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100 Clásicos de la Literatura

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Había algo apasionadamente positivo en el tono que empleó al darle aquel consejo, y la sinceridad que brillaba en sus ojos sirvió para que Caspar creyese en sus palabras. Este se sintió en general tranquilizado, y eso es algo que se pudo apreciar en la forma, un tanto vehemente, en que dijo:

—Entonces, ¿lo que sencillamente quiere es viajar durante dos años? Yo estoy completamente dispuesto a esperar dos años y a que usted pueda hacer lo que le apetezca en ese tiempo. Si eso es lo único que quiere, le ruego que me lo diga. No quiero que sea convencional; ¿acaso le parezco yo convencional? ¿Quiere cultivar su espíritu? A mí su espíritu me parece suficientemente cultivado; pero si tiene interés en deambular durante un tiempo por el mundo y ver países diferentes, estaré encantado en ayudarle en todo cuanto esté en mi mano.

—Es usted muy generoso; no es algo nuevo para mí. La mejor manera que tiene de ayudarme es poner entre nosotros el mayor número de millas de agua posible.

—¡Cualquiera diría que va a cometer alguna atrocidad! —dijo Caspar Goodwood.

—Quizá la haga. Quiero ser libre para poder incluso hacer algo así si se me antoja.

—Muy bien, en ese caso —dijo él lentamente—, regresaré a casa.

Y le tendió la mano, intentando parecer satisfecho y confiado.

La confianza que Isabel tenía en él, sin embargo, era mucho mayor que la que Caspar podía depositar en la joven. No es que la creyera capaz de hacer una atrocidad; pero, le diese las vueltas que le diese, había algo ominoso en la forma en que ella se reservaba el derecho a tal opción. Cuando Isabel estrechó su mano, sintió un gran respeto hacia él: sabía cuánto la quería y le pareció muy magnánimo. Se quedaron un momento así, mirándose, unidos en un apretón de manos que no era meramente pasivo por parte de la joven.

—Está haciendo bien —dijo amablemente, casi con ternura—. No va a perder nada por ser razonable.

—Pero volveré dentro de dos años, esté usted donde esté.

Como ya hemos visto antes, nuestra joven dama no se mostraba precisamente coherente, y al oír aquello cambió de repente el tono.

—Ah, no lo olvide: no le he prometido nada, nada en absoluto. —A continuación, con más suavidad, como para hacerle más fácil la despedida, añadió—: Y no olvide tampoco que no seré una presa fácil.

—Va a acabar usted harta de su independencia.

—Puede que así sea; es incluso muy probable. Cuando ese día llegue, me alegrará infinito verlo.

Isabel había apoyado la mano en el picaporte de la puerta que llevaba a su habitación, y esperó un momento para ver si su visitante se marchaba. Pero él parecía incapaz de moverse; mostraba todavía una inmensa renuencia en su actitud y en sus ojos se leía un triste reproche.

—Ahora tengo que dejarlo —dijo la joven; y abrió la puerta y entró en la otra habitación.

La estancia estaba a oscuras, pero la oscuridad se veía atenuada por un resplandor difuso que entraba por la ventana desde el patio del hotel, e Isabel fue capaz de distinguir las siluetas de los muebles, el brillo apagado del espejo y el perfil de la imponente cama de dosel. Se quedó un instante inmóvil, a la escucha, y al fin oyó a Caspar Goodwood abandonar la sala y cerrar la puerta tras él. Permaneció quieta un poco más y, a continuación, llevada por un impulso irresistible, se dejó caer de rodillas ante la cama y escondió el rostro entre los brazos.

17

No estaba Isabel rezando, sino temblando, temblando de pies a cabeza. Sufría temblores fácilmente; de hecho, eran una constante en ella, y en ese momento se dio cuenta de que salía de ella un sonido como el tañido de un arpa. Pese a que su único deseo era meterse bajo la colcha, quedar de nuevo envuelta en el tejido marrón de holanda, deseaba oponer resistencia a la excitación que la embargaba, y aquella actitud devota, que mantuvo durante algún tiempo, pareció ayudarla a aquietarse. Se alegraba infinito de que Caspar Goodwood se hubiera ido; había algo en aquella forma de librarse de él que era como la cancelación, contra recibo sellado, de una deuda que la había atormentado durante demasiado tiempo. Al sentir el reconfortante alivio, inclinó la cabeza un poco más; la sensación estaba allí, latiendo en su corazón; formaba parte de su emoción, pero también algo de lo que sentirse avergonzada, algo profano y fuera de lugar. Pasaron todavía unos diez minutos antes de que se incorporase de su genuflexión, e incluso cuando fue de nuevo al saloncito, el temblor no había cesado por completo. Se debía, en verdad, a dos causas: en parte, a la larga conversación con el señor Goodwood, pero era de temer que el resto obedeciese simplemente a la satisfacción que le causaba el ejercicio de su poder. Volvió a tomar asiento en la misma butaca y cogió su libro, aunque sin hacer nada por abrirlo. Se reclinó en el asiento, y exhaló aquel murmullo quedo, suave y sibilante que era a menudo la forma en la que expresaba su respuesta ante acontecimientos cuyo lado bueno no era fácil apreciar, y dejó que la embargase el gozo por haber rechazado a dos ardientes pretendientes en un par de semanas. Aquel amor a la libertad que con tanta audacia había descrito a Caspar Goodwood apenas era todavía puramente teórico; no había tenido oportunidad de ejercitarlo a gran escala. No obstante, le parecía que algo había hecho: había saboreado el placer, si no de la batalla, al menos de la victoria; había actuado en consecuencia con su plan. En medio del fulgor de tal conclusión, la imagen del señor Goodwood caminando triste a través de la lúgubre ciudad de vuelta a casa irrumpió de súbito con cierta fuerza acusadora. Así que, cuando en aquel mismo momento se abrió la puerta, Isabel se levantó con miedo de que él hubiese regresado. Pero solo era Henrietta Stackpole que volvía de su cena.

La señorita Stackpole se dio cuenta de inmediato de que a nuestra joven dama le había sucedido algo, aunque tampoco era preciso ser muy perspicaz para hacer tal descubrimiento. Se acercó sin dilación a su amiga, que la recibió sin siquiera saludarla. La euforia de Isabel por haber enviado a Caspar Goodwood de vuelta a Estados Unidos presuponía alegrarse en cierto modo de que el joven hubiese ido a visitarla; pero, al mismo tiempo, no olvidaba en absoluto que Henrietta no había tenido derecho alguno a tenderle aquella trampa.

—¿Ha estado él aquí, querida?

Isabel le volvió la espalda y tardó unos momentos en contestar.

—Lo que has hecho ha estado muy mal —declaró al fin.

—Lo hice con la mejor de las intenciones. Solo espero que tú hayas actuado igual.

—Tú no eres quién para juzgar. No puedo fiarme de ti —dijo Isabel.

No es que semejante declaración fuese precisamente halagadora, pero Henrietta era demasiado espléndida para tener en cuenta el reproche que encerraba; lo único que le importaba era lo que daba a entender con respecto a su amiga.

—Isabel Archer —observó con igual brusquedad y solemnidad—, como te cases con uno de estos individuos, no volveré a dirigirte la palabra.

—Antes de lanzar una amenaza tan terrible, será mejor que esperes a que me lo propongan —respondió Isabel, quien, como no le había dicho una sola palabra a Henrietta de la declaración de lord Warburton, no sentía en ese momento el más mínimo deseo de justificarse ante ella contándole que había rechazado al aristócrata.

—Ya, pero te lo propondrán sin tardanza, una vez que hayas desembarcado en el continente. A Annie Climber le hicieron tres proposiciones en Italia… a la pobre Annie, con lo poco atractiva que es.

—Bueno, pues si Annie Climber no se dejó atrapar, ¿por qué lo iba a hacer yo?

—No creo que a Annie le insistiesen mucho; pero a ti sí que lo harán.

—Tu certeza resulta muy halagadora —dijo Isabel sin alarmarse.

—¡No estoy halagándote, Isabel, te estoy diciendo la verdad! —exclamó su amiga—. Espero que no vayas a contarme que no le has dado ninguna esperanza al señor Goodwood.

—No veo por qué tendría que contarte nada; como acabo de decirte, no me fío de ti. Pero, puesto que te muestras tan interesada en el señor Goodwood, no te ocultaré que se dispone a regresar a Estados Unidos de inmediato.

—¿No me estarás diciendo que lo has mandado a paseo? —preguntó Henrietta casi a gritos.

—Le pedí que me dejase en paz; y te pido a ti lo mismo, Henrietta. —La consternación se reflejó por un instante en el rostro de la señorita Stackpole, quien a continuación se dirigió al espejo que había sobre la chimenea y se despojó del sombrero—. Espero que hayas disfrutado de tu cena —añadió Isabel.

Pero su interlocutora no se dejó distraer por tales frivolidades.

—¿Sabes adónde te diriges, Isabel Archer?

—En este momento, me dirijo a la cama —dijo Isabel con persistente frivolidad.

—¿Eres consciente de hacia dónde te estás dejando arrastrar? —insistió Henrietta mientras sostenía el sombrero con delicadeza.

—No, no tengo la más mínima idea, y me resulta muy agradable no saberlo. Un carruaje avanzando veloz en la oscuridad de la noche, tirado por cuatro caballos y traqueteando por caminos que apenas se ven… esa es mi idea de la felicidad.

—Está claro que no ha sido el señor Goodwood quien te ha enseñado a decir semejantes cosas… más propias de la heroína de una novela inmoral —dijo la señorita Stackpole—. Te estás dejando arrastrar a cometer un inmenso error.

Isabel se sentía irritada por la intromisión de su amiga, pero, aun así, trató de pensar qué podía haber de verdad en aquella declaración. No logró descubrir nada que le impidiese decir:

—Debes de tenerme mucho aprecio, Henrietta, para estar dispuesta a mostrarte tan agresiva.

—Te quiero profundamente, Isabel —dijo emocionada la señorita Stackpole.

 

—Pues, si me quieres profundamente, déjame en paz del mismo modo. Eso es lo que le he pedido al señor Goodwood, y lo que te pido a ti también.

—Ten cuidado, no te dejemos demasiado en paz.

—Eso es lo que me dijo el señor Goodwood. Yo le contesté que tengo que asumir el riesgo.

—Te encanta el riesgo… ¡qué miedo me das! —exclamó Henrietta—. ¿Cuándo regresa el señor Goodwood a Estados Unidos?

—No lo sé, no me lo dijo.

—Tal vez no se lo preguntaste —dijo Henrietta con tono de justificada ironía.

—Le di tan pocas satisfacciones que no me sentí con derecho a hacerle preguntas.

Por un momento, a la señorita Stackpole se le antojó que una afirmación semejante desafiaba todo comentario, pero al fin profirió:

—Desde luego, Isabel, si no te conociese, pensaría que no tienes razón.

—Ten cuidado —dijo Isabel—, me consientes demasiado.

—Mucho me temo que ya lo he hecho. Espero que, por lo menos —añadió la señorita Stackpole—, el señor Goodwood coincida con Annie Climber en el viaje de vuelta.

Isabel se enteró a la mañana siguiente de que Henrietta no tenía intención de regresar a Gardencourt (donde el anciano señor Touchett le había asegurado que sería de nuevo bienvenida), sino de esperar en Londres la llegada de la invitación que el señor Bantling le había prometido que recibiría de su hermana, lady Pensil. La señorita Stackpole le contó con todo detalle su conversación con aquel sociable amigo de Ralph Touchett y le aseguró a Isabel que estaba convencida de que ahora tenía algo que la conduciría a algo importante. En cuanto recibiera la misiva de lady Pensil, y el señor Bantling prácticamente le había garantizado la llegada de tal documento, partiría de inmediato hacia Bedfordshire, y si a Isabel le apetecía saber cuáles eran sus impresiones, con toda seguridad las encontraría en el Interviewer. Sin la menor duda, esta vez Henrietta iba a ver desde dentro la vida del país.

—¿Eres consciente de hacia dónde te estás dejando arrastrar, Henrietta Stackpole? —preguntó Isabel, imitando el tono utilizado por su amiga la noche anterior.

—Me estoy dejando arrastrar hacia una gran posición: la de reina del periodismo estadounidense. Si mi próxima crónica no aparece reproducida por todo el país, me trago el limpiaplumas.

Henrietta había quedado con su amiga, la señorita Annie Climber, la misma joven que había sido objeto de tantas proposiciones en el continente, para ir a hacer algunas compras con las que la señorita Climber se despediría de un hemisferio en el que, por lo menos, se había sentido apreciada; así pues, se dirigió a Jermyn Street para recoger a su acompañante. Poco después de su partida, le anunciaron la llegada de Ralph Touchett, y, nada más verlo, Isabel se dio cuenta de que algo le preocupaba. El joven no tardó en hacerle partícipe de sus confidencias. Había recibido un telegrama de su madre en el que le comunicaba que su padre había sufrido un fuerte ataque de su vieja enfermedad, que estaba muy alarmada y que le suplicaba que regresase de inmediato a Gardencourt. En esta ocasión, al menos, la afición de la señora Touchett a la telegrafía no podía ser objeto de ningún reproche.

—He pensado que sería mejor ir antes a ver al eminente doctor sir Mathew Hope —dijo Ralph—, que para mi inmensa suerte se encuentra en la ciudad. Me recibirá a las doce y media, y me aseguraré de que vaya a Gardencourt, cosa que imagino que estará dispuesto a hacer, puesto que ya ha visto a mi padre en varias ocasiones, tanto allí como en Londres. Hay un expreso a las tres menos cuarto, que es el que voy a tomar; y tú puedes regresar conmigo o quedarte aquí unos cuantos días más, lo que prefieras.

—Me iré contigo, desde luego —repuso Isabel—. No creo que le sea de gran utilidad a mi tío, pero si se encuentra mal, quiero estar cerca de él.

—Creo que le tienes cariño —dijo Ralph con cierta expresión de tímido placer en el rostro—. Tú sabes valorarlo, cosa que no todo el mundo hace. Sus cualidades son demasiado sutiles.

—Más bien lo adoro —dijo Isabel tras una breve pausa.

—Eso está muy bien. Después de su hijo, es tu más rendido admirador.

Isabel recibió el comentario con agrado, aunque en su interior suspiró de alivio al pensar que el señor Touchett era uno de esos admiradores que no podía proponerle matrimonio. Sin embargo, no fue de eso de lo que habló: pasó a informar a Ralph de que había otras razones para no quedarse en Londres. Estaba cansada de la ciudad y deseaba abandonarla; y, además, Henrietta pensaba irse una temporada a Bedfordshire.

—¿A Bedfordshire?

—Sí, con lady Pensil, la hermana del señor Bantling, quien le ha prometido conseguirle una invitación.

Aunque Ralph era presa de la angustia, al oír aquellas palabras soltó una fuerte carcajada. Sin embargo, recobró al instante la seriedad.

—Bantling es un hombre con mucho valor. Pero ¿qué pasaría si la invitación se perdiese por el camino?

—Tenía entendido que el servicio de correos británico era impecable.

—Hasta el bueno de Homero echa una cabezada de vez en cuando —dijo Ralph—. Sin embargo —añadió con más entusiasmo—, el bueno de Bantling no lo hace jamás, y, pase lo que pase, él se hará cargo de Henrietta.

Ralph se marchó a su cita con sir Matthew Hope, e Isabel hizo los preparativos para abandonar el hotel Pratt. El peligro que corría su tío la afectaba profundamente, y mientras se encontraba ante el baúl abierto y miraba ausente a su alrededor buscando qué guardar en él, los ojos se le inundaron de repente de lágrimas. Tal vez fuese esa la razón de que, cuando a las dos regresó Ralph para llevarla a la estación, ella no estuviese aún lista. El joven, sin embargo, se encontró en el saloncito a la señorita Stackpole, que acababa de llegar de almorzar y que se apresuró a expresarle su pesar por la enfermedad de su padre.

—Es un gran hombre —dijo—, fiel hasta el final. Si es que es realmente el final… perdone que lo mencione, pero a menudo ha debido de pensar usted en tal posibilidad. Siento mucho no poder estar en Gardencourt.

—Se divertirá mucho más en Bedfordshire.

—Estaré demasiado triste para divertirme en un momento así —dijo Henrietta con mucha delicadeza. Aunque a renglón seguido añadió—: Me gustaría tanto dar cumplida fe de sus últimos momentos.

—Mi padre podría aún vivir mucho tiempo —se limitó a decir Ralph.

Y, a continuación, pasando a asuntos más alegres, se puso a interrogar a la señorita Stackpole sobre su futuro inmediato.

Ahora que Ralph tenía problemas, Henrietta empleó con él un tono mucho más generoso y le dijo que se sentía muy en deuda con él por haberle presentado al señor Bantling.

—Me ha contado las cosas que quiero saber —dijo—, todos los comadreos sociales y todo lo relativo a la familia real. No acabo de estar convencida de que todo lo que me cuenta de la familia real hable mucho en favor de esta, pero él me asegura que eso se debe únicamente a la peculiar forma que tengo de ver las cosas. En fin, yo lo único que quiero es que me relate los hechos y, una vez que los conozca, ya sabré yo interpretarlos con la prontitud necesaria.

Y añadió que el señor Bantling había tenido la bondad de prometerle que iría a buscarla esa tarde para acompañarla.

—¿Para acompañarla adónde? —se aventuró a preguntar Ralph.

—Al palacio de Buckingham. Me lo va a enseñar a fondo, para que pueda hacerme una idea de cómo es la vida en él.

—Ah —dijo Ralph—, la dejamos en buenas manos. Lo siguiente será enterarnos de que la han invitado al castillo de Windsor.

—Si me lo piden, por supuesto que iré. Una vez que empiezo, no tengo miedo de nada. Pero, pese a todo —añadió Henrietta tras un momento—, no estoy contenta, no me siento tranquila con respecto a Isabel.

—¿Cuál ha sido su última fechoría?

—Bueno, como ya le he hablado de esto antes, supongo que no habrá problema si lo hago de nuevo. Yo siempre acabo lo que empiezo. El señor Goodwood estuvo aquí anoche.

Ralph abrió asombrado los ojos; llegó incluso a ruborizarse un poco, un rubor que era muestra de una cierta e intensa emoción. Recordó que Isabel, al separarse de él en Winchester Square, le había negado que el motivo de hacerlo fuese que esperaba recibir una visita en el hotel Pratt, y la sospecha de que lo hubiese engañado le produjo una nueva punzada de dolor. Por otro lado, se dijo de inmediato para sus adentros, ¿por qué motivo tendría que importarle que ella hubiese concertado una cita con un enamorado? ¿Acaso no se había considerado desde siempre una muestra de gracia y encanto que las jóvenes rodeasen de misterio tales encuentros? Ralph respondió con diplomacia a la señorita Stackpole.

—Yo habría pensado que, dadas las opiniones que usted me expresó el otro día, eso la habría llenado de satisfacción.

—¿Que él viniera a verla? Eso salió bien, tal como estaban las cosas. Fue una pequeña artimaña mía; le hice saber que estábamos en Londres y, cuando supe que esa noche saldría a cenar, le hice llegar unas palabras… las que se dirigen a alguien que sabe de qué va el asunto. Le dije que esperaba que la encontrase sola. No voy a negarle que tenía asimismo la esperanza de que usted no apareciese por aquí. Y él vino a verla, pero más le habría valido no haberlo hecho.

—¿Es que Isabel se mostró cruel?

Y el rostro de Ralph se iluminó con el alivio de saber que su prima no lo había engañado.

—No sé con exactitud qué pasó entre ellos. Pero ella no le dio satisfacción alguna: lo mandó de vuelta a Estados Unidos.

—¡Pobre señor Goodwood! —dijo Ralph con un suspiro.

—Por lo que parece, lo único que Isabel quiere es librarse de él —añadió Henrietta.

—¡Pobre señor Goodwood! —repitió Ralph.

La exclamación, no queda más remedio que reconocerlo, fue algo automático y no expresaba con exactitud los pensamientos del joven, que empezaban a ir por otro camino.

—Eso no lo ha dicho como si de verdad lo sintiese. No me creo que le importe.

—Bueno —dijo Ralph—, no debe usted olvidar que yo no conozco a ese joven tan interesante, que nunca lo he visto.

—Pues yo sí que voy a verlo, y voy a decirle que no abandone. Si no creyese que Isabel acabará por dejarse convencer —añadió la señorita Stackpole—, sería yo la que abandonaría. Es decir, prescindiría de ella.

18

Ralph imaginó que, dadas las circunstancias, la despedida entre Isabel y su amiga podría resultar un tanto embarazosa, y bajó a la entrada del hotel sin esperar a su prima, quien, tras una breve demora, apareció con huellas en los ojos, o así lo creyó él, de reproches no aceptados. Los dos hicieron el viaje hasta Gardencourt en un silencio apenas interrumpido, y el criado que los recibió en la estación no tenía mejores noticias que darles acerca del señor Touchett, razón por la que Ralph se congratuló de nuevo por la promesa obtenida de sir Matthew Hope de que tomaría el tren de las cinco y se quedaría a pasar la noche. Al llegar a casa, se enteró de que la señora Touchett no se había separado prácticamente del anciano y de que en ese momento se encontraba con él. Ese hecho hizo que Ralph se dijese para sus adentros que, después de todo, lo que a su madre le habían faltado eran ocasiones propicias. Las naturalezas más preclaras eran aquellas que brillaban con luz propia en los momentos cruciales. Isabel se dirigió a sus aposentos y notó en toda la casa ese marcado silencio que precede a una crisis. Una hora más tarde, sin embargo, bajó en busca de su tía, a la que quería preguntarle por el señor Touchett. Miró en la biblioteca, pero la señora Touchett no se encontraba allí, y dado que el tiempo, que había sido frío y húmedo, se había estropeado ahora por completo, no era probable que hubiera salido a dar su paseo habitual por los jardines. Isabel estaba a punto de hacer sonar la campanilla para enviar recado a los aposentos de la dama cuando tal propósito se esfumó ante un sonido inesperado: el de una música queda que parecía provenir del salón. Sabía que su tía jamás se acercaba al piano, por lo que lo más probable era que el músico fuese Ralph, que tocaba para distraerse. Que en aquel momento hubiese recurrido a un pasatiempo así parecía indicar que la preocupación por el estado de su padre había disminuido; de modo que la joven, con buen humor casi renovado, se encaminó hacia el lugar de donde procedía la música. El salón de Gardencourt era una estancia de grandes dimensiones, y, al hallarse el instrumento situado en el extremo más alejado de la puerta por la que entró, su llegada pasó inadvertida para la persona sentada al piano. Esa persona no era ni Ralph ni su madre: era una dama desconocida para ella, circunstancia que advirtió de inmediato, pese a que la pianista estaba de espaldas a la puerta. Isabel, presa de la sorpresa, contempló un momento aquella espalda ancha y elegantemente vestida. La dama, estaba claro, era una visita que había llegado durante su ausencia y a la que ninguno de los dos sirvientes con los que había hablado desde su regreso, uno de ellos la doncella de su tía, había hecho mención. Isabel, sin embargo, ya había aprendido de cuánta discreción podía ir acompañada la función de recibir órdenes, y era particularmente consciente de la sequedad con que la había tratado la doncella de su tía, entre cuyas manos se había deslizado tal vez con excesiva desconfianza y con aires de poseer un plumaje demasiado lustroso. La llegada de un visitante no era en sí nada desconcertante; ella todavía no se había despojado de la juvenil creencia de que todo nuevo conocido puede resultar una influencia decisiva en la vida. Tras hacerse esas reflexiones, se dio cuenta de que la dama que estaba al piano tocaba extraordinariamente bien. Estaba tocando una pieza de Schubert, Isabel no sabía cuál pero reconoció al compositor, y la interpretación que hacía era muy personal, tocaba como una artista. Isabel se sentó sin hacer ruido en el asiento más próximo y esperó a que la pieza llegase a su fin. Una vez terminada, experimentó un irresistible deseo de darle las gracias a la intérprete, y se levantó del asiento para hacerlo, al mismo tiempo que la desconocida se giraba con rapidez, como si acabase de advertir su presencia.

 

—Esa pieza es muy bella, y su interpretación la embellece todavía más —dijo Isabel con todo el entusiasmo juvenil con el que normalmente entonaba una alabanza sincera.

—¿No cree entonces que pueda haber molestado al señor Touchett? —respondió la pianista con toda la dulzura que un elogio así merecía—. Esta casa es tan grande y sus aposentos están tan lejos que me pareció que podría arriesgarme, sobre todo si tocaba solo… solo du bout des doigts.

«Es francesa —se dijo Isabel para sus adentros—. Habla como si lo fuera». Y esa hipótesis hizo que la dama resultase aún más interesante a ojos de nuestra curiosa heroína.

—Espero que mi tío se encuentre bien —añadió Isabel—. Creo que escuchar una música tan hermosa como esa tendría que hacerle sentirse mejor.

La dama sonrió pero no se mostró de acuerdo.

—Mucho me temo que haya momentos en la vida en los que ni siquiera Schubert nos diga nada. Sin embargo, debemos reconocerlo, son esos nuestros peores momentos.

—En tal caso, yo no me encuentro en uno de ellos —dijo Isabel—. Muy al contrario, me llenaría de alegría que tocase usted un poco más.

—Si eso la complace, lo haré encantada.

Y la complaciente persona se sentó de nuevo al piano e hizo sonar unos cuantos acordes, mientras Isabel tomaba asiento más cerca del instrumento. De repente, la recién llegada se detuvo sin levantar las manos del teclado, y se volvió a medias hasta mirar por encima del hombro. Tenía unos cuarenta años y no era bonita, aunque su expresión resultaba encantadora.

—Disculpe, pero ¿no es usted la sobrina… la joven estadounidense?

—Sí, soy la sobrina de la señora Touchett —respondió Isabel con sencillez.

La dama del piano se quedó inmóvil un rato más, y le dirigió una mirada llena de interés por encima del hombro.

—Está muy bien; somos compatriotas.

Y a continuación empezó a tocar de nuevo.

«Así que no es francesa», murmuró para sí Isabel; y como su hipótesis anterior la había revestido de un aire romántico, podría haberse supuesto que esta nueva revelación le provocase desencanto. Pero no fue así, pues el hecho de que una dama tan interesante fuese estadounidense parecía más singular que si hubiese sido francesa.

La dama tocaba igual que lo había hecho antes, con suavidad y solemnidad, y mientras lo hacía, la oscuridad aumentó en la estancia. Las sombras crepusculares del otoño la invadieron, y desde donde se encontraba Isabel vio cómo la lluvia, que caía ahora con fuerza, anegaba el frío césped y cómo el viento sacudía los frondosos árboles. Por fin, cuando acabó de tocar, su acompañante se levantó y se le acercó sonriente, antes de que Isabel tuviese tiempo de darle de nuevo las gracias.

—No sabe cuánto me alegro de que haya vuelto —dijo—; he oído hablar tanto de usted.

Isabel pensó que era una persona muy agradable, pero aun así habló con cierta brusquedad al responder a esas palabras.

—¿Quién le ha hablado de mí?

La desconocida vaciló tan solo un instante, y después respondió:

—Su tío. Llevo tres días aquí, y el primer día me permitió que fuese a hacerle una visita a su habitación y me estuvo hablando todo el tiempo de usted.

—Teniendo en cuenta que no me conocía, debió usted de aburrirse bastante.

—Lo que me entraron fueron ganas de conocerla. Sobre todo porque desde entonces, al pasar su tía tanto tiempo con el señor Touchett, he estado muy sola y he acabado bastante aburrida de mi propia compañía. No he escogido un buen momento para venir de visita.

Había entrado un criado con las lámparas, seguido por otro que portaba la bandeja del té. Al parecer, habían informado a la señora Touchett de que se iba a servir dicho refrigerio, ya que apareció en ese momento y se dirigió sin más a la tetera. No hubo prácticamente diferencia alguna entre el saludo que dirigió a su sobrina y el gesto con que levantó la tapa del recipiente para echar una ojeada a su contenido: en ninguno de los dos casos habría sido apropiado mostrar excesiva vehemencia. Al preguntarle por su marido, no pudo responder que se encontrase mejor; pero el médico local estaba ahora con él, y tenían muchas esperanzas en que la consulta de dicho caballero con sir Matthew Hope sirviese para despejar dudas.

—Imagino que ustedes dos ya se habrán presentado —prosiguió la señora Touchett—. Si no ha sido así, les recomiendo que lo hagan, ya que mientras Ralph y yo sigamos junto a la cabecera del señor Touchett, es probable que no disfruten de más compañía que la mutua.

—No sé nada de usted, aparte de que es una gran pianista —dijo Isabel a la visitante.

—Hay muchísimas más cosas que saber de ella —dijo la señora Touchett con aquel tono suyo un tanto seco.

—Estoy segura de que hay muy poco de mí que pueda interesarle a la señorita Archer —dijo la dama con una leve carcajada—. Soy una vieja amiga de su tía. He vivido mucho tiempo en Florencia. Soy madame Merle.

Hizo este último anuncio como si estuviese refiriéndose a una persona cuya identidad fuese bastante conocida. Sin embargo, a Isabel aquel nombre le decía más bien poco; pero lo que sí seguía pensando era que madame Merle era la persona de modales más encantadores que había conocido en su vida.

—Pese a su nombre, no es extranjera —dijo la señora Touchett—. Nació en… siempre se me olvida dónde nació usted.

—Pues entonces no merece la pena que se lo diga.

—Todo lo contrario —dijo la señora Touchett, a quien rara vez se le escapaba algo que no respondiera a la lógica—; si yo lo recordase, entonces sí que resultaría completamente superfluo.

Madame Merle miró a Isabel con una sonrisa cosmopolita, del tipo que traspasa fronteras.

—Nací a la sombra de nuestra enseña nacional.

—Le gusta demasiado el misterio —dijo la señora Touchett—, ese es su gran defecto.

—Ah —exclamó madame Merle—, yo tengo grandes defectos, pero no creo que ese sea uno de ellos; ciertamente no es el peor. Vine al mundo en el astillero naval de Brooklyn. Mi padre era un oficial de alta graduación de la Marina de Estados Unidos, y por aquel entonces disfrutaba de un cargo, de un cargo de mucha responsabilidad, en dichas instalaciones. Supongo que el mar tendría que encantarme, pero lo odio. Por eso no regreso a Estados Unidos. Adoro la tierra firme; lo que de verdad importa es amar algo.