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100 Clásicos de la Literatura

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—Es lo mismo. Me hace parecer tan ridículo que sientes pena por mí.

Isabel volvió a acariciar los largos guantes.

—Sé que me tienes mucho afecto, de eso no me puedo librar.

—Ni lo intentes, por lo que más quieras. No lo olvides jamás, así te convencerás de hasta qué punto deseo que te vaya bien.

—¡Y de lo poco que confías en mí!

Hubo un silencio momentáneo. El cálido mediodía parecía escuchar expectante.

—Confío en ti, pero no en él —dijo Ralph.

—Ya lo has dicho, y me alegro de que hayas sido tan claro. Pero lo lamentarás —dijo Isabel levantando los ojos y dirigiéndole una mirada amplia y profunda.

—No si tú eres justa.

—Yo soy muy justa —dijo Isabel—. ¿Qué mejor prueba de ello que el no estar enfadada contigo? No sé lo que me ocurre, pero no lo estoy. Lo estaba cuando has empezado, pero se me ha pasado. Tal vez debería estar furiosa, pero el señor Osmond no sería de la misma opinión. Él quiere que yo lo sepa todo, y por eso me gusta. Tú no tienes nada que ganar, ya lo sé. Nunca he sido tan buena contigo, de muchacha, como para que quieras que siga siéndolo. Das muy buenos consejos, lo has hecho a menudo. No, estoy muy tranquila; siempre he creído en tu buen juicio —continuó presumiendo de su tranquilidad y hablando al mismo tiempo con una especie de exaltación contenida. Era aquel deseo apasionado de ser justa lo que conmovía el corazón de Ralph y le producía el mismo efecto que la caricia de un animalillo al que hubiese lastimado. Quería interrumpir su discurso y tranquilizarla. Por un momento fue presa de una absurda incoherencia y se habría retractado de lo que había dicho. Pero ella no le concedió oportunidad alguna. Siguió adelante tras haber vislumbrado, en su opinión, cuál era la línea heroica que debía seguir y deseosa de avanzar en esa dirección—. Veo que tienes una idea rondándote la cabeza y me gustaría mucho escucharla. Estoy segura de que es desinteresada. Parece un tema extraño para discutir sobre ello, y, por supuesto, debo decirte que si esperas disuadirme ya puedes desistir. No cederé lo más mínimo, es demasiado tarde. Como bien dices, estoy atrapada. Desde luego, no te será agradable recordar esto, pero no tendrás más dolor que el de tus propios pensamientos. Nunca te lo echaré en cara.

—Estoy seguro de que nunca lo harás —dijo Ralph—. Es que no es en absoluto la clase de boda que había imaginado para ti.

—¿Y qué clase de boda habías imaginado, si se puede saber?

—Bueno, es difícil de explicar. No tenía exactamente un punto de vista positivo, era más bien negativo. No esperaba que te decidieras por… en fin, por esa clase de persona.

—¿Y qué problema hay con la clase de persona que es el señor Osmond, si es que hay alguno? El que sea tan independiente, tan particular, eso es lo que más aprecio en él —respondió la joven—. ¿Qué sabes en su contra? Apenas le conoces.

—Es cierto —dijo Ralph—, lo conozco muy poco, y confieso que carezco de datos y hechos que puedan demostrar que es un villano. Pero aun así, no puedo dejar de pensar que corres un riesgo muy grande.

—El matrimonio siempre es un gran riesgo, y él lo corre igual que yo.

—¡Eso es problema suyo! Si tiene miedo, que se eche atrás. Ojalá lo hiciese.

Isabel se reclinó en el asiento, cruzó los brazos y miró un rato a su primo.

—Creo que no te entiendo —dijo al fin con frialdad—. No sé de qué estás hablando.

—Creí que te casarías con un hombre de más importancia.

Isabel había hablado con frialdad, como he dicho, pero al escuchar a su primo una llamarada de color le encendió las mejillas.

—¿Más importante para quién? Me parece suficiente con que mi marido sea importante para mí.

Ralph también se ruborizó, avergonzado de su propia actitud. Para tratar de remediarlo, empezó por adoptar un cambio físico de postura: se enderezó y se inclinó hacia delante, apoyando las manos en las rodillas. Fijó la vista en el suelo y mantuvo un aire de la más respetuosa deliberación.

—Dentro de un momento te explicaré a qué me refiero —dijo al fin.

Se sentía agitado, presa de una intensa vehemencia. Ahora que había iniciado la discusión necesitaba expresar del todo lo que rondaba por su cabeza, aunque también quería ser gentil en extremo.

Isabel esperó un poco y luego volvió a hablar con gran dignidad:

—El señor Osmond ocupa un lugar preeminente en todos esos aspectos que hacen que se aprecie a una persona. Puede que existan naturalezas más nobles, pero nunca he tenido el placer de conocerlas. La del señor Osmond es la mejor que conozco, es lo suficientemente bueno, interesante e inteligente para mí. Estoy mucho más impresionada por lo que tiene y representa que por aquello de lo que pueda carecer.

—Yo me había forjado una visión encantadora de tu futuro —observó Ralph sin responder a las palabras de Isabel—. Me había entretenido planeando un alto destino para ti, y en mis planes no entraba nada de esto. No descender tan fácilmente ni tan pronto.

—¿Descender, dices?

—Bueno, así entiendo lo que te ha pasado. Me parecía que te elevabas en el azul… que volabas en la luz brillante por encima de las cabezas de los hombres. De repente alguien te lanza un capullo marchito, un proyectil que jamás debió alcanzarte, y caes en picado al suelo. Me duele —dijo Ralph audazmente—, ¡me duele como si fuera yo quien se hubiese caído!

—No te entiendo en absoluto —repitió Isabel con una expresión cada vez más dolorida y desconcertada—. Dices que te entretenías forjando proyectos acerca de mi trayectoria… no lo entiendo. No te entretengas demasiado, o pensaré que estás divirtiéndote a mi costa.

—No temo que no creas que albergaba grandes planes para ti —dijo Ralph negando con la cabeza.

—¿A qué te refieres con eso de que me elevaba y volaba? —insistió ella—. Nunca me he movido en un plano más elevado que en el que ahora me muevo. No hay nada más elevado para una muchacha que casarse con alguien que… con la persona que le gusta —dijo la pobre Isabel, perdiéndose en la explicación didáctica.

—Es el hecho de que te guste la persona de la que estamos hablando lo que me atrevo a criticar, querida prima. Tenía que haber dicho que el hombre apropiado para ti debería ser de una naturaleza más activa, de mayor amplitud de miras, más libre. —Tras un ligero titubeo, Ralph continuó—: No puedo librarme de la sensación de que Osmond es, de algún modo… bueno, poca cosa.

Había pronunciado estas palabras con poca convicción; temía que Isabel volviese a encenderse. Pero, para su sorpresa, su prima permaneció callada, con aire de estar sopesando aquello.

—¿Poca cosa? —dijo, dando a las palabras una inmensa sonoridad.

—Creo que es estrecho de miras y egoísta. ¡Se toma a sí mismo tan en serio!

—Tiene un gran respeto por sí mismo, y no seré yo quien le censuré por ello —dijo Isabel—. Es la mejor manera de asegurar el respeto hacia los demás.

Por un momento Ralph se sintió casi tranquilo ante el tono razonable de su prima.

—Sí, pero todo es relativo. Uno debe sentir la relación que establece con las cosas… con los demás. Y no creo que el señor Osmond haga eso.

—A mí lo que me interesa, ante todo, es su relación conmigo, y en eso es excelente.

—Es la encarnación del buen gusto —continuó Ralph, pensando a conciencia la mejor forma de definir los siniestros atributos del señor Osmond sin quedar en mal lugar por describirlo de una manera que pudiese parecer grosera. Quería describirle desde una perspectiva impersonal, científica—. Juzga y mide, aprueba y condena, utilizando ese buen gusto por todo rasero.

—Entonces es de celebrar que su gusto sea exquisito.

—Es exquisito, sin duda, ya que le ha llevado a elegirte a ti por esposa. Pero ¿has visto alguna vez a alguien de un gusto así, realmente exquisito, contrariado?

—Espero tener la fortuna de no dejar de complacer nunca a mi marido.

Al oír esas palabras, Ralph no pudo impedir que una pasión repentina se adueñase de sus labios y le hiciese exclamar:

—¡Ah! ¡Eso es pura testarudez, es indigno de ti! Tú no has nacido para que te midan con semejante rasero, has nacido para algo mejor que salvaguardar la sensibilidad de un diletante estéril.

Isabel se levantó como movida por un resorte y él hizo lo mismo. Se quedaron frente a frente un rato, mirándose como si Ralph hubiera lanzado un desafío o un insulto. Pero la joven se limitó a musitar:

—Has ido demasiado lejos.

—He dicho lo que pensaba… ¡y lo he dicho porque te amo!

Isabel empalideció: ¿debía añadir también a Ralph a aquella lista exasperante? Sintió un súbito deseo de tacharlo de ella.

—¡Pero entonces no hablas de manera desinteresada!

—Te amo, pero sin esperanza alguna —dijo su primo rápidamente, forzando una sonrisa y sintiendo que en esta última declaración había expresado más de lo que pretendía.

Isabel se alejó y permaneció contemplando la soleada quietud del jardín. Al cabo de un momento se acercó de nuevo.

—¡Entonces me temo que tus palabras sean fruto de la desesperación! No lo comprendo, pero no importa. No quiero discutir contigo, me resulta imposible hacerlo. He tratado tan solo de escucharte. Te agradezco que hayas intentado explicarte —dijo con delicadeza, como si la furia que la acababa de levantar del asiento ya se hubiera apagado—. Eres muy bueno al intentar prevenirme, si es que de verdad estás preocupado. Pero no prometo pensar en lo que me has dicho: lo olvidaré cuanto antes. Intenta olvidarlo tú también. Has cumplido con tu deber y ningún hombre puede hacer más. No puedo explicarte lo que siento, lo que creo, y aunque pudiese no lo haría. —Hizo una pequeña pausa, y luego continuó de una forma tan inconsecuente que, pese a estar dominado por el anhelo de descubrir la más mínima concesión, a Ralph no le pasó por alto—. No puedo entrar a discutir la idea que tienes del señor Osmond, no puedo tenerla en consideración porque yo lo veo de una forma completamente distinta. No es un hombre importante… no, no es importante; es un hombre al que la importancia resulta completamente indiferente. Si es eso a lo que te refieres cuando le llamas «poca cosa», entonces sí, será todo lo insignificante que quieras. Yo a eso lo llamo ser grande, es lo más grande que conozco. No pienso discutir contigo por la persona con la que me voy a casar —repitió Isabel—. No tengo el menor interés en defender al señor Osmond; él no es tan débil como para necesitar mi defensa. Imagino que te parecerá extraño incluso a ti que hable de él con tanta tranquilidad y frialdad, como si se tratara de cualquier otra persona. No hablaría de él con nadie más que contigo; y tú, después de lo que has dicho… tal vez sea mejor que te conteste de una vez por todas. Dime, ¿querrías que me comprometiera en un matrimonio mercenario, en lo que se conoce como matrimonio de conveniencia? Yo solo tengo una ambición: ser libre para perseguir un sentimiento bueno. Alguna vez tuve otras, pero ya se han esfumado. ¿Te quejas de que el señor Osmond no sea rico? Eso es precisamente lo que me gusta de él. Por fortuna yo tengo dinero suficiente, y nunca me he sentido tan agradecida por tenerlo como hoy. Hay veces en las que me gustaría arrodillarme ante la tumba de tu padre: probablemente consiguió algo mejor de lo que pensaba al poner a mi alcance la posibilidad de casarme con un hombre pobre, un hombre que lleva su pobreza con tanta dignidad, con tanta indiferencia. El señor Osmond nunca ha querido trepar ni luchar; no le ha interesado conseguir ningún bien material. Si eso es ser limitado, ser egoísta, tanto mejor. No me asustan semejantes palabras, ni siquiera me disgustan; solo lamento que te hayas equivocado. Otros se pueden equivocar, pero me sorprende que lo hagas tú. Deberías reconocer a un caballero cuando lo tienes delante, deberías saber apreciar una mente cultivada. ¡El señor Osmond no comete errores! Lo sabe todo, lo entiende todo, tiene el espíritu más generoso, más gentil y más elevado. Te has formado una idea falsa. Es una lástima, pero no puedo hacer nada por remediarlo. Tiene que ver más contigo que conmigo. —Isabel hizo una pausa, mirando a su primo con los ojos encendidos por un sentimiento que contradecía la cuidadosa calma de su actitud. Era un sentimiento complejo al que contribuían en igual medida el furioso dolor que le habían causado las palabras de su primo y sentirse herida en su orgullo al tener que justificar una elección que a sus propios ojos era tan solo noble y pura. Aunque permaneció callada, Ralph no dijo nada, porque comprendió que tenía algo más que decir. Parecía triunfal y enormemente solícita a la vez, indiferente pero llena de pasión—. ¿Con qué clase de persona habrías preferido que me casara? —preguntó la joven de improviso—. Hablas de alzar el vuelo y planear, pero cuando una persona se casa toca la tierra. Toda persona tiene sentimientos y necesidades humanas, tiene un corazón dentro del pecho, y debe casarse con un individuo concreto. Tu madre nunca me ha perdonado que no llegase a mejor entendimiento con lord Warburton y está horrorizada de que me conforme con alguien que no cuenta con ninguna de sus grandes ventajas: no tiene propiedades, ni títulos nobiliarios, ni casas, ni tierras, ni posición, ni reputación, ni brillantes posesiones de ningún tipo. Es la total ausencia de todas esas cosas lo que a mí me agrada. El señor Osmond es sencillamente un hombre muy solitario, muy cultivado y muy sincero… no es ningún insigne terrateniente.

 

Ralph había escuchado con gran atención, como si cada cosa que dijera Isabel mereciera la más profunda reflexión. Pero en realidad solo escuchaba a medias lo que ella le decía, pues al mismo tiempo intentaba encajarlo con la impresión general que le producía: la impresión de la ferviente buena fe de su prima. Isabel estaba equivocada, pero tenía fe; se estaba engañando, pero no dejaba de tener coherencia. Era muy propio de ella que, tras haberse inventado una bella teoría acerca de Gilbert Osmond, le amara no por lo que poseía en realidad, sino por sus propias carencias que ella transformaba en honores. Ralph recordó lo que le había dicho a su padre acerca de poner al alcance de Isabel la posibilidad de hacer realidad los deseos de su imaginación. El anciano lo hizo y la joven había aprovechado ese lujo al máximo. El pobre Ralph se sentía enfermo y avergonzado. Isabel había pronunciado sus últimas palabras con una solemnidad y una convicción que zanjaban prácticamente la discusión y la terminó formalmente dándose la vuelta y dirigiéndose a la casa. Ralph la acompañó, entraron juntos al patio y llegaron a la gran escalinata. En este punto se detuvo e Isabel se volvió hacia él con expresión de júbilo, de absoluta y perversa gratitud. La oposición de su primo la había ayudado a entender con mayor claridad el concepto que ella tenía de su propia conducta.

—¿No vienes a almorzar? —preguntó Isabel.

—No, no quiero almorzar. No tengo hambre.

—Tienes que comer —dijo la joven—. Vives del aire.

—Pues sí, bastante, y me vuelvo al jardín a tomar otro bocado. He venido hasta aquí solo para decirte esto. El año pasado te dije que si te metías en problemas me sentiría terriblemente decepcionado. Así es como me siento hoy.

—¿Crees que estoy metida en problemas?

—Una persona está metida en problemas cuando se equivoca.

—Muy bien —dijo Isabel—; jamás acudiré a ti para lamentarme de mis problemas.

Y comenzó a subir las escaleras.

Ralph, de pie con las manos en los bolsillos, la siguió con la mirada; luego, el frescor agazapado en el patio de altos muros le golpeó, provocándole un escalofrío, de modo que regresó al jardín para alimentarse del sol florentino.

35

Mientras paseaba con su prometido por el Cascine, Isabel no sintió el menor impulso de explicarle la poca aprobación de que era objeto en el palazzo Crescentini. La discreta oposición que mostraban su tía y su primo ante la boda no la afectaba demasiado en general; lo que se desprendía de esta oposición era simplemente que Gilbert Osmond no les gustaba. Isabel no sentía este rechazo como algo alarmante, apenas lo lamentaba, ya que le servía principalmente para dejar más claro el hecho, tan honorable desde cualquier punto de vista, de que se casaba para complacerse a sí misma. Se puede hacer otro tipo de cosas para complacer a los demás, pero esto se hacía para lograr una satisfacción más personal, y la de Isabel quedaba confirmada por la conducta intachable, digna de admiración, de su prometido. Gilbert Osmond estaba enamorado, y nunca había merecido menos las severas críticas lanzadas por Ralph Touchett que durante aquellos días tranquilos y radiantes, únicos e irrepetibles, que precedieron a la culminación de sus esperanzas. La impresión más importante que estas críticas habían producido en el ánimo de Isabel era que la pasión del amor separaba terriblemente a su víctima de todos salvo del objeto amado. Se sentía desconectada de todas las personas que habían formado parte de su vida: de sus dos hermanas, que le escribieron para expresarle el consabido deseo de que fuera feliz y su sorpresa, de algún modo más vaga, por no haber escogido un consorte que fuese el héroe de un más rico anecdotario; de Henrietta, que seguramente se presentaría allí demasiado tarde con el propósito de reconvenirla; de lord Warburton, que probablemente acabaría por consolarse; y de Caspar Goodwood, que tal vez no se consolase jamás; de su tía, que tenía unas ideas frías y superficiales acerca del matrimonio, por el que a su vez sentía un desprecio que no se molestaba en ocultar; y de Ralph, cuyas palabras acerca de que tenía grandes esperanzas para ella no eran sino una extravagante excusa para ocultar su decepción personal. Al parecer Ralph no quería que se casara nunca (eso era lo que en realidad quería decir), porque se divertía con el espectáculo de sus aventuras de mujer soltera. Su decepción le hacía decir cosas desagradables del hombre que Isabel había preferido incluso a él: Isabel se complacía pensando en que Ralph se había enfadado. Era más sencillo para ella creer esto porque, como digo, ahora tenía pocas emociones libres u ociosas para emplearlas en cuestiones menores, y aceptaba como un accidente, de hecho casi como un ornamento, del destino la idea de que preferir a Gilbert Osmond como ella lo hacía suponía por fuerza romper con todos los demás lazos. Isabel saboreaba la dulzura de esta preferencia, dulzura que la hacía consciente, casi con admiración, del flujo envidioso e implacable de esa condición de embrujo y posesión, grande como el honor y la virtud que se atribuyen tradicionalmente al estar enamorado. Era el lado trágico de la felicidad: la alegría de uno siempre está hecha de la infelicidad de otro.

La euforia del éxito, que sin duda ardía ahora en el espíritu de Osmond, dejaba escapar muy poco humo para ser una hoguera tan brillante. La alegría en él no se manifestaba de forma vulgar; la emoción, en el más contenido de los hombres, era una especie de éxtasis de autocontrol. Esta disposición, sin embargo, le convertía en un amante admirable, pues le daba una visión constante de ese estado de encantamiento y devoción. Nunca se olvidaba de sí mismo, como he dicho, y así nunca se olvidaba de ser amable y tierno, de cubrirse con la apariencia (lo que no le suponía desde luego ninguna dificultad) de mantener alerta los sentimientos y albergar intenciones profundas. Su joven dama le complacía inmensamente; madame Merle le había hecho un regalo de incalculable valor. ¿Con quién se podía vivir mejor que con un espíritu noble con inclinación a la ternura? ¿Acaso no iba a ser toda esa dulzura para él, mientras que los aspectos más fatigosos irían destinados a la sociedad, que sentía tanta admiración por los aires de superioridad? ¿Qué mejor don podía poseer una compañera que una mente rápida e imaginativa que le evitaba tener que repetir las cosas y reflejaba sus pensamientos en una superficie pulida y elegante? Osmond odiaba ver sus opiniones reproducidas literalmente, pues le hacía parecer rancio y estúpido; prefería que se renovaran al ser reproducidas, como la música renueva las palabras. Su egocentrismo nunca había adoptado la forma tosca de desear una esposa aburrida; la inteligencia de aquella dama sería bandeja de plata, no de barro: una bandeja en la que poder apilar montones de frutos maduros, a los que añadiría un valor decorativo, de modo que la conversación se convertiría para él en una especie de postre. Descubrió esta perfecta cualidad de plata en Isabel; él podía llamar con los nudillos a la puerta de su imaginación y hacerla vibrar. Sabía perfectamente, aunque nadie se lo hubiese dicho, que aquella unión gozaba de poco favor entre los familiares de la joven. De todos modos, la había tratado tanto como a una persona independiente que apenas parecía necesario lamentarse por la actitud de su familia. Sin embargo, una mañana hizo una brusca alusión al respecto.

—Es la diferencia de fortuna lo que les disgusta —dijo—. Piensan que estoy enamorado de tu dinero.

—¿Hablas de mi tía… de mi primo? —preguntó Isabel—. ¿Cómo puedes saber lo que piensan?

—Tú no me has dicho que se sientan complacidos y la carta que le escribí el otro día a la señora Touchett ni siquiera ha merecido respuesta. Si hubieran estado encantados ya me habrían dado alguna muestra, y el hecho de que yo sea pobre y tú rica es la explicación más lógica a sus reservas. Naturalmente, cuando un hombre pobre se casa con una mujer rica debe prepararse para toda clase de acusaciones. A mí no me importan; solo me preocupa una cosa: que tú no tengas ninguna sombra de duda. No me importa lo que piense la gente de la que no espero nada, quizá ni siquiera sea capaz de querer saberlo. Nunca me han interesado esas cosas, que Dios me perdone, y no veo por qué tendría que empezar a interesarme ahora, cuando tengo algo mejor que lo compensa todo. No voy a fingir que lamente que seas rica, estoy encantado. Me encanta todo lo que es tuyo, ya sea dinero o virtud. El dinero es algo horrible cuando se va tras él, pero es maravilloso cuando se encuentra. Sin embargo, me parece que ya han quedado sobradamente demostrados los límites de mi inquietud en ese sentido: no he intentado en toda mi vida ganar un solo penique y debería estar más libre de sospecha que la mayoría de esa gente a la que se ve escarbando y rebuscando. Imagino que es su deber sospechar… el de tu familia; en términos generales, es lo que deben hacer. Algún día les gustaré más, y a ti también, en lo que a eso se refiere. Mientras tanto, mi deber es no hacerme mala sangre y simplemente mostrarme agradecido a la vida y al amor.

 

En otra ocasión Osmond había dicho:

—Amarte me ha hecho mejor persona. Me ha hecho más sabio y más complaciente y, no lo voy a negar, más inteligente, más agradable e incluso más fuerte. Antes quería muchas cosas y me enfadaba por no tenerlas. En teoría estaba satisfecho, como ya te dije una vez. Me halagaba a mí mismo diciéndome que había conseguido limitar mis deseos. Pero me dominaba la irritación, solía tener ataques morbosos, estériles y odiosos de avidez, de deseo. Ahora estoy realmente satisfecho porque no puedo imaginar nada mejor. Es como cuando intentas leer un libro a la luz del crepúsculo y de pronto se enciende una lámpara. Había estado dejándome los ojos en el libro de la vida sin encontrar nada que recompensara mis esfuerzos, pero, ahora que lo puedo leer como es debido, compruebo que es una historia encantadora. Mi querida niña, no puedo expresarte cómo la vida parece extenderse ante nosotros, qué larga tarde de verano nos aguarda. Es el declinar de un día italiano, con un brillo dorado y las sombras que se alargan, y esa delicadeza divina en la luz, el aire, el paisaje que he amado toda la vida y que hoy amas tú. Te juro por mi honor que no veo razón alguna que nos impida seguir adelante. Tenemos cuanto nos gusta, por no hablar de que nos tenemos el uno al otro. Tenemos la capacidad de admirar y varias convicciones fundamentales. No somos estúpidos, no somos mezquinos, no estamos sujetos a ninguna clase de ignorancia ni de pesar. Tú eres extraordinariamente fresca, y yo extraordinariamente maduro. Tenemos a mi pobre hija para deleitarnos; intentaremos ayudarla para que tenga una buena vida. Todo es dulce y suave… tiene el colorido italiano.

Hicieron muchos planes, pero al mismo tiempo dejaron mucho espacio para la libertad. Dieron por hecho, no obstante, que por el momento vivirían en Italia. Era en Italia donde se habían conocido, Italia había formado parte de las primeras impresiones que se habían causado mutuamente e Italia debía participar también de su felicidad. Osmond se sentía apegado al país por todo el tiempo que llevaba allí e Isabel sentía el estímulo de lo nuevo, que parecía garantizarle todo un futuro para apreciar la belleza al más elevado nivel. El deseo de expansión sin límite había sido sustituido en su corazón por la idea de que la vida estaba vacía si no se tenía una obligación personal que encauzara todas sus energías en una dirección. Le había dicho a Ralph que había «visto la vida» en un año o dos y que ya estaba cansada, no de la acción de vivir, sino de la de observar. ¿Qué había sido de todo su entusiasmo, de sus aspiraciones, de sus teorías, de la alta estima en que tenía su independencia y de la incipiente convicción de que jamás se casaría? Estas cosas habían sido absorbidas por una necesidad más primitiva, una necesidad cuya respuesta hacía desaparecer innumerables preguntas y satisfacía infinitos deseos. Simplificaba la situación de un plumazo, procedía de arriba como la luz de las estrellas y no necesitaba explicación alguna. Bastante explicación era ya el hecho de que él fuese su amado, de que le perteneciese, y de que ella fuese capaz de serle útil. Podía rendirse a él con una especie de humildad, podía casarse con él con una especie de orgullo: ella no solo recibía, también daba.

Osmond llevó a su hija dos o tres veces con él al Cascine. Pansy, que no había crecido mucho desde el año anterior, tampoco parecía mucho mayor. Su padre tenía la convicción de que siempre sería una niña, y la llevaba de la mano con dieciséis años y le decía que fuera a jugar un poco mientras él se sentaba un rato con la bella dama. Pansy llevaba un vestido corto y un abrigo largo; el sombrero siempre parecía quedarle grande. Se divertía alejándose con pasos rápidos y cortos hasta el final del sendero, y regresando luego con una sonrisa que parecía pedir a gritos su aprobación. Isabel se la concedía en abundancia, y esa abundancia tenía el toque personal que la naturaleza cariñosa de la niña buscaba. Observaba las indicaciones de la dama como si fueran de gran importancia para ella, pues Pansy representaba ya parte del servicio que podía ofrecer y parte de la responsabilidad que podía asumir. Su padre la consideraba tan niña que aún no le había explicado la nueva relación que mantenía con la elegante señorita Archer.

—No lo sabe —le dijo Osmond a Isabel—; no se lo imagina, le parece perfectamente natural que tú y yo vengamos a pasear simplemente como buenos amigos. Encuentro algo encantador e inocente en eso, y así es como me gusta que sea. No, no soy un fracasado, como solía pensar; he triunfado en dos aspectos. Me voy a casar con la mujer que adoro y he educado a mi hija a la vieja usanza, tal como deseaba.

Le agradaba mucho la «vieja usanza» en todas las cosas; Isabel había apreciado ese gusto como uno de sus rasgos más delicados, tranquilos y sinceros.

—Se me ocurre que no sabrás si lo has conseguido hasta que se lo hayas dicho —dijo Isabel—. Hay que esperar a ver cómo se toma la noticia. Puede que la horrorice… o puede que se ponga celosa.

—Eso no me preocupa, te tiene demasiado cariño. Me gustaría dejarla en la ignorancia un poco más de tiempo para ver si finalmente se le ocurre la idea de que, si no estamos prometidos, deberíamos estarlo.

Isabel estaba impresionada con aquella visión artística, plástica, así se le antojaba, que Osmond tenía de la inocencia de Pansy, ya que su propia apreciación era más ansiosa y de carácter más moral. Sin embargo, se sintió complacida cuando Osmond le dijo unos días después que se lo había comunicado a su hija y que esta había pronunciado un hermoso y pequeño discurso: «Ah, entonces voy a tener una hermana preciosa». No había mostrado sorpresa ni alarma, no se había echado a llorar, como esperaba su padre.

—Tal vez ya lo había adivinado —dijo Isabel.

—No digas eso, no me gustaría creerlo. Pensé que tendría un ligero sobresalto, pero su reacción demuestra que su buena educación es sobresaliente. Eso es también lo que yo deseaba. Lo comprobarás por ti misma: mañana te felicitará en persona.

El encuentro al día siguiente tuvo lugar en la casa de la condesa Gemini, donde Osmond había llevado a su hija al saber que Isabel iba a acudir por la tarde para devolver la visita que aquella le había hecho cuando supo que iban a ser cuñadas. La condesa no había encontrado a Isabel en casa cuando llamó a la puerta de la señora Touchett. Una vez que la joven fue conducida al salón de la condesa, Pansy llegó para decirle que su tía se reuniría con ella en un instante. Pansy estaba pasando el día con la condesa, quien pensaba que la jovencita ya tenía edad para aprender a desenvolverse en sociedad. En opinión de Isabel, era la muchacha la que podía dar clases de conducta a su tía y nada podía haber justificado mejor esta convicción que el modo en que Pansy se desenvolvió mientras esperaban juntas la llegada de la condesa. La decisión de su padre el año anterior había sido enviarla de nuevo al convento para que sus modales quedaran definitivamente pulidos. La madre Catherine, evidentemente, se había esmerado en hacer realidad la idea de que Pansy debía estar preparada para el gran mundo.

—Papá me ha dicho que ha tenido usted la amabilidad de aceptar casarse con él —dijo la alumna de aquella excelente maestra—. Es maravilloso, creo que encajará muy bien con él.