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100 Clásicos de la Literatura

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—¡Yo también, milord!

Sin embargo, su acompañante no se inmutó; toda la capacidad de compasión que poseía la necesitaba para sí mismo.

—¡Ah! Sea misericordiosa, tenga piedad —murmuró.

—Creo que será mejor que se vaya —dijo Isabel—. Ya le escribiré.

—Muy bien; pero escriba lo que escriba, vendré a verla, sabe. —Y a continuación se levantó, pensativo, la mirada fija en la actitud vigilante de Bunchie, quien tenía aspecto de haber entendido todo cuanto se había dicho y de querer disimular su indiscreción fingiendo un repentino ataque de curiosidad por las raíces de un viejo roble—. Hay una cosa más —continuó lord Warburton—. Sabe, si no le agrada Lockleigh… si piensa que es demasiado húmedo o algo por el estilo… no tiene por qué acercarse jamás ni a cincuenta millas del lugar. Y por cierto, no es húmedo. He hecho que examinen la casa a fondo y no hay ningún problema, es totalmente segura. Pero si a usted no le apetece, no es necesario ni que se le pase por la imaginación vivir en ella. Eso no plantea ningún problema: hay muchas otras casas. Creí necesario mencionarlo porque, sabe, hay gente a la que no le gustan los fosos. Adiós.

—Yo adoro los fosos —dijo Isabel—. Adiós.

Él le tendió la mano, e Isabel le entregó un momento la suya… tiempo suficiente para que él inclinase la hermosa cabeza descubierta y la besase. A continuación, sin dejar de sacudir, con emoción contenida, la fusta de montar, se alejó con paso rápido. Estaba claro que se encontraba profundamente disgustado.

También Isabel se sentía disgustada, pero no la había afectado tanto como se habría imaginado. Lo que sentía no era una enorme responsabilidad, una gran dificultad para elegir: le parecía que en aquel asunto no había habido elección. No podía casarse con lord Warburton: la idea iba en contra de su culta ambición de explorar la vida libremente que hasta entonces había acariciado o que ahora era capaz de acariciar. Eso tenía que decírselo por escrito, tenía que convencerlo, y esa tarea era relativamente fácil. Pero lo que más la perturbaba, en el sentido de que la llenaba de asombro, era el hecho en sí de que le hubiese costado tan poco rechazar aquella espléndida «oportunidad». Pese a todos los reparos que uno le pusiese, lord Warburton le había ofrecido una magnífica oportunidad. Puede que la situación no careciese de incomodidades, que tal vez encerrase elementos opresivos y restricciones, que quizá en realidad no resultase más que anodina y opresiva, pero no cometía injusticia con su sexo al creer que diecinueve de cada veinte mujeres la habrían aceptado sin ningún remordimiento. ¿Por qué razón, entonces, a ella no le resultaba irresistible? ¿Quién era ella, qué era, para considerarse superior? ¿Qué idea de la vida, qué designios acerca del destino, qué concepto de la felicidad tenía ella que pretendían ser de más altura que aquellas elevadas y fabulosas oportunidades? Si se negaba a hacer algo como aquello, tenía que hacer grandes cosas, tenía que hacer algo superior. La pobre Isabel encontró motivos para recordarse a sí misma de vez en cuando que no debía mostrarse demasiado orgullosa, y nada podía haber más sincero que su plegaria rogando que se la librase de un peligro semejante: el aislamiento y la soledad del orgullo tenían a su juicio el horror de un paraje desierto. Si había sido el orgullo lo que le había impedido aceptar a lord Warburton, nada tan fuera de lugar como semejante necedad; y era tan consciente de que él le gustaba que se aventuró a asegurarse a sí misma de que era el suyo un sutil sentimiento de dulce y comprensiva empatía. Lord Warburton le gustaba demasiado para casarse con él, esa era la verdad; algo le decía que en la brillante lógica de aquella proposición, desde el punto de vista de él, se ocultaba una falacia, aun cuando ella no atinase a señalar en qué consistía; y castigar a un hombre que ofrecía tanto con una esposa con propensión a la crítica sería un acto especialmente reprobable. Le había prometido que reflexionaría sobre su proposición, y cuando, una vez que él se hubo marchado, fue de nuevo hasta el banco donde la había encontrado y se sumió en profundas cavilaciones, podría parecer que no hacía sino cumplir con su promesa. Sin embargo, no era ese el caso: se estaba preguntando si no sería ella una persona remilgada, dura y fría, y cuando por fin se levantó y regresó un tanto presurosa a la casa, sentía, como le había dicho a su amigo, verdadero miedo de sí misma.

13

Fue tal sentimiento y no el deseo de pedir consejo, cosa que no sentía en absoluto, lo que impulsó a Isabel a hablar con su tío de lo que había sucedido. Tenía ganas de hablar con alguien; así se sentiría más natural, más humana, y, para ese fin, su tío se le antojaba más apropiado que su tía o su amiga Henrietta. Su primo, por supuesto, podía ser su confidente; pero resultaría una situación violenta para ella confiarle aquel secreto especial a Ralph. Así pues, al día siguiente, tras el desayuno, buscó la oportunidad. Su tío jamás abandonaba sus aposentos hasta la tarde, pero recibía a sus compinches, como él decía, en su vestidor. Isabel había llegado a ocupar un lugar en el grupo así denominado, que, aparte de a ella, incluía al hijo del anciano, a su médico, a su ayuda de cámara e incluso a la señorita Stackpole. La señora Touchett no figuraba en la lista, y eso suponía un obstáculo menos para que Isabel encontrase a su anfitrión solo. Estaba sentado en una silla de compleja mecánica, ante la ventana abierta de la estancia orientada a poniente y con vistas al parque y el río, con sus periódicos y sus cartas apiladas al lado, recién acabado el minucioso aseo, y con expresión de benevolente expectación en el rostro terso y contemplativo.

Isabel fue directa al grano.

—Creo mi deber comunicarle que lord Warburton me ha pedido que me case con él. Supongo que debería decírselo a mi tía; pero me ha parecido que era mejor decírselo primero a usted.

El anciano no mostró sorpresa alguna, y le agradeció la confianza que le mostraba.

—¿Te importaría decirme si lo has aceptado? —preguntó a continuación.

—Todavía no le he dado una respuesta definitiva; me he tomado algún tiempo para pensarlo, ya que eso me parece más respetuoso, pero no voy a aceptarlo.

El señor Touchett no hizo ningún comentario al oír aquellas palabras; daba la impresión de estar pensando que, por mucho interés que pudiese tener él en el asunto desde el punto de vista social, no tenía ni voz ni voto en la cuestión.

—Bueno, ya te dije que tendrías éxito en este país. A las estadounidenses se las aprecia muchísimo.

—Muchísimo, sin duda —dijo Isabel—. Pero aun a riesgo de parecer desagradecida y carente de gusto, no creo que pueda casarme con lord Warburton.

—Bueno —prosiguió su tío—, está claro que un anciano no puede decidir por una joven. Me alegro de que no me lo preguntaras antes de tomar tu decisión. Supongo que debería decirte —añadió lentamente, pero como si careciese de importancia— que hace tres días que estoy al tanto de todo.

—¿De los propósitos de lord Warburton?

—De sus intenciones, como se dice aquí. Me escribió una carta muy agradable, informándome de todo a este respecto. ¿Te gustaría ver la carta? —preguntó el anciano amablemente.

—Gracias; creo que no me interesa. Pero me alegra que le escribiese; era lo correcto, y él siempre se asegura de hacer lo correcto.

—Vaya, vaya, me parece que sí que te gusta —declaró el señor Touchett—. No tienes por qué fingir que no es así.

—Me gusta enormemente, no me duelen prendas en reconocerlo. Pero no deseo casarme con nadie por el momento.

—Piensas que puede aparecer alguien que te guste más. Pues sí, es muy probable —dijo el señor Touchett, quien parecía deseoso de mostrar su afecto a la joven tratando de hacerle más fácil su decisión y buscando razones alegres para ello.

—No me importa si no conozco a nadie más. Lord Warburton ya me gusta lo suficiente.

Dio la apariencia de sufrir uno de aquellos repentinos cambios de opinión que a veces alarmaban e incluso desagradaban a sus interlocutores.

Su tío, sin embargo, parecía ser impermeable a aquellas impresiones.

—Es un hombre digno de admiración —añadió en un tono que podría haber parecido alentador—. Su carta ha sido una de las más agradables que he recibido desde hace semanas. Supongo que una de las razones de que me gustase es que hablaba todo el tiempo de ti; quiero decir, todo el tiempo, excepto la parte en la que se refería a sí mismo. Imagino que él ya te lo habrá contado todo.

—Me habría contado cualquier cosa que yo quisiese preguntarle —dijo Isabel.

—Pero ¿no sentiste curiosidad?

—Mi curiosidad hubiese resultado superflua… una vez tomada la decisión de rechazar su oferta.

—¿Es que no te pareció suficientemente atractiva? —inquirió el señor Touchett.

Isabel se quedó un momento en silencio.

—Supongo que fue eso —reconoció al fin—. Pero desconozco la razón.

—Por fortuna, las damas no están obligadas a explicar sus razones —dijo su tío—. Sin duda hay algo muy agradable en la idea, pero no entiendo por qué los ingleses se empeñan en querer alejarnos de nuestra tierra natal. Sé que nosotros intentamos atraerlos hacia allí, pero eso es porque nuestra población es insuficiente. Aquí, sabes, hay demasiada gente. Sin embargo, imagino que para las jóvenes encantadoras siempre habrá sitio en cualquier parte.

—Parece que para usted sí que ha habido sitio aquí —dijo Isabel, cuya mirada había estado vagando por los grandes espacios de recreo del parque.

El señor Touchett le dedicó una sonrisa consciente y sagaz.

—Si pagas por él, querida, hay sitio en todas partes. A veces pienso que he pagado demasiado por este. Quizá tú también tengas que pagar demasiado.

 

—Tal vez sí —contestó la joven.

Aquella idea le proporcionó algo más definido en lo que apoyarse que lo que había encontrado en el curso de sus meditaciones, y el hecho de que la sutil agudeza de su tío se identificase con su dilema parecía ser prueba de que lo que a ella le preocupaba eran las emociones naturales y razonables de la vida y que no había caído víctima de la vehemencia intelectual ni de unas vagas emociones, emociones que iban más allá de la maravillosa propuesta de lord Warburton, y que apuntaban a algo indefinido y con toda probabilidad no muy recomendable. En la medida en que lo indefinido ejercía en aquel momento una influencia sobre el comportamiento de Isabel, no se trataba de la idea, ni tan siquiera formulada, de una unión con Gaspar Goodwood; ya que, por mucho que se hubiese resistido a entregarse a las manos grandes y tranquilas de su pretendiente inglés, se encontraba cuando menos igual de alejada de la idea de permitir que el joven de Boston tomase posesión en firme de su persona. El sentimiento en el que buscó refugio tras leer su carta fue en la censura de que Goodwood hubiese venido hasta allí, ya que parte de la influencia que este ejercía sobre ella era que parecía privarla de su sensación de libertad. En la manera en que se presentaba ante ella había una imposición fuerte y desagradable, una especie de presencia insistente. Se había visto por momentos perseguida por la imagen, por el peligro, de su desaprobación, y se había preguntado, consideración que jamás había prestado en igual medida a ninguna otra persona, si él aprobaría lo que ella hacía. La dificultad estribaba en que, más que cualquier otro hombre que ella conociese, más que el pobre lord Warburton (ahora había empezado a concederle a su señoría el beneficio de dicho epíteto), Caspar Goodwood manifestaba hacia ella una energía —que Isabel ya había empezado a percibir como un poder— que brotaba de su propia naturaleza. No era en absoluto cuestión de sus «prerrogativas», sino del espíritu que habitaba aquellos ojos suyos claros y ardientes como una especie de vigía infatigable tras una ventana. Le gustase o no, él insistía, de continuo, con todo su peso y su fuerza: incluso en el trato habitual con él, había que tenerlos en cuenta. La idea de una libertad limitada le resultaba especialmente desagradable a Isabel en un momento como aquel, en el que acababa de conferir un acento personal a su independencia cuando, tras enfrentarse a aquel formidable soborno de lord Warburton, se había negado a aceptarlo. En ocasiones, Caspar Goodwood le había dado la impresión de estar alineado con su destino, de constituir el factor más recalcitrante que conocía; en momentos así se decía a sí misma que podría evadirse de él por un tiempo, pero que al final tendría que llegar a un acuerdo, acuerdo que con toda certeza resultaría favorable al joven. Su impulso había sido pertrecharse de todo aquello que la ayudara a oponer resistencia a tal obligación, y ese impulso había tenido mucho que ver en la prontitud con que había aceptado la invitación de su tía, que le había llegado cuando esperaba que el señor Goodwood se presentase de un momento a otro y cuando se alegraba de tener una respuesta a mano para lo que estaba segura de que él le iba a proponer. Cuando le había dicho en Albany, la misma tarde de la visita de la señora Touchett, que no podía en aquel momento plantearse cuestiones difíciles, deslumbrada como estaba por las inmensas perspectivas inmediatas del ofrecimiento de su tía de viajar a Europa, él había declarado que aquello no era una respuesta, y era para obtener una mejor por lo que ahora la había seguido hasta el otro lado del océano. Decirse a sí misma que Caspar Goodwood era una especie de destino sombrío puede que sea suficiente para una joven fantasiosa que tenía muchas cosas claras sobre él, pero el lector tiene derecho a una visión más nítida y precisa.

Caspar Goodwood era hijo del propietario de una conocida fábrica de hilados de algodón de Massachusetts, un caballero que había logrado amasar una considerable fortuna con su industria. Caspar estaba al frente del negocio en aquel momento y mostraba un tino y un temple que, pese a la feroz competencia y a los años difíciles, habían evitado que su prosperidad decreciese. Había recibido gran parte de su educación en la Universidad de Harvard, donde, no obstante, había destacado más como gimnasta y remero que como depositario de otros y más diversos conocimientos. Más adelante había aprendido que también una inteligencia aguda era capaz de saltar, impulsarse y tensarse; incluso batir marcas y emplearse en proezas extraordinarias. Así, había descubierto en sí mismo una visión penetrante para los misterios de la mecánica, y había inventado una mejora en el procedimiento de hilado del algodón que era utilizado en la actualidad en todas partes y que llevaba su nombre. Hasta puede que el lector haya visto dicho nombre en los periódicos en relación con tan fructífero adelanto; prueba de este hecho le había dado Caspar a Isabel al mostrarle en las columnas del Interviewer de Nueva York un exhaustivo artículo sobre la patente Goodwood, artículo que no había sido escrito por la señorita Stackpole, por más que ella se hubiera mostrado dispuesta a favorecer los intereses de carácter más sentimental de él. Había tareas complicadas y difíciles en las que él encontraba satisfacción; le gustaba organizar, competir, administrar; podía hacer que la gente trabajara a su dictado, creyera en él, desfilara ante él y lo justificara. Como suele decirse, en eso consiste el arte de dirigir a los hombres, que, además, en su caso, se apoyaba en una ambición audaz aunque reflexiva. Los que lo conocían bien estaban convencidos de que podía hacer cosas más importantes que dirigir una fábrica de hilados de algodón; Caspar Goodwood no tenía nada de algodonoso, y sus amigos daban por hecho que de alguna forma y en algún lugar lograría escribir su nombre en letras grandes. Pero daba la impresión de que algo enorme y confuso, algo feo y tenebroso, se cerniera sobre él: después de todo, no se encontraba en armonía con una paz acomodaticia de codicia y ganancias, un orden de cosas cuyo aliento vital era una publicidad omnipresente. A Isabel le agradaba pensar que en otros tiempos él podría haber cabalgado a lomos de un veloz corcel a través de la vorágine de una gran guerra, de una guerra como aquella de la Secesión que había ensombrecido los años conscientes de la niñez de ella y los de la incipiente juventud de él.

Le gustaba sobre todo aquella idea de que él fuese por su carácter y sus hechos un conductor de hombres, le gustaba mucho más que otros aspectos de su naturaleza y su físico. La fábrica de hilados no le importaba lo más mínimo, y la patente Goodwood la dejaba completamente fría. No es que deseara que perdiese ni una onza de su hombría, pero a veces pensaba que resultaría más agradable si, por ejemplo, tuviese una apariencia algo distinta. Tenía la mandíbula demasiado cuadrada y firme y una figura demasiado rígida y estirada, rasgos que indicaban una falta de consonancia con los ritmos más profundos de la vida. Además, veía con recelo aquella costumbre suya de vestir siempre de la misma forma; no se trataba aparentemente de que llevase de continuo la misma ropa, ya que, por el contrario, su vestimenta daba más bien la impresión de ser demasiado nueva. Pero todo parecía cortado por el mismo patrón: la hechura, el tejido eran terriblemente vulgares. En más de una ocasión, Isabel se había recordado a sí misma que aquella era una objeción muy frívola para una persona de la importancia de él, para a renglón seguido enmendar la reprobación diciéndose que sería una objeción frívola en caso de estar enamorada de él. Pero no lo estaba y, por lo tanto, podía criticar sus defectos, tanto los pequeños como los grandes, que consistían en un reproche colectivo por ser demasiado serio, o mejor, no porque lo fuese, puesto que nunca se puede ser serio en demasía, sino ciertamente por parecerlo. Mostraba sus apetitos e intenciones con demasiada claridad y sin subterfugios; cuando se estaba a solas con él, hablaba demasiado del mismo asunto, y cuando había otras personas presentes, apenas hablaba de nada. Y, pese a todo, era de constitución extraordinariamente fuerte y bien definida, lo cual ya era mucho; Isabel veía las distintas piezas que encajaban en él como había visto, en museos y cuadros, las distintas piezas que encajadas entre sí formaban la armadura de los guerreros: planchas de acero con hermosas incrustaciones de oro. Era muy extraño: ¿acaso existía algún vínculo tangible entre sus propias impresiones y sus actos? Caspar Goodwood nunca había respondido a su idea de una persona agradable, y suponía que era eso lo que la volvía tan sumamente crítica. Sin embargo, cuando lord Warburton, que no solo respondía a su idea, sino que la sobrepasaba, solicitó su aprobación, ella siguió mostrándose insatisfecha. Sin duda que era extraño.

La percepción de su incoherencia no le resultaba de ayuda para contestar a la carta del señor Goodwood, e Isabel resolvió dejarla sin respuesta por el momento. Si él estaba decidido a perseguirla, debía afrontar las consecuencias; y la principal de ellas era que se diese cuenta de lo poco que le apetecía que él apareciese por Gardencourt. Ya estaba a merced en aquel lugar de las incursiones de un pretendiente, y aunque podía resultar agradable ser apreciada en bandos opuestos, había algo grosero en entretener simultáneamente a dos pretendientes tan apasionados, incluso en el caso de que dicho entretenimiento consistiese en rechazarlos. No dio respuesta al señor Goodwood, pero al cabo de tres días escribió a lord Warburton, y dicha carta forma parte de nuestra historia.

Querido lord Warburton:

Una reflexión profunda y prolongada no me ha llevado a cambiar de opinión acerca de la propuesta que con tanta amabilidad me planteó usted el otro día. Me veo incapaz, me resulta sinceramente imposible, considerarlo a usted como un compañero para toda la vida; o considerar su hogar, sus distintos hogares, como el centro permanente de mi existencia. Estas cosas no se pueden razonar, y le ruego muy encarecidamente que no vuelva a mencionar el asunto que tratamos tan minuciosamente. Cada uno ve su vida desde su propio punto de vista, prerrogativa de la que goza hasta el más humilde y débil de entre nosotros, y yo jamás podré ver la mía de la forma que usted me propuso. Le ruego que con esto se dé por satisfecho y que me crea cuando digo que he tratado su propuesta con todo el respeto y la profunda consideración que se merece. Con mi mayor estima, sinceramente suya,

ISABEL ARCHER

Mientras la autora de esta misiva se decidía a enviarla, Henrietta Stackpole tomó una determinación que puso en práctica sin dilación. Invitó a Ralph Touchett a dar un paseo con ella por el jardín, y cuando él había accedido con esa prontitud suya que parecía dar testimonio constante de sus elevadas expectativas, le informó de que tenía que pedirle un favor. Debemos reconocer que, al oír aquello, el joven se sobresaltó, pues como sabemos la señorita Stackpole le había dado la impresión de ser capaz de aprovechar cualquier ventaja. Sin embargo, su alarma era irracional, ya que la idea que él tenía del motivo de aquella indiscreción era igual de escasa que la información sobre su alcance en profundidad, y expresó con exquisita educación su deseo de servirla. Tenía miedo de ella, y se lo hizo saber.

—Cuando me mira de cierta manera, las rodillas me tiemblan y me abandonan mis facultades; el nerviosismo me invade y lo único que pido es tener la fuerza necesaria para cumplir sus órdenes. Tiene usted una autoridad que hasta ahora no había encontrado en ninguna mujer.

—Bueno —contestó Henrietta de buen humor—, si no hubiese sabido de antemano que estaba usted tratando de avergonzarme de algún modo, ahora estaría convencida. Está claro que soy presa fácil, me educaron con costumbres e ideas muy distintas. No estoy acostumbrada a sus normas arbitrarias, y en Estados Unidos jamás me han hablado como lo ha hecho usted. Si un caballero que estuviese conversando conmigo allá me hablase de esa manera, no entendería nada. Allá nos tomamos todo con más naturalidad que aquí y, desde luego, somos mucho más sencillos. Yo reconozco que soy muy sencilla. Si lo que quiere es reírse de mí por eso, adelante; pero, en general, prefiero ser como soy a ser como usted. Estoy bastante satisfecha conmigo misma, no quiero cambiar. Hay mucha gente que me aprecia tal como soy. ¡Estadounidenses libres y sencillos, claro! —Henrietta había adoptado un tono de indefensa inocencia y enorme condescendencia—. Quiero que me eche una mano —añadió—. No me importa que se divierta conmigo mientras lo hace, o, mejor dicho, estoy dispuesta a que su diversión sea la recompensa. Quiero que me ayude con Isabel.

 

—¿Es que ella la ha herido?

—Si así fuese no me importaría, y jamás se lo diría a usted. Lo que temo es que se haga daño a sí misma.

—Creo que eso es muy posible.

Su acompañante se detuvo en el sendero del jardín, y le dirigió una mirada que quizá fuese la que a él le enervaba.

—Y eso también le haría gracia, supongo. ¡Menuda forma tiene usted de decir las cosas! Jamás había conocido a nadie tan indiferente.

—¿Con respecto a Isabel? ¡Ah! ¡Eso sí que no!

—Está bien, espero que no esté enamorado de ella.

—¿Cómo podría estarlo si estoy enamorado de Otra?

—Lo que está es enamorado de sí mismo. ¡Esa es la Otra! —declaró la señorita Stackpole—. ¡Pues que le vaya bien! Pero si por una vez en la vida quiere ser serio, ahora tiene la oportunidad de demostrarlo. No espero que comprenda a Isabel, eso sería pedirle demasiado. Pero tampoco es necesario para que me haga el favor que quiero. De pensar me encargo yo.

—¡Cuánto voy a disfrutar! —exclamó Ralph—. Yo haré de Calibán y usted de Ariel.

—Usted no se parece en nada a Calibán, porque es sofisticado y Calibán no lo era. Pero yo no estoy hablando de personajes imaginarios, estoy hablando de Isabel. Isabel es de lo más real. Lo que quiero decirle es que la encuentro tremendamente cambiada.

—¿Quiere decir desde que usted llegó?

—Desde que llegué y desde antes de que llegase. Ya no es aquella persona maravillosa de antes.

—¿Como era en Estados Unidos?

—Sí, como era en Estados Unidos. Imagino que sabrá que procede de allí. No puede evitarlo, pero así es.

—¿Y usted quiere cambiarla y que vuelva a ser la de antes?

—Por supuesto que sí, y quiero que usted me ayude.

—Ah —dijo Ralph—, yo solo soy Calibán; no soy Próspero.

—Ya ha hecho lo suficiente de Próspero para convertirla en lo que es ahora. Ha influido en Isabel Archer desde que llegó aquí, señor Touchett.

—¿Yo, mi querida señorita Stackpole? ¡Qué va! Ha sido Isabel Archer la que ha influido en mí; sí, ella nos influye a todos. Pero yo me he mantenido completamente pasivo.

—En ese caso, es usted demasiado pasivo. Más le valdría espabilarse y estar atento. Isabel cambia de día en día; se está dejando ir a la deriva, mar adentro. La he estado observando y lo sé. No es aquella brillante joven estadounidense que era antes. Está adoptando opiniones distintas, un matiz diferente, y alejándose de sus antiguos ideales. Yo quiero recuperar esos ideales, señor Touchett, y aquí es donde interviene usted.

—¿No como un ideal, por supuesto?

—Está claro que no —respondió Henrietta con prontitud—. Siento un profundo temor de que vaya a casarse con uno de esos europeos decadentes, y quiero impedirlo.

—Ah, ya entiendo —dijo Ralph—; ¿y para impedirlo lo que quiere es que yo me entrometa y me case con ella?

—No exactamente; tal remedio sería peor que la enfermedad, porque usted es uno de esos típicos europeos decadentes de los que yo quiero rescatarla. No; lo que quiero es que usted se interese por otra persona: un joven al que ella antes dio grandes esperanzas y que ahora, por lo visto, no encuentra suficientemente bueno. Es, en verdad, un gran hombre y un buen amigo al que aprecio muchísimo, y me gustaría que usted lo invitase a venir aquí.

Ralph se quedó muy desconcertado ante tal petición, y tal vez no diga mucho a favor de su pureza de espíritu el hecho de que en un principio no contemplase tal solicitud en toda su sencillez. Había en ella, a su juicio, algo tortuoso, y el error de Ralph estaba en que no tenía la seguridad de que hubiese en el mundo algo tan inocente como aparentaba ser aquella petición de la señorita Stackpole. Que una joven le pidiese dar la oportunidad a un caballero, al que describía como un amigo suyo muy querido, de hacerse grato a otra muchacha, a una joven cuya atención se había desviado y poseedora de mayores encantos… era algo tan anómalo que por el momento ponía en cuestión toda su capacidad de interpretación. Leer entre líneas resultaba más fácil que seguir el texto, y suponer que la señorita Stackpole quería que se invitase al caballero a Gardencourt por motivos propios no era indicio de una mente vulgar, sino de una que se siente azorada. Sin embargo, Ralph se vio salvado incluso de este acto de vulgaridad venial, y salvado por una fuerza a la que solo puedo calificar de inspiración. Sin más luz sobre el asunto que la que acababa de adquirir, tuvo de súbito la convicción de que sería una soberana injusticia asignar a la corresponsal del Interviewer un propósito deshonroso a cualquiera de sus actos. Tal convicción se adueñó de su mente con extrema rapidez, tal vez alimentada por el brillo puro de la imperturbable mirada de la joven. Respondió al desafío un momento, conscientemente, resistiéndose al impulso de fruncir el ceño como hace uno en presencia de luminarias mayores.

—¿Quién es el caballero del que habla?

—El señor Caspar Goodwood, de Boston. Ha sido extremadamente atento con Isabel, y se ha entregado a ella en cuerpo y alma. La ha seguido hasta aquí y actualmente está en Londres. No sé su dirección, pero supongo que puedo conseguirla.

—No he oído hablar nunca de él —dijo Ralph.

—Ya, pero imagino que no habrá oído hablar de todo el mundo. Yo no creo que él haya oído hablar de usted, pero ese no es motivo para que Isabel no se case con él.

Ralph soltó una carcajada leve y ambigua.

—¡Qué manía tiene usted de casar a la gente! ¿Se acuerda de que el otro día me quería casar a mí?

—Eso ya se me ha pasado. Usted no sabe cómo tomarse esas ideas. Pero, en cambio, el señor Goodwood sí que sabe hacerlo, y eso es lo que me gusta de él. Es un hombre espléndido y un perfecto caballero, e Isabel lo sabe.

—¿Lo aprecia ella mucho?

—Si no lo hace, tendría que hacerlo. Él está sencillamente cautivado por ella.

—Y usted quiere que yo lo invite a venir —dijo Ralph pensativo.

—Sería un auténtico acto de hospitalidad.

—Caspar Goodwood… —continuó Ralph—, es un nombre de lo más llamativo.

—El nombre me trae sin cuidado. Por mí como si se llamara Ezekiel Jenkins. Es el único hombre que he conocido que considero digno de Isabel.

—Es usted una amiga muy devota —dijo Ralph.

—Por supuesto que lo soy. Si lo dice por burlarse de mí, no me importa.

—No lo digo por burlarme de usted, sino porque lo encuentro admirable.

—Está usted más satírico que nunca, pero le aconsejo que no se ría del señor Goodwood.

—Le aseguro que estoy hablando muy en serio, debería usted darse cuenta —dijo Ralph.

Su interlocutora se dio cuenta enseguida.

—Creo que es cierto; ahora está usted demasiado serio.

—Es usted difícil de complacer.

—Ah, no hay duda de que se ha puesto muy serio. No va a invitar al señor Goodwood.

—No lo sé —dijo Ralph—. Soy capaz de hacer cosas muy raras. Hábleme un poco del señor Goodwood. ¿Cómo es?

—Es todo lo contrario de usted. Está al frente de una fábrica de hilados de algodón, una muy importante.

—¿Tiene buenos modales? —preguntó Ralph.

—Espléndidos… a la manera de Estados Unidos.

—¿Sería un miembro agradable de nuestro pequeño círculo?

—No creo que a él le importase mucho nuestro pequeño círculo. Se concentraría en Isabel.