Бесплатно

100 Clásicos de la Literatura

Текст
iOSAndroidWindows Phone
Куда отправить ссылку на приложение?
Не закрывайте это окно, пока не введёте код в мобильном устройстве
ПовторитьСсылка отправлена
Отметить прочитанной
Шрифт:Меньше АаБольше Аа

—Como puede ver, soy bastante asiduo —comentó Rosier—. Pero, si yo no lo fuese ¿quién lo iba a ser?

—Sí, le conozco a usted desde hace más tiempo que a ninguno de los presentes. Pero no debemos caer en dulces remembranzas. Quiero presentarle a una joven.

—Por supuesto, ¿de quién se trata?

Rosier se mostraba inmensamente solícito, pero no era a esto a lo que había venido.

—La joven del vestido rosa que está sentada junto a la chimenea. No tiene con quién hablar.

Rosier dudó por un instante.

—¿No puede hablar con ella el señor Osmond? Está a menos de dos metros.

La señora Osmond también titubeó.

—No es muy animada y a él no le gustan las personas insulsas.

—¿Y sí que es buena para mí? ¡Vaya, eso es duro!

—Lo único que digo es que usted tiene conversación de sobra para los dos. Y además es muy atento.

—Su marido también lo es.

—No… conmigo no —dijo la señora Osmond con una vaga sonrisa.

—Eso es señal de que debería serlo el doble con otras mujeres.

—Eso es lo que yo le digo —respondió ella sin dejar de sonreír.

—Verá… es que me apetece una taza de té —continuó Rosier, y dirigió una mirada melancólica a lo lejos.

—Perfecto. Vaya y ofrézcale también una taza a mi joven dama.

—Muy bien, pero después la abandonaré a su suerte. Lo cierto es que me muero de ganas por hablar un rato con la señorita Osmond.

—¡Ah!, en eso no puedo ayudarle —dijo Isabel dándose la vuelta.

Cinco minutos más tarde, mientras le ofrecía una taza de té a la damisela de rosa, a la que había conducido al otro salón, Rosier se preguntaba si al hacerle la confidencia a la señora Osmond que acabo de narrar no habría roto el espíritu de su promesa a madame Merle. Una cuestión de esta índole podría ocupar los pensamientos del joven durante largo rato. Al fin, no obstante, se decidió, en términos relativos, por una salida audaz: le daban igual las promesas que pudiera haber roto. El destino que le había augurado a la damisela de rosa al final no fue tan terrible, ya que Pansy Osmond, que le había servido el té para su acompañante (a Pansy siempre le gustaba preparar el té), se acercó al rato para hablar con ella. Edward Rosier participó poco en aquel coloquio ligero; se quedó sentado cerca con aire cariacontecido, sin apartar la vista de su pequeña amada. Si la examinamos ahora a través de los ojos del joven, al principio no veremos mucho que nos recuerde a aquella niña obediente que tres años atrás, en Florencia, daba pequeños paseos por el Cascine mientras su padre y la señorita Archer hablaban de asuntos reservados a los mayores. Pero, al momento, nos daremos cuenta de que si bien Pansy, a los diecinueve años, se ha convertido en una joven dama, en realidad no está a la altura de las circunstancias; que aunque se haya transformado en una bella muchacha, carece hasta un grado deplorable de esa cualidad tan apreciada en la apariencia de las mujeres que se conoce como estilo; y que si bien viste con gran frescura, lleva su elegante atuendo con evidente aire de estar preservándolo, casi como si se lo hubiesen prestado para la ocasión. Parecería que Edward Rosier es de la clase de hombres que advierten estos defectos, y de hecho no había ni una sola cualidad de esta joven, de cualquier tipo, de la que él no fuera consciente. Lo que ocurre es que a dichas cualidades les ponía sus propios calificativos, algunos de ellos bastante alegremente. «No, es única… es absolutamente única», solía decirse. Y podemos estar seguros de que ni por un solo instante habría reconocido en público que carecía de estilo. ¿Estilo? Pues claro, Pansy tenía el estilo de una princesita; quien no lo viese es que no tenía ojos. No era un estilo moderno, ni estudiado, pasaría desapercibido en Broadway; la pequeña y seria damisela, con su vestidito almidonado, parecía una infanta de Velázquez. Esto era suficiente para Edward Rosier, quien la encontraba deliciosamente pasada de moda. Sus ojos anhelantes, sus labios encantadores, su cuerpo diminuto, eran tan conmovedores como una plegaria infantil. El joven sentía ahora un intenso deseo de saber hasta qué punto le gustaba a ella, deseo que le hacía removerse en la silla. Notaba un calor tan grande que se veía obligado a enjugarse la frente con el pañuelo; jamás se había encontrado tan incómodo. Ella era una perfecta jeune fille, y una jeune fille no se le podía hacer la pregunta pertinente que arrojaría luz sobre semejante cuestión. Una jeune fille era lo que Rosier había soñado toda la vida, una jeune fille que además no fuera francesa, pues le parecía que dicha nacionalidad complicaría las cosas. Estaba seguro de que Pansy nunca había mirado un periódico y de que, en el caso de las novelas, lo máximo que habría leído sería a sir Walter Scott. Una jeune fille estadounidense… ¿qué podía haber mejor que eso? Sería sincera y alegre y, no obstante, nunca habría vuelto a casa sola, ni habría recibido cartas de hombres, ni tampoco la habrían llevado al teatro a ver comedias de costumbres. Rosier era consciente de que, tal como estaban las cosas, sería una falta de hospitalidad dirigirse directamente a aquella criatura carente de sofisticación, pero en aquel instante corría el peligro inminente de preguntarse si la hospitalidad era lo más sagrado que había en el mundo. ¿Acaso no era infinitamente más importante el sentimiento que albergaba hacia la señorita Osmond? Para él sí, desde luego… pero probablemente no fuera así para el señor de la casa. Aun así, le quedaba el consuelo de que, aunque madame Merle hubiese puesto a Osmond en guardia, dicho caballero no haría la advertencia extensiva a Pansy; no habría formado parte de su estrategia advertirla de que un atractivo joven estaba enamorado de ella. Pero el atractivo joven estaba enamorado de ella, y todas aquellas circunstancias tan restrictivas habían terminado por irritarle. ¿Qué había querido indicar Gilbert Osmond al ofrecerle dos dedos de la mano izquierda? Si Osmond era grosero, estaba claro que él por su parte podía mostrarse audaz. Se sintió extremadamente audaz después de que la aburrida joven inútilmente disfrazada de rosa hubiese respondido a la llamada de su madre, quien entró a decirle, al tiempo que dedicaba a Rosier una tonta sonrisa llena de sobreentendidos, que debía acompañarla a cosechar otros triunfos. Madre e hija se habían marchado juntas, y ahora dependía solo de él quedar prácticamente a solas con Pansy. Nunca antes se había encontrado a solas con ella, jamás había estado a solas con una jeune fille. Era un gran momento. El pobre Rosier comenzó de nuevo a enjugarse la frente. Había otra estancia contigua a aquella en la que se encontraban, un saloncito abierto e iluminado que, al no ser numerosa la concurrencia, había permanecido vacío toda la velada. Seguía vacío en ese momento. Estaba tapizado de amarillo pálido, y había lámparas encendidas; a través de la puerta se le antojaba el templo mismo del amor autorizado. Rosier contempló un momento la estancia a través de dicha apertura; tenía miedo de que Pansy saliese corriendo y casi se sentía capaz de alargar la mano para retenerla. Pero Pansy continuaba en el mismo sitio en que la otra doncella les había dejado, sin hacer ademán de unirse al grupo de invitados que había en el lado opuesto del salón. Por un momento a Rosier se le ocurrió que quizá estuviese asustada, demasiado asustada para moverse, pero una segunda mirada le convenció de que no era así, y entonces pensó que Pansy era demasiado inocente para sentir temor. Al cabo de un rato de duda suprema, le preguntó si le permitía ir a ver el salón amarillo, que resultaba tan atractivo como virginal. Ya había estado allí con Osmond para ver los muebles franceses estilo Primer Imperio, sobre todo para admirar el reloj (que en realidad no le produjo admiración alguna), una enorme estructura clásica del mismo período. Por eso tuvo la impresión de que estaba iniciando una maniobra.

—Por supuesto que puede ir —dijo Pansy—, y se lo puedo enseñar, si quiere.

No estaba en absoluto asustada.

—Eso es precisamente lo que esperaba que me dijera, es usted muy amable —murmuró Rosier.

Entraron juntos. En realidad a Rosier la estancia le parecía muy fea y daba la impresión de ser fría. Pansy parecía pensar del mismo modo.

—No está hecha para noches de invierno, es más bien para el verano —explicó—. Está decorada al gusto de papá, que tiene mucho.

Desde luego que tenía mucho gusto, pensó Rosier, pero a veces muy malo. Miró a su alrededor. No se le ocurría qué decir en una situación semejante.

—¿No le preocupa a la señora Osmond la decoración de sus salones? ¿Es que acaso no tiene gusto? —preguntó.

—Claro que sí, tiene muchísimo; pero prefiere la literatura —respondió Pansy—, y la conversación. Aunque a papá también le gustan estas cosas. Creo que él lo sabe todo.

Rosier permaneció en silencio un instante.

—Hay una cosa que estoy seguro que sabe —dijo de pronto—. Sabe que cuando vengo aquí, con todos mis respetos hacia él y hacia la señora Osmond, que es tan encantadora, en realidad vengo a verla a usted —concluyó el joven.

—¿A verme a mí? —preguntó, y Pansy alzó unos ojos en los que se leía una vaga preocupación.

—A verla a usted, para eso vengo —repitió Rosier, sintiendo la embriaguez de infringir la autoridad.

Pansy se quedó mirándolo fijamente con expresión decidida y abierta; no necesitaba ruborizarse para que su rostro tuviese un aire más recatado.

—Imaginaba que era por eso.

—¿Y no le resultaba desagradable?

—No sabría decirle; yo no estaba enterada. Usted nunca me lo había dicho —dijo Pansy.

—Me daba miedo ofenderla.

—Usted no me ofende —murmuró la joven, sonriendo como si un ángel la hubiera besado.

 

—Entonces, ¿yo le gusto, Pansy? —preguntó Rosier con mucha dulzura, sintiéndose muy feliz.

—Sí… me gusta.

Se habían acercado hasta la chimenea sobre la que colgaba el enorme y frío reloj Primer Imperio; estaban al fondo del salón y ya no eran visibles desde fuera. El tono con que ella había dicho aquellas tres palabras le parecía a Rosier el aliento mismo de la naturaleza, y la única respuesta posible era tomarle la mano y mantenerla sujeta un momento. Luego se la llevó a los labios. Ella consintió, todavía con aquella sonrisa pura y confiada en la que había algo inefablemente pasivo. A ella le gustaba, le había gustado desde siempre… ¡ahora cualquier cosa podía pasar! Estaba preparada, siempre lo había estado, esperando a que él hablara. Si no lo hubiera hecho, habría esperado toda la vida; pero al oír pronunciar la palabra, cayó como un melocotón cuando se sacude el árbol. Rosier pensó que si la atraía hacia él y la estrechaba contra su corazón, ella cedería sin un murmullo, se recostaría en él sin hacer una sola pregunta. Es cierto que eso constituiría un temerario experimento en un salottino amarillo estilo Imperio. Pansy se había dado cuenta de que iba allí por ella y, aun así, ¡se había comportado como una perfecta y auténtica dama!

—Me es usted muy querida —murmuró el joven, intentando creer que después de todo existía algo como la hospitalidad.

Ella observó un momento el punto de la mano donde la había besado.

—¿Dice usted que papá lo sabe?

—Usted me acaba de decir que lo sabe todo.

—Creo que tendría usted que asegurarse —dijo Pansy.

—Sí, querida mía, en cuanto esté seguro de usted —susurró Rosier a su oído, tras lo cual ella se dirigió a las otras estancias con una expresión resuelta que parecía indicar que la consulta debía ser inmediata.

Mientras tanto, en las otras habitaciones se había hecho evidente la llegada de madame Merle, quien, dondequiera que fuese, siempre causaba sensación al entrar. Ni el más atento de los espectadores sabría explicar cómo lo lograba, pues ni levantaba la voz, ni se reía profusamente, ni se movía con rapidez, ni se vestía con esplendor, ni se dirigía de una forma especial a los demás. Alta, rubia, sonriente, serena, había algo en aquella tranquilidad suya que parecía emanar de su persona, y cuando la gente se giraba a mirar era porque de repente reinaba la quietud. En la ocasión que nos ocupa había hecho todo lo posible por pasar desapercibida: tras abrazar a la señora Osmond, lo cual sí fue llamativo, se había sentado en un pequeño sofá para conversar a solas con el señor de la casa. Hubo entre los dos un breve intercambio de lugares comunes (si estaban en público siempre rendían tributo formal al tópico), y luego madame Merle, que no dejaba de pasear la mirada a su alrededor, preguntó si el joven señor Rosier había acudido aquella noche.

—Llegó hace casi una hora, pero ha desaparecido —respondió Osmond.

—¿Y dónde está Pansy?

—En el otro salón. Hay varias personas allí.

—Seguramente Rosier se encuentre entre ellos —dijo madame Merle.

—¿Es que desea usted verlo? —preguntó Osmond, utilizando un tono neutro un tanto provocativo.

Madame Merle lo observó un instante; conocía al dedillo cada uno de sus tonos.

—Sí, me gustaría decirle que ya le he dicho lo que él quería, y que usted ha mostrado interés, aunque no en exceso.

—No le diga eso. Tratará de que me muestre más interesado… que es precisamente lo que yo no quiero. Dígale que detesto su propuesta.

—Pero usted no la detesta.

—Eso no importa. Tampoco me encanta. Ya se lo he dado a entender yo mismo esta noche. Me he mostrado grosero con él a propósito. Estas cosas son un fastidio. No hay prisa alguna.

—Le diré que se va a tomar usted un tiempo para pensarlo.

—No, no lo haga. Seguirá insistiendo.

—Si lo desanimo, hará lo mismo.

—Sí, pero en el primer caso intentará hablar y explicarse, lo cual sería de lo más tedioso. En el otro, probablemente se muerda la lengua y opte por iniciar una maniobra más sibilina. Así podré estar tranquilo. Odio hablar con un asno.

—¿Así es como califica al pobre señor Rosier?

—Es un auténtico incordio… siempre a vueltas con la dichosa mayólica.

Madame Merle bajó la mirada y esbozó una leve sonrisa.

—Es un caballero, tiene un carácter encantador y, al fin y al cabo, ¡una renta de cuarenta mil francos!

—Eso es una miseria… «decente», pero una miseria —dijo Osmond de forma brusca—. No es lo que yo he soñado para Pansy.

—Está bien. Él me ha prometido no hablar con Pansy.

—¿Y usted le cree? —preguntó Osmond con aire distraído.

—Claro que sí. Pansy ha estado pensando mucho en él, pero imagino que para usted eso carece de importancia.

—Para mí no tiene ni la más mínima; pero tampoco creo que Pansy haya pensado en él.

—Es más cómodo creer eso —dijo madame Merle con voz tranquila.

—¿Es que le ha dicho que está enamorada de él?

—¿Por quién la toma? ¿Y por quién me toma a mí? —añadió madame Merle tras un instante.

Osmond había levantado el pie y ahora apoyaba el delgado tobillo en la otra rodilla, sujetándolo con la mano en un gesto habitual (podía rodearlo por completo entre el pulgar y el largo y delicado índice), y durante un rato pareció tener la mirada perdida.

—Este asunto no me pilla desprevenido. Para esto precisamente la he educado. Todo ha sido con este fin, para que cuando llegue el momento ella haga lo que yo estime más conveniente.

—No dudo que eso sea lo que haga.

—Entonces, ¿dónde está el problema?

—No veo problema alguno. Pero, de todos modos, le recomiendo que no se deshaga del señor Rosier. Téngalo a mano, podría serle útil.

—No puedo conservarlo. Hágalo usted.

—Muy bien, lo pondré en un rincón y le daré su ración diaria.

Durante la mayor parte de la conversación madame Merle había estado mirando a su alrededor. Era lo que solía hacer en situaciones así, como también lo era interrumpir su charla con frecuentes pausas vacías de expresión. Un prolongado silencio siguió a las últimas palabras que he citado. Y antes de ponerle fin, madame Merle vio a Pansy entrar desde el salón contiguo, seguida de Edward Rosier. La joven avanzó unos pasos y luego se detuvo, mirando a madame Merle y a su padre.

—Ya ha hablado con ella —le dijo madame Merle a Osmond.

Su interlocutor ni siquiera giró la cabeza.

—Para que se fíe usted de sus promesas. Merecería que le azotasen.

—Tiene intención de confesar. ¡Pobre muchacho!

Osmond se levantó, no sin antes dirigir una mirada penetrante a su hija.

—No importa —murmuró mientras se daba la vuelta.

Un instante después, Pansy se acercó a madame Merle con su habitual actitud de cortesía carente de familiaridades. La manera en que la dama la recibió no fue más íntima: se limitó a dirigirle una sonrisa amistosa mientras se levantaba del sofá.

—Ha llegado usted muy tarde —dijo aquella joven criatura con suavidad.

—Mi querida niña, nunca llego más tarde de lo que pretendo.

Madame Merle no se había puesto en pie por cortesía hacia Pansy; se dirigía al encuentro de Edward Rosier. Él se acercó a su vez y le susurró muy deprisa, como si quisiera quitarse aquel peso de su alma cuanto antes:

—He hablado con ella.

—Lo sé, señor Rosier.

—¿Se lo ha dicho ella?

—Sí, me lo ha dicho. Compórtese como es debido el resto de la velada y venga a verme mañana a las cinco y cuarto.

Habló con severidad, y en la forma en que le dio la espalda hubo un punto de desprecio que hizo que el joven mascullase una imprecación decorosa.

Rosier no tenía la menor intención de hablar con Osmond; no eran la ocasión ni el lugar propicios. Pero de forma instintiva se fue acercando a Isabel, que estaba sentada hablando con una anciana señora. El joven tomó asiento al otro lado; la anciana era italiana y Rosier dio por hecho que no entendería ni una palabra de inglés.

—Hace un momento me dijo que no iba a ayudarme —comenzó a decirle a la señora Osmond—. Quizá cambie de opinión cuando sepa… cuando sepa…

—¿Cuando sepa qué? —preguntó Isabel ante su indecisión.

—Que a ella le parece bien.

—¿Qué me quiere decir con eso?

—Pues… que hemos llegado a un entendimiento.

—Pansy se equivoca por completo —dijo Isabel—. No va a ser posible.

El pobre Rosier la miró medio suplicante, medio furioso; un rubor repentino reveló hasta qué punto se sentía herido.

—Jamás me han tratado de esta forma —dijo—. ¿Qué tienen contra mí? No es esta la forma en que se me trata normalmente. Podría haberme casado ya veinte veces.

—Qué lástima que no lo hiciese. No quiero decir veinte veces, sino solo una, y felizmente —añadió Isabel sonriendo con amabilidad—. No es usted lo suficientemente rico para Pansy.

—A ella le trae sin cuidado el dinero que yo tenga.

—Ya, pero a su padre no.

—¡Eso está claro! ¡Lo ha demostrado de sobra! —exclamó el joven.

Isabel se levantó, alejándose de él y abandonando a la anciana sin mayor ceremonia; y Rosier dedicó los diez minutos siguientes a simular que observaba la colección de miniaturas de Gilbert Osmond, perfectamente ordenadas en una serie de pequeños estuches de terciopelo. Pero miraba sin ver, le ardían las mejillas, estaba completamente ofuscado por el sentimiento de agravio. Era cierto que jamás lo habían tratado de esa forma; no estaba acostumbrado a que pensasen que no era suficientemente bueno. Él sabía lo que valía y se habría echado a reír de no ser tan perniciosa aquella falacia. Buscó de nuevo a Pansy, pero había desaparecido, y su mayor deseo en aquel instante era marcharse de la casa. Pero antes habló de nuevo con Isabel. No le resultaba agradable pensar que acababa de decirle algo muy descortés: era lo único que podría justificar que ahora tuviese una pobre opinión de él.

—Hace un rato me he referido al señor Osmond en términos que no debería haber empleado —comenzó—. Pero espero que tenga usted en cuenta mi situación.

—Ya no recuerdo lo que ha dicho —respondió ella fríamente.

—Ah, se siente ofendida. Ahora sí que no me va a ayudar.

Isabel permaneció en silencio un momento y luego dijo cambiando de tono:

—¡No es que no quiera hacerlo, es que simplemente no puedo!

Su actitud era casi apasionada.

—Si solo pudiera… aunque fuese un poco, nunca más volvería a hablar de su marido salvo para decir que es un ángel.

—El incentivo es grande —contestó Isabel con gravedad… con aire inescrutable, como más tarde lo describiría él para sus adentros; y la mirada que le dirigió, directamente a los ojos, fue asimismo inescrutable. Le hizo recordar en cierta forma que la había conocido siendo casi una niña; sin embargo, resultaba demasiado penetrante para su gusto, y optó por marcharse.

38

Al día siguiente, Rosier fue a visitar a madame Merle y, para su sorpresa, no le fue tan mal como pensaba. No obstante, madame Merle le hizo prometer que no haría nada en tanto no hubiera nada decidido. El señor Osmond había forjado grandes expectativas para su hija; y era muy cierto que, como no tenía intención de darle una dote, tales expectativas se prestaban a la crítica o incluso, si se quería, al ridículo. Pero ella le aconsejaba al señor Rosier que no adoptase esa actitud, ya que, si era paciente, tal vez lograse la felicidad que anhelaba. El señor Osmond no se mostraba favorable a su propósito, pero no sería un milagro que poco a poco fuese cambiando de opinión. Pansy jamás desafiaría a su padre, de eso podía estar seguro, de modo que no se ganaría nada actuando con precipitación. El señor Osmond necesitaba tiempo para acostumbrarse a la idea de una oferta que hasta ese momento no había contemplado, y el resultado debía llegar por sí mismo, era inútil tratar de forzarlo. Rosier comentó que su posición sería mientras tanto la más incómoda del mundo, y madame Merle le aseguró que lo sentía por él. Sin embargo, como dijo con acierto, no se podía tener todo lo que uno quería, lección que había aprendido por sí misma. Tampoco valdría la pena que escribiese al señor Osmond, quien le había encargado a ella que así se lo comunicase. El señor Osmond deseaba aplazar el asunto durante unas semanas y le escribiría cuando tuviese algo que decir que pudiese complacer al señor Rosier.

 

—No le gusta que haya hablado con Pansy. No le gusta en absoluto —dijo madame Merle.

—Estoy completamente dispuesto a darle ocasión de decírmelo en persona.

—Si hace eso, le dirá más de lo que usted desea escuchar. Durante el próximo mes, vaya a la casa lo menos posible y déjeme el resto a mí.

—¿Lo menos posible? ¿Y quién va a evaluar tal posibilidad?

—Permita que yo lo haga. Vaya los jueves por la noche, cuando va todo el mundo, pero no se presente en ningún otro momento. Y no se preocupe por Pansy. Yo me encargaré de que lo comprenda todo. Es de naturaleza tranquila y se lo tomará con calma.

Edward Rosier sufrió mucho por Pansy, pero hizo lo que le habían aconsejado y esperó al siguiente jueves para regresar al palazzo Roccanera. Había una cena con invitados, de modo que, aunque acudió temprano, la compañía ya era numerosa cuando llegó. Osmond, como de costumbre, estaba en la primera estancia, junto al fuego y mirando de frente a la puerta, por lo que Rosier, para no mostrarse claramente descortés, tuvo que ir y hablar con él.

—Me alegra que sea usted capaz de captar una indirecta —dijo el padre de Pansy, entornando ligeramente sus ojos agudos y perspicaces.

—No he captado ninguna indirecta. Lo que he hecho es recoger un mensaje, o así fue como yo lo entendí.

—¿Que recogió un mensaje? ¿De dónde?

El pobre Rosier tenía la sensación de que le estaban insultando y decidió esperar un momento, preguntándose hasta dónde debía aguantar un verdadero enamorado.

—Madame Merle, por lo que yo entendí, me transmitió un mensaje suyo, dando a entender que usted declinaba darme la oportunidad que yo busco, la oportunidad de explicarle mis intenciones —dijo, vanagloriándose un tanto de sonar tan serio.

—No veo qué tiene que ver madame Merle en todo este asunto. ¿Por qué acudió a ella?

—Para pedirle consejo, nada más. Lo hice porque me pareció que le conocía a usted muy bien.

—No me conoce todo lo bien que ella cree —dijo Osmond.

—Lamento escuchar eso, porque me ha dado una pequeña esperanza.

—Yo valoro en mucho a mi hija —respondió Osmond fijando la vista en el fuego un instante.

—No puede valorarla más de lo que yo lo hago. ¿Acaso no lo demuestro al desear casarme con ella?

—Quiero casarla muy bien —continuó Osmond de una manera impertinente y seca que, en otro estado de ánimo, el pobre Rosier habría admirado.

—Por supuesto, mi intención es que haga un buen matrimonio casándose conmigo. No podría casarse con un hombre que la quiera más o a quien, me atrevo a añadir, ella quiera más.

—No tengo por qué aceptar sus teorías acerca de a quién quiere mi hija —dijo Osmond, levantando la vista con una sonrisa rápida y fría.

—No son teorías. Su hija lo ha dicho.

—A mí no me ha dicho nada —dijo Osmond, inclinándose un poco hacia delante y contemplando la punta de sus botas.

—¡Tengo su promesa, señor! —exclamó Rosier con la acritud de la exasperación.

Como hasta entonces habían hablado en voz baja, la subida de tono atrajo la atención de algunos invitados. Osmond esperó a que la pequeña agitación se disipara.

—Creo que ella no recuerda haber hecho promesa alguna —dijo al cabo de un rato, completamente impasible.

Ambos estaban de pie y de cara al fuego, y tras pronunciar estas últimas palabras, el señor de la casa se giró de nuevo hacia el salón. Antes de que pudiera responder, Rosier advirtió que un caballero desconocido acababa de entrar sin ser anunciado, según la costumbre romana, y se acercaba con intención de presentarse a su anfitrión. Este le sonrió levemente, pero con cierta extrañeza. El visitante tenía un rostro atractivo, con barba larga y rubia, y era, sin duda, inglés.

—Parece que no me reconoce —dijo con una sonrisa más expresiva que la de Osmond.

—Ah, sí, ahora me acuerdo. No esperaba volver a verle.

Rosier se alejó y fue directamente en busca de Pansy. La buscó, como de costumbre, en el salón contiguo, pero de nuevo se encontró en el camino con la señora Osmond. No saludó a su anfitriona, pues aún se sentía justamente indignado, y le dijo con cierta crudeza:

—Su marido tiene una sangre fría tremenda.

Isabel le dedicó la misma sonrisa mística que ya le había visto antes.

—No puede esperar que todo el mundo sea igual de ardiente que usted.

—No pretendo ser frío, pero mantengo la calma. ¿Qué le ha estado haciendo a su hija?

—No tengo ni idea.

—¿Es que no le interesa? —preguntó Rosier con la sensación de que ella era igual de irritante.

—¡No! —dijo ella tras una pausa, de forma brusca y con una luz agitada en la mirada que contradecía su respuesta.

—Discúlpeme pero no lo creo. ¿Dónde está la señorita Osmond?

—En el rincón, preparando el té. No la moleste, por favor.

Rosier divisó entonces a su amiga, que los corrillos de invitados interpuestos le habían ocultado. La miró, pero la atención de Pansy estaba centrada por completo en su tarea.

—¿Qué demonios le ha hecho? —volvió a preguntar, implorante—. Su marido me asegura que ella ha renunciado a mí.

—No ha renunciado a usted —dijo Isabel en voz baja y sin mirarle.

—¡Ah, gracias por decírmelo! Ahora la dejaré tranquila el tiempo que usted estime oportuno.

Apenas había terminado de hablar cuando vio que la señora Osmond cambiaba de color y observó que el señor Osmond se acercaba acompañado por el caballero que acababa de llegar. Este parecía un tanto azorado a pesar de su aspecto apuesto y de su evidente desenvoltura en sociedad.

—Isabel, te traigo a un viejo amigo —dijo su esposo.

La cara de la señora Osmond, aunque sonreía, reflejaba cierta inseguridad, al igual que la de su viejo conocido.

—Me alegro mucho de verle, lord Warburton —dijo.

Rosier se dio la vuelta y, ahora que su conversación con Isabel había sido interrumpida, se sintió dispensado de la pequeña promesa que le acababa de hacer. Tuvo la súbita impresión de que la señora Osmond no iba a darse cuenta de lo que él hiciese.

A decir verdad, Isabel dejó de observarlo durante un buen rato. Se había sobresaltado; no sabía si lo que sentía era placer o dolor. Lord Warburton, no obstante, sí que sabía lo que sentía ahora que estaba cara a cara frente a ella. Aunque sus ojos grises aún conservaban aquella excelente facultad de reflejar un reconocimiento y un testimonio sinceros, parecía más «robusto» que antaño, y más viejo. Y allí estaba él, todo consistencia, todo cordura.

—Imagino que no esperaba verme —dijo—. Acabo de llegar, como quien dice. He llegado esta misma noche. Ya ve que no he perdido tiempo en venir a presentarle mis respetos. Sabía que los jueves recibe usted en casa.

—Fíjate, la fama de tus jueves se ha extendido hasta Inglaterra —le dijo Osmond a su esposa.

—Es muy amable por su parte haber venido tan pronto; nos sentimos muy halagados —dijo Isabel.

—Sí, bueno, sin duda es mejor que quedarse en una de esas horribles posadas —prosiguió Osmond.

—El hotel parece muy bueno, creo que es el mismo en el que le vi a usted hace cuatro años. Fue aquí en Roma donde nos conocimos; ha pasado ya mucho tiempo. ¿Recuerda dónde me despedí de usted? —preguntó su señoría a la anfitriona—. Fue en el Capitolio, en la primera sala.

—Yo mismo lo recuerdo —dijo Osmond—. También estaba allí entonces.

—Sí, le recuerdo a usted allí. Yo me sentía muy triste por marcharme de Roma… tanto que, de alguna manera, la ciudad se convirtió en un recuerdo deprimente y nunca he querido regresar hasta hoy. Pero sabía que estaban viviendo aquí —le dijo a Isabel—, y le aseguro que he pensado mucho en usted. Debe de ser un lugar fantástico para vivir —añadió con una mirada a su alrededor, en la que ella podría haber captado el fantasma borroso de su antiguo pesar.

—Habríamos estado encantados de verle en cualquier momento —observó Osmond con cortesía.

—Muchas gracias. No he salido de Inglaterra desde entonces. Pensaba realmente que mis viajes se habían acabado hasta hace un mes.