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100 Clásicos de la Literatura

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—¿Es cierto que se va usted a Londres?

—Creo que ya está todo dispuesto.

—¿Y cuándo volverá?

—Dentro de unos días, pero probablemente sea solo por poco tiempo. Me marcho a París con mi tía.

—Entonces, ¿volveré a verla?

—No en una buena temporada —dijo Isabel—. Pero espero que volvamos a vernos algún día.

—¿De verdad lo espera?

—Mucho.

Lord Warburton dio unos cuantos pasos en silencio; a continuación se detuvo y le ofreció la mano.

—Adiós.

—Adiós —dijo Isabel.

La señorita Molyneux la besó de nuevo, y ella esperó a que ambos se fuesen. Después, sin reunirse de nuevo con Henrietta y Ralph, se retiró a sus aposentos, donde, antes de la cena, la encontró la señora Touchett, que se había detenido de camino al salón.

—Debo decirte —dijo la dama— que tu tío me ha informado de tus relaciones con lord Warburton.

Isabel se quedó pensativa.

—¿Relaciones? Apenas se las puede llamar relaciones. Eso es la parte más extraña del asunto: no me ha visto más que en tres o cuatro ocasiones.

—¿Por qué se lo contaste a tu tío en vez de decírmelo a mí? —preguntó la señora Touchett con tono indiferente.

La joven titubeó de nuevo.

—Porque él conoce mejor a lord Warburton.

—Sí, pero yo te conozco mejor a ti.

—No estoy segura de eso —dijo Isabel sonriendo.

—Yo tampoco, después de todo; especialmente cuando me miras con ese aire de suficiencia. Cualquiera diría que estás tremendamente satisfecha de ti misma y que te has llevado un premio. Imagino que si has rechazado una oferta como la de lord Warburton es porque esperas que te hagan una mejor.

—¡Seguro que mi tío no ha dicho eso! —exclamó Isabel sin perder la sonrisa.

15

Se había acordado que las dos jóvenes fuesen a Londres bajo la supervisión de Ralph, aunque a la señora Touchett el plan le agradaba bien poco. Era exactamente la clase de plan, dijo, que se le ocurriría sugerir a la señorita Stackpole, y preguntó si la corresponsal del Interviewer iba a llevar al grupo a alojarse a su casa de huéspedes preferida.

—A mí me trae sin cuidado dónde nos lleve a alojarnos, con tal de que haya color local —dijo Isabel—. Para eso es para lo que vamos a Londres.

—Supongo que cuando una joven ha rechazado a un lord inglés, puede hacer cualquier cosa —replicó su tía—. Después de eso, para qué va a andarse con chiquitas.

—¿Le habría gustado que me casase con lord Warburton? —preguntó Isabel.

—Por supuesto que sí.

—Yo creía que usted detestaba a los ingleses.

—Y así es; razón de más para utilizarlos.

—¿Es esa su idea del matrimonio?

E Isabel se aventuró a añadir que no parecía que su tía hubiese utilizado mucho al señor Touchett.

—Tu tío no es un noble inglés —dijo la señora Touchett—, aunque de haberlo sido, lo más probable es que me hubiese instalado igual en Florencia.

—¿Cree que lord Warburton me habría hecho mejor de lo que soy? —preguntó la joven con cierta exaltación—. No quiero decir que me considere demasiado buena para no poder mejorar. Lo que quiero decir es… es que no amo a lord Warburton lo suficiente como para casarme con él.

—En ese caso, has hecho bien en rechazarlo —dijo la señora Touchett con su tono de voz más suave y sobrio—. Solo espero que cuando te hagan la próxima propuesta importante, consigas estar a la altura.

—Será mejor que esperemos a que llegue esa propuesta antes de hablar de ella. Lo que de verdad espero es que no me hagan más ofertas por el momento. Me trastornan por completo.

—Lo más probable es que no te importunen con ellas si adoptas de forma permanente el modo de vida bohemio. Pero bueno, le he prometido a Ralph que no criticaría.

—Yo haré lo que él diga que es correcto. Tengo una confianza sin límites en Ralph.

—¡Su madre te está enormemente agradecida! —dijo la dama en cuestión con una risa seca.

—¡Y a mí me parece que tiene motivos para estarlo! —respondió Isabel sin reprimirse.

Ralph le había asegurado que no contravenía las normas de la decencia que fuesen los tres, en pequeño grupo, a visitar los monumentos de la metrópoli; pero su madre era de distinta opinión. Al igual que muchas damas de su país que llevaban largo tiempo viviendo en Europa, la señora Touchett había perdido su tacto original para tales cuestiones, y en su reacción, que no era en sí deplorable, en contra de la libertad que se permitía a los jóvenes al otro lado del océano, se había dejado arrastrar por escrúpulos gratuitos y exagerados. Ralph acompañó a sus visitantes a la ciudad y las instaló en un tranquilo hotel en una calle que hacía esquina con Piccadilly. En un principio había pensado en llevarlas a la casa que su padre tenía en Winchester Square, una mansión enorme y anodina que en esa época del año se halla envuelta en el silencio y en fundas de holanda; pero cayó en la cuenta de que al estar el cocinero en Gardencourt, no había nadie en la casa para prepararles las comidas, y, en consecuencia, el hotel Pratt se convirtió en su lugar de descanso. Ralph, por su parte, se instaló en Winchester Square, ya que contaba allí con una «guarida» a la que tenía mucho aprecio y estaba acostumbrado a miedos mucho mayores que una cocina apagada. Lo cierto es que se proponía utilizar en lo posible los servicios del hotel Pratt y empezó el día con una visita temprana a sus compañeras de viaje, a quienes el señor Pratt en persona, con un enorme chaleco blanco a punto de estallar, se encargaba de servir los platos del desayuno. Ralph se presentó, como él dijo, después de desayunar, y el pequeño grupo decidió el plan de actividades para el día. Como Londres luce en el mes de septiembre un semblante sin mácula a no ser por las huellas del tráfago anterior, el joven, que en ocasiones utilizó un tono de disculpa, se vio obligado a recordarle a su acompañante que no había un alma en la ciudad, despertando el sarcasmo de la señorita Stackpole.

—Supongo que lo que quiere decir es que la aristocracia se encuentra ausente —respondió Henrietta—; pero no creo que haya prueba mejor de que si desapareciesen por completo no se los echaría de menos. A mí me parece que la ciudad está todo lo llena que puede estar. Aquí no hay nadie, aparte de unos tres o cuatro millones de personas. ¿Cómo los llama usted… la clase media baja? No son más que los habitantes de Londres, y no cuentan para nada.

Ralph declaró que para él la aristocracia no dejaba ningún vacío que la señorita Stackpole no llenase, y que en aquel momento era imposible hallar un hombre más satisfecho que él. Sus palabras no decían más que la verdad, ya que aquellos mustios días de septiembre, en aquella inmensa ciudad medio vacía, estaban envueltos en encanto, de la misma forma que una gema de colores podría estar envuelta en un paño polvoriento. Cuando regresó por la noche a la casa vacía de Winchester Square, tras varias horas seguidas en compañía de sus amigas, mucho más entusiasmadas en comparación, recorrió el enorme comedor en penumbra, iluminado solo por la vela que había cogido de la mesa del vestíbulo al entrar. La plaza estaba en silencio, la casa también; cuando alzó uno de los maineles del comedor para que entrase aire, oyó el lento rechinar de las botas de un policía solitario. Sus propios pasos resonaban con fuerza en la estancia vacía; habían retirado algunas alfombras, y allá donde pisase se despertaba un eco melancólico. Tomó asiento en una de las butacas; la enorme y oscura mesa del comedor lanzaba destellos aquí y allá a la luz de la pequeña vela; los cuadros de la pared, todos ellos ensombrecidos, parecían vagos e incoherentes. Se diría que flotaba el espectro de cenas tiempo atrás digeridas, de charlas de sobremesa que habían perdido actualidad. Tal vez aquella presencia de lo sobrenatural tuviese algo que ver con el hecho de que había dado rienda suelta a su imaginación y de que permaneciese en su asiento hasta mucho después de la hora en que habría debido de estar en la cama, sin hacer nada, sin tan siquiera leer el periódico vespertino. Digo que no hacía nada, y mantengo dicha afirmación en vista del hecho de que en aquellos momentos pensaba en Isabel. Pensar en Isabel no podía ser otra cosa para él que una ocupación indolente, que no llevaba a nada y de la que nadie obtenía provecho. Su prima nunca le había parecido tan encantadora como en aquellos días empleados, como corresponde a un turista, en explorar las profundidades y la superficie del entorno metropolitano. Isabel estaba llena de teorías, de conclusiones, de emociones; si había venido en busca de color local, lo encontró por todas partes. Hacía más preguntas de las que él podía responder, y aventuraba arriesgadas teorías en relación con las causas históricas y las consecuencias sociales que él se sentía asimismo incapaz de aceptar o refutar. El grupo fue en más de una ocasión al Museo Británico y a aquel otro palacio del arte más luminoso que dedica al arte antiguo una parte tan importante de una monótona zona residencial; pasaron una mañana en la Abadía y fueron hasta la Torre en uno de los vapores de línea; contemplaron cuadros tanto de colecciones públicas como privadas, y en distintas ocasiones se sentaron bajo los frondosos árboles de Kensington Gardens. Henrietta demostró ser una turista incansable y una juez más benévola de lo que Ralph se habría aventurado a esperar. Es cierto que sufrió muchas decepciones, y que Londres en general salió perdiendo al compararla con sus vívidos recuerdos de los puntos fuertes de la mentalidad cívica de Estados Unidos; pero sacó el máximo de su inferior categoría y se limitó a exhalar un suspiro de vez en cuando y a exclamar un «¡Vaya!» desganado que no iba más allá y se esfumaba rápidamente. «No siento gran simpatía por los objetos inanimados», le comentó a Isabel en la National Gallery; y continuó sufriendo por la pobre percepción de la vida del país desde dentro que hasta el momento le había sido otorgada. Los paisajes de Turner y los toros asirios no eran sino un pobre sustituto de las cenas literarias en las que había esperado conocer a los genios y personas de renombre de Gran Bretaña.

 

—¿Dónde están sus hombres públicos? ¿Dónde están sus hombres y mujeres con intelecto? —le preguntó a Ralph, plantada en mitad de Trafalgar Square como si pensase que aquel era un lugar donde lo normal sería encontrarse a unos cuantos—. ¿Dice usted que ese que está en lo alto de la columna es uno de ellos… lord Nelson? ¿Era también lord? ¿Es que no era lo suficiente grande que tuvieron que colocarlo a cien pies del suelo? Eso pertenece el pasado; a mí el pasado no me interesa; quiero ver algunas mentes preclaras del presente. No diré del futuro, porque no creo mucho en el futuro de ustedes.

El pobre Ralph no contaba con muchas mentes preclaras entre sus amistades y rara vez disfrutaba del placer de someter a preguntas a una celebridad; situación esta que para la señorita Stackpole indicaba una deplorable falta de iniciativa.

—Si estuviera en mi país —dijo—, lo que haría sería ponerme en contacto con el caballero, quienquiera que fuese, para decirle que había oído hablar mucho de él y que había venido a comprobarlo por mí misma. Pero, por lo que usted dice, deduzco que aquí no tienen esa costumbre. Da la impresión de que tengan ustedes un montón de costumbres sin sentido, pero ninguna que resulte de utilidad. Es indudable que nosotros somos más avanzados. Supongo que tendré que olvidarme por completo del aspecto social.

Y Henrietta, pese a que siempre llevaba consigo una guía y una pluma y escribió una crónica para el Interviewer sobre la Torre (en la que describía la ejecución de lady Jane Grey), tuvo la penosa sensación de estar fracasando en su misión.

El incidente que había precedido a la partida de Isabel de Gardencourt dejó una huella dolorosa en la mente de nuestra joven: cada vez que sentía de nuevo en el rostro, como un oleaje insistente, el frío hálito de la sorpresa de su último pretendiente, no podía hacer otra cosa que protegerse la cabeza hasta que el aire se despejaba. No podía haber hecho otra cosa; eso era innegable. Pero, de todas maneras, aquella necesidad había resultado tan falta de gracia como cualquier movimiento físico que se realiza en una posición forzada, y no tenía deseo alguno de apuntarse ningún tanto por su conducta. Mezclado con ese orgullo imperfecto, sin embargo, había una sensación de libertad que era agradable en sí misma y que, mientras recorría la gran ciudad con aquellos acompañantes tan dispares, exteriorizaba ocasionalmente en extrañas demostraciones. Cuando paseaba por Kensington Gardens se detenía a hablar con los chiquillos, sobre todo con los más pobres, que veía jugando en la hierba; les preguntaba sus nombres y les daba una moneda de seis peniques y, cuando eran guapos, los besaba. Ralph se daba cuenta de aquellas muestras trasnochadas de caridad; no se le escapaba nada de lo que ella hacía. Una tarde, para que sus compañeras tuviesen algo en que pasar el tiempo, las invitó a tomar el té en Winchester Square, e hizo arreglar la casa en la medida de lo posible para la visita. Había otro invitado para recibirlas, un soltero afable, viejo amigo de Ralph, que casualmente se encontraba en la ciudad y para quien establecer un rápido trato con la señorita Stackpole no pareció suponer ninguna dificultad ni causarle ningún miedo. El señor Bantling, hombre fornido, elegante y sonriente de cuarenta años, admirablemente vestido, muy bien informado y al que todo divertía, se rio a mandíbula batiente con todo lo que dijo Henrietta, le sirvió varias tazas de té y examinó en su compañía la considerable colección de curiosidades de Ralph, y después, cuando el anfitrión propuso que saliesen a la plaza para simular que estaban en una fête-champêtre, dio varias vueltas con ella por el cerrado recinto y, en muchos momentos de su conversación, respondió con animación, como si sintiese un enorme interés por el asunto discutido, a las reflexiones de ella sobre la vida del país desde dentro.

—Ah, ya veo; me atrevería a decir que Gardencourt le resultó demasiado tranquilo. Es natural que allí no pasen muchas cosas con tanta enfermedad en el ambiente. Touchett está muy mal, sabe; los médicos le han prohibido tajantemente residir en Inglaterra, y solo ha vuelto para cuidar de su padre. El anciano, según creo, tiene por lo menos media docena de achaques. Hablan de gota, pero sé de buena fuente que tiene una enfermedad orgánica tan avanzada que puede estar segura de que va a morirse de repente un día de estos. Y claro, ese tipo de cosas hacen que una casa resulte bastante aburrida; me sorprende que tengan invitados cuando pueden hacer tan poco por ellos. Además, creo que el señor Touchett está siempre discutiendo con su mujer; ella vive separada del marido, sabe, una de esas cosas curiosas tan propias de ustedes los estadounidenses. Si lo que usted quiere es una casa donde siempre están pasando cosas, le recomiendo que vaya a pasar unos días con mi hermana, lady Pensil, en Bedfordshire. Le escribiré mañana y estoy seguro de que estará encantada de invitarla. Sé exactamente lo que usted quiere: quiere una casa en la que se organicen representaciones de teatro, pícnics y esas cosas. Mi hermana es de ese tipo de mujeres; se pasa la vida organizando una cosa u otra y siempre se alegra de contar con gente que le eche una mano. Estoy seguro de que la invitará a vuelta de correo: le gustan a rabiar los escritores y la gente distinguida. Ella también escribe, sabe usted; pero yo no he leído todo lo que ha escrito. Normalmente se trata de poesía, y a mí la poesía no me atrae mucho… a no ser la de Byron. Supongo que en Estados Unidos tendrán ustedes una gran opinión de Byron —prosiguió el señor Bantling, creciéndose ante el estímulo que suponía la atención de la señorita Stackpole, añadiendo detalles en rápida sucesión y cambiando de tema con facilidad. Y, con todo, con la habilidad necesaria para no perder de vista la idea, deslumbrante para Henrietta, de ir a visitar a lady Pensil en Bedfordshire—. Comprendo lo que usted quiere: quiere ver algo que sea genuinamente inglés. Los Touchett no tienen nada de ingleses, sabe usted; tienen sus propias costumbres, su propio idioma, su propia comida, creo que hasta una religión rara y propia. Según me cuentan, el anciano piensa que es malo cazar. Tiene que llegar usted a casa de mi hermana a tiempo para la representación teatral, y estoy seguro de que estará encantada de darle un papel. No tengo duda de que usted será buena actuando; sé que es muy inteligente. Mi hermana tiene cuarenta años y siete hijos, pero va a hacer el papel principal. A pesar de no ser ninguna belleza, he de reconocer que sabe sacarse mucho partido con el maquillaje. Por supuesto, si usted no quiere, no tiene por qué actuar.

De esa manera se expresaba el señor Bantling mientras caminaban por la hierba de Winchester Square, que, pese a estar salpicada por el hollín de Londres, invitaba a demorarse en el paseo. A Henrietta aquel soltero elocuente, de voz agradable, con su capacidad de dejarse impresionar ante los méritos femeninos y su espléndido abanico de ideas, le pareció un hombre realmente grato y apreció la oportunidad que le ofrecía.

—Desde luego que iría si su hermana me invitase. Creo que sería mi deber. ¿Cómo dice que se apellida?

—Pensil. Es un apellido extraño, pero no es malo.

—Para mí un apellido es tan bueno como cualquier otro. ¿Y cuál es su rango?

—Ah, es la esposa de un barón; un rango cómodo. Bastante distinguido, pero sin ser exagerado.

—No sé si a mí no me resultará demasiado distinguida. ¿Cómo dice que se llama el lugar donde vive… Bedfordshire?

—Vive apartada en el norte de ese condado. Es una zona sin mucho encanto, pero me atrevo a decir que a usted no le importará. Yo intentaré acercarme cuando usted esté allí.

Todo esto fue muy del agrado de la señorita Stackpole, y sintió tener que separarse del atento hermano de lady Pensil, pero, el día anterior, de forma casual, se había encontrado en Piccadilly con unas amigas a las que hacía un año que no veía: las señoritas Climber, dos damas de Wilmington, Delaware, que habían estado recorriendo el continente y estaban ahora preparándose para embarcar de vuelta. Henrietta había mantenido una larga conversación con ellas en la acera de Piccadilly y, pese a que las tres damas no dejaron de hablar a un tiempo, no habían agotado el repertorio. Así que habían acordado que Henrietta iría a cenar con ellas en su alojamiento de Jermyn Street el día siguiente a las seis, y en ese momento se recordó a sí misma dicho compromiso. Se dispuso a salir en dirección a Jermyn Street, y se despidió en primer lugar de Ralph Touchett e Isabel, que estaban sentados en unas sillas de jardín en otra parte del recinto, ocupados, si es que se puede decir tal cosa, en intercambiar frases agradables, mucho menos interesantes que el coloquio tan práctico entre la señorita Stackpole y el señor Bantling. Tras acordar que Isabel y su amiga se reunirían a una hora respetable en el hotel Pratt, Ralph indicó que la señorita Stackpole necesitaba un coche. No podía ir a pie hasta Jermyn Street.

—Imagino que lo que quiere usted decir es que no es apropiado que camine sola —soltó Henrietta—. ¡Santo cielo! ¿Cómo he llegado a esto?

—No hay ninguna necesidad de que vaya sola —intervino el señor Bantling alegremente—. Yo estaría encantado de acompañarla.

—Lo único que yo quería decir es que llegará usted tarde a cenar —explicó Ralph—. Y esas pobres damas pueden pensar que, en el último momento, nos negamos a dejarla marchar.

—Lo mejor será que tomes un coche, Henrietta —apuntó Isabel.

—Yo le conseguiré uno si confía en mí —añadió el señor Bantling—. Puede que tengamos que caminar un poco antes de encontrar uno.

—No veo por qué no iba a confiar en él, ¿tú qué crees? —preguntó Henrietta a Isabel.

—No sé qué podría hacerte el señor Bantling —respondió Isabel complaciente—; pero, si quieres, iremos contigo hasta encontrar un coche.

—No te preocupes; iremos solos. Vamos, señor Bantling, y asegúrese de conseguirme uno bueno.

El señor Bantling prometió hacer todo lo que estuviese en su mano y los dos se alejaron, dejando a la joven y a su primo solos en la plaza, sobre la que ahora empezaba a extenderse el suave crepúsculo de septiembre. Reinaba una calma absoluta; en el amplio cuadrado de casas en penumbra no se veía luz en ninguna ventana, con las celosías y los postigos echados; las aceras estaban completamente despejadas y, dejando a un lado a dos chicuelos de un arrabal cercano, que, atraídos por los signos de una animación inusitada en el interior de la plaza, asomaban los rostros entre los barrotes oxidados de la verja, el objeto más vívido que había a la vista era el gran buzón de correos rojo de la esquina sudeste.

—Henrietta le pedirá que suba al coche y la acompañe a Jermyn Street —observó Ralph, quien siempre que hablaba de la señorita Stackpole se refería a ella como Henrietta.

—Es muy posible —dijo su acompañante.

—O mejor, no, no lo hará —prosiguió Ralph—, será Bantling quien le pida permiso para subir.

—También es muy posible. Me alegra mucho que hayan congeniado tanto.

—Ella ha hecho una conquista. Bantling la considera una mujer brillante. Esto podría llegar lejos —dijo Ralph.

—Yo considero a Henrietta una mujer brillante, pero no creo que esto llegue muy lejos. Nunca alcanzarían a conocerse de veras. Bantling no tiene ni la más remota idea de cómo es ella en realidad, ni Henrietta, por su parte, una apropiada comprensión de cómo es Bantling.

—La base más frecuente de una unión suele ser el desconocimiento mutuo. Pero tampoco es que resulte muy difícil entender a Bob Bantling —añadió Ralph—. Es un ser muy simple.

—Sí, pero Henrietta lo es aún más. Y, dime, ¿qué hago yo ahora? —preguntó Isabel, mirando a su alrededor a la luz mortecina del atardecer, que hacía que el limitado paisaje ajardinado de la plaza pareciese amplio y rotundo—. No creo que vayas a proponerme que tú y yo nos subamos también a un coche y demos una vuelta por Londres para entretenernos.

—No hay razón para que no nos quedemos aquí si a ti no te desagrada. Hace una temperatura muy buena y todavía queda una media hora hasta que oscurezca; y, si me lo permites, voy a encender un cigarrillo.

—Puedes hacer lo que quieras —dijo Isabel—, siempre que me tengas entretenida hasta las siete y media. A esa hora me propongo regresar y disfrutar de un ligero refrigerio a solas en el hotel Pratt: un par de huevos pasados por agua y un panecillo.

 

—¿Me permites que cene contigo? —preguntó Ralph.

—No, tú cenarás en tu club.

Se habían dirigido de nuevo a las sillas en el centro de la plaza, y Ralph había encendido su cigarrillo. Le habría proporcionado un placer inmenso estar presente en aquel sencillo festín que Isabel acababa de describir; pero, en su defecto, le gustaba incluso que se lo prohibiese. Por el momento, sin embargo, disfrutaba inmensamente de estar a solas con ella, en aquella penumbra cada vez más densa, en medio de la populosa ciudad; hacía que pareciese que Isabel dependía de él y que estaba en su poder. Un poder que él solo podía ejercer de la forma más difusa; la mejor manera de hacerlo era acatar las decisiones de ella con sumisión, en lo cual había sin duda cierta emoción.

—¿Por qué no me permites que cene contigo? —quiso saber tras una pausa.

—Porque no me apetece.

—Supongo que te has cansado de mí.

—Dentro de una hora lo habré hecho. Es que tengo el don de la profecía.

—Pues mientras tanto seré encantador —dijo Ralph.

Pero no añadió nada más, y como ella no le replicó, estuvieron un rato sentados en medio de una quietud que parecía contradecir su promesa de entretenimiento. Le pareció que Isabel tenía la mente ocupada, y se preguntó en qué estaría pensando; había dos o tres asuntos muy posibles. Por fin, habló de nuevo:

—¿Tus objeciones a que te acompañe esta noche obedecen a que esperas a otro visitante?

Isabel volvió la cabeza y lo miró con sus ojos claros y serenos.

—¿Otro visitante? ¿Qué otro visitante podría tener?

A Ralph no se le ocurrió ningún nombre, lo que hizo que su pregunta le pareciese tan estúpida como brutal.

—Tienes muchas amistades que yo no conozco. Cuentas con todo un pasado del que yo he sido perversamente excluido.

—Es que tú estabas reservado para mi futuro. No debes olvidar que mi pasado está allá, al otro lado del mar. Aquí en Londres no hay rastro de él.

—Muy bien. En ese caso, tienes el futuro sentado a tu lado. Es estupendo tener el futuro tan a mano. —Y Ralph encendió un nuevo cigarrillo y se hizo la reflexión de que Isabel probablemente decía aquello porque se había enterado de que el señor Caspar Goodwood se había marchado a París. Tras encender el cigarrillo, dio unas cuantas caladas y a continuación prosiguió—: Te acabo de prometer que iba a ser muy divertido; pero, como ves, no estoy a la altura de mi promesa, y lo cierto es que resulta de lo más temerario por mi parte comprometerse a entretener a una persona como tú. ¿Cómo van a interesarte mis pobres esfuerzos? Tú tienes ideas muy elevadas… grandes expectativas al respecto. Como mínimo, tendría que traer una banda de música o una compañía de saltimbanquis.

—Con un saltimbanqui basta, y tú lo haces muy bien. Vamos, continúa, y dentro de otros diez minutos empezaré a reírme.

—Te aseguro que estoy hablando muy en serio —dijo Ralph—. De verdad que tú pides mucho.

—No sé de qué me hablas. ¡Yo no pido nada!

—No aceptas nada —dijo Ralph. Isabel se ruborizó, y en ese momento, de improviso, creyó entender lo que Ralph quería decir. Pero ¿por qué tenía que hablarle de semejantes cosas? Su primo titubeó un instante y después continuó—: Hay algo que me gustaría mucho decirte. Es una pregunta que quiero plantearte. A mí me parece que tengo derecho a hacértela, porque tengo cierto interés en la respuesta.

—Pregunta lo que quieras —respondió Isabel con dulzura—, y trataré de complacerte.

—Muy bien, en tal caso, espero que no te molestes si te digo que Warburton me ha contado parte de lo sucedido entre vosotros.

Isabel reprimió un gesto de sorpresa y fijó la mirada en el abanico, que tenía abierto.

—Muy bien; supongo que era natural que te lo contase.

—Tengo su permiso para decirte que lo ha hecho. Él todavía alberga alguna esperanza —dijo Ralph.

—¿Todavía?

—Hace unos días lo hacía.

—No creo que ahora le quede ninguna —dijo la joven.

—Si es así, lo siento mucho; es un hombre muy honesto.

—Dime una cosa: ¿te ha pedido él que hables conmigo?

—No, no se trata de eso. Si me lo contó, fue porque no podía evitarlo. Somos viejos amigos, y él se sentía muy decepcionado. Me mandó una nota pidiéndome que fuese a verlo, y fui en coche a Lockleigh el día antes de que él y su hermana almorzaran con nosotros. Estaba muy abatido; acababa de recibir una carta tuya.

—¿Te mostró la carta? —preguntó Isabel con momentáneo aire de desdén.

—Por supuesto que no. Pero me dijo que era una negativa categórica. Lo sentí mucho por él —repitió Ralph.

Durante unos momentos, Isabel no dijo nada; después habló al fin:

—¿Sabes en cuántas ocasiones me ha visto? —preguntó—. Unas cinco o seis veces.

—Eso dice mucho a tu favor.

—Yo no lo digo por eso.

—¿Por qué lo dices entonces? No será para demostrar que el pobre Warburton es alguien superficial, porque estoy completamente seguro de que no crees semejante cosa.

Isabel era ciertamente incapaz de decir que era eso lo que pensaba; pero, enseguida, dijo otra cosa:

—Si lord Warburton no te ha pedido que hables conmigo, es que lo estás haciendo sin interés alguno… o porque tienes ganas de discutir.

—No tengo el más mínimo deseo de discutir contigo. Lo único que quiero es dejarte tranquila. Lo que pasa es que me interesan muchísimo tus sentimientos.

—¡No sabes cuánto te lo agradezco! —exclamó Isabel con una risa un tanto nerviosa.

—Está claro que lo que quieres decir es que me estoy metiendo dónde no me llaman. Pero ¿por qué no puedo hablar contigo del asunto sin que tú te molestes y sin que yo me sienta incómodo? ¿De qué sirve que sea tu primo si no puedo disfrutar de algunos privilegios? ¿Qué sentido tiene que te adore sin esperar recompensa si no tengo algunas compensaciones? ¿Qué ventaja tiene estar enfermo e inútil y verme reducido a ser un mero espectador en el teatro de la vida si no puedo disfrutar de la función después de haber pagado tanto por la entrada? Dime una cosa —prosiguió Ralph mientras Isabel lo escuchaba con creciente atención—: ¿en qué pensabas cuando rechazaste a lord Warburton?

—¿En qué pensaba?

—¿Con qué lógica, qué visión de tu situación te dictó una decisión tan extraordinaria?

—No deseaba casarme con él, si es que eso puede llamarse lógica.

—No, eso no tiene que ver con la lógica, y yo ya lo sabía. Eso no quiere decir nada, sabes. ¿Qué fue lo que te dijiste a ti misma? Está claro que te dijiste más que eso.

Isabel reflexionó un momento, y a continuación contestó con otra pregunta:

—¿Por qué dices que fue una decisión extraordinaria? Eso es lo mismo que piensa tu madre.

—Warburton es una bellísima persona; como hombre, en mi opinión, apenas tiene defectos. Y, además, es lo que aquí se llama un excelente partido. Cuenta con inmensas posesiones, y su esposa sería considerada un ser superior. Warburton reúne en su persona tanto ventajas intrínsecas como extrínsecas.

Isabel observó a su primo como si quisiese ver hasta dónde quería llegar.

—Entonces lo rechacé por ser demasiado perfecto. Yo de perfecta no tengo nada, y él es demasiado bueno para mí. Además, tanta perfección no haría sino exasperarme.

—Eso es más ingenioso que sincero —dijo Ralph—. Lo cierto es que tú piensas que no hay nada en el mundo demasiado perfecto para ti.