habría importado renunciar a toda su curiosidad y simpatías con tal de disfrutar de una vida propia, siempre que la persona implicada la hubiese podido convencer de que con ello saldría ganando. Al menos tal era su convicción en esos momentos, y sin duda de esa manera todo habría sido más fácil que tener que preocuparse por la sociedad del modo en que Osmond lo hacía.

Él era incapaz de vivir sin la sociedad, e Isabel había terminado por darse cuenta de que en realidad nunca había podido. No había dejado de observarla desde su ventana incluso cuando parecía estar más distante de ella. Osmond tenía su ideal, del mismo modo que Isabel había intentado tener el suyo; pero resultaba muy extraño ver de qué formas tan distintas buscaban las personas la justicia. El ideal de Osmond era un concepto de alta prosperidad y propiedad, de una vida aristocrática que, como Isabel veía ahora con claridad, él creía haber llevado siempre, al menos en esencia. Nunca había renunciado a él ni siquiera durante una hora; nunca se habría recuperado de la vergüenza de hacerlo. De nuevo no había nada malo en eso, y ella también podría haber estado de acuerdo, pero el problema estaba en que ambos atribuían ideas muy diferentes, asociaciones y deseos muy distintos, a las mismas fórmulas. El concepto que Isabel tenía de la vida aristocrática consistía sencillamente en la unión de un gran conocimiento con una gran libertad; el conocimiento te otorgaba un sentido del deber y la libertad un sentido del disfrute. Pero para Osmond era en conjunto una cuestión de formas, una actitud consciente y calculada. A él le gustaba lo antiguo, lo consagrado, lo transmitido; a ella también, pero se reservaba el derecho de utilizarlo a su antojo. Él sentía una enorme estima por la tradición; le había dicho en una ocasión que no había nada mejor que tener tradiciones y que, si uno sufría la desgracia de carecer de ellas, debía intentar conseguirlas de inmediato. Isabel sabía que lo que había querido decir era que ella no tenía tradiciones, mientras que él estaba mucho mejor provisto, aunque Isabel nunca había conseguido averiguar de dónde había sacado él las suyas. No obstante, Osmond poseía una gran colección de ellas; de eso no cabía la menor duda, como Isabel comenzó a comprobar al poco de casarse. Lo importante era actuar de acuerdo con las mismas, y esa importancia no solo le concernía a él, sino también a ella. Isabel tenía la vaga convicción de que, para que unas tradiciones pudieran servir a otra persona a la que no le pertenecieran, estas habían de ser de un orden muy superior. Pero aun así consintió a seguir esa indicación de que ella también debía marchar al son de esa solemne música que emanaba de unas épocas ignotas del pasado de su marido; ella, que en los últimos tiempos se había movido con un paso tan libre, tan poco metódico, tan sinuoso, tan opuesto al procesional. Había ciertas cosas que ambos debían hacer, cierta postura que debían adoptar, ciertas personas a las que debían conocer y otras a las que no. Cuando Isabel vio que ese rígido sistema se cerraba en torno suyo, por más que estuviera drapeado con bonitos tapizados, comenzó a poseerla esa sensación de oscuridad y asfixia de la que he hablado. Se sintió encerrada y rodeada por un intenso olor a moho y putrefacción. Se había resistido, por supuesto; al principio con humor, ironía, cariño; después, conforme la situación fue empeorando, con ansia, pasión, súplica. Había suplicado en pro de la libertad, de hacer lo que ambos quisieran, de no preocuparse por el aspecto ni la catalogación de su vida: en pro de otros instintos y anhelos, de otro ideal bien distinto.

 

Fue entonces cuando la verdadera personalidad de su marido, al sentirse atacado como nunca, salió a la luz y se irguió ante ella. Respondió a cuanto le había dicho solo con desprecio, e Isabel se dio cuenta de que se avergonzaba de ella hasta límites indescriptibles. ¿Qué pensaba de ella… que era baja, vulgar, innoble? Cuando menos, ahora sabía que carecía de tradiciones. Osmond no había previsto que ella fuese a manifestar semejante simpleza; sus ideas y sentimientos parecían, como mucho, dignos de un periódico radical o de un predicador unitario. Pero la verdadera ofensa, como Isabel terminó por percibir, radicaba en el hecho de que ella tuviese una mente con ideas propias. La mente de ella había de ser de él, había de estar unida a la suya como un pequeño jardincillo a un gran coto de caza. Él rastrillaría la tierra con suavidad y regaría las flores; él arrancaría las malas hierbas y de vez en cuando recogería un ramillete. Sería una bonita propiedad para un terrateniente con grandes posesiones. Osmond no quería que ella fuese estúpida. Por el contrario, si la apreciaba era precisamente porque era inteligente. Pero esperaba que su inteligencia estuviese por completo a su servicio y, lejos de desear que su entendimiento fuese nulo, se enorgullecía de que fuese tan receptiva. Esperaba que su esposa sintiera con él y por él, que hiciese suyas sus opiniones, sus ambiciones, sus preferencias, e Isabel se vio obligada a reconocer que eso tampoco era una gran insolencia por parte de un hombre tan completo y de un marido tan cariñoso, al menos a su peculiar estilo. Pero había ciertas cosas que ella nunca podría aceptar. Para empezar, había algunas que eran repugnantes y sucias. Isabel no era ninguna hija de puritanos, pero aun así creía en cosas como la castidad e incluso la decencia. Las creencias de Osmond, por el contrario, parecían ir mucho más allá de eso, y algunas de sus tradiciones hacían que Isabel tuviera que recogerse aún más las faldas. ¿Acaso todas las mujeres tenían amantes? ¿Todas mentían e incluso las mejores tenían precio? ¿Solo había tres o cuatro que no engañaban a sus maridos? Cuando Isabel oía tales cosas, sentía mayor desprecio por ellas que por los cotilleos de pueblo, un desprecio que se mantuvo fresco incluso en un ambiente tan viciado. Estaba la mancha de su cuñada, pero ¿es que su marido solo se basaba en la condesa Gemini para emitir tales juicios? Dicha dama mentía muy a menudo, y había practicado engaños que no eran solo verbales. Ya era bastante que esos hechos formasen parte de las tradiciones de Osmond: no había necesidad de generalizarlos de forma tan amplia. Fue el desprecio de Isabel por sus supuestos lo que hizo que él se irguiera ante ella. Osmond sentía un gran desprecio por muchas cosas, y resultaba apropiado que su esposa estuviese igual de bien equipada; pero que ella dirigiese la luz candente de su desdén hacia las ideas de su marido era un riesgo que no estaba dispuesto a aceptar. Osmond pensó que debería haber moldeado las emociones de Isabel antes de que llegaran a ese punto, y a esta no le costó nada imaginar cómo le habrían ardido las orejas a su marido al descubrir que se había confiado demasiado. Cuando tenías una esposa que te provocaba tal sensación, no te quedaba más remedio que odiarla.

Isabel estaba profundamente convencida de que ese sentimiento de odio, que al principio había servido a Osmond de refugio y solaz, se había convertido en la principal ocupación y consuelo de su vida. Era un sentimiento muy intenso porque era sincero, sobre todo después de que Osmond tuviera la revelación de que, a fin de cuentas, ella podría prescindir de él. Si a la propia Isabel dicha idea le había causado un gran sobresalto, y en un principio le había parecido una especie de infidelidad, una predisposición a mancillarse ella también, ¿cuál no sería la magnitud del efecto que habría tenido en él? La respuesta era muy sencilla: Osmond la despreciaba; ella no tenía tradiciones, solo las miras morales de un pastor unitario. ¡La pobre Isabel, que nunca había sido capaz de entender el unitarismo! Esa era la certeza con la que llevaba algún tiempo viviendo y que ya había dejado de sopesar. ¿Qué le aguardaba ahora, qué le deparaba su futuro conyugal? Esa era la pregunta que se hacía constantemente. ¿Qué iba a hacer ella… o qué debería hacer? ¿A qué conducía que un hombre odiase a su mujer? Ella no le odiaba, de eso estaba segura, pues de vez en cuando sentía el arrebato de darle alguna agradable sorpresa. No obstante, a menudo se sentía asustada, y era entonces cuando le venía la idea, como ya he apuntado, de que era ella la que lo había engañado al principio de conocerse. En cualquier caso, su matrimonio era extraño, y su vida horrible. Hasta esa mañana él apenas le había hablado durante una semana entera, y había mantenido una actitud tan seca como un fuego consumido. Ella sabía que había una razón concreta para eso: estaba disgustado porque Ralph Touchett se hubiese quedado en Roma. Pensaba que Isabel veía demasiado a su primo, y hasta le había dicho una semana antes que era indecente que fuese a visitarlo a su hotel. Le habría dicho aún más si la invalidez de Ralph no hubiese convertido en algo brutal cualquier acusación que hubiera podido hacer contra él, pero tener que contenerse solo había servido para hacer aún mayor su disgusto. Isabel veía todo eso con la misma claridad con que veía la hora en la esfera del reloj de enfrente. Era perfectamente consciente de que el interés que sentía por su primo provocaba la ira de su marido tanto como si se hubiese visto obligado a encerrarla en su habitación… lo cual, estaba segura, era lo que le gustaría hacer. Isabel creía sinceramente que, en general, su actitud no era desafiante, pero desde luego tampoco podía fingir que Ralph le era indiferente. Estaba convencida de que se estaba muriendo y de que ya no volvería a verlo, y eso despertaba en ella una ternura hacia él como jamás había sentido antes. Nada le producía ya ningún placer. ¿Cómo podía sentir algún placer una mujer que sabía que había tirado su vida por la borda? Tenía un constante peso en el corazón, y lo veía todo bajo una luz lívida. Pero las visitas a Ralph eran una antorcha en la oscuridad, pues durante la hora que pasaban juntos el dolor que sentía por sí misma se convertía de algún modo en dolor por él. En esos momentos sentía como si Ralph fuera su hermano. Nunca había tenido un hermano, pero si lo hubiera tenido, y si ella hubiese estado abrumada por los problemas y él moribundo, le habría tenido el mismo cariño que le tenía a Ralph. Ah, sí; si Gilbert sentía celos, puede que tuviese motivos, pues su concepto de él no mejoraba después de haber estado con Ralph. No era que hablasen de él, ni que ella se quejara. Nunca lo nombraban: se trataba sencillamente de que Ralph era generoso y su marido no. Había algo en la conversación de Ralph, en su sonrisa, en el mero hecho de que estuviera en Roma, que hacía que el maldito círculo alrededor del cual caminaba Isabel se ensanchara de pronto. Hacía que percibiera lo bueno del mundo, que sintiera lo que podría haber sido su vida. Al fin y al cabo, Ralph era tan inteligente como Osmond… aparte de ser mucho mejor que él. Por lo tanto, Isabel consideraba que era una demostración de afecto ocultarle su sufrimiento. Se lo ocultaba con mucho cuidado, y mientras hablaban estaba constantemente cerrando cortinas y moviendo pantallas. De pronto revivió —nunca llegó a morir en ella— aquella mañana en el jardín de Florencia en la que Ralph la había advertido con respecto a Osmond. Solo tenía que cerrar los ojos y volver a ver el lugar, volver a oír su voz, volver a sentir el cálido y dulce aire. ¿Cómo pudo saberlo? Era todo un misterio, un prodigio de sabiduría. ¿Acaso era tan inteligente como Gilbert? Tenía que serlo, y mucho más, para haber llegado a esa conclusión. Gilbert nunca había sido tan profundo ni tan justo. Isabel le dijo entonces a Ralph que, al menos por boca por ella, nunca sabría si tenía razón en su advertencia; y eso es lo que procuraba hacer ahora. Era una tarea muy laboriosa, pues tenía mucho de pasional, exaltado y religioso. A veces las mujeres encuentran su religión en las actividades más extrañas, y en esos momentos Isabel, al interpretar un papel ante su primo, tenía la sensación de estar haciéndole un favor. Quizá lo habría sido si por un solo momento hubiera logrado engañarle. Pero, tal y como estaban las cosas, tal favor consistía básicamente en hacerle creer que en aquella ocasión Ralph la había herido mucho y que lo ocurrido le había puesto en evidencia, pero, como ella era tan generosa y él estaba tan enfermo, no le guardaba ningún rencor, e incluso tenía la consideración de no restregarle por la cara lo feliz que era. Mientras yacía en el sofá, Ralph sonreía para sus adentros, ante tan insólita muestra de consideración, pero la perdonaba por haberlo perdonado. Isabel no quería darle el disgusto de que supiera que ella era infeliz; eso era lo importante, y daba igual que el saberlo hubiera servido para demostrar que él tenía razón.