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100 Clásicos de la Literatura

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—Usted tiene aún toda la vida por delante —respondió Isabel en voz baja, pues se sentía un tanto anonadada.

—No, la mejor parte ya ha pasado, y no ha servido para nada.

—Seguramente habrá servido para algo.

—¿Para qué? ¿Qué he conseguido? Ni marido, ni hijos, ni fortuna, ni posición, ni las huellas de una belleza que nunca tuve.

—Tiene usted muchas amistades, querida señora.

—¡Yo no estoy tan segura! —exclamó madame Merle.

—Ah, se equivoca usted. Tiene usted recuerdos, encanto, aptitudes…

Pero madame Merle la interrumpió.

—¿Y qué he conseguido con mis aptitudes? Nada, solo la necesidad de tener que seguir utilizándolas para pasar las horas, los años, para engañarme a mí misma con una pretensión de movimiento, de inconsciencia. Con respecto a mi encanto y mis recuerdos, cuanto menos hablemos de ellos mejor. Usted será mi amiga hasta que descubra un mejor uso para su amistad.

—En ese caso, dependerá de usted asegurarse de que no sea así.

—Sí, y me esforzaré en conservar su amistad —contestó madame Merle mirándola con seriedad—. Cuando digo que desearía tener su edad, hablo de tener sus cualidades, de ser franca, generosa y sincera como usted. Si hubiese sido así, habría sacado mejor partido a mi vida.

—¿Qué le gustaría haber hecho que no haya logrado hacer?

Madame Merle tomó una partitura —estaba sentada al piano y se había girado bruscamente sobre la banqueta cuando empezó a hablar—, y se puso a pasar las hojas de forma automática.

—¡Soy muy ambiciosa! —respondió al fin.

—¿Y sus ambiciones no se han visto satisfechas? Deben de haber sido grandes.

—Eran grandes. Me pondría en ridículo si hablase de ellas.

Isabel se preguntó cuáles habían podido ser dichas ambiciones… si acaso madame Merle habría tenido la aspiración de ceñirse una corona.

—No sé cuál será para usted la idea del éxito, pero a mí me parece que ha triunfado. Para mí es usted la viva imagen del éxito.

Madame Merle dejó a un lado la partitura con una sonrisa.

—¿Y qué idea del éxito tiene usted?

—Es evidente que usted piensa que una muy modesta. Para mí el éxito consiste en ver realizado un sueño de juventud.

—¡Ay, yo jamás he visto eso! —exclamó madame Merle—. Pero mis sueños eran tan desmesurados, tan absurdos… Que Dios me perdone, estoy soñando ahora.

Y se giró de nuevo hacia el piano y se puso a tocar con pasión. A la mañana siguiente le dijo a Isabel que su definición del éxito había sido muy hermosa, si bien terriblemente desoladora. Si se medía con ese rasero, ¿quién podría haber tenido éxito alguna vez? Los sueños de juventud, tan encantadores ellos, tan divinos… ¿Quién había visto jamás que tales cosas se hiciesen realidad?

—Pues yo, sin ir más lejos… algunos de ellos —se aventuró a contestar Isabel.

—¿Tan pronto? Si deben de haber sido sueños de ayer mismo.

—Comencé a tener sueños muy joven.

—Ya, si de lo que habla es de anhelos infantiles, como tener una cinta rosa o una muñeca que cerrase los ojos…

—No, no es a eso a lo que me refiero.

—O un joven de hermoso bigote arrodillándose ante usted.

—No, tampoco quiero decir eso.

Madame Merle pareció notar la vehemencia con la que hablaba Isabel.

—Sospecho que sí que es eso lo que usted quiere decir. Todas hemos soñado con el joven del bigote. Es el inevitable joven, pero eso no cuenta.

Isabel se quedó un rato en silencio, pero a continuación, cuando habló, lo hizo con su habitual inconsecuencia.

—¿Y por qué razón no habría de contar? Hay jóvenes y jóvenes.

—Y el suyo era una auténtica maravilla, ¿es eso lo que quiere decir? —preguntó su amiga con una carcajada—. Si usted ha conseguido a ese joven de sus sueños, entonces es que ha tenido éxito y la felicito de todo corazón. Pero, si ese es el caso, ¿por qué no huyó con él a su castillo de los Apeninos?

—Él no tiene un castillo en los Apeninos.

—¿Y qué tiene? ¿Una fea casa de ladrillo en la calle Cuarenta? No me diga que así es; me niego a aceptar que eso sea un ideal.

—A mí su casa me trae sin cuidado —dijo Isabel.

—Qué ingenuo de su parte. Cuando haya vivido tanto como yo, se dará cuenta de que todo ser humano tiene su propio caparazón, y de que eso es algo a tener en cuenta. Cuando digo caparazón, me estoy refiriendo al conjunto de circunstancias que lo rodean. No existen el hombre ni la mujer totalmente aislados. Todos nosotros estamos hechos de una serie de pertenencias. ¿Qué entendemos por el propio yo? ¿Dónde empieza y dónde termina? Rebasa sus límites y abarca todo cuanto nos pertenece, para después retraerse de nuevo. Yo sé que una parte importante de mí está en la ropa que elijo vestir. Tengo sumo respeto a las cosas materiales. Nuestro yo, para los demás, es la expresión que de él les ofrecemos; y nuestra casa, nuestros muebles, nuestra indumentaria, los libros que leemos, las compañías que frecuentamos, son las cosas a través de las que se expresa.

Aquello era muy metafísico, aunque tampoco lo era más que otras observaciones que madame Merle había hecho con anterioridad. A Isabel le gustaba la metafísica, pero se sintió incapaz de seguir a su amiga en aquel audaz análisis de la personalidad humana.

—No estoy de acuerdo con usted. Opino justo lo contrario. No sé si he logrado expresarme, pero sé que no hay nada más que se exprese por mí. Nada de lo que me pertenece es rasero para medirme; al contrario, todo representa un límite, una barrera, y además es completamente arbitrario. Lo cierto es que la ropa que, como dice usted, elijo vestir, no expresa mi personalidad, ¡Dios me libre de que así fuese!

—Usted viste muy bien —interpuso madame Merle a la ligera.

—Posiblemente; pero no me interesa que me juzguen por eso. Puede que mi ropa exprese la personalidad de la modista, pero no expresa la mía. Para empezar, yo no llevo estos vestidos por elección propia: me los impone la sociedad.

—¿Es que preferiría no llevarlos? —preguntó madame Merle en un tono que prácticamente daba por zanjada la discusión.

Me veo obligado a confesar, aunque pueda suponer cierto descrédito para la descripción que he dado de la lealtad juvenil que nuestra heroína mostraba hacia aquella distinguida dama, que Isabel no le había dicho nada en absoluto acerca de lord Warburton y que se había mostrado igual de reticente en lo que a Caspar Goodwood se refería. Sin embargo, no había ocultado el hecho de que había tenido oportunidades de contraer matrimonio y había incluso informado a su amiga de las ventajas que estas habrían comportado. Lord Warburton había abandonado Lockleigh y se había marchado a Escocia, llevándose a sus hermanas con él; y, aunque le había escrito a Ralph en más de una ocasión para interesarse por la salud del señor Touchett, Isabel se había ahorrado así el embarazo de tales indagaciones, ya que, de haberse encontrado el joven aún en la vecindad, lo más probable es que se hubiese sentido inclinado a acudir a interesarse en persona. Los modales de lord Warburton no tenían tacha, pero Isabel estaba segura de que, de haber acudido a Gardencourt, habría conocido a madame Merle, y si la hubiese conocido, le habría agradado y le habría confiado que estaba enamorado de su joven amiga. Era fruto de la casualidad que, en el curso de las anteriores visitas de la dama a Gardencourt (todas ellas mucho más breves que la presente), o bien él no se encontrase en Lockleigh o bien no hubiese acudido a visitar al señor Touchett. Por lo tanto, si bien madame Merle lo conocía de oídas como el hombre más importante del condado, no tenía motivo alguno para sospechar que fuese uno de los pretendientes de la sobrina recién importada de la señora Touchett.

—Tiene usted aún mucho tiempo —le había dicho a Isabel en respuesta a las confidencias parciales que nuestra joven le había hecho y que no pretendían ser perfectas, aunque, como hemos visto, había momentos en los que nuestra joven se arrepentía de haber hablado tanto—. Me alegra que todavía no haya hecho nada al respecto, que aún le quede eso por hacer. Está muy bien que una joven rechace unas cuantas buenas ofertas, siempre y cuando, está claro, no sean estas las mejores que con toda probabilidad vaya a recibir. Discúlpeme si mis palabras le resultan horriblemente corruptas, pero a veces no queda más remedio que adoptar un punto de vista mundano. Ahora bien, no siga rechazándolas porque sí. Es un ejercicio de poder muy satisfactorio, pero, al fin y a la postre, aceptarlas implica también un ejercicio de poder. Siempre se corre el peligro de rechazar en exceso, algo en lo que yo no incurrí… porque no rechacé lo suficiente. Usted es una criatura exquisita, y me gustaría verla casada con un primer ministro. Pero, sabe, hablando en plata, no es usted lo que suele llamarse técnicamente un parti. Es usted atractiva e inteligente en extremo, es en sí misma realmente excepcional. Parece tener una idea más bien vaga de sus bienes terrenales; pero, por lo que yo deduzco, no dispone del alivio de una renta. Ojalá contase usted con algo de dinero.

—¡Ya me gustaría a mí! —dijo Isabel sin más, olvidando al parecer por un momento que su pobreza no había sido más que un pecado venial a ojos de dos galantes caballeros.

Pese a la benévola recomendación que le había hecho sir Matthew Hope, madame Merle no se quedó para ver el final de la enfermedad del pobre señor Touchett, algo de lo que ahora ya se hablaba sin tapujos. Tenía compromisos con otras personas que no podía eludir por más tiempo, y abandonó Gardencourt no sin antes convenir que, en cualquier caso, se reuniría de nuevo con la señora Touchett, ya fuera allí o en Londres, antes de dejar Inglaterra. Su despedida de Isabel fue más parecida incluso al comienzo de una amistad de lo que lo había sido su primer encuentro.

 

—Voy a visitar seis lugares distintos, uno tras otro, pero no encontraré a nadie que me agrade tanto como usted. Todas ellas son, sin embargo, viejas amistades, ya que a mi edad no se hacen nuevos amigos. En su caso, he hecho una gran excepción. No lo olvide y sea todo lo benévola que pueda cuando piense en mí. Debe recompensarme creyendo en mí.

Por toda respuesta, Isabel le dio un beso, y, si bien hay mujeres que besan con facilidad, lo cierto es que hay besos y besos, y este en cuestión resultó más que satisfactorio para madame Merle. Después de esto, nuestra joven se encontró muy sola; tan solo veía a su tía y a su primo en el transcurso de las comidas, y descubrió que de todas aquellas horas en que la señora Touchett se encontraba ausente, no dedicaba ahora más que una mínima parte al cuidado de su marido. El resto las pasaba en sus propios aposentos, a los que ni siquiera permitía el acceso a su sobrina, donde se ocupaba al parecer en tareas misteriosas e inescrutables. En la mesa se mostraba grave y silenciosa, pero dicha solemnidad no era tan solo una actitud, como Isabel comprobó, sino algo que hacía por convicción. Se preguntaba si su tía se sentía arrepentida de haber hecho tan a menudo lo que se le antojaba, pero no había pruebas visibles de que así fuera: ni lágrimas, ni suspiros ni muestras exageradas de un celo que siempre, a su propio entender, había sido el adecuado. Parecía sencillamente que la señora Touchett sintiese la necesidad de reflexionar y hacer balance; tenía un librillo de contabilidad moral, con columnas perfectamente trazadas y un fuerte cierre de acero, que llevaba con ejemplar pulcritud. Con todo, las reflexiones que hacía en voz alta tenían siempre resonancias prácticas.

—Si hubiera previsto esta situación, no te habría propuesto que vinieses a Europa en este momento —le dijo a Isabel después de que madame Merle hubiese abandonado la casa—. Habría esperado y te habría hecho venir el año próximo.

—Pero de esa forma tal vez no habría conocido nunca a mi tío. Para mí es una gran alegría haber venido ahora.

—Me parece muy bien. Pero yo no te traje a Europa para que pudieses conocer a tu tío.

Era aquella una declaración absolutamente veraz, pero, en opinión de Isabel, no resultaba igual de oportuna. Tenía ahora tiempo sobrado para pensar en aquel y en otros asuntos. Daba paseos solitarios a diario y mataba las horas hojeando los libros de la biblioteca. Entre los asuntos que reclamaban su atención se encontraban las andanzas de su amiga, la señorita Stackpole, con quien mantenía una correspondencia continua. A Isabel el estilo epistolar privado de su amiga le gustaba más que el público; es decir, pensaba que sus crónicas periodísticas habrían sido excelentes si no hubieran sido publicadas. La carrera profesional de Henrietta, sin embargo, no era todo lo brillante que se habría podido desear, incluso desde la perspectiva de su felicidad personal; aquella visión de la vida privada en Gran Bretaña que ella tanto había ansiado describir parecía estar danzando ante sus ojos como ignis fatuus. La invitación de lady Pensil, por alguna misteriosa razón, nunca le llegó; y el pobre señor Bantling, con toda su amistosa inventiva, había sido incapaz de explicarle tan grave desatención hacia una misiva que él sin duda había enviado. Era evidente que se había tomado muy en serio todo lo concerniente a Henrietta, y creía deberle una compensación por el desengaño de la visita a Bedfordshire. «Dice que en su opinión debería irme al continente —escribió Henrietta—, y como él también está pensando en ir, supongo que su consejo es sincero. Quiere saber por qué no me decido a estudiar la vida francesa, y lo cierto es que siento vivos deseos de conocer la nueva República. Al señor Bantling la República no le interesa demasiado, pero está pensando en ir a París de todas formas. Tengo que reconocer que es todo lo atento que yo podría desear, y que por lo menos habré conocido a un inglés educado. No ceso de repetirle al señor Bantling que debería haber sido estadounidense, y no te puedes imaginar cuándo le agrada oír eso. Cada vez que se lo digo, me responde con la misma exclamación: “¡Venga ya, qué cosas tiene usted!”».

Unos días más tarde escribió para comunicarle a Isabel que había decidido marcharse a París a finales de la semana y que el señor Bantling había prometido ir a despedirla, y puede que incluso la acompañase hasta Dover. Esperaría en París la llegada de Isabel, añadía Henrietta, y por la forma de expresarlo, parecía que Isabel fuese a emprender sola el viaje por el continente, ya que no hacía alusión alguna a la señora Touchett. Teniendo en cuenta el interés que Ralph había mostrado por la que había sido su acompañante en los últimos tiempos, nuestra heroína compartió distintos párrafos de aquella correspondencia con el joven, quien seguía con emoción parecida al suspense la carrera de la corresponsal del Interviewer.

—A mí me parece que le está yendo de maravillas —dijo—, ¡irse a París con un antiguo lancero! Si quiere algo sobre lo que escribir, no tiene más que describir ese episodio.

—Desde luego, no es muy convencional —respondió Isabel—, pero si lo que estás diciendo es que, en lo que a Henrietta se refiere, no es algo completamente inocente, te equivocas de medio a medio. Tú jamás entenderás a Henrietta.

—Perdona, pero la entiendo a la perfección. Al principio no la entendía en absoluto, pero ahora conozco su punto de vista. Sin embargo, me temo que no sea así en el caso de Bantling, y que puede que se lleve alguna que otra sorpresa. ¡Yo conozco a Henrietta como si la hubiese creado!

Isabel no estaba en absoluto segura de eso, pero se abstuvo de manifestar de nuevo sus dudas, pues en aquellos días quería mostrarse muy benevolente con su primo. Una tarde, menos de una semana después de la partida de madame Merle, se encontraba sentada en la biblioteca con un volumen al que no prestaba atención. Se había acomodado en el asiento junto al alféizar de la ventana, desde el que se divisaba el parque, húmedo y sombrío; y como la biblioteca se encontraba en ángulo recto con respecto a la entrada, la joven podía ver la berlina del médico, que llevaba dos horas esperando ante la puerta. A Isabel le llamó la atención que se retrasase tanto, pero al fin lo vio aparecer en el pórtico, detenerse un momento para calzarse los guantes despacio mientras miraba las patas de su caballo, para a continuación subirse al vehículo y alejarse. Isabel permaneció allí otra media hora. En la casa reinaba un profundo silencio, tanto que, cuando al fin oyó unos pasos lentos y ligeros sobre la mullida alfombra de la estancia, el ruido casi la sobresaltó. Al volver rápidamente la vista de la ventana, descubrió a Ralph Touchett de pie ante ella, con las manos todavía en los bolsillos, pero con un rostro en el que no quedaba rastro alguno de aquella sonrisa suya habitual. Se puso en pie, y en su movimiento y su mirada había una pregunta.

—Todo ha terminado —dijo Ralph.

—¿Quieres decir que mi tío…?

Isabel no terminó la pregunta.

—Mi querido padre ha muerto hace una hora.

—¡Ay, mi pobre Ralph! —gimió Isabel con suavidad, tendiendo las manos hacia él.

20

Un par de semanas después del suceso, llegó madame Merle en un coche de punto a la casa de Winchester Square. Al descender del vehículo, la dama divisó, colgada entre las ventanas del comedor, una gran y pulcra placa de madera en la que, sobre fondo negro, se podía leer con claridad escrito en letras blancas: «Mansión señorial de pleno dominio en venta», seguido del nombre del agente al que había que dirigirse. «Es evidente que no pierden el tiempo —se dijo la visitante mientras, tras haber llamado a la puerta con la enorme aldaba de bronce, esperaba a que le abriesen—, ¡qué prácticos son en este país!». Y una vez en el interior de la casa, cuando subía al salón, advirtió numerosas señales de abandono: cuadros descolgados de las paredes y colocados sobre los sofás, ventanas desprovistas de cortinajes y suelos desnudos. La señora Touchett la recibió y, en pocas palabras, le dio a entender que las condolencias se daban por recibidas.

—Sé lo que me vas a decir: que era un hombre muy bueno. Pero mejor que yo no lo sabe nadie, puesto que conmigo tuvo más oportunidades de demostrarlo. Creo que, en ese sentido, he sido una buena esposa. —La señora Touchett añadió que, al parecer, al final su marido lo había reconocido—. Ha sido de lo más generoso conmigo —dijo—; no digo que se haya mostrado más generoso de lo que yo esperaba, porque yo no albergaba esperanzas concretas. Tú sabes bien que yo en general no espero nada. Pero supongo que él tuvo a bien reconocer el hecho de que, pese a que yo haya vivido mucho en el extranjero y me haya integrado, se puede decir que con total libertad, en la vida de otro país, jamás haya mostrado ni un ápice de interés por nadie más.

«Por nadie que no seas tú», observó madame Merle para sus adentros, aunque dicha reflexión fue completamente inaudible.

—Jamás sacrifiqué a mi esposo por otro —prosiguió la señora Touchett con aquella brusquedad tan suya.

«Oh, no —pensó madame Merle—. Tú jamás has hecho nada por nadie».

Había un cierto cinismo en aquellas reflexiones calladas que requiere una explicación; tanto más cuanto que no concuerdan ni con la imagen —tal vez un tanto superficial— que hasta el momento se ha dado del personaje de madame Merle ni con los hechos en sí de la historia de la señora Touchett; tanto más, asimismo, cuanto que madame Merle tenía motivos más que fundados para estar convencida de que aquella última observación de su amiga no debía interpretarse en absoluto como un ataque velado contra ella. La verdad es que, desde el mismo momento en que había cruzado el umbral de aquella casa, había tenido la impresión de que la muerte del señor Touchett había tenido sutiles consecuencias, y que estas habían beneficiado a un pequeño círculo de personas en el que ella no estaba incluida. Por supuesto, lo natural era que un acontecimiento de ese calibre tuviese consecuencias, y en más de una ocasión ella misma se había dedicado a imaginarlas durante su estancia en Gardencourt. Pero una cosa era barruntar mentalmente el asunto, y otra muy distinta ver a su alrededor las enormes consecuencias del mismo. La idea de un reparto de bienes —a punto estuvo de llamarlos despojos— se adueñó en aquel momento de sus sentidos y la sensación de verse excluida del mismo la llenó de irritación. Nada más lejos de mi intención que querer describirla como una de esas bocas hambrientas o de esos corazones llenos de envidia propios del común de los mortales, pero, como ya hemos descubierto, madame Merle albergaba deseos que jamás se habían visto satisfechos. De habérselo preguntado, está claro que habría reconocido, con una sonrisa elegante y altanera, que ella no tenía el más mínimo derecho a parte alguna de las reliquias del señor Touchett. «Nunca hubo nada entre nosotros», habría dicho. Y después añadiría chasqueando los dedos: «Ni tanto así, pobre hombre». Me apresuro a añadir asimismo que, si bien en aquel momento era incapaz de evitar una codicia un tanto perversa, se cuidó muy bien de no traicionarla. Al fin y al cabo, las ganancias de la señora Touchett le despertaban la misma simpatía que sus propias pérdidas.

—Me ha dejado esta casa —dijo la recién enviudada—, pero está claro que no voy a vivir en ella; mi casa de Florencia es mucho mejor. Hace apenas tres días que se leyó el testamento, pero ya la he puesto a la venta. También cuento con una participación en el banco, pero aún no tengo claro si estoy obligada a mantenerla. De no ser así, es seguro que la retire. Ralph, como es natural, se queda con Gardencourt, pero no sé muy bien si cuenta con los medios necesarios para mantenerlo. Está claro que ha quedado en muy buena posición, pero su padre ha repartido una cantidad inmensa de dinero: ha dejado legados a un montón de primos lejanos de Vermont. Ralph, por otro lado, tiene mucho aprecio a Gardencourt y podría vivir allí perfectamente durante el verano, sin más ayuda que una criada para todo y un mozo para el jardín. El testamento de mi marido incluye una cláusula sorprendente —prosiguió la señora Touchett—: le deja una fortuna a mi sobrina.

—¡Una fortuna! —repitió madame Merle en voz baja.

—Isabel va a percibir en torno a unas setenta mil libras.

Madame Merle tenía las manos entrelazadas en el regazo, pero al oír aquello las alzó, todavía unidas, y se las llevó un momento al pecho mientras clavaba los ojos, un tanto dilatados, en los de su amiga.

 

—¡Ah! —exclamó—. ¡Qué criatura más inteligente!

La señora Touchett le dirigió una rápida mirada.

—¿Qué quieres decir con eso?

Durante un instante, el rostro de madame Merle se cubrió de rubor y la dama bajó la mirada.

—Que es sin duda muy inteligente lograr semejante triunfo… ¡y sin ningún esfuerzo!

—No me cabe ninguna duda de que no hubo esfuerzo. No lo llames triunfo.

Madame Merle en raras ocasiones incurría en la torpeza de retractarse de lo dicho; ponía más bien de manifiesto su sabiduría al mantener sus palabras, pero logrando darles un sentido positivo.

—Mi querida amiga, lo que está claro es que Isabel jamás habría conseguido un legado de setenta mil libras de no haber sido la joven más encantadora del mundo. Su gran inteligencia forma parte de ese encanto.

—Estoy convencida de que ni en sueños pensó que mi esposo fuese a hacer nada por ella, y yo tampoco imaginé nunca algo así, ya que él jamás me habló de sus intenciones —dijo la señora Touchett—. Isabel no tenía derecho alguno a reclamarle nada, y el hecho de que fuese sobrina mía no era precisamente una recomendación para él. Si algo ha logrado, lo ha hecho de forma inconsciente.

—Ah —replicó madame Merle—, esos son los mejores golpes.

La señora Touchett se reservó su opinión.

—Es una joven afortunada, no voy a negarlo, pero de momento está sencillamente anonadada.

—¿Me estás diciendo que no sabe qué hacer con el dinero?

—Creo que eso casi ni se lo ha planteado. No sabe qué pensar de todo este asunto. Es como si hubiesen disparado de improviso una escopeta a sus espaldas: todavía está palpándose para ver si la han herido. Solo hace tres días desde que recibió la visita del albacea principal, quien de forma muy galante vino a notificárselo en persona. Él me contó después que, cuando terminó su breve discurso, Isabel se había echado a llorar. El dinero seguirá invertido en el banco, y ella percibirá los intereses.

Madame Merle meneó la cabeza con su sabia y ahora benigna sonrisa.

—¡Oh, qué delicia! Cuando lo haya hecho dos o tres veces, se acostumbrará a ello. —Después, tras un silencio, preguntó con brusquedad—: ¿Qué opina su hijo del asunto?

—Abandonó Inglaterra antes de la lectura del testamento; estaba destrozado por la fatiga y la ansiedad y tenía prisa por marcharse al sur. Va camino de la Riviera y todavía no he recibido noticias suyas. Pero no es probable que ponga objeciones a algo que ha hecho su padre.

—¿No me acaba de decir que su herencia se había visto reducida?

—Sí, pero por deseo suyo. Me consta que instó a su padre a que dejara algo a los parientes de Estados Unidos. No es persona dada a preocuparse de quién es el primero.

—Eso dependerá de quién considere él que es el primero —dijo madame Merle. Luego se quedó un momento pensativa, con la mirada clavada en el suelo—. ¿Es que no voy a poder ver a su afortunada sobrina? —preguntó al fin cuando alzó la vista.

—Puede verla, pero no va a encontrarla muy feliz. Desde hace tres días tiene un aire tan solemne que parece una madonna de Cimabue.

Y la señora Touchett hizo sonar la campanilla para que acudiese un criado.

Isabel se presentó poco después de que el sirviente fuese a buscarla, y madame Merle, al verla aparecer, pensó que la comparación de la señora Touchett no iba del todo descaminada. La joven estaba pálida y seria, aspecto que no se veía precisamente mitigado por el luto riguroso con el que iba vestida, pero aquella sonrisa suya de los momentos más alegres iluminó su rostro al ver a madame Merle, quien se acercó a ella, posó la mano en el hombro de nuestra heroína y, tras contemplarla un instante, la besó como si estuviese devolviéndole el beso que ella le había dado en Gardencourt. Esta fue la única alusión que la visitante, dando muestra de su exquisito tacto, hizo por el momento a la herencia recibida por su joven amiga.

La señora Touchett no tenía intención de esperar en Londres a que se vendiese la casa. Después de elegir entre el mobiliario los objetos que deseaba llevarse a su otra residencia, dejó el resto de los enseres para que se vendiesen en subasta pública, y partió hacia el continente. Como es natural, en el viaje la acompañaba su sobrina, quien ahora disponía del tiempo necesario para sopesar y ponderar, y para decidir qué hacer con aquella fortuna que le había caído del cielo y por la que madame Merle la había felicitado de forma velada. Isabel pensaba con mucha frecuencia en el hecho de haber entrado en posesión de tantos recursos, y lo analizaba desde una decena de perspectivas distintas; pero no vamos a tratar por el momento de seguir el hilo de sus pensamientos ni de explicar con exactitud por qué la idea de su nueva situación le resultó en un principio agobiante. Lo cierto es que esa incapacidad de sentir una alegría inmediata fue más bien breve: la joven se convenció enseguida de que la riqueza era una virtud porque representaba la posibilidad de actuar, y eso no podía ser sino algo agradable. Era el lado contrario y encantador de la estúpida debilidad… sobre todo en su vertiente femenina. Ser débil, en el caso de una persona joven y delicada, no carecía de encanto, pero, después de todo, como Isabel se decía a sí misma, había otros encantos mayores que ese. La verdad era que por el momento, tras haberle enviado un cheque a Lily y otro a la pobre Edith, no tenía gran cosa que hacer, pero agradecía aquellos meses tranquilos que su ropa de luto y la reciente viudedad de su tía les obligaban a pasar juntas. La conciencia de poder la tornó seria: examinaba ese poder con una especie de fiereza no exenta de ternura, pero no se sentía impaciente por ejercitarlo. Comenzó a hacerlo pasado un tiempo, en el transcurso de una estancia en París de varias semanas en compañía de su tía, aunque de formas que inevitablemente resultaban triviales. Lo hizo de la manera más natural, siguiendo el dictado de una ciudad cuyas tiendas son la admiración del mundo, y aconsejada sin reservas por la señora Touchett, quien adoptó una rígida y práctica postura con respecto a la transformación de su sobrina de joven pobre en joven rica. «Ahora que eres una joven con fortuna, tienes que saber desempeñar tu papel… me refiero a desempeñarlo bien», le dijo a Isabel de manera tajante, y añadió que la primera obligación de la joven era tener cosas bonitas. «Tú no sabes cómo cuidar de tus cosas, pero debes aprender a hacerlo», añadió, y dijo que esta era la segunda obligación de Isabel. La joven la obedeció, pero por el momento su imaginación no se vio estimulada. Anhelaba tener oportunidades, pero no eran aquellas las que ella buscaba.

La señora Touchett rara vez alteraba sus planes, y, como con anterioridad al fallecimiento de su marido había sido su intención, pasar parte del invierno en París, no vio razón alguna para privarse a sí misma, y menos aún a su acompañante, de aquel placer. Aunque iban a llevar una vida de lo más retirada, todavía tenía la posibilidad de presentar a su sobrina, sin ceremonias, al reducido círculo de compatriotas suyos que habitaban en las proximidades de los Campos Elíseos. Mantenía amistad íntima con muchos de aquellos encantadores forasteros, con los cuales compartía expatriación, convicciones, pasatiempos y tedio. Isabel los veía aparecer con mucha asiduidad por el hotel de su tía, y la severidad con la que los juzgaba era tal que, no cabe la menor duda, solo puede explicarse por aquella exaltación pasajera de lo que ella consideraba deber del ser humano. Llegó al convencimiento de que las vidas de aquella gente, aunque lujosas, eran inanes, y se granjeó cierta animosidad al expresar dicha opinión en las alegres tardes de domingo en que aquellos estadounidenses expatriados se dedicaban a visitarse unos a otros. Pese a que sus interlocutores eran tenidos por un dechado de urbanidad gracias a los desvelos de sus cocineros y modistas, dos o tres de ellos opinaban que la inteligencia de Isabel, en general reconocida, era inferior a la de las obras teatrales recién estrenadas.