Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—Mi querida amiga, me pregunto si no estarás volviéndote desleal.

—¿Desleal? ¿Desleal hacia ti, Henrietta?

—No, eso sería muy doloroso; pero no se trata de eso.

—¿Desleal con mi país, entonces?

—¡Ah!, espero que eso no ocurra jamás. Cuando te escribí desde Liverpool, te dije que tenía algo muy especial que contarte. Nunca me has preguntado de qué se trataba. ¿Es porque has sospechado qué era?

—¿Sospechado el qué? Por lo general, no suelo sospechar de nada —dijo Isabel—. Ahora recuerdo esa frase de tu carta, pero te confieso que la había olvidado. ¿Qué tienes que contarme?

Henrietta pareció decepcionada, y su mirada fija lo dejó entrever.

—No lo preguntas como deberías… como si no fuera algo importante. Has cambiado… estás pensando en otras cosas.

—Dime de qué se trata, y pensaré en ello.

—¿De verdad que pensarás en ello? Me gustaría estar segura de eso.

—No tengo mucho control sobre mis pensamientos, pero haré lo que esté en mi mano —dijo Isabel. Henrietta la miró, en silencio, durante un rato que puso a prueba la paciencia de Isabel, hasta que por fin nuestra heroína preguntó—: ¿Me estás diciendo que vas a casarte?

—No hasta que haya visto Europa —dijo la señorita Stackpole—. ¿De qué te ríes? —prosiguió—. Lo que quiero decir es que el señor Goodwood vino en el barco conmigo.

—¡Ah! —fue la respuesta de Isabel.

—Ya lo puedes bien decir. Hablé mucho con él: ha venido a buscarte.

—¿Te dijo él eso?

—No, él no me dijo nada. Por eso lo supe —dijo Henrietta con ingenio—. Él apenas dijo nada de ti, pero yo hablé muchísimo.

Isabel esperó. Ante la mención del nombre del señor Goodwood, había palidecido un poco.

—Siento mucho que tuvieras que hacer eso —comentó al fin.

—Fue todo un placer para mí, y me agradó la forma en que me escuchaba. Podría haber estado hablando mucho tiempo con un oyente así: estaba tan callado, tan absorto, no perdía palabra.

—¿Qué le dijiste de mí? —preguntó Isabel.

—Le dije que, en conjunto, eras el ser más admirable que conocía.

—Siento muchísimo que lo hayas hecho. Él ya tiene una opinión excesivamente buena de mí, no tendrías que haberlo alentado en eso.

—Se muere por un poco de aliento. Ahora mismo estoy viendo su rostro, y su mirada intensa y absorta mientras yo hablaba. Nunca un hombre tan feo me pareció tan guapo.

—Él es de ideas muy simples —dijo Isabel—. Y tampoco es tan feo.

—No hay nada que simplifique más que una gran pasión.

—La suya no es una gran pasión, estoy muy segura de que no lo es.

—Lo dices como si no estuvieras tan segura.

Isabel le dedicó una sonrisa más bien fría.

—Se lo diré mejor al señor Goodwood en persona.

—Pronto tendrás la oportunidad —dijo Henrietta. Isabel no respondió ante tal declaración, que su amiga había hecho con gran convencimiento—. Va a encontrarte muy cambiada —insistió—. El ambiente que te rodea te ha afectado.

—Probablemente. A mí todo me afecta.

—¡Todo menos el señor Goodwood! —exclamó la señorita Stackpole con una risa un tanto áspera.

Isabel ni siquiera se molestó en sonreír, y tras un momento preguntó:

—¿Te pidió que hablases conmigo?

—No lo hizo con palabras, pero me lo rogó con la mirada y con el apretón de manos que me dio al despedirse.

—Te agradezco que lo hayas hecho —dijo Isabel, y se dio la vuelta.

—Sí, estás cambiada. Aquí has adquirido ideas nuevas —continuó su amiga.

—Eso espero —dijo Isabel—. Hay que adquirir todas las ideas nuevas que sea posible.

—Sí, pero no deberían interferir con las antiguas, cuando aquellas eran las correctas.

Isabel se giró de nuevo.

—¡Si lo que intentas decir es que yo albergaba alguna idea con respecto al señor Goodwood…!

Pero, ante la mirada implacable de su amiga, la voz se le quebró.

—Mi querida niña, no hay duda de que le hiciste concebir esperanzas.

Isabel dio muestras al instante de querer negar tal acusación, pero en vez de eso respondió finalmente:

—Es muy cierto, sí que lo alenté.

Y a continuación le preguntó a su interlocutora si el señor Goodwood le había comunicado lo que pensaba hacer. Era una concesión a su propia curiosidad, ya que no le gustaba hablar de aquel asunto y consideraba que Henrietta carecía de la debida delicadeza.

—Se lo pregunté, y me contestó que no pensaba hacer nada —respondió la señorita Stackpole—. Pero yo no lo creo. Él no es de los que no hacen nada. Es un hombre de acción, decidido y audaz. Pase lo que pase, siempre hará algo; y haga lo que haga, siempre estará bien.

—Yo soy de la misma opinión.

Puede que Henrietta careciese de la delicadeza necesaria, pero, con todo, a Isabel le conmovió oír aquella declaración.

—¡Ah, así que te importa…! —le soltó su amiga.

—Haga lo que haga, siempre estará bien —repitió Isabel—. Cuando un hombre es así de infalible, ¿qué le puede importar lo que una sienta?

—Puede que a él no le importe, pero le importa a una.

—Ya, lo que a mí me importa… no es de eso de lo que estamos hablando —dijo Isabel con una fría sonrisa.

Esta vez su interlocutora se puso seria.

—Bueno, eso no me interesa. Has cambiado. No eres la misma de hace tan solo unas semanas, y el señor Goodwood se dará cuenta. Creo que se presentará aquí cualquier día.

—Entonces, confío en que me odie —dijo Isabel.

—Ni creo que confíes en eso, ni lo creo a él capaz de semejante cosa.

Ante esta observación, nuestra heroína no replicó, dominada por la inquietud que había despertado en ella la convicción de Henrietta de que Caspar Goodwood iba a presentarse en Gardencourt. Sin embargo, se engañó a sí misma diciéndose que tal cosa era imposible, y así se lo hizo saber más tarde a su amiga. Pese a todo, durante las siguientes cuarenta y ocho horas, estuvo a la espera de oír anunciar en cualquier momento el nombre del joven. Aquella sensación la oprimía, hacía que el aire pareciese cargado, como si fuese a haber un cambio de tiempo. Y el tiempo, socialmente hablando, había sido tan agradable durante la estancia de Isabel en Gardencourt que cualquier cambio solo podía ser para peor. La incertidumbre se disipó por completo al segundo día. Había estado recorriendo el parque en compañía del sociable Bunchie, y tras pasear sin rumbo durante un rato, de forma nerviosa y lánguida a la vez, había tomado asiento en un banco del jardín a la vista de la casa, bajo una frondosa haya donde, con su vestido blanco adornado de lazos negros, ofrecía una imagen elegante y armoniosa entre las sombras oscilantes. Durante unos momentos se entretuvo hablándole al pequeño terrier, con respecto al cual la propuesta de propiedad compartida con su primo se aplicaba con toda la imparcialidad posible, es decir, la que permitían las simpatías un tanto veleidosas e inconstantes de Bunchie. Pero en esta ocasión, por vez primera, se dio cuenta de lo limitado del intelecto del terrier, que hasta la había sorprendido por su alcance. Se le ocurrió al fin que haría bien en llevarse un libro, pues en otras épocas, cuando se sentía acongojada, había logrado, con la ayuda de un volumen bien escogido, transferir la sede de la conciencia al órgano de la razón pura. En los últimos tiempos, era imposible negarlo, la literatura semejaba una luz mortecina, e incluso después de haberse recordado a sí misma que la biblioteca de su tío estaba provista de una completa selección de aquellos autores sin los que la colección de un caballero no puede pasar, continuó inmóvil, con las manos vacías, la mirada fija en el verde y fresco césped del prado. Sus cavilaciones se vieron al fin interrumpidas por la llegada de un criado que le hizo entrega de una carta. El sobre llevaba matasellos de Londres y estaba escrito con una letra que conocía, que vio en su imaginación, tan ocupada ya por la presencia de él, con igual viveza que la voz o el rostro de su autor. La misiva resultó ser corta y puede transcribirse por completo.

Mi querida señorita Archer:

No sé si habrá tenido noticias de mi llegada a Inglaterra, pero aunque no sea así, no creo que le resulte una sorpresa. Recordará que, hace tres meses en Albany, cuando me manifestó su rechazo, yo no lo acepté y expresé mi desacuerdo. Usted, de hecho, pareció aceptar mis argumentos y admitir que la razón estaba de mi parte. Yo había ido a verla con la esperanza de que me permitiese convencerla; las razones que alimentaban mi esperanza eran las mejores. Pero usted las rebatió. Yo la encontré cambiada, y usted fue incapaz de explicarme la razón de ese cambio. Reconoció que no estaba siendo razonable, y esa fue la única concesión que hizo; pero fue una bastante pobre, porque esa no es su forma de ser. No, usted no es, y jamás será, arbitraria ni caprichosa. Por esa razón, creo que me permitirá verla de nuevo. Me dijo que yo no le resultaba desagradable, y lo creo, ya que no veo motivo para que no sea así. Siempre pensaré en usted, jamás pensaré en nadie más. He venido a Inglaterra simplemente porque usted se encuentra aquí. No podía quedarme en casa después de su marcha: odiaba el país porque usted no estaba en él. Si ahora me gusta este país, es porque la tiene a usted. Había estado antes en Inglaterra, pero nunca me ha gustado mucho. ¿No podría ir a verla durante media hora? En este momento es el deseo más ferviente de su fiel servidor,

CASPAR GOODWOOD

Isabel leyó la misiva con tan profunda atención que no se percató de los pasos que se aproximaban sobre el mullido césped. Sin embargo, al levantar la vista, mientras plegaba con gesto mecánico la carta, vio de pie ante ella a lord Warburton.

 

12

Isabel guardó la misiva en el bolsillo y dirigió a su visitante una sonrisa de bienvenida, sin dar muestra alguna de incomodidad y un tanto sorprendida ante su frialdad.

—Me dijeron que se encontraba aquí —dijo lord Warburton—, y como no había nadie en el salón y en realidad es a usted a quien quería ver, he venido sin más demora.

Isabel se había puesto en pie; en aquel momento no tenía deseos de que se sentase a su lado.

—Ya me disponía a entrar.

—Por favor, no lo haga, es mucho más agradable aquí. He venido a caballo desde Lockleigh. Hace un día precioso.

Su sonrisa era especialmente amistosa y agradable, y todo él parecía irradiar el aura de amabilidad y bondad que habían hecho que la primera impresión que la joven había tenido de él fuese tan encantadora. El resplandor de un hermoso día de junio parecía envolver su persona.

—En ese caso, demos un paseo —dijo Isabel, que no podía librarse de la sensación de que su visitante albergaba alguna intención, y deseaba a la vez eludirla y satisfacer la curiosidad que despertaba en ella. Ya había vislumbrado esa intención en otra ocasión, y, como bien sabemos, en aquel momento le había producido cierta alarma. Dicha alarma estaba compuesta de varios elementos, no todos ellos desagradables; de hecho, se había pasado varios días analizándolos y había conseguido separar la parte agradable de la idea de que lord Warburton la estaba cortejando de aquella que le resultaba dolorosa. A algunos lectores podría parecerles que la joven era a la vez precipitada e indebidamente exigente, pero esto último, caso de ser cierta la acusación, puede servir para exonerarla de lo primero. No estaba ansiosa por convencerse a sí misma de que un importante terrateniente, como había oído llamar a lord Warburton, estuviese completamente prendado de sus encantos, pues el hecho de que él se le declarase plantearía en realidad más interrogantes de los que resolvería. Había recibido la fuerte impresión de que se trataba de un «personaje», y se había dedicado a estudiar la imagen que eso transmitía. Aun a riesgo de abundar en la demostración de la autosuficiencia de la joven, cabe añadir que había habido momentos en que la posibilidad de ser objeto de la admiración de un personaje le resultaba una agresión que rayaba en la afrenta, casi una inconveniencia. Jamás hasta ahora había conocido a un personaje; en su vida no había habido personajes en ese sentido; lo más probable era que en su tierra natal no existiese ninguno. Cuando había pensado en la eminencia individual, se la había representado como algo basado en el carácter y el ingenio, en lo que a una podría gustarle de la inteligencia y el habla de un caballero. Ella misma era todo un carácter, no podía evitar ser consciente de ello; y, hasta el momento, su visión de una conciencia completa había tenido más que ver con imágenes morales, con aspectos en los que la cuestión era si complacían a su alma sublime. Lord Warburton se erguía ante ella, rotunda y claramente, como un conjunto de atributos y poderes que no podían medirse con aquel simple rasero, sino que exigían una forma distinta de valoración, valoración para la que la joven, con su hábito de juzgar con rapidez y sin cortapisas, sentía que no contaba con la paciencia necesaria. Lord Warburton parecía exigir de ella algo que ningún otro, por así decirlo, se había atrevido a hacer. Lo que Isabel sentía era que un magnate social, político y económico había concebido un plan para introducirla en el sistema en el que él, bastante injustamente, vivía y se desenvolvía. Cierto instinto, no imperioso, sino persuasivo, le decía que opusiese resistencia, le murmuraba que ella prácticamente contaba con un sistema y una órbita propios. Le decía otras cosas además, cosas que se contradecían y confirmaban entre sí; que una joven podía hacer algo mucho peor que confiar su destino a un hombre así y que sería muy interesante ver algo de su sistema desde su propio punto de vista; que por otra parte, sin embargo, era evidente que en él había mucho que tan solo le iba a resultar una complicación constante, y que incluso en su totalidad había algo rígido y necio que lo convertiría en una carga. Además, existía un joven acabado de llegar de Estados Unidos que no tenía ningún sistema en absoluto, pero que contaba con una personalidad sobre la que era inútil tratar de convencerse a sí misma de que la impresión que había causado en su mente era ligera. La carta que llevaba en el bolsillo era suficiente recordatorio de lo contrario. No esbocen una sonrisa, me aventuro a repetir, ante esta sencilla joven de Albany que se planteaba si debía aceptar a un noble inglés antes de que él se le hubiese ofrecido y que estaba dispuesta a creer que, en general, podía conseguir algo mejor. Era persona de muy buena fe, y si bien había en su sabiduría gran cantidad de insensatez, aquellos que la juzguen con severidad pueden tener la satisfacción de descubrir que, más adelante, se volverá sistemáticamente sabia, tan solo a costa de tal cantidad de insensatez que constituirá una apelación casi directa a la compasión.

Lord Warburton parecía bastante dispuesto a pasear, a sentarse o a hacer cualquier cosa que Isabel propusiese, y le proporcionó esa seguridad con su aire habitual de encontrarse particularmente complacido de poder poner en práctica una virtud social. Pese a todo, no lograba mantener el control de sus emociones, y mientras caminaba a su lado, en silencio, y la miraba un momento sin dejar que ella se percatase, había un punto de azoramiento en su mirada y en su risa sin sentido. Sí, es indudable, y ya que hemos hablado del tema, lo retomaremos de nuevo un instante: los ingleses son el pueblo más romántico del mundo y lord Warburton estaba a punto de darnos un ejemplo de ello. Estaba a punto de dar un paso que dejaría atónitas a todas sus amistades y que desagradaría a muchas de ellas, y que a primera vista no tenía nada de recomendable. La joven que hollaba la hierba a su lado había llegado de un extraño país de allende los mares del que él sabía mucho; los antecedentes de ella, sus relaciones, resultaban muy vagas para su mente excepto en lo que tenían de genéricos, y en este sentido se mostraban claros e intrascendentes. La señorita Archer no tenía fortuna ni esa clase de belleza que justifican a un hombre ante la multitud, y calculaba que habría pasado unas veintiséis horas en su compañía. Él había sopesado todo aquello, la contumacia de aquel impulso, que se había resistido a aprovechar las innumerables oportunidades de diluirse, y el juicio del género humano, que se manifiesta en un rápido enjuiciamiento más de la mitad de las veces: había mirado ambas cosas de frente y, a continuación, las había apartado de su pensamiento. Le importaban tan poco como el capullo de rosa que llevaba en el ojal. Da muestras de la buena fortuna de un hombre que la mayor parte de su vida se ha abstenido sin esfuerzo de resultar desagradable a sus amigos el hecho de que, cuando surge la necesidad de tomar un camino como aquel, no hay relaciones molestas que lo desacrediten.

—Espero que haya disfrutado del trayecto a caballo —dijo Isabel, que era consciente de los titubeos de su acompañante.

—Aunque solo fuese porque me ha traído hasta aquí, ya habría sido agradable.

—¿Tanto aprecio tiene usted a Gardencourt? —preguntó la joven, cada vez más segura de que él tenía intención de hacerle algún tipo de petición; deseosa de no forzarlo en caso de que titubease, y, además, de mantener toda su tranquilidad y lucidez si se decidía.

De repente fue consciente de que su situación era una de las que unas semanas atrás habría calificado de profundamente romántica: el parque de una antigua casa solariega inglesa, con la agradable presencia en primer plano de un «importante» (imaginaba ella) noble cortejando a una joven que, tras una cuidadosa inspección, resultaría tener muchas cosas en común con ella. Pero aunque en aquel momento era ella la heroína de la situación, era igualmente capaz de lograr ver la situación desde fuera.

—Gardencourt no me importa nada —dijo su acompañante—. Lo único que me importa es usted.

—Me conoce desde hace muy poco tiempo para sentirse con derecho a decir algo así, no puedo creer que esté hablando en serio.

Estas palabras de Isabel no fueron completamente sinceras, ya que no albergaba duda alguna de que así fuera. Eran simplemente un tributo al hecho, y era perfectamente consciente de ello, de que las palabras que él acababa de pronunciar habrían causado sorpresa entre la gente vulgar. Y, lo que es más, si hubiese necesitado algo para convencerla de la idea que ya se había formado de que lord Warburton no era un frívolo, el tono en que él respondió habría bastado para tal propósito.

—El derecho a algo así no se mide por el tiempo, señorita Archer, sino por el sentimiento en sí. Si tuviera que esperar tres meses, no cambiaría nada, no estaría más seguro de mis palabras de lo que lo estoy ahora. Claro que la he visto muy poco, pero mi impresión viene del primer momento que nos conocimos. Yo no perdí el tiempo, me enamoré de usted entonces. Fue a primera vista, como se dice en las novelas. Ahora sé que esa frase no es una fantasía, y tendré para siempre un mejor concepto de las novelas. Los dos días que pasé aquí lo confirmaron. Desconozco si usted tuvo alguna sospecha de lo que estaba haciendo, pero me dediqué, quiero decir mentalmente, a prestarle la mayor atención que me fue posible. Nada de lo que dijo, nada de lo que hizo me pasó inadvertido. Cuando el otro día vino a Lockleigh, o mejor dicho, cuando se marchó, ya estuve completamente seguro. Pese a todo, resolví reflexionar sobre el asunto y cuestionar mis motivos a fondo. Y lo hice; durante todos estos días no he hecho otra cosa. Yo no cometo errores en asuntos así: soy un animal muy juicioso. No me entusiasmo con facilidad, pero cuando me siento tocado, es para toda la vida. Para toda la vida, señorita Archer, para toda la vida.

Lord Warburton repitió las palabras con la voz más agradable, tierna y cariñosa que Isabel había oído jamás, al tiempo que la miraba con ojos llenos de una pasión carente de los elementos más impuros de la emoción (el arrebato, la violencia, la irracionalidad) y que ardía con la misma constancia que una lámpara en un lugar resguardado del viento. Por acuerdo tácito, mientras él hablaba habían ido lentamente aminorando el paso, hasta que al fin se detuvieron y él le tomó una mano.

—¡Ay, lord Warburton, qué poco me conoce! —dijo Isabel con mucha dulzura. Y también con mucha delicadeza apartó la mano.

—No me reproche eso; ya me produce suficiente tristeza no conocerla mejor, el que sale perdiendo soy yo. Pero eso es lo que quiero, y tengo para mí que estoy haciendo lo correcto. Si accede a ser mi esposa, la conoceré, y cuando le diga todo lo bueno que pienso de usted no podrá afirmar que lo hago por ignorancia.

—Si usted me conoce poco, yo todavía le conozco menos —dijo Isabel.

—¿Quiere decir que, a diferencia de usted, quizá no mejore al conocerme? Ah, por supuesto que eso es muy posible. Pero piense una cosa: para hablarle como lo estoy haciendo, qué empeñado debo de estar en intentar complacerla. Le gusto un poco, ¿no es verdad?

—Me gusta mucho, lord Warburton —respondió Isabel, y en aquel momento le gustaba inmensamente.

—Le agradezco que me lo diga, demuestra que no me ve como un extraño. Creo sin lugar a dudas que he cumplido con satisfacción con todas las demás obligaciones de la vida, y no sé por qué no iba a cumplir con esta, en la que me estoy ofreciendo a usted, teniendo en cuenta que me importa mucho más. Pregunte a la gente que me conoce bien; tengo amigos que hablarán a mi favor.

—No necesito las recomendaciones de sus amigos —dijo Isabel.

—Ah, eso es verdaderamente encantador de su parte. Cree en mí por usted misma.

—Por completo —declaró Isabel. Y el placer de sentir que lo hacía la iluminó interiormente.

El brillo de los ojos de su acompañante se tornó en sonrisa, y exhaló un profundo suspiro de dicha.

—¡Que pierda cuanto poseo si se equivoca al hacerlo, señorita Archer!

Isabel se preguntó si con aquello quería recordarle su riqueza, pero al instante estuvo segura de que no era así. Eso, tal como él mismo habría dicho, lo dejaba a un lado; y de hecho lo confiaba a la memoria de su interlocutor, especialmente a la de aquella a la que le estaba ofreciendo su mano. Isabel había rogado al cielo no caer presa de la agitación, y su mente estaba lo suficientemente tranquila, incluso mientras escuchaba y se preguntaba qué debía decir, como para permitirse aquella crítica casual. ¿Qué debía contestar?, se había preguntado. Su deseo más acuciante era decir algo que fuese al menos tan agradable como lo que el joven le había dicho a ella. Las palabras de él habían rebosado convicción y sintió que, por más misterioso que resultara, ella le importaba de veras.

 

—Le agradezco su ofrecimiento más de lo que puedo expresar con palabras —respondió al fin—. Me ha hecho un gran honor.

—¡Ay, no diga eso! —exclamó él—. Tenía miedo de que dijese algo así. No le corresponde decir algo sí. No sé por qué tiene que agradecérmelo, soy yo el que tendría que darle las gracias por escucharme: ¡un hombre al que conoce tan poco y que le suelta algo así de sopetón! Está claro que es una pregunta muy seria. Le confieso que prefiero hacerla yo a tener que responderla. Pero la forma en que me ha escuchado… el mismo hecho de que se haya dignado hacerlo… me permite concebir algunas esperanzas.

—No conciba demasiadas —dijo Isabel.

—¡Ay, señorita Archer! —murmuró su acompañante, sonriendo de nuevo en medio de su seriedad, como si una advertencia así pudiese tal vez interpretarse como producto del buen humor, de la exuberancia de la euforia.

—¿Se sorprendería usted mucho si le rogase que no abrigase esperanza alguna?

—¿Que si me sorprendería? Ignoro a qué se refiere cuando habla de sorpresa. Sería un sentimiento muchísimo peor.

Isabel echó a andar de nuevo y se mantuvo en silencio durante unos minutos.

—Estoy convencida de que la buena opinión que ya tengo de usted no haría más que mejorar si lo conociese bien. Pero de lo que no estoy tan segura es de que usted no se decepcione. Y no lo digo por falsa modestia, sino con total sinceridad.

—Estoy dispuesto a correr ese riesgo, señorita Archer —respondió su acompañante.

—Como usted bien ha dicho, es una pregunta seria, una pregunta muy difícil.

—Por supuesto, no espero que me responda de inmediato. Tómese todo el tiempo que necesite para pensarlo. Si he de salir ganando con la espera, estaré feliz de esperar durante mucho tiempo. Lo único que no debe olvidar es que, al final, mi felicidad soñada depende de su respuesta.

—Sentiría mucho tenerlo en vilo —dijo Isabel.

—No se preocupe. Prefiero recibir una respuesta favorable dentro de seis meses que una negativa hoy mismo.

—Pero es muy probable que incluso dentro de seis meses sea incapaz de darle una que le parezca buena.

—¿Por qué no, si de verdad le gusto?

—Ah, de eso no debe tener la menor duda.

—En ese caso, no veo qué más pide usted.

—No se trata de lo que yo pida, sino de lo que pueda dar. No creo que yo le convenga a usted, de verdad que no lo creo.

—Eso no tiene por qué preocuparle, es asunto mío. Usted no tiene por qué ser más papista que el Papa.

—No sé trata solo de eso —dijo Isabel—, es que no estoy segura de querer casarme con nadie.

—Es muy probable. No me cabe duda de que muchas grandes mujeres empiezan diciendo lo mismo —declaró el lord, quien, que quede claro, no creía en absoluto en aquel axioma que la ansiedad le había empujado a pronunciar—. Pero con frecuencia se las convence.

—¡Ah, eso es porque lo están deseando! —E Isabel soltó una leve carcajada.

El rostro de su acompañante se ensombreció, y la contempló un momento en silencio.

—Mucho me temo que sea mi condición de inglés lo que la haga dudar —dijo al fin—. Sé que su tío piensa que debería usted casarse en su propio país.

Isabel escuchó aquella afirmación con interés. Nunca se le había pasado por la imaginación que al señor Touchett se le ocurriese hablar de su futuro matrimonial con lord Warburton.

—¿Le ha dicho él eso?

—Recuerdo que hizo ese comentario. Quizá se refiriese a los estadounidenses en general.

—Parece que a él le ha resultado muy agradable vivir en Inglaterra.

Isabel habló de una forma que podría haber parecido un tanto perversa, pero que expresaba tanto su percepción constante de la felicidad externa de su tío como su propia disposición general a eludir cualquier obligación de adoptar un punto de vista limitado.

Sus palabras dieron esperanzas a su acompañante, quien de inmediato exclamó con ardor:

—¡Ah, mi querida señorita Archer, bien sabe que la vieja Inglaterra es un gran país! Y será aún mejor cuando la hayamos acicalado un poco.

—Por favor, no la acicalen, lord Warburton. Déjenla así. Me gusta como está.

—Pues entonces, si le gusta, cada vez comprendo menos sus objeciones a lo que le propongo.

—Me temo que no seré capaz de hacerle comprender.

—Al menos debería intentarlo. Cuento con suficiente inteligencia. ¿Tiene usted miedo… miedo del clima? No habría ningún problema en vivir en otro lugar, sabe. Puede elegir el clima que le apetezca de cualquier parte del mundo.

Pronunció aquellas palabras con un ardor candoroso que fue como el abrazo de unos fuertes brazos… que fue como una fragancia que le acariciase el rostro, a través de los labios frescos y susurrantes de él, procedente de no sabía qué jardines insólitos, de qué aires perfumados. En aquel momento, hubiese dado cualquier cosa por sentir con fuerza y sin más el impulso de responderle: «Lord Warburton, creo que me es imposible hacer nada mejor en este maravilloso mundo que confiarme, con toda gratitud, a su lealtad». Pero, pese a estar absorta admirando la oportunidad que se le brindaba, consiguió retirarse a la zona más profunda y oscura de su ser, casi como una criatura salvaje atrapada en una inmensa jaula. Aquella seguridad espléndida que se le ofrecía no era la mejor que podía concebir. Lo que por fin se le ocurrió decir fue algo muy diferente, algo que posponía la necesidad de enfrentarse de veras a su crisis.

—No me considere descortés si le ruego que no hable más del asunto por hoy.

—¡Por supuesto que no! —exclamó su acompañante—. No quiero atosigarla por nada del mundo.

—Me ha dado mucho en lo que pensar, y le prometo que lo haré como merece.

—Eso es todo lo que le pido, naturalmente… y que no olvide que mi felicidad está por completo en sus manos.

Isabel escuchó aquella admonición con sumo respeto, pero al cabo de un minuto añadió:

—Debo confesarle que lo que voy a pensar es la manera de hacerle comprender que lo que me pide es imposible… la forma de que lo entienda sin hacerle sufrir.

—No existe forma de hacer eso, señorita Archer. No voy a decirle que su rechazo me matará; no voy a morirme por eso. Pero será aún peor: mi vida carecerá de sentido.

—Vivirá para casarse con una mujer mejor que yo.

—Le ruego que no diga eso —dijo lord Warburton con mucha gravedad—. No es justo para ninguno de los dos.

—Pues para casarse con alguien peor, entonces.

—Si existen mujeres mejores que usted, prefiero las malas. Eso es cuanto puedo decir —continuó él con la misma vehemencia—. Sobre gustos no hay nada escrito.

La seriedad que mostraba hizo que ella se pusiera igual de seria, y lo demostró al pedirle de nuevo que dejase aquel asunto por el momento.

—Seré yo la que hable con usted… muy pronto. Tal vez le escriba.

—Sí, lo que usted prefiera —respondió él—. Se tome el tiempo que se tome, va a parecerme muy largo, y supongo que tendré que tomármelo lo mejor que pueda.

—No voy a tenerlo en vilo; lo único que quiero es poner algo de orden en mis ideas.

Lord Warburton exhaló un melancólico suspiro y la contempló un momento, las manos a la espalda y dando pequeños golpecillos nerviosos con la fusta.

—¿Sabe que le tengo mucho miedo… a esa inteligencia suya tan notable?

El biógrafo de nuestra heroína desconoce la razón, pero aquella pregunta sobresaltó a Isabel, que fue consciente del rubor que se extendía por sus mejillas. Devolvió la mirada a lord Warburton un momento y a continuación, con una nota en su voz que casi podría haberlo movido a compasión, exclamó enigmáticamente: