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100 Clásicos de la Literatura

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—¿Tan buena crees que soy?

—No, pero, de todas formas, eres exigente, sin la excusa de creerte buena. Sin embargo, diecinueve de cada veinte mujeres, hasta las más exigentes, se habrían conformado con Warburton. Tal vez no sepas cómo lo han perseguido.

—No quiero saberlo. Sin embargo, creo recordarlo —dijo Isabel—, un día que estábamos hablando de él, tú mencionaste la existencia de ciertas peculiaridades.

Ralph reflexionó mientras apuraba el cigarrillo.

—Espero que lo que entonces dije no te haya influido, porque no era a defectos a lo que yo me refería, sino simplemente a las particularidades de su posición. Si hubiese sabido que él quería casarse contigo, jamás habría aludido a ellas. Creo que lo que dije fue que, en lo que concierne a su posición, él era más bien escéptico. Habría estado en tus manos convertirlo en un creyente.

—No lo creo. Yo no entiendo de esos asuntos, y no soy consciente de tener ninguna misión de ese tipo. Es evidente que tú te sientes decepcionado —añadió Isabel, mirando a su primo con ternura y pesar—. Te habría gustado que hubiese contraído matrimonio con él.

—En absoluto. No albergo ningún deseo con respecto a ese asunto. No tengo la pretensión de darte ningún consejo, y me contento con observarte… con el más profundo interés.

Isabel exhaló un suspiro un tanto deliberado.

—¡Ojalá me encontrase yo igual de interesante de lo que me encuentras tú!

—De nuevo, en eso no eres sincera: te encuentras a ti misma extremadamente interesante. Sin embargo, ¿sabes una cosa? —dijo Ralph—, si es cierto que la respuesta que le has dado a Warburton es la definitiva, me alegro mucho de que haya sido esa. No estoy diciendo que me alegre por ti; ni mucho menos, claro está, que lo haga por él. Me alegro por mí.

—¿Es que estás pensando en proponerme matrimonio?

—En absoluto. Desde el punto de vista del que hablo, eso sería fatal: sería matar a la gallina de los huevos de oro, y para hacer una tortilla antes hay que romper los huevos. Utilizo al animal como símbolo de mis descabelladas ilusiones. Lo que quiero decir es que pienso disfrutar de la emoción de ver qué hace una joven que rechaza casarse con lord Warburton.

—Eso es con lo que cuenta también tu madre —dijo Isabel.

—¡Ah, es que va a haber un montón de espectadores! Vamos a estar muy pendientes del resto de tu trayectoria. Yo no podré verla hasta el final, pero lo más probable es que vea los años más interesantes. Por supuesto, si te casaras con nuestro amigo, también tendrías una trayectoria, una muy decente; de hecho, una muy brillante. Pero, hablando en términos relativos, sería un poco prosaica. Estaría definida por adelantado; carecería de elementos inesperados. Como sabes, yo siento una debilidad extrema por lo inesperado, y ahora que tú has decidido continuar en la partida, confío en que nos proporciones algún espléndido ejemplo de ello.

—No alcanzo a comprenderte del todo —dijo Isabel—, pero sí lo suficiente para poder decir que si esperas que yo te dé ejemplos espléndidos de algo, voy a decepcionarte.

—Solo ocurrirá tal cosa si te decepcionas a ti misma, y contigo eso sería algo muy difícil.

Isabel no respondió directamente a tales palabras; había en ellas una parte de verdad que merecía una reflexión. Por fin, dijo con brusquedad:

—No veo qué hay de malo en no tener deseos de atarme. No quiero empezar la vida casándome. Hay otras cosas que una mujer puede hacer.

—No hay nada que pueda hacer tan bien. Pero, claro, tú tienes muchas facetas.

—Con tener dos es suficiente —dijo Isabel.

—¡Tú eres el más encantador de los poliedros! —exclamó su acompañante. Sin embargo, ante la mirada de ella se puso serio, y para demostrarlo añadió—: Tú quieres vivir la vida y, como dicen los jóvenes, que te cuelguen si no lo haces.

—No creo que yo quiera vivirla de la misma forma que quieren hacerlo los jóvenes. Pero sí que quiero ver lo que pasa a mi alrededor.

—Quieres apurar la copa de la experiencia.

—No, no tengo deseos de apurar la copa de la experiencia. ¡Es una bebida envenenada! Lo único que quiero es ver las cosas por mí misma.

—Quieres verlo, pero no sentirlo —apuntó Ralph.

—No creo que si se es una criatura sensible se pueda hacer tal distinción. Yo soy muy parecida a Henrietta. El otro día, cuando le pregunté si le apetecía casarse, su respuesta fue: «No hasta que haya visto Europa». Yo tampoco quiero casarme hasta haber visto Europa.

—Es evidente que esperas que alguna testa coronada caiga rendida ante ti.

—No, eso sería peor que casarse con lord Warburton. Pero está haciéndose de noche —continuó Isabel—, y tengo que volver.

Se levantó de su sitio, pero Ralph continuó sentado, sin dejar de mirarla. Al ver que él no se movía, Isabel se detuvo y entre los dos se cruzó una mirada, llena en ambos casos, pero sobre todo en el de Ralph, de declaraciones demasiado vagas para expresarlas con palabras.

—Has respondido a mi pregunta —dijo el joven al fin—. Me has dicho lo que quería saber. Te estoy enormemente agradecido.

—Me parece a mí que te he dicho poca cosa.

—Me has dicho las cosas importantes: que el mundo te interesa y que quieres lanzarte a él.

Los ojos plateados de Isabel refulgieron un instante en la penumbra.

—Nunca he dicho semejante cosa.

—Creo que era eso lo que querías decir. No lo refutes. ¡Es muy hermoso!

—No sé qué es lo que tratas de atribuirme, ya que no soy en absoluto un espíritu aventurero. Las mujeres no son como los hombres.

Ralph se levantó despacio de su asiento y caminaron juntos hasta la cancela de entrada a la plaza.

—No —dijo—; las mujeres rara vez alardean de su valor. Los hombres sí que lo hacen con cierta frecuencia.

—Los hombres pueden alardear de él porque lo tienen.

—También las mujeres lo tienen. Tú tienes mucho.

—El suficiente para regresar en coche al hotel Pratt, pero no más.

Ralph abrió la cancela y, una vez que hubieron salido, la cerró de nuevo.

—Vamos a buscarte un coche —dijo; y cuando se encaminaban a una calle cercana en la que había más posibilidades de encontrar uno, le preguntó una vez más si no podía acompañarla para dejarla sana y salva en el hotel.

—De ninguna manera —respondió ella—; estás muy cansado. Debes volver a casa e irte a la cama.

Encontraron un coche. Ralph la ayudó a subir y se quedó un momento junto a la portezuela.

—Cuando la gente se olvida de que soy una pobre criatura, a menudo me incomoda —dijo—, pero es aún peor cuando me lo recuerdan.

16

Isabel no albergaba ningún motivo oculto para negarse a que Ralph la acompañase al hotel; simplemente le parecía que en los últimos días había consumido una cantidad desmesurada de su tiempo, y el espíritu independiente de la joven estadounidense, a la que un exceso de ayuda empujaba a adoptar una actitud que al final le resultaba «afectada», la había impulsado a decidir que durante unas cuantas horas debía bastarse a sí misma. Además, sentía gran inclinación por vivir momentos en soledad, algo que, desde su llegada a Inglaterra, apenas había podido satisfacer. Era un lujo del que siempre había podido disfrutar en su casa y que conscientemente se había estado negando. Esa noche, sin embargo, tuvo lugar un incidente que, si hubiera habido allí un crítico para tomar nota, habría dejado sin argumentos la teoría de que el deseo de estar completamente a solas era lo que la había impulsado a prescindir de la compañía de su primo. Hacia las nueve de la noche, sentada bajo la tenue iluminación del hotel Pratt y tratando de enfrascarse, con la ayuda de dos largas velas, en la lectura de un volumen que había traído consigo de Gardencourt, no lograba leer otras palabras que unas que no estaban impresas en la página: las palabras que Ralph le había dicho esa tarde. De repente, sonaron en la puerta los nudillos muy quedos de un camarero, lo que sirvió de preludio a la entrega, casi como si de un trofeo glorioso se tratase, de una tarjeta de visita. Cuando ante su mirada fija se dibujó en la cartulina el nombre del señor Caspar Goodwood, Isabel dejó al hombre allí plantado y esperando sin comunicarle sus deseos.

—¿Quiere que haga subir al caballero, señora? —preguntó el hombre con una inflexión que parecía querer alentarla.

Isabel seguía vacilante y, mientras dudaba, se miró en el espejo.

—Hágalo pasar —dijo al fin, y lo esperó tratando más de fortalecer el espíritu que de alisarse el cabello.

Al cabo de un momento, Caspar Goodwood estaba estrechándole la mano, pero sin decir nada hasta que el sirviente hubo abandonado la estancia.

—¿Por qué no ha contestado usted a mi carta? —preguntó entonces él, en tono rápido, rotundo y un tanto perentorio, el tono de un hombre cuyas preguntas estaban normalmente cargadas de intención y que era capaz de ser muy insistente.

Isabel respondió con otra pregunta pronta:

—¿Cómo sabía usted que me encontraba aquí?

—Me lo comunicó la señorita Stackpole —dijo Caspar Goodwood—. Me dijo que lo más probable era que se encontrase usted sola esta noche y que estaría dispuesta a verme.

—¿Dónde se ha visto con usted para… para decirle eso?

—No se ha visto conmigo; me escribió.

Isabel se quedó en silencio; ninguno de los dos se había sentado, y permanecían en pie con aire desafiante, o cuando menos de contención.

—Henrietta nunca me dijo que se estaba escribiendo con usted —dijo ella al fin—. No es muy correcto de su parte.

—¿Es que le resulta tan desagradable verme? —preguntó el joven.

 

—No me lo esperaba. Y no me gustan las sorpresas de este tipo.

—Pero usted sabía que me encontraba en la ciudad. Era natural que nos encontráramos.

—¿Considera usted esto un encuentro? Yo esperaba no verlo. En un lugar tan grande como Londres me parecía muy posible.

—Por lo que parece, hasta escribirme le resultaba repugnante —prosiguió su visitante.

Isabel no respondió; la sensación de la traición de Henrietta Stackpole, como la consideró en aquel momento, era muy intensa en su interior.

—Está claro que Henrietta no es precisamente un modelo de delicadeza —comentó con amargura—. Se ha tomado demasiadas libertades.

—Supongo que yo tampoco soy ningún modelo, ni de esas ni de otras virtudes. La culpa es tanto mía como suya.

Al mirarle, Isabel tuvo la impresión de que la mandíbula de él nunca había sido más cuadrada. Eso podría haberle resultado desagradable, pero su reacción fue muy distinta.

—No, la culpa no es tanto suya como de ella. Supongo que, tratándose de usted, lo que ha hecho era inevitable.

—¡Desde luego que lo era! —exclamó Caspar Goodwood con risa forzada—. Y ahora que ya estoy aquí, ¿puedo quedarme?

—Puede sentarse, por supuesto.

Isabel regresó a su asiento, mientras que su visitante se acomodó en el primer sitio que encontró, como haría cualquier hombre acostumbrado a prestar poca atención a ese tipo de detalles.

—Me he pasado los días esperando su respuesta a mi carta. Podría haberme escrito siquiera unas líneas.

—No fue la molestia de escribir lo que me impidió hacerlo; igual me hubiese costado escribirle una página que cuatro. Pero mi silencio era intencionado —dijo Isabel—. Pensé que era lo mejor.

El joven mantuvo los ojos clavados en los de ella mientras hablaba; después bajó la mirada y la fijó en un punto de la alfombra, como si estuviese haciendo un gran esfuerzo para no decir más de lo debido. Era un hombre fuerte que había dado un paso en falso, y tenía la agudeza suficiente para darse cuenta de que una exhibición gratuita de dicha fuerza no haría sino poner de relieve la falsedad de ese paso. Isabel era perfectamente capaz de sacar partido de una persona en la situación de su pretendiente, y aunque no estuviese muy deseosa de lanzárselo a la cara, podría darse el gusto de decirle: «Usted sabe bien que no debería haberme escrito», y de decírselo con aire de triunfo.

Caspar Goodwood alzó de nuevo los ojos hasta encontrarse con los de ella, y parecieron refulgir tras la visera de un casco. Tenía un profundo sentido de la justicia y estaba dispuesto en todo momento, en aquel o en cualquier otro, a defender la cuestión de sus derechos.

—Usted dijo que esperaba no volver jamás a tener noticias mías, lo sé. Pero yo nunca acepté como propia una imposición de esas características. Le advertí de que muy pronto las tendría.

—Yo no dije que no quería volver a saber nunca más de usted —dijo Isabel.

—Pues entonces querría decir en los próximos cinco años, o en diez o en veinte. Para el caso, es lo mismo.

—¿Eso cree? A mí me parece que hay una gran diferencia. Yo soy capaz de imaginar que dentro de diez años podríamos mantener una correspondencia muy agradable. Para entonces habré mejorado mi estilo epistolar.

Desvió la mirada mientras pronunciaba aquellas palabras, consciente de que tenían un matiz mucho menos serio que el semblante de su interlocutor. Sus ojos, sin embargo, volvieron de nuevo hacia él, justo en el momento en que, sin venir mucho a cuento, le preguntaba:

—¿Está disfrutando de la visita a su tío?

—Muchísimo, por supuesto. —Hizo una pausa, para después soltarle—: ¿Qué espera usted ganar insistiendo?

—Espero no perderla.

—No tiene ningún derecho a hablar de perder lo que no le pertenece. E incluso aunque usted tenga otro punto de vista —añadió Isabel—, debería saber cuándo hay que dejar a alguien en paz.

—Le desagrado a usted muchísimo —dijo Caspar Goodwood con tristeza, no con ánimo de provocar en ella compasión hacia un hombre consciente de un hecho tan descorazonador, sino más bien para dejárselo bien claro a sí mismo y actuar en consecuencia teniendo aquello muy presente.

—Sí, no me agrada usted en absoluto. En este momento, no encaja de ninguna manera, y lo peor es que querer comprobarlo de esta forma es bastante innecesario.

No era ciertamente que la naturaleza de él fuese tan débil como para sacarle sangre con el pinchazo de un alfiler; y ya desde el primer momento de su relación con él, y tras haber tenido que defenderse frente a cierta actitud suya de saber lo que a ella le convenía mejor que ella misma, había aceptado el hecho de que la franqueza absoluta era su mejor arma. Intentar no herir su sensibilidad o escabullirse de él esquivándolo, tal como podía hacerse con otro hombre que se interceptase en su camino con menor porfía, algo así, en el caso de Caspar Goodwood, que se aferraba a cuanto se le ofrecía, fuese esto lo que fuese, no era sino desperdiciar la agilidad de uno. No era que él no pudiese ser susceptible, pero su pasividad exterior, al igual que su actividad, era de gran dureza, y se podía contar siempre con la seguridad de que, cuando hubiese necesidad de ello, se curaría las heridas él solo. E Isabel, pese a calibrar las posibles penas y dolores que él pudiera sufrir, recuperó la antigua sensación de que Goodwood tenía una coraza natural, de que estaba blindado y armado fundamentalmente para repeler cualquier agresión.

—Me resulta imposible hacerme a la idea —se limitó a decir él.

Y había en esas palabras una peligrosa generosidad, pues Isabel era consciente de que bien podía recordarle él que no siempre lo había encontrado desagradable.

—A mí también me resulta imposible, y no es esa la situación que debería existir entre nosotros. Si tan solo pudiese borrarme de su mente unos cuantos meses, volveríamos a llevarnos bien de nuevo.

—Comprendo. Si yo dejase de pensar en usted por completo durante un tiempo determinado, descubriría que podría seguir sin hacerlo indefinidamente.

—Indefinidamente es más de lo que le estoy pidiendo. Es más incluso de lo que a mí me gustaría.

—Sabe que lo que pide es imposible —dijo el joven, empleando el adjetivo como algo irrefutable, cosa que a ella le resultó irritante.

—¿Es que es usted incapaz de hacer un esfuerzo calculado? —preguntó—. Es fuerte para todo lo demás, ¿por qué razón no iba a serlo para esto?

—¿Un esfuerzo calculado con qué fin? —Y al instante, mientras ella retardaba el ataque, añadió—: Con respecto a usted, soy incapaz de hacer nada, salvo estar endemoniadamente enamorado. Y cuanto más fuerte es uno, con más fuerza ama.

—En eso tiene mucha razón. —Y no cabe duda de que nuestra joven heroína percibía aquella fuerza, como arrojada en medio de la inmensidad de la verdad y la poesía, casi como un señuelo para su imaginación. Pero se repuso con rapidez—. Piense en mí o no, lo que le resulte más fácil. Solo quiero que me deje en paz.

—¿Hasta cuándo?

—Pues uno o dos años.

—¿Cuántos años exactamente? Entre uno y dos hay una tremenda diferencia.

—Digamos que dos, entonces —dijo Isabel con estudiado aire de vehemencia.

—¿Y qué voy a ganar yo con ello? —preguntó su amigo sin dar señales de amilanarse.

—Hará que le quede en extremo agradecida.

—¿Y cuál será mi recompensa?

—¿Necesita que se le recompense un acto de generosidad?

—Sí, cuando entraña un enorme sacrificio.

—No hay generosidad sin sacrificio. Los hombres no entienden esas cosas. Si usted hace ese sacrificio, contará con toda mi admiración.

—Me importa un bledo su admiración… me trae sin cuidado, si no obtengo nada a cambio. ¿Cuándo se casará usted conmigo? Esa es la única pregunta.

—Jamás, si continúa haciéndome sentir como ahora.

—¿Qué salgo ganando entonces por no tratar de hacerla sentir de otra manera?

—Saldrá ganando lo mismo que si sigue molestándome sin cesar. —Gaspar Goodwood bajó la mirada una vez más y contempló un momento la copa de su sombrero. Un rubor intenso se extendió por su rostro; Isabel vio que su dureza al fin había hecho mella en él. De inmediato, aquello adquirió para ella el valor de algo clásico, romántico, redentor… ¿qué sabía? «El dolor del hombre fuerte» era una de las categorías del atractivo humano, por poco que fuese el encanto que de él se desprendiera en ese caso concreto—. ¿Por qué me obliga a decirle estas cosas? —preguntó con voz temblorosa—. Yo solo quiero mostrarme amable, ser de lo más bondadosa. No me resulta agradable que haya personas que se interesen por mí y que tenga que ser yo la que se vea obligada a intentar disuadirlas. Creo que también les corresponde a los demás mostrarse considerados; cada uno tiene que juzgar por sí mismo. Yo sé que usted es considerado, todo lo considerado que puede ser, y que cuenta con buenas razones para hacer lo que está haciendo. Pero lo cierto es que no siento deseos de casarme, ni tampoco de hablar del asunto en este momento. Lo más probable es que no lo haga nunca… no, jamás. Tengo perfecto derecho a opinar así, y no está bien presionar a una mujer con tanta insistencia, instarla a ir en contra de su voluntad. Si le causo dolor, solo puedo decir que lo siento mucho. No es culpa mía, no puedo casarme con usted simplemente por complacerle. No le diré que siempre seré su amiga, porque cuando las mujeres dicen eso, en situaciones así, se interpreta, creo, como una especie de burla. Pero trate de comprobarlo algún día.

Durante este parlamento, Caspar Goodwood había mantenido la mirada fija en la etiqueta con el nombre de su sombrerero, y no la alzó de nuevo hasta algún tiempo después de que ella hubiese cesado de hablar. Cuando lo hizo, descubrió en el rostro sonrosado de Isabel una expresión tan sincera y encantadora que no hizo sino aumentar su confusión al tratar de analizar sus palabras.

—Me vuelvo a casa… lo haré mañana… la dejaré en paz —acertó a decir al fin—. Solo que… —añadió con pesadumbre—, odio tener que dejar de verla.

—No tema. No haré nada malo.

—Estoy tan seguro como de que estoy aquí sentado de que se casará con otro —declaró Caspar Goodwood.

—¿Le parece esa una acusación justa?

—¿Por qué no? Habrá infinidad de hombres que lo intenten.

—Acabo de decirle que no siento deseos de casarme y que tengo casi total certeza de que jamás lo haré.

—Ya lo sé, y me ha gustado eso de «casi total certeza». No tengo fe alguna en lo que acaba de decir.

—Muchísimas gracias. ¿Me está acusando de mentir para librarme de usted? Dice unas cosas de gran delicadeza.

—¿Y por qué no iba a decirlas? Usted no me ha dado garantías de nada.

—¡Hasta ahí podíamos llegar!

—Quizá se crea incluso a salvo… a fuerza de desearlo. Pero no es así —continuó el joven, como preparándose para lo peor.

—Muy bien, pues. Digamos que no estoy a salvo. Como usted quiera.

—De todas formas —dijo Caspar Goodwood—, no sé si podría impedirlo aunque no la perdiese de vista.

—¿De veras no lo sabe? Después de todo, yo le tengo mucho miedo. ¿Es que cree que soy tan fácil de contentar? —preguntó Isabel de repente, cambiando de tono.

—No, no lo creo. Y trataré de consolarme con eso. Pero no cabe duda de que en el mundo hay un buen número de hombres deslumbrantes; y con que solo hubiese uno sería suficiente. El más deslumbrante de todos irá derecho a por usted. Usted se asegurará de no aceptar a nadie que no lo sea.

—Si con deslumbrante quiere decir de inteligencia brillante —dijo Isabel—, y no imagino qué otra cosa querría decir, yo no necesito la ayuda de un hombre inteligente que me enseñe cómo vivir. Soy capaz de descubrirlo por mí misma.

—¿De descubrir cómo vivir en soledad? Espero que, cuando lo haya hecho, me enseñe a mí.

Isabel lo miró un instante, y a continuación dijo con una fugaz sonrisa:

—¡Ah, usted sí que debería casarse!

Habrá que perdonar a Caspar Goodwood si por un instante aquella exclamación le sonó a algo infernal, y no tenemos constancia de que el motivo de Isabel para dispararle semejante dardo estuviese muy claro. De lo que sí estaba segura es de que él no debería mostrarse hambriento, desesperado.

—¡Que Dios la perdone! —murmuró el joven entre dientes, al tiempo que se daba la vuelta para marcharse.

El énfasis de Isabel la había puesto un poco en evidencia, y tras un momento ella sintió la necesidad de aclarar su posición. La forma más fácil de hacerlo era colocarlo en el lugar que había ocupado ella.

 

—Está siendo terriblemente injusto conmigo, habla usted de lo que no sabe —le espetó—. Yo no sería una presa fácil, ya lo he demostrado.

—Está claro que a mí, sí.

—También se lo he demostrado a otros. —Y se detuvo un instante—. La semana pasada rechacé una proposición de matrimonio, una de esas que, sin duda, se consideran deslumbrantes.

—Me alegro mucho de saberlo —dijo el joven con gravedad.

—Era una proposición que muchas jóvenes habrían aceptado; tenía todo para hacerla recomendable. —Isabel no se había propuesto contar la historia, pero, ahora que había empezado, la satisfacción de hablar con franqueza y de hacerse justicia se apoderó de ella—. Me ofreció una inmejorable posición y una inmensa fortuna… una persona que me gusta extraordinariamente.

Caspar la contempló con profundo interés.

—¿Se trata de un inglés?

—De un noble inglés —dijo Isabel.

Su visitante recibió el anuncio en silencio en un principio, pero después dijo:

—Me alegro de que se haya quedado decepcionado.

—Pues, en ese caso, ya que tiene compañeros de infortunio, consuélese.

—Yo no puedo considerarlo un compañero —dijo Caspar con tristeza.

—¿Por qué no, si yo rechacé de plano su ofrecimiento?

—Eso no lo convierte en compañero mío. Además, es un inglés.

—¿Es que los ingleses no son seres humanos? —preguntó Isabel.

—¿Quién, esa gente? Esos no forman parte de mi humanidad, y me trae sin cuidado lo que les suceda.

—Está usted muy enojado —dijo la joven—. Ya hemos hablado del asunto más que suficiente.

—Claro que estoy muy enojado. ¡De eso me declaro culpable!

Isabel se alejó de él, se dirigió a la ventana abierta y se quedó un momento contemplando el oscuro vacío de la calle, en la que una mortecina farola de gas representaba la única animación social. Durante algún tiempo, ninguno de los dos jóvenes habló. Caspar permaneció junto a la chimenea con la mirada triste fija en ella. Isabel prácticamente le había pedido que se fuese, lo sabía; pero aun a riesgo de resultar odioso, tenía que mantenerse firme. La joven era una necesidad que había alimentado demasiado para renunciar fácilmente a ella, y había cruzado el océano con el único propósito de arrancarle aunque fuera una mínima promesa. Al fin, la joven se apartó de la ventana y se plantó ante él.

—Me hace usted muy poca justicia, después de todo lo que acabo de contarle. Me arrepiento de habérselo dicho, ya que a usted le importa tan poco.

—¡Ah, estaba usted pensando en mí cuando lo hizo!

Y se interrumpió al instante, por miedo a que ella contradijese un pensamiento tan feliz.

—Estaba pensando un poco en usted —dijo Isabel.

—¿Un poco? No lo entiendo. Si el saber lo que siento por usted influyó algo en su decisión, decir que pensaba «un poco» en mí no es algo para tener muy en cuenta.

Isabel negó con la cabeza como si quisiese desechar un error garrafal.

—He rechazado al más bondadoso y noble de los caballeros. Confórmese con eso.

—En tal caso, se lo agradezco —dijo Caspar Goodwood con gravedad—. Se lo agradezco inmensamente.

—Y ahora será mejor que se vaya.

—¿Me deja que vuelva a verla?

—Creo que será mejor que no. Querrá usted volver a hablar de esto y, como ve, no conduce a nada.

—Le prometo que no diré ni una sola palabra que pueda molestarla.

Isabel reflexionó un momento y después respondió:

—Dentro de un par de días regreso a casa de mi tío, y no puedo proponerle que vaya usted allí. No tendría demasiada lógica.

Caspar Goodwood, por su parte, se quedó pensando.

—Usted también tiene que hacerme justicia a mí. Recibí una invitación para ir a casa de su tío hace más de una semana, y la decliné.

Isabel dejó traslucir su sorpresa.

—¿De quién era la invitación?

—Del señor Ralph Touchett, quien imagino es primo suyo. La decliné porque no contaba con autorización de usted para aceptarla. Al parecer, la idea de que el señor Touchett me invitase fue cosa de la señorita Stackpole.

—Desde luego, no salió de mí. La verdad es que Henrietta ha ido demasiado lejos.

—No sea demasiado dura con ella… esto es por mí.

—No; si usted declinó la invitación, hizo lo correcto, y yo se lo agradezco.

E Isabel experimentó un estremecimiento de horror al pensar que lord Warburton y Caspar Goodwood podrían haber coincidido en Gardencourt: habría resultado de lo más embarazoso para lord Warburton.

—Cuando se vaya de casa de su tío, ¿adónde irá? —preguntó su acompañante.

—Me iré de viaje con mi tía, a Florencia y otros lugares.

La serenidad con que lo anunció hizo que al joven se le helara el corazón; le pareció verla arrastrada a una órbita de la que él quedaba excluido sin remedio. No obstante, continuó de inmediato con sus preguntas.

—¿Y cuándo regresará a Estados Unidos?

—Quizá no lo haga en mucho tiempo. Soy muy feliz aquí.

—¿Piensa renunciar a su país?

—¡No sea criatura!

—Bueno, lo que sí está claro es que la perderé de vista.

—No lo sé —respondió Isabel de forma un tanto grandilocuente—. El mundo, con todos esos lugares tan organizados y tan próximos unos de otros, da la impresión de ser bastante pequeño.

—¡Pues a mí me parece excesivamente grande! —exclamó Caspar con una sencillez que a nuestra joven dama le habría parecido conmovedora de no haber tomado la resolución de no hacer ningún tipo de concesiones.

Tal actitud era parte de un sistema, de una teoría que Isabel había abrazado en los últimos tiempos, y para no quedarse a medias, añadió tras un momento:

—No me considere dura si le digo que es precisamente eso, estar lejos de su vista, lo que yo quiero. Si estuviese usted cerca, tendría la sensación de que me estaba vigilando, y a mí eso no me agrada. Amo demasiado mi libertad. Si hay algo en el mundo que de verdad estimo —prosiguió empleando de nuevo un ligero tono altisonante— es mi independencia personal.

Sin embargo, el tono de superioridad con el que pronunció aquellas palabras no hizo sino despertar la admiración de Caspar Goodwood; nada en toda aquella grandilocuencia le causó rechazo. Jamás se la había imaginado carente de alas y sin necesidad de moverse con absoluta libertad; él, con sus largos brazos y sus grandes zancadas, no sentía temor alguno de aquella fuerza que había en ella. Si con aquellas palabras Isabel se había propuesto causarle alguna conmoción, había errado su objetivo y lo único que había conseguido era hacerle sonreír al ver que en algo estaban de acuerdo.

—¿Quién tendría menos deseos de coartar su libertad que yo? ¿Qué puede proporcionarme más placer que saberla completamente independiente y haciendo lo que le apetece? Es para hacerla independiente por lo que quiero casarme con usted.

—Ese es un hermoso sofisma —dijo la joven con una sonrisa aún más hermosa.

—Una mujer soltera, una joven de su edad, no es independiente. Hay toda una serie de cosas que no puede hacer. Tropieza con obstáculos a cada paso.

—Eso dependerá de cómo considere la cuestión —respondió Isabel con mucho brío—. Yo ya no estoy en mi primera juventud; puedo hacer lo que me parezca… pertenezco más bien a la categoría de personas independientes. No tengo padre ni madre; soy pobre y de carácter serio; no soy bonita. Por consiguiente, no estoy obligada a ser tímida ni convencional; de hecho, esos son lujos que no puedo permitirme. Además, trato de juzgar las cosas por mí misma; creo que es mejor equivocarse al juzgar que no hacer ningún juicio. No quiero ser una mera oveja en el rebaño; quiero elegir mi propio destino y conocer los asuntos humanos más allá de lo que otros consideran correcto contarme. —Se interrumpió un momento, pero no lo suficiente para darle tiempo a su interlocutor a responder. Este parecía a punto de hacerlo cuando ella añadió—: Deje que le diga una cosa, señor Goodwood: es usted muy amable al decir que tiene miedo de que me case. Si alguna vez le llega el rumor de que estoy a punto de hacerlo (las jóvenes estamos expuestas a que se digan esas cosas de nosotras), recuerde lo que le he dicho sobre mi amor a la libertad y opte por ponerlo en duda.