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100 Clásicos de la Literatura

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—¿Los libros? —dijo en una ocasión—. No sé mucho de libros. Eso tendrás que preguntárselo a Ralph. Siempre he llegado a mis propias conclusiones, he obtenido mi información de forma natural. Ni siquiera he hecho nunca muchas preguntas; me limitaba a callar y observar. Desde luego, he gozado de excelentes oportunidades, mejores de las que una joven pueda tener por naturaleza. Soy de talante inquisitivo, aunque a simple vista nunca lo dirías: por más que tú me observaras, yo te observaría todavía más a ti. Llevo observando a esta gente más de treinta y cinco años, y no tengo empacho en decir que he almacenado una información considerable. En conjunto es un país magnífico, mejor tal vez de lo que solemos considerarlo allende los mares. Hay una serie de mejoras que me gustaría que se introdujesen; pero de momento no parece que, en general, sean conscientes de su necesidad. Cuando la mayoría siente la necesidad de algo, normalmente se las componen para conseguirlo, pero aquí parecen encontrarse bastante cómodos a la espera de que llegue ese momento. Sin duda, me siento más a gusto entre ellos de lo que esperaba al principio de llegar aquí. Imagino que es porque he alcanzado un grado de éxito considerable. Cuando se tiene éxito, como es natural, uno se siente mucho más como en casa.

—¿Cree que si yo tengo éxito voy a sentirme tan a gusto como en casa? —preguntó Isabel.

—Creo que es muy probable, y está claro que vas a tener éxito. En este país las jóvenes estadounidenses gustan mucho, las tratan con mucha amabilidad. Pero no debes sentirte demasiado como en casa, ya sabes.

—Claro que no, no estoy nada segura de que eso me satisficiese —dijo Isabel con énfasis y buen juicio—. El lugar me gusta de veras, pero no estoy tan segura de que me guste la gente.

—Son una gente muy buena; especialmente si te gustan.

—Yo no dudo de que sean buena gente —replicó Isabel—, pero ¿se muestran agradables en sociedad? Ya sé que no van a robarme ni a pegarme, pero ¿se mostrarán agradables conmigo? Eso es lo que me gusta que la gente haga. No tengo reparo en decirlo, ya que es algo que siempre he apreciado. No creo que sean muy agradables con las jóvenes; en las novelas no lo son.

—No sé cómo será en las novelas —dijo el señor Touchett—. Creo que están escritas con mucha habilidad, pero imagino que no son muy exactas. Una vez tuvimos aquí con nosotros a una dama que escribía novelas, era amiga de Ralph y la invitó a venir. Era muy positiva, una mujer muy dispuesta a todo, pero no era la clase de persona de la que uno pueda fiarse en lo tocante a reflejar la realidad. Demasiado imaginativa, supongo que ahí radicaba el problema. Más adelante publicó una obra de ficción en la que se suponía que hacía una descripción (más bien una caricatura, se podría decir) de este humilde servidor. Yo no la leí, pero Ralph me entregó el libro con los pasajes principales subrayados. Se suponía que hacía una descripción de mi forma de conversar; de las peculiaridades estadounidenses, de la pronunciación nasalizada, de las ideas yanquis, de las barras y estrellas. Pues bien, de exacta no tenía nada; es imposible que me hubiese escuchado con atención. No me importó que reprodujese mi conversación si quería, pero no me gustó la idea de que no se hubiese tomado la molestia de escucharla. Es evidente que hablo como un estadounidense, no voy a hablar como un hotentote. Pero, hable como hable, he logrado que aquí me entiendan muy bien. Lo que no hago es hablar como el anciano caballero en la novela de esa dama. Ese no era estadounidense, allá no lo querríamos a ningún precio. Tan solo menciono el hecho para demostrarte que las novelas no siempre son exactas. Por supuesto, yo no tengo hijas, y como la señora Touchett reside en Florencia, no he tenido mucha ocasión de observar a las jóvenes. A veces parece que las jóvenes de las clases inferiores no sean muy bien tratadas, pero supongo que las de clase alta disfrutan de mejor situación, e incluso, hasta cierto punto, las de clase media.

—¡Por Dios bendito! —exclamó Isabel—. ¿Cuántas clases tienen aquí? Unas cincuenta, imagino.

—Bueno, yo jamás las he contado. Nunca he prestado mucha atención a las clases. Esa es la ventaja de ser un estadounidense en este país: no se pertenece a ninguna clase.

—Eso espero —dijo Isabel—. ¡Imagínese lo que sería pertenecer a una clase inglesa!

—Bueno, algunas de ellas son muy cómodas… especialmente las más elevadas. Pero para mí solo existen dos clases: la gente de la que me fío, y la gente de la que no. Y de esas dos, querida Isabel, tú perteneces a la primera.

—Le estoy muy agradecida —respondió presta la muchacha.

La forma que tenía de recibir los halagos a veces parecía un tanto seca, se deshacía de ellos lo más rápido posible. Pero a este respecto, a veces se la juzgaba mal, se la creía insensible a ellos cuando, de hecho, se trataba simplemente de que sentía renuencia a mostrar hasta qué punto la complacían. Mostrarlo era mostrar demasiado.

—Estoy convencida de que los ingleses son muy convencionales —añadió.

—Lo tienen todo muy bien atado —reconoció el señor Touchett—. Todo está previsto de antemano, no dejan nada para el último momento.

—A mí no me gusta que esté todo previsto de antemano —dijo la joven—. Me gusta que haya imprevistos.

A su tío pareció divertirle la claridad de sus preferencias.

—Bueno, lo que está claro de antemano es que tú tendrás mucho éxito —replicó—. E imagino que eso te agradará.

—Si son convencionales de esa manera tan estúpida, no tendré éxito. Yo no me rijo en absoluto por convencionalismos estúpidos. Más bien todo lo contrario. Y eso no les va a agradar.

—No, te equivocas de medio a medio —dijo el anciano—. Es imposible adivinar lo que les va a gustar. Son muy contradictorios; en eso reside su principal interés.

—Ah, bueno —dijo Isabel, de pie ante su tío, con las manos asidas al cinturón de su vestido negro y recorriendo el jardín con la mirada—. ¡Eso será perfecto para mí!

7

Los dos se entretenían hablando una y otra vez acerca de la manera de ser del pueblo británico, como si la joven estuviese en condiciones de poder agradar a su gente, pero lo cierto era que, hasta el momento, el pueblo británico permanecía profundamente indiferente con respecto a la señorita Isabel Archer, quien, tal como aseguraba su primo, había tenido la mala fortuna de ir a parar a la casa más aburrida de Inglaterra. Su tío, aquejado de gota, recibía a muy poca gente, y tampoco era de esperar que la señora Touchett, que no había cultivado la amistad de los vecinos de su marido, fuese a recibir la visita de aquellos. No obstante, ella tenía una afición muy peculiar: le encantaba recibir tarjetas de visita. Sentía poca inclinación hacia lo que suele denominarse relaciones sociales, pero nada le agradaba más que encontrarse con la mesita del vestíbulo cubierta por los rectángulos blancos de aquellas simbólicas cartulinas. Se vanagloriaba de ser una mujer sumamente justa, y había llegado a la indiscutible verdad de que en este mundo nada se obtiene sin dar algo a cambio. No había desempeñado en sociedad el papel de señora de Gardencourt, y por tanto no era de esperar que la gente de los alrededores llevase cuenta detallada de sus idas y venidas. Pero eso no era obstáculo para que encontrase injusto que se hiciese tan poco caso de sus movimientos y que pensase que su fracaso (en realidad muy gratuito) en convertirse en alguien importante del entorno tenía muy poco que ver con sus alusiones sarcásticas al país de adopción de su marido. Isabel se encontró así en la insólita situación de tener que defender la Constitución británica frente a su tía, ya que la señora Touchett había adquirido el hábito de lanzar dardos envenenados contra tan venerable institución. Isabel sentía siempre el impulso de arrancar de ella los dardos, no porque pensase que infligían daño alguno a aquel viejo y seco pergamino, sino porque era del parecer de que su tía podía hacer mejor uso de aquella mordacidad suya. Ella también era muy crítica, algo inherente a su edad, sexo y nacionalidad; pero a la vez era muy sentimental, y había algo en aquella ironía de la señora Touchett que hacía brotar el manantial de sus principios morales.

—Y entonces, ¿cuál es su punto de vista? —le preguntó a su tía—. Si critica todo lo de aquí, es porque debe de tener un punto de vista. Y el suyo no parece ser el de una estadounidense, ya que tampoco parecía estar muy de acuerdo con todo lo de allá. Cuando yo critico algo, es porque tengo el mío propio, y es un punto de vista completamente estadounidense.

—Mi querida jovencita —dijo la señora Touchett—, existen en el mundo tantos puntos de vista como gente inteligente para formularlos. Bien podrías decir que, en ese caso, no habrá muchos. ¿Que si el mío es estadounidense? Jamás en la vida: eso sería demostrar una espantosa estrechez de miras. Mi punto de vista, gracias a Dios, es personal.

Isabel pensó que la respuesta era mejor de lo que le gustaría reconocer: era una descripción bastante acertada de su propia manera de juzgar las cosas, pero no habría estado muy bien decirlo en voz alta. En labios de una persona de menos edad y menos curtida por la experiencia que la señora Touchett, una declaración así habría sonado a falta de modestia, incluso a arrogancia. Sin embargo, se arriesgó a hacerla mientras hablaba con Ralph, con quien charlaba a menudo y con el que la conversación era de una naturaleza que dejaba amplio margen para toda suerte de extravagancias. Su primo había adquirido la costumbre, como suele decirse, de tomarle el pelo. Desde muy pronto había adquirido a sus ojos la reputación de tomárselo todo a broma, y no era hombre que desaprovechase los privilegios que una reputación así confiere. Ella le acusaba de una falta de seriedad odiosa, de reírse de todo, empezando por sí mismo. De su inclinación a la irreverencia, el único que quedaba a salvo era su padre; con el resto ejercía la ironía de forma indiscriminada, tanto con el hijo de su padre, con los débiles pulmones de dicho caballero o con su inútil vida, como con su fantástica madre, con sus amigos (en especial lord Warburton), con sus dos países, el de origen y el de adopción, o con su encantadora prima recién hallada.

 

—Tengo una orquesta de música en mi antecámara —le dijo a Isabel en una ocasión—. Tiene órdenes de tocar sin interrupción, lo cual me proporciona dos excelentes servicios: evitar que llegue a mis aposentos privados el ruido del exterior, y hacer creer al mundo que allí se celebra siempre un baile.

Y sin duda era música de baile la que se oía normalmente cuando uno se aproximaba a la orquesta de Ralph: los valses más alegres parecían flotar en el ambiente. Isabel a menudo se sentía irritada a causa de aquella constante musiquilla, le habría gustado atravesar la antecámara, como su primo la llamaba, e introducirse en sus aposentos privados. Importaba muy poco que él le asegurase que se trataba de un lugar muy deprimente: le habría encantado encargarse de limpiarlo y ponerlo en orden. Dejarla fuera no era sino una hospitalidad a medias. Como castigo, Isabel le propinaba innumerables golpes con la palmeta de aquel ingenio suyo, rotundo y joven. Cabe señalar que en gran medida lo ejercía en defensa propia, ya que su primo se divertía llamándola «Columbia» y acusándola de un patriotismo tan ardiente que abrasaba. Dibujó una caricatura de ella en la que aparecía representada como una joven muy bonita, cuyo vestido, que seguía los dictados de la moda del momento, estaba confeccionado con la enseña nacional. El mayor temor que Isabel tenía en la vida en esta etapa de su desarrollo era el de parecer estrecha de miras; lo que más temía después era serlo realmente. Pese a ello, no tuvo escrúpulo alguno en alimentar la creencia de su primo y fingir que suspiraba por los encantos de su tierra natal. Se mostraría tan típicamente estadounidense como a él le gustara considerarla, y si lo que le apetecía era reírse de ella, lo iba a mantener bien ocupado. Salía en defensa de Inglaterra ante su madre, pero cuando Ralph cantaba las alabanzas del país con intención, como decía ella, de provocarla, se encontró capaz de discrepar de él en muchos aspectos. De hecho, el carácter de aquel pequeño y maduro país le resultaba tan dulce como el sabor de las peras en octubre; y su propia satisfacción radicaba en la buena disposición que le permitía aceptar las chanzas de su primo y pagarle con la misma moneda. Y si su buen humor flaqueaba, no era porque pensase que él la estuviese tratando mal, sino porque de repente sentía lástima de Ralph. Le parecía que hablaba a ciegas y que no se creía lo que estaba diciendo.

—No sé qué te ocurre —le dijo en una ocasión—, pero sospecho que eres un gran farsante.

—Eso eres tú quien tiene que decidirlo —respondió Ralph, que no estaba acostumbrado a que le hablasen con tanta crudeza.

—No sé qué es lo que de verdad te importa; creo que no te importa nada. No te importa realmente Inglaterra cuando la alabas; no te importa Estados Unidos por mucho que pretendas denigrarlo.

—Lo único que me importa eres tú, querida prima —dijo Ralph.

—Si al menos pudiera creerme eso, me alegraría mucho.

—¡Ah, bueno, me gustaría que así fuera! —exclamó Ralph.

Si Isabel lo hubiese creído, no habría estado muy lejos de la verdad. Ralph pensaba mucho en ella, la tenía constantemente presente. En un momento en que sus pensamientos representaban una gran carga para él, la repentina llegada de su prima, que no prometía nada y era un generoso regalo del destino, había servido para renovarlos y estimularlos, les había dado alas y un pretexto para alzar el vuelo. El pobre Ralph había estado muchas semanas sumido en la melancolía. Sus perspectivas, ya de por sí sombrías, estaban cubiertas por una nube todavía más densa y oscura. Se encontraba muy inquieto a causa de su padre, cuya gota, que hasta entonces había afectado solo a las piernas, había comenzado a extenderse por zonas más vitales. El anciano había estado gravemente enfermo durante la primavera, y los médicos le habían dicho a Ralph entre susurros que un nuevo ataque sería más difícil de tratar. En ese momento parecía no sufrir dolores, pero Ralph no conseguía librarse de la sospecha de que aquello era un subterfugio del enemigo, que seguía al acecho para pillarlo desprevenido. Si su maniobra triunfaba, había pocas esperanzas de que encontrase gran resistencia. Ralph siempre había dado por hecho que su padre le sobreviviría, que su nombre sería el primero en recibir la triste llamada. Padre e hijo habían sido compañeros inseparables, y la idea de quedarse solo con los restos de una vida sin aliciente entre las manos no resultaba nada gratificante para el joven, que siempre había confiado tácitamente en la ayuda de su progenitor para superar las adversidades. Ante la perspectiva de perder su gran motivación, Ralph se vio privado de su única fuente de inspiración. Si los dos muriesen al mismo tiempo, no habría problema, pero sin el ánimo que la compañía de su padre le proporcionaba, difícilmente tendría paciencia para esperar su turno. No contaba con el aliciente de pensar que era indispensable para su madre; con su madre la norma era no lamentarse. Pensó que desde luego le hacía flaco favor a su padre al desear que, de los dos, fuese el más activo y no el pasivo el que sufriese la herida lacerante; recordaba que el anciano siempre había considerado su pronóstico de un fin prematuro como un ingenioso sofisma, que él estaría encantado de desacreditar, en la medida que le fuera posible, muriéndose primero. Pero entre aquellas dos victorias, la de refutar a un hijo sofista y la de conservar durante algo más de tiempo un estado vital del que, pese a todos sus sinsabores, disfrutaba, a Ralph no le parecía pecado desear que fuese esta última la que lograse el señor Touchett.

Aquellas eran cuestiones delicadas, pero la llegada de Isabel puso fin a tales cavilaciones. Incluso insinuó que podría existir algo que compensase el insoportable hastío de sobrevivir a su jovial padre. Se preguntó si era «amor» lo que albergaba hacia aquella espontánea joven de Albany, pero decidió que, después de todo, no era así. A la semana de haberla conocido, ya estaba casi convencido de ello, y con cada día que pasaba se sentía un poco más seguro. Lord Warburton había estado en lo cierto con respecto a ella: era una jovencita realmente interesante. Ralph se preguntó cómo había logrado su vecino descubrirlo tan pronto; y a continuación se dijo que no era más que una nueva prueba de las grandes dotes de su amigo, algo que siempre había admirado muchísimo. Aunque su prima no llegase a ser otra cosa que un entretenimiento para él, Ralph era consciente de que se trataba de un entretenimiento de primera categoría. «Ver en acción a un personaje así —se dijo para sus adentros—, esa pequeña fuerza auténtica y apasionada es lo mejor de la naturaleza. Es mejor que la obra de arte más refinada, mejor que un bajorrelieve griego, que un gran cuadro de Tiziano, que una catedral gótica. Resulta muy agradable sentirse tan bien tratado cuando uno menos se lo esperaba. Nunca había estado más deprimido, más hastiado que la semana anterior a su llegada; jamás había tenido menos esperanzas de que sucediese algo agradable. Y de repente, por correo, me llega un Tiziano para colgar de mi pared, un bajorrelieve griego con el que adornar mi chimenea. Depositan en mis manos la llave de un precioso edificio, y me dicen que entre en él y lo admire. Pobre diablo, has sido terriblemente desagradecido, y a partir de ahora más vale que calles y no vuelvas a refunfuñar nunca más». El sentimiento que inspiraba estas reflexiones era muy genuino, pero no era exactamente cierto que hubiesen depositado una llave en las manos de Ralph. Su prima era una muchacha muy brillante, y sería necesario, como decía él, mucho esfuerzo para llegar a conocerla, pero era necesario hacerlo, y su actitud con respecto a ella, pese a ser contemplativa y crítica, no era enjuiciadora. Ralph examinaba el edificio desde fuera y lo admiraba intensamente; miraba a través de las ventanas y la impresión que recibía era igualmente positiva. Pero tenía la sensación de que solo alcanzaba a ver retazos y de que todavía no había estado bajo su techo. La puerta tenía el cerrojo echado y, aunque tuviese las llaves en el bolsillo, tenía la impresión de que ninguna encajaría en la cerradura. Isabel era inteligente y generosa; era de naturaleza libre y refinada, pero ¿qué se proponía hacer consigo misma? Esta pregunta era poco ortodoxa, ya que con la mayoría de las mujeres uno no tenía ocasión de plantearla. La mayoría de las mujeres no hacían nada consigo mismas; esperaban, en actitudes pasivas más o menos dignas, que apareciese ante ellas un hombre y les proporcionase un destino. La originalidad de Isabel consistía en darle a uno la impresión de albergar intenciones propias. «Cuando las ponga en práctica, ¡espero estar ahí para verlo!», se dijo Ralph.

A él, naturalmente, le correspondió hacer los honores de la casa. El señor Touchett se hallaba confinado a su sillón, y la situación de su mujer era la de un huésped un tanto adusto, así que en la línea de conducta que se abrió ante Ralph había una mezcla armoniosa de deber y placer. Aunque no era muy dado a caminar, paseó por los jardines con su prima, distracción para la que el tiempo se mostró favorable con una persistencia que Isabel no había incluido en las previsiones un tanto lúgubres que del clima del lugar se había hecho. Y en las largas tardes, cuya duración daba la medida exacta de sus anhelos satisfechos, iban en barca por el río, el encantador riachuelo, como Isabel lo llamaba, cuya orilla opuesta parecía todavía ser parte del umbral del paisaje; o bien recorrían la campiña en un faetón, no muy alto, espacioso y de gruesas ruedas, que en el pasado el señor Touchett había utilizado con frecuencia, pero de cuyo uso ya no disfrutaba. Isabel sí que disfrutaba muchísimo de él y, empuñando las riendas de manera que el cochero calificaba de «diestra», no se cansaba jamás de guiar a los magníficos caballos de su tío por sendas y vericuetos serpenteantes repletos de aquellos detalles rústicos que ella había esperado encontrar; pasaban por delante de casitas de madera con tejado de paja, de tabernas de pulidas celosías, de extensiones de antiguos prados comunales y de jardines solitarios apenas entrevistos, rodeados de setos frondosos a esas alturas del verano. Cuando regresaban a casa, solían encontrarse el té ya servido en el jardín y descubrían que la señora Touchett no había eludido la obligación de servirle una taza a su marido. No obstante, ambos permanecían la mayor parte del tiempo en silencio: el anciano con la cabeza recostada y los ojos cerrados, y su esposa ocupada en hacer punto y exhibiendo ese aire de extraordinaria concentración con el que algunas damas contemplan el movimiento de las agujas.

Uno de los días, sin embargo, había llegado una visita. Los dos jóvenes, tras pasar una hora en el río, regresaban sin prisas a la casa cuando divisaron a lord Warburton sentado bajo los árboles y enfrascado en una conversación con la señora Touchett, que, aun de lejos, podía adivinarse tediosa. Había venido de su casa en coche trayendo consigo una maleta y había pedido, tal como el padre y el hijo a menudo le invitaban a hacer, comida y alojamiento. Isabel, tras verlo tan solo durante media hora el día de su llegada, había descubierto en tan breve espacio que el joven le gustaba; de hecho, la imagen del joven había quedado grabada con fuerza en su sensible espíritu y había pensado en él en varias ocasiones. Había albergado la esperanza de verlo de nuevo, como también esperaba hacerlo con otros cuantos. Gardencourt no era un sitio aburrido: el lugar en sí era espléndido, su tío se le antojaba cada vez más una especie de abuelo soñado, y Ralph era completamente distinto a todos los primos que había tratado y, hasta entonces, la opinión que los primos le merecían había sido más bien negativa. Sin embargo, sus impresiones eran aún tan recientes y se renovaban con tanta celeridad que todavía no había más que un atisbo de un cambio radical de dicha opinión. Pero Isabel había tenido que recordarse a sí misma que estaba interesada en la naturaleza humana, y que su mayor deseo al iniciar aquel viaje había sido el de conocer a cuanta más gente mejor. Cuando Ralph le decía, como había hecho ya en varias ocasiones: «Me sorprende que puedas soportar esto; deberías conocer a algunos de nuestros vecinos y de nuestros amigos, porque, aunque te parezca extraño, contamos con unos cuantos», o cuando se ofrecía a invitar a lo que él llamaba «un montón de gente» y a introducirla en la sociedad inglesa, ella alentaba aquel impulso hospitalario y le aseguraba de antemano estar deseando entrar en liza. Sin embargo, hasta el momento, dichas promesas habían dado pocos frutos, y cabe decir al lector en confidencia que si el joven se demoraba en cumplirlas era porque la obligación de entretener a su prima no le resultaba tan penosa como para requerir en modo alguno la ayuda de los demás. Isabel le había hablado muy a menudo de «especímenes», término este que tenía mucha importancia en su vocabulario; le había dado a entender que deseaba conocer la sociedad inglesa ilustrada por sus personajes más representativos.

 

—Pues mira, ahí tienes a todo un espécimen —le dijo Ralph cuando subían del río y reconoció a lord Warburton.

—¿Un espécimen de qué? —preguntó la joven.

—Del caballero inglés.

—¿Quieres decir que son todos como él?

—Claro que no. No todos son como él.

—En ese caso, es un espécimen muy bueno —dijo Isabel—, porque estoy segura de que es agradable.

—Sí, es muy agradable. Y, además, muy afortunado.

El afortunado lord Warburton estrechó la mano de nuestra heroína y le expresó su deseo de que se encontrase bien.

—Aunque no es necesario que lo pregunte —dijo—, puesto que ha estado manejando los remos.

—He estado remando un poco —respondió Isabel—, pero ¿cómo lo sabe?

—Oh, porque sé que él no rema, es demasiado perezoso —dijo su señoría señalando a Ralph entre risas.

—Tiene una buena excusa para su pereza —replicó Isabel bajando un poco la voz.

—Ya, ¡él siempre tiene buena excusa para todo! —exclamó lord Warburton entre sonoras carcajadas.

—Mi excusa para no remar es lo bien que lo hace mi prima —dijo Ralph—. Lo hace todo bien. ¡No toca nada sin que después parezca haber sido adornado!

—Le hace a uno sentir ganas de que usted le toque, señorita Archer —declaró lord Warburton.

—Cuando a uno le tocan de la manera adecuada, nunca es para peor —dijo Isabel, que, si bien se sentía complacida al oír que tenía numerosas cualidades, era por fortuna capaz de discernir que dicha complacencia no era indicación de una mente débil, dado que había varias cosas en las que ella sobresalía. Su deseo de pensar bien de sí misma contaba, al menos, con el elemento de humildad necesario para exigir siempre pruebas que lo demostrasen.

Lord Warburton no solo pasó la noche en Gardencourt, sino que lo convencieron de que permaneciese allí un segundo día, y al llegar este a su fin, decidió posponer de nuevo la partida hasta el siguiente. Durante este tiempo muchos de sus comentarios estuvieron dirigidos a Isabel, que recibió de muy buen grado aquellas demostraciones de estima. Descubrió que él le gustaba muchísimo; la primera impresión que había causado en ella había sido poderosa, pero al término de una velada pasada en su compañía, le faltaba ya muy poco para considerarlo, aunque sin la parte escabrosa, un héroe de novela. La joven se retiró a descansar con la impresión de ser muy afortunada, con la sensación renovada de posibles venturas. «Es muy agradable conocer a dos personas tan encantadoras como estas», se dijo, y al decir «estas» se refería a su primo y al amigo de este. Pero, además, cabe añadir que había tenido lugar un incidente que podría, en apariencia, haber puesto a prueba su buen humor. El señor Touchett se había ido a la cama a las nueve y media, pero su mujer permaneció en el salón en compañía de los demás miembros del grupo. Prolongó su vigilia durante algo menos de una hora, y después, poniéndose en pie, le indicó a Isabel que había llegado el momento de despedirse de los caballeros. Isabel no sentía todavía deseos de irse a dormir; la ocasión, para ella, tenía un carácter festivo, y las fiestas no acostumbraban a terminar tan pronto. Así que, sin pensárselo más, contestó de forma muy simple:

—¿Es necesario que me retire ya, querida tía? Subiré dentro de media hora.

—Me es imposible esperarte —respondió la señora Touchett.

—No, si no tiene por qué esperarme. Ralph se encargará de encenderme la vela —aseguró Isabel alegremente.

—Yo le encenderé la vela, permítame que sea yo quien lo haga, señorita Archer —intervino lord Warburton—. Lo único que le pido es que no sea antes de la medianoche.

La señora Touchett posó sus brillantes ojillos un momento en él, y a continuación miró con frialdad a su sobrina.

—No puedes quedarte a solas con dos caballeros. No estás… no estás en tu bendita Albany, querida.

Isabel se puso en pie, ruborizada.

—Ojalá lo estuviese —dijo.

—¡Por Dios, mamá! —exclamó Ralph.

—¡Mi querida señora Touchett! —murmuró lord Warburton.

—Yo no he hecho su país, señor mío —declaró la señora Touchett con aire majestuoso—. Tengo que aceptarlo como es.

—¿Es que no puedo quedarme con mi propio primo? —inquirió Isabel.

—No sabía yo que lord Warburton fuese primo tuyo.

—Quizá deba ser yo el que se vaya a la cama —sugirió el invitado—. Así se solucionaría el problema.

La señora Touchett esbozó un leve gesto de desesperación y tomó de nuevo asiento.

—Muy bien, si no hay otro remedio, me quedaré levantada hasta la medianoche.

Ralph, mientras tanto, le había entregado la vela a Isabel. La había estado observando, y tenía la impresión de que estaba a punto de perder la paciencia, incidente que podía resultar muy interesante. Pero si lo que esperaba era un estallido de furia, se vio decepcionado, ya que la joven se limitó a soltar una risita, les dio las buenas noches con un gesto y se retiró en compañía de su tía. Por su parte, Ralph se sintió enojado con su madre, aunque pensaba que tenía razón. Al llegar arriba, las dos damas se separaron ante la puerta de la señora Touchett. Isabel no había dicho nada mientras subían.

—No hay duda de que te molesta que me haya inmiscuido en tus asuntos.

Isabel reflexionó un instante y dijo:

—No estoy molesta, pero sí sorprendida… y bastante desconcertada. ¿Estaría mal que me hubiese quedado en el salón?

—Por supuesto que sí. Aquí las jóvenes, en las casas decentes, no se quedan a solas en compañía de caballeros hasta altas horas de la noche.

—En ese caso, ha hecho muy bien en decírmelo —dijo Isabel—. No lo comprendo, pero me alegra saberlo.

—Siempre te lo diré —respondió su tía— cuando vea que te tomas lo que para mí son excesivas libertades.

—Le ruego que lo haga, pero no puedo asegurarle que vaya a considerar siempre justas sus reprimendas.

—Es muy probable que no sea así. Te gusta demasiado salirte con la tuya.

—Sí, creo que así es. Pero quiero saber siempre lo que no se debe hacer.

—¿Para hacerlo? —preguntó su tía.

—Para elegir —respondió Isabel.

8

Como Isabel sentía devoción por todo lo romántico, lord Warburton se aventuró a expresar el deseo de que fuese algún día a visitar su casa, un lugar muy curioso y antiguo. Consiguió arrancar a la señora Touchett la promesa de que llevaría a su sobrina a Lockleigh, y Ralph manifestó su voluntad de acompañar a las damas, siempre que su padre pudiese arreglárselas sin él. Lord Warburton le aseguró a nuestra heroína que, en el ínterin, sus hermanas vendrían a visitarla. Isabel sabía algo de las hermanas, ya que lo había sondeado sobre muchas cuestiones referentes a su familia, en el transcurso de las horas que pasaron juntos mientras él estaba en Gardencourt. Cuando Isabel estaba interesada en algo, hacía un sinfín de preguntas, y como su interlocutor era conversador locuaz, en esta ocasión su curiosidad no cayó en saco roto. Él le contó que tenía cuatro hermanas y dos hermanos, y que habían perdido a ambos padres. Los hermanos y hermanas eran muy buena gente. «No es que sean especialmente inteligentes, sabe —le dijo—, pero sí muy buenos y agradables». Y llevó su bondad al extremo de desear que la señorita Archer llegase a conocerlos bien. Uno de los hermanos había abrazado la carrera eclesiástica y se había establecido en la propiedad familiar, allí en Lockleigh, que era una parroquia muy poblada y extensa, y era una excelente persona, si bien pensaba de manera muy diferente a la suya sobre todo asunto imaginable. Y a continuación lord Warburton había mencionado algunas de las opiniones sostenidas por su hermano, que eran opiniones que Isabel había oído expresar con frecuencia y que imaginaba que eran compartidas por gran parte de la humanidad. De hecho, supuso que muchas de ellas habían sido compartidas incluso por ella misma, hasta que él le aseguró que estaba completamente equivocada, que era realmente imposible, que sin duda se había imaginado compartirlas, pero que podía estar segura de que si se detenía a examinarlas con algo de atención, se daría cuenta de que carecían de fundamento. Cuando Isabel respondió que ya había examinado con detenimiento muchas de aquellas cuestiones de las que hablaban, él declaró que ella no era sino un ejemplo más de lo que a menudo se había encontrado: el hecho de que, entre toda la gente del mundo, los estadounidenses eran con mucho los más supersticiosos. Eran todos unos tories rancios y fanáticos. No había nadie más conservador que un conservador de Estados Unidos. Allí estaban su tío y su primo como prueba; no había nada más medieval que muchas de sus opiniones; tenían ideas que la gente inglesa se avergonzaría hoy día de confesar; y además tenían el descaro, afirmó su señoría entre risas, de pretender saber más de las necesidades y problemas de la pobre e inepta Inglaterra que él, que había nacido en el país y era dueño, para su vergüenza, de una porción importante del mismo. De todo lo cual, Isabel dedujo que lord Warburton era un noble de muy nueva escuela, un reformista, un radical, y que despreciaba los antiguos usos. Su otro hermano, que estaba en el ejército en la India, era más bien indómito y testarudo, y hasta el momento no había servido para gran cosa excepto para contraer deudas que Warburton tenía que liquidar… uno de los privilegios más preciados de un hermano mayor.