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100 Clásicos de la Literatura

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—He venido a verte pensando que ya estarías en casa y, como aún no habías vuelto, me he quedado a esperarte —dijo madame Merle.

—¿No te ha pedido que te sentaras? —le preguntó Isabel con una sonrisa.

Madame Merle miró a su alrededor.

—Ah, claro… Es que ya me iba.

—Supongo que ahora te quedarás.

—Sí, por supuesto. He venido por una razón especial. Estoy dándole vueltas a algo en la cabeza.

—Ya te lo he dicho otras veces: parece que siempre haga falta alguna razón especial para que vengas a esta casa —dijo Isabel.

—Y ya sabes cuál es mi respuesta; que venga o no venga, la razón es siempre la misma: el afecto que te tengo.

—Sí, ya me has dicho eso antes.

—Pues parece como si no te lo creyeras —comentó madame Merle.

—Por Dios, de lo último que dudaría en esta vida es de la profundidad de tus razones —contestó Isabel.

—Pero sí que dudas de la sinceridad de mis palabras.

Isabel negó con la cabeza con expresión grave.

—Sé que siempre has sido muy buena conmigo.

—Siempre que me has dejado serlo. Hay ocasiones en que no lo aceptas, y entonces hay que dejarte estar. Sin embargo, hoy no he venido a ser buena contigo, sino a otra cosa. He venido a librarme de un problema mío… para pasártelo a ti. De eso es de lo que estaba hablando con tu marido.

—Me sorprende, ya que a él no le gustan los problemas.

—Sobre todo los de los demás, lo sé muy bien. Pero me imagino que a ti tampoco te gustan. De todos modos, te gusten o no, tienes que ayudarme. Se trata del pobre señor Rosier.

—Ah —exclamó Isabel pensativa—, entonces es un problema de él, no tuyo.

—Pero ha conseguido endilgármelo a mí. Viene a verme diez veces a la semana para hablarme de Pansy.

—Sí, quiere casarse con ella. Ya lo sé todo.

Madame Merle vaciló un momento.

—Por lo que me ha dicho tu marido pensaba que no lo sabrías.

—¿Y cómo va a saber él lo que sé o dejo de saber? Nunca hemos hablado del tema.

—Supongo que será porque no sabe cómo hablar de él.

—Aun así, es el tipo de asunto sobre el que siempre tiene algo que decir.

—Sí, porque por lo general sabe muy bien lo que pensar. Pero hoy no es el caso.

—¿Y no se lo has dicho tú? —preguntó Isabel.

Madame Merle le dedicó una brillante sonrisa de circunstancias.

—¿Sabes que estás un poco cortante?

—Sí, no lo puedo evitar. El señor Rosier también ha estado hablando conmigo.

—Eso tiene su lógica, ya que estás muy unida a la muchacha.

—Pues no se puede decir que le haya sido de mucha ayuda —dijo Isabel—. Si tú me ves cortante, a saber cómo me verá él.

—Creo que piensa que puedes hacer más de lo que has hecho hasta ahora.

—Yo no puedo hacer nada.

—Por lo menos puedes hacer más que yo. No sé qué misteriosa conexión habrá descubierto el señor Rosier entre Pansy y yo, pero desde el principio acudió a mí como si su suerte estuviese en mi mano. No deja de visitarme para instarme a que haga algo, para saber qué esperanzas tiene, para hablarme de sus sentimientos.

—Está muy enamorado —dijo Isabel.

—Mucho… para tratarse de él.

—Y para tratarse de Pansy, se podría añadir.

Madame Merle bajó la mirada un momento.

—¿No crees que sea atractiva?

—Es la persona más encantadora que pueda existir, pero muy limitada.

—Razón de más para que el señor Rosier la ame. Tampoco él es precisamente ilimitado.

—No —corroboró Isabel—, tiene más o menos la extensión de uno de esos pañuelos de bolsillo, de los pequeños con los bordes de encaje. —De un tiempo a esa parte el humor de Isabel se había vuelto bastante sarcástico, pero enseguida se avergonzó de utilizarlo contra alguien tan inocente como el pretendiente de Pansy—. Es muy amable y honrado —añadió—, y no es tan tonto como parece.

—Afirma que Pansy está encantada con él —dijo madame Merle.

—No lo sé; no se lo he preguntado.

—¿Ni siquiera la has tanteado un poco?

—Eso no me corresponde hacerlo a mí, sino a su padre.

—¡Ah, tú siempre tan estricta! —exclamó madame Merle.

—Debo seguir mi propio criterio.

Madame Merle volvió a dedicarle la misma sonrisa circunspecta.

—No resulta fácil ayudarte.

—¿Ayudarme? —repitió Isabel muy seria—. ¿Qué quieres decir?

—Que es muy fácil disgustarte. ¿Te das cuenta de lo bien que hago al andarme con cuidado? De todas formas te comunico, como le he comunicado a Osmond, que me lavo las manos en el asunto del romance de la señorita Pansy y el señor Edward Rosier. Je n’y peux rien, moi! No puedo hablarle a Pansy de él. Sobre todo —añadió madame Merle—, porque no lo considero un ejemplo ideal de marido.

Isabel reflexionó un momento, y después dijo con una sonrisa:

—Entonces no te lavas las manos. No puedes… —dijo a continuación en un tono bien distinto—, estás demasiado interesada.

Madame Merle se levantó lentamente. Había dirigido a Isabel una mirada tan rápida como el presentimiento que había destellado ante nuestra heroína poco antes. Salvo que, en esta ocasión, Isabel no la había captado.

—Pregúntale la próxima vez que lo veas y lo comprobarás —dijo madame Merle.

—No puedo preguntárselo, porque ha dejado de venir a esta casa. Gilbert le ha hecho saber que no es bienvenido.

—Sí, es verdad —asintió la otra—, se me había olvidado, y eso que es la mayor de sus lamentaciones. Dice que Osmond le ha insultado. De todos modos —prosiguió—, no le desagrada a Osmond tanto como cree.

Se había erguido como si fuera a poner punto final a la conversación, pero permaneció allí mirando a su alrededor, lo cual parecía indicar que tenía algo más que decir. Isabel se dio cuenta, y hasta se imaginó de lo que quería hablarle, pero ella también tenía sus propias razones para no darle pie a hacerlo.

—Eso debió de alegrarle, si se lo dijiste —replicó Isabel sonriendo.

—Claro que se lo dije. En ese sentido sí que le he dado ánimos. Le he recomendado que sea paciente, y le he dicho que su caso no es tan desesperado si sabe controlar su lengua y permanece callado. Lamentablemente, se ha empeñado en sentir celos.

—¿Celos?

—De lord Warburton, del que dice que siempre está aquí.

Isabel, que estaba cansada, había permanecido sentada; pero al oír eso también se levantó.

—¡Ah! —fue lo único que dijo mientras se dirigía lentamente a la chimenea.

Madame Merle la observó al pasar, y también cuando se detuvo un momento ante el espejo para arreglarse un mechón de pelo suelto.

—El pobre señor Rosier no deja de decir que no cree imposible que lord Warburton se enamore de Pansy —continuó madame Merle.

Isabel permaneció en silencio un instante; luego se apartó del espejo.

—Es cierto, no hay nada imposible —contestó al fin, en tono más serio y suave.

—Eso tuve que admitirle al señor Rosier. Y lo mismo piensa tu marido.

—No sé nada de eso.

—Pregúntale y verás.

—No se lo pienso preguntar —afirmó Isabel.

—Perdóname, olvidaba que ya me lo habías dejado claro antes. Naturalmente —añadió madame Merle—, tú habrás tenido muchísimas más ocasiones que yo de observar el comportamiento de lord Warburton.

—No veo por qué no habría de decirte que siente gran aprecio por mi hijastra.

Madame Merle volvió a lanzarle una de sus rápidas miradas.

—Que la aprecia… ¿Quieres decir de la misma forma que el señor Rosier?

—No sé cuál es la forma del señor Rosier, pero lord Warburton me ha informado de que está encantado con Pansy.

—¿Y no se lo has dicho a Osmond?

Fue un comentario inmediato, precipitado, que casi estalló de los labios de madame Merle. Isabel la miró.

—Supongo que lo sabrá en su momento. Lord Warburton tiene lengua y sabe expresarse solo.

Madame Merle se dio cuenta al instante de que había hablado con más premura de la habitual en ella, y dicha reflexión hizo que se le sonrojaran las mejillas. Dio a ese traicionero impulso tiempo para que se aplacara, y a continuación dijo, como si hubiera estado reflexionando sobre el asunto:

—Eso sería mejor que casarse con el pobre señor Rosier.

—Mucho mejor, en mi opinión.

—Sería maravilloso; sería una gran boda. Es todo un detalle por parte de lord Warburton.

—¿Todo un detalle?

—El que se haya fijado en una joven tan sencilla.

—Yo no lo veo así.

—Eres muy amable al decir eso, pero, al fin y al cabo, Pansy Osmond…

—¡Al fin y al cabo, Pansy Osmond es la persona más atractiva que él haya conocido jamás! —exclamó Isabel.

Madame Merle la miró fijamente, y sin duda tenía motivos para estar desconcertada.

—Vaya, hace un momento parecía más bien que la estuvieras menospreciando.

—He dicho que es limitada y lo es, como también lo es lord Warburton.

—Y como lo somos todos, ya puestos. Si no es más de lo que Pansy merece, mejor que mejor. Pero si ella entrega su afecto al señor Rosier, no admitiré que sea lo que merece. Sería demasiado perverso.

—¡El señor Rosier es un incordio! —exclamó Isabel bruscamente.

—Estoy totalmente de acuerdo contigo, y me encanta saber que no he de darle ánimos. De aquí en adelante, cuando vaya a verme, mi puerta estará cerrada para él.

Y, tras arreglarse el manto, madame Merle se dispuso a marcharse. No obstante, mientras se dirigía a la puerta, la detuvo una incongruente petición de Isabel:

—De todas formas, sé amable con él.

 

Levantó los hombros y las cejas y miró a su amiga.

—No entiendo tus contradicciones. Por supuesto que no pienso ser amable con él, porque sería una falsa amabilidad. Quiero ver a Pansy casada con lord Warburton.

—Primero tendrás que esperar a que él se lo pida.

—Si lo que dices es cierto, se lo pedirá. Sobre todo —añadió enseguida—, si tú lo convences.

—¿Que yo lo convenza?

—Está en tu mano. Tienes mucha influencia sobre él.

Isabel frunció el ceño ligeramente.

—¿De dónde has sacado eso?

—Me lo dijo la señora Touchett. Tú no, desde luego… ¡nunca! —contestó madame Merle con una sonrisa.

—Por supuesto que nunca te he contado nada de eso.

—Podrías haberlo hecho en su momento, cuando tuvimos tantas oportunidades y nos contábamos nuestras confidencias. Pero la verdad es que me dijiste muy poco. Desde entonces así lo he pensado a menudo.

Isabel también lo había hecho, y a veces con cierta satisfacción, pero en esos momentos no quería admitirlo, quizá porque podría parecer que se regodeaba en su silencio.

—Parece que mi tía te tenía muy bien informada —fue lo único que dijo.

—Me contó que habías rechazado una proposición de matrimonio de lord Warburton, porque estaba muy enojada y no podía dejar de pensar en el tema. Por supuesto, creo que hiciste lo mejor que podrías haber hecho. Pero, ya que no te casaste con él, compénsalo ayudándole a casarse con otra persona.

Isabel escuchó esas palabras con un rostro que se obstinaba en no reflejar la brillante expresividad del de madame Merle. Pero, al cabo de un momento, dijo de forma bastante sensata y amable:

—La verdad es que me alegraría mucho por Pansy si el tema pudiera arreglarse satisfactoriamente.

Dicho lo cual, su acompañante, que pareció tomarse esas palabras como un buen presagio, la abrazó con más cariño del que cabría esperar y se retiró con aire triunfal.

41

Esa noche Osmond sacó el tema por primera vez, tras entrar ya muy tarde en el salón donde Isabel se encontraba a solas. Habían pasado la velada en casa, y Pansy ya se había retirado a dormir. Después de cenar, él se había encerrado en una pequeña estancia en la que había dispuesto todos sus libros y a la que llamaba su estudio. A las diez se había presentado lord Warburton, como hacía siempre que sabía por Isabel que la encontraría en casa; iba de camino a algún otro sitio y solo se quedó media hora. Tras preguntarle por Ralph, Isabel le dirigió muy poco la palabra con toda intención, ya que quería que entablara conversación con su hijastra. Con tal fin, hizo como si leyese, y al cabo de un rato se sentó al piano mientras se preguntaba si no debería irse de la habitación. Poco a poco iba apreciando cada vez más la idea de que Pansy se convirtiera en la esposa del señor de la hermosa Lockleigh, aunque al principio no le hubiera producido gran entusiasmo. Esa tarde, madame Merle había prendido fuego a una gran acumulación de material inflamable. Cuando Isabel estaba triste siempre miraba a su alrededor, en parte por instinto y en parte por teoría, en busca de algún impulso positivo. Nunca conseguía librarse de la sensación de que la tristeza era una forma de enfermedad, una forma de padecer en vez de hacer. Por lo tanto, hacer, fuera lo que fuese, sería una buena vía de escape, y quizá hasta cierto punto un remedio. Además, quería convencerse de que había hecho todo lo posible para complacer a su marido, decidida como estaba a que no la atormentase la idea de que él llegara a quejarse de la falta de iniciativa de su esposa. A Osmond le gustaría mucho ver a Pansy casada con un noble inglés, y bien que hacía, ya que dicho noble era una persona de lo más cabal. Isabel tenía la impresión de que, si conseguía que se produjera tal acontecimiento, habría cumplido con su papel de buena esposa. Eso era lo que quería ser; quería poder creer sinceramente, con pruebas que lo demostrasen, que lo había sido. Además, tal empresa tenía otras ventajas. La mantendría ocupada, que era lo que más deseaba en esos momentos. Incluso la entretendría y, si podía entretenerse de verdad, significaría que aún cabía la posibilidad de salvarse. Por último, sería un favor que le haría a lord Warburton, el cual estaba claro que admiraba mucho a la encantadora joven. Resultaba un poco extraño que así fuera, siendo él quien era, pero al fin y al cabo tampoco había forma de explicar tales impresiones. Pansy podía cautivar a cualquiera, o al menos a cualquiera… que no fuese lord Warburton. Isabel la consideraba demasiado insignificante, demasiado leve, incluso quizá demasiado artificial para que eso pudiese ocurrir. Siempre tenía algo de ese aire de muñequita, y eso no era lo que él buscaba. Sin embargo, ¿quién podía saber lo que buscaban los hombres? Buscaban lo que encontraban, y solo sabían lo que les gustaba cuando lo veían. No había teoría válida para tales cuestiones, y no había nada que fuese más incomprensible o más normal que todo lo demás. Si lord Warburton se había interesado por ella, podría parecer extraño que ahora se interesase por Pansy, que era tan distinta; pero tampoco se había interesado tanto por Isabel como él mismo había creído. Y, si lo había hecho, ya lo había superado por completo, por lo que era normal que, una vez fracasado ese intento, pensase que otro con alguien bien distinto sí que podría prosperar. Como digo, en un principio Isabel no había sentido gran entusiasmo con respecto a esa cuestión, pero ese día sí que lo sentía y lograba hacerla casi feliz. Era sorprendente la felicidad que aún le producía la idea de complacer a su marido. ¡Qué pena, sin embargo, que Edward Rosier se hubiese cruzado en su camino!

Al pensar eso, la luz que de repente había iluminado dicho camino perdió algo de intensidad. Por desgracia, Isabel estaba muy segura de que Pansy consideraba al señor Rosier el joven más agradable de todos; tan segura como si hubiese hablado con ella del tema. Y era muy enojoso estar tan segura, después de haberse abstenido con tanto cuidado de decírselo a sí misma; casi tan enojoso como el hecho de que el pobre señor Rosier también estuviese convencido de ello. Sin duda este era muy inferior a lord Warburton. No se trataba tanto de la diferencia de fortuna que había entre ambos como de las diferencias entre ellos dos en sí, en las que el joven norteamericano tenía todas las de perder. Respondía mucho más al tipo de caballero distinguido e inútil que el noble inglés. Cierto era que tampoco había ninguna razón por la que Pansy tuviese que casarse con un estadista, pero, si un estadista la admiraba, eso era asunto de él, y Pansy sería toda una perla como esposa de un aristócrata.

Tal vez parezca al lector que la señora Osmond se había vuelto, de pronto y de forma extraña, bastante cínica, pues terminó diciéndose que probablemente se podría solventar esa dificultad. Un impedimento encarnado por el pobre Rosier nunca resultaría muy peligroso, y siempre había formas de allanar los obstáculos secundarios. Isabel era muy consciente de que no conocía el alcance exacto de la tenacidad de Pansy, que podría ser muy grande y un gran inconveniente, pero se inclinaba a verla más como alguien que dejaría estar las cosas si recibía las sugerencias adecuadas, que como alguien que se aferraría a sus deseos al ser estos reprobados, ya que sin duda tenía mucho más desarrollada la capacidad de consentir que la de protestar. Pansy se aferraría a algo, sí, por supuesto, pero en realidad le daría igual a lo que fuese. Lord Warburton le serviría igual que el señor Rosier, sobre todo porque parecía que aquel le gustaba bastante. Se lo había dicho a Isabel sin reservas, comentándole que la conversación de lord Warburton, que le había contado todo acerca de la India, le parecía muy interesante. La actitud de él con Pansy era de lo más correcta y natural; Isabel se había dado cuenta de eso por sí misma, como también había observado que no le hablaba en absoluto en tono condescendiente a la vista de su juventud y sencillez, sino, por el contrario, como si ella entendiera de lo que le hablaba con la misma facilidad con que seguía los argumentos de las óperas de moda, llegando incluso a prestar atención a la música y al barítono. Él solo procuraba ser atento… tanto como lo había sido tiempo atrás en Gardencourt con otra jovencita atolondrada. Eso siempre gustaba a una muchacha; Isabel recordaba cómo le había pasado a ella misma, y se dijo que, de haber sido tan simple como Pansy, le habría producido aún mayor impresión. No había sido simple cuando lo había rechazado; dicha operación había sido tan complicada como, más adelante, la de aceptar a Osmond. Sin embargo, Pansy, a pesar de su simplicidad, entendía lo que pasaba, y estaba encantada de que lord Warburton no le hablara de parejas de baile y de ramos de flores, sino del estado de Italia, de la situación de los campesinos, del famoso impuesto de molienda, de la pellagra, o de sus impresiones de la sociedad romana. Mientras pasaba la aguja por el bastidor, ella lo miraba con ojos dulces y sumisos, y cuando los bajaba lanzaba rápidas miradas de reojo a su persona, a sus manos, a sus pies, a su ropa, como si lo estuviese sopesando. Isabel podría haberle recordado que hasta en su aspecto físico lord Warburton era superior al señor Rosier, pero en tales momentos se contentaba con preguntarse dónde estaría ese caballero, puesto que ya no acudía nunca al palazzo Roccanera. Como digo, resultaba sorprendente lo mucho que había calado en ella la idea de ayudar a su marido para complacerlo.

Resultaba sorprendente por una serie de razones que comentaré más adelante. La noche de la que estoy hablando, mientras lord Warburton estaba allí, Isabel había estado a punto de dar el gran paso de salir de la habitación y dejarlos a los dos solos. Digo el gran paso porque así es como lo habría considerado Gilbert Osmond, e Isabel estaba intentando adoptar en lo posible el punto de vista de su marido. Y lo consiguió en cierto modo, pero sin llegar a consumar el objetivo que he mencionado. Al fin y al cabo, no salía de ella hacerlo, ya que había algo que se lo impedía. No se trataba exactamente de que fuese una actitud rastrera o insidiosa, puesto que las mujeres por lo general practicaban dichas maniobras con la conciencia muy tranquila, y de forma instintiva Isabel creía en los dictados de su género más que renegaba de ellos. Pero había una vaga duda que se interponía, una sensación de no estar del todo segura. Así pues, se quedó en la sala, y al cabo de un rato lord Warburton se marchó a su fiesta, de la que prometió hacer un relato completo a Pansy a la mañana siguiente. Después de su partida, Isabel se preguntó si con su presencia habría evitado que ocurriese algo que habría podido pasar de ausentarse ella durante un cuarto de hora, y terminó por concluir, siempre mentalmente, que cuando su distinguido visitante quisiera que ella se marchara, no le costaría encontrar la forma de hacérselo saber. Pansy no comentó nada sobre él después de que se fuera, e Isabel hizo lo mismo a propósito, ya que había decidido hacer voto de silencio hasta que lord Warburton se declarase. Estaba tardando más de lo que podría deducirse de la descripción de sus sentimientos que había hecho a Isabel. Pansy se fue a la cama, e Isabel tuvo que admitir que no tenía la menor idea de lo que estaría pensando su hijastra. De pronto, su pequeña y transparente compañera se había vuelto opaca.

Se quedó sola contemplando el fuego hasta que, al cabo de media hora, entró su marido. Este estuvo un rato deambulando en silencio hasta que se sentó y se quedó mirando el fuego al igual que Isabel. Pero ella había apartado la vista de las titilantes llamas de la chimenea para fijarla en el rostro de Osmond, que contempló mientras él permanecía callado. La observación disimulada se había convertido para ella en una costumbre; un instinto, que no sería exagerado decir que iba unido al de autodefensa, lo había convertido en hábito. Quería conocer en la medida de lo posible los pensamientos de Osmond, saber de antemano lo que iba a decir, para poder tener preparada la respuesta. Últimamente preparar respuestas no era su punto fuerte; a ese respecto, a lo más a lo que solía llegar era a pensar después en las cosas inteligentes que podría haber dicho. Pero había aprendido a ser cauta, y lo había aprendido en cierta medida a partir de la propia expresión de su marido. Seguía siendo el mismo rostro al que había mirado, quizá con ojos igual de interesados pero menos penetrantes, en la terraza de una villa florentina, con la única excepción de que Osmond se había vuelto un poco más grueso desde que se habían casado. Aun así, todavía resultaba un caballero muy distinguido.

 

—¿Ha venido lord Warburton? —le preguntó él al poco.

—Sí, ha estado una media hora.

—¿Ha visto a Pansy?

—Sí, ha estado sentado con Pansy en el sofá.

—¿Ha hablado mucho con ella?

—Prácticamente solo ha hablado con ella.

—Parece un hombre muy atento. ¿No es así como tú llamas a eso?

—Yo no lo llamo de ninguna forma —contestó Isabel—. Estaba esperando a que tú le pusieras nombre.

—Es una deferencia que no muestras muy a menudo —dijo Osmond al cabo de un momento.

—Esta vez he decidido intentar actuar como tú querrías. He fracasado muchas veces en eso.

Osmond giró la cabeza lentamente y la miró.

—¿Intentas discutir conmigo?

—No, intento vivir en paz.

—Pues no puede haber cosa más fácil. Ya sabes que yo nunca discuto.

—Entonces, ¿cómo llamas a intentar enfadarme? —preguntó Isabel.

—No lo intento, y si ocurre es lo más normal del mundo. Además, ahora no lo estoy intentando en absoluto.

Isabel sonrió.

—De todas formas da igual. También he decidido no volver a enfadarme nunca.

—Excelente decisión. No sueles estar de buen humor.

—No, no suelo —dijo Isabel al tiempo que apartaba el libro que había estado leyendo y cogía la tira de bordado que Pansy había dejado sobre la mesa.

—En parte es por eso por lo que no te he hablado de este asunto de mi hija —dijo Osmond, llamando a Pansy de una manera que no era frecuente en él—. Tenía miedo de que te opusieras, de que tuvieras tu propio punto de vista sobre el tema. De momento ya me he deshecho de Rosier.

—¿Te daba miedo que me pusiera de parte del señor Rosier? ¿No has notado que nunca te he hablado de él?

—Tampoco te he dado nunca ocasión de hacerlo. Hablamos muy poco últimamente. Pero sé que es un viejo amigo tuyo.

—Sí, es un viejo amigo mío. —A Isabel le importaba tan poco el señor Rosier como el bordado que tenía en la mano, pero era cierto que era un antiguo amigo, y que ante su marido no quería desprenderse de tales lazos. Este tenía una forma de manifestar su desprecio por esas amistades que hacía que se fortaleciera la lealtad de Isabel hacia ellas, incluso cuando, como en ese caso, eran de por sí insignificantes. A veces sentía una especie de intensa ternura hacia determinados recuerdos que solo tenían el mérito de pertenecer a su vida de soltera—. Pero, en lo que a Pansy respecta, no le he dado ningún ánimo al señor Rosier —añadió al cabo de un momento.

—Una decisión muy afortunada —comentó Osmond.

—Supongo que quieres decir afortunada para mí. A él le importa bien poco.

—No vale la pena que hablemos del señor Rosier —dijo Osmond—. Ya te he dicho que me he librado de él.

—Sí, pero un enamorado despechado no deja de ser un enamorado, y a veces incluso más. El señor Rosier sigue albergando esperanzas.

—¡Pues que las disfrute con salud! Mi hija solo tiene que esperar sentada tranquilamente a convertirse en lady Warburton.

—¿Es eso lo que te gustaría? —preguntó Isabel con una sencillez que no era tan fingida como podría parecer.

Estaba decidida a no hacer suposiciones, pues Osmond conocía la forma de volverlas sin previo aviso en contra de ella. El grado de intensidad con que él quería que su hija se convirtiera en lady Warburton había formado la esencia misma de las reflexiones más recientes de Isabel, pero eso había sido solo para sus adentros, y no pensaba reconocer nada hasta que Osmond lo dijese de su propia boca. No iba a dar por sentado, tratándose de él, que su marido pensaba que lord Warburton era un botín por el que valía la pena esforzarse hasta un grado que no era normal entre los Osmond. Gilbert estaba diciendo constantemente que, para él, nada en la vida podía considerarse un botín o recompensa; que se codeaba de igual a igual con las personas más distinguidas del mundo, y que su hija solo tenía que mirar a su alrededor y escoger al príncipe que quisiera. Por lo tanto, suponía un lapso en su actitud coherente decir explícitamente que anhelaba conseguir a lord Warburton, y que si se les escapaba dicho noble sería difícil encontrar a otro equivalente; lo cual agravaba el problema, ya que otra de sus afirmaciones habituales era aseverar que nunca era incoherente. A él le habría gustado que su esposa pasara de puntillas sobre ese punto, pero, por extraño que resulte, ahora que Isabel se encontraba cara a cara con él, y aunque una hora antes prácticamente había trazado todo un plan para satisfacerlo, no se sentía complaciente y no estaba dispuesta a pasar de puntillas sobre el tema. Sabía perfectamente el efecto que tendría su pregunta en él, que sería como una humillación; pero le daba igual, ya que él era muy capaz de humillarla a ella, del mismo modo que también era capaz de esperar a que llegasen las grandes oportunidades y a mostrar en ocasiones una indiferencia casi inexplicable hacia las pequeñas. Quizá Isabel aprovechó esa pequeña oportunidad porque no se le había presentado una mejor.

De momento, Osmond logró salir con bastante dignidad del brete:

—Me gustaría enormemente. Sería un gran matrimonio. Y además lord Warburton cuenta también con la ventaja de ser un viejo amigo tuyo, y supongo que le agradaría mucho ingresar en nuestra familia. Resulta muy curioso que todos los admiradores de Pansy sean viejos amigos tuyos.

—Es normal que vengan a verme, y que entonces conozcan a Pansy. Y al verla es normal que se enamoren de ella.

—Eso creo yo. Pero no pareces muy convencida.

—Me alegraría mucho que Pansy se casase con lord Warburton —prosiguió Isabel con sinceridad—. Es un hombre excelente. No obstante, dices que solo tiene que esperar sentada y tranquila, pero puede que no lo haga. Si pierde al señor Rosier, puede que salte del asiento.

Osmond no pareció prestar ninguna atención a eso mientras seguía contemplando el fuego.

—A Pansy le gustaría ser una gran dama —comentó al momento con un tono de cierta ternura—. Por encima de todo quiere complacer —añadió.

—Complacer al señor Rosier, tal vez.

—No, complacerme a mí.

—Creo que a mí también un poco —dijo Isabel.

—Sí, tiene una gran opinión de ti, pero hará lo que yo quiera.

—Si estás seguro de eso, me parece muy bien.

—Mientras tanto —dijo Osmond—, me gustaría que nuestro distinguido visitante se decidiese a hablar.

—Ya ha hablado… conmigo. Me dijo que sería un gran honor para él pensar que Pansy podría interesarse por su persona.

Osmond giró la cabeza rápidamente hacia ella, pero en un principio no dijo nada.

—¿Por qué no me lo habías contado? —preguntó al fin con dureza.

—Porque no había tenido ocasión. Ya sabes cómo vivimos. Lo he hecho en cuanto se me ha presentado la oportunidad.

—¿Le hablaste de Rosier?

—Sí, un poco.

—No creo que eso hiciera falta.

—Pensé que lo mejor sería que lo supiera, para que… para que…

E Isabel se detuvo.

—¿Para qué?

—Para que actuase en consecuencia.

—¿Para que se echara atrás, quieres decir?

—No, para impulsarle a avanzar mientras aún estaba a tiempo.

—Pues no es ese el efecto que parece haber tenido.

—Debes tener paciencia —dijo Isabel—. Ya sabes lo tímidos que son los ingleses.

—Pero este no lo es. Desde luego no lo fue cuando te hizo la corte a ti.

Isabel había temido que Osmond sacara ese tema, que le resultaba muy desagradable.

—Perdona que te diga que conmigo lo fue, y mucho —replicó.

Osmond no contestó nada durante un rato; cogió un libro y lo hojeó mientras Isabel permanecía en silencio observando el bordado de Pansy.

—Debes de tener mucha influencia sobre él —continuó Osmond al fin—. En cuanto te lo propongas de verdad, seguro que puedes hacer que se declare.

Eso era aún más ofensivo, pero Isabel comprendió que era muy normal que él lo dijese; al fin y al cabo, era prácticamente lo mismo que se había dicho ella.

—¿Y por qué habría de tener yo ninguna influencia sobre él? —preguntó—. ¿Qué he hecho yo para que me deba nada?