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100 Clásicos de la Literatura

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—Me propongo llevarla a París. Me propongo comprarle ropa.

—Ya, claro, eso por supuesto. ¿Y aparte de eso?

—La invitaré a pasar el otoño conmigo en Florencia.

—Te quedas en los detalles, querida madre —dijo Ralph—. Lo que quiero saber es qué te propones hacer con ella en general.

—¡Cumplir con mi deber! —declaró la señora Touchett—. Supongo que sientes mucha lástima por ella —añadió.

—No, no creo que sienta lástima por ella. No me da la impresión de que invite a la compasión. Creo que la envidio. Antes de asegurarlo, sin embargo, dame una pista de dónde crees que reside tu deber.

—En mostrarle cuatro países de Europa… la dejaré que elija dos, y en darle la oportunidad de perfeccionar su francés, que ya conoce muy bien.

Ralph frunció ligeramente el entrecejo.

—Eso suena bastante árido, incluso si le permites escoger dos de los países.

—Si te resulta árido —dijo su madre con una carcajada—, te aseguro que Isabel se encargará de que florezca. Es como lluvia de mayo, te lo aseguro.

—¿Quieres decir que es un ser excepcional?

—Yo no sé si es excepcional o no, pero es una joven inteligente, con voluntad propia y fuerte temperamento. No conoce el aburrimiento.

—Me lo imagino —dijo Ralph, para después añadir con brusquedad—: ¿Cómo os lleváis entre vosotras?

—¿Quieres decir con eso que yo soy una aburrida? No creo que ella piense eso de mí. Ya sé que para algunas jóvenes podría serlo, pero Isabel es demasiado inteligente para pensarlo. Creo que se divierte muchísimo conmigo. Nos llevamos bien porque yo la entiendo; sé la clase de joven que es. Es muy franca, y yo también lo soy: ambas sabemos lo que cada una puede esperar de la otra.

—¡Sí, querida madre —exclamó Ralph—, uno siempre sabe qué se puede esperar de ti! Solo me has sorprendido una vez, y ha sido hoy, haciéndome el regalo de una bonita prima cuya existencia ni siquiera sospechaba.

—¿Tan guapa la encuentras?

—Muy guapa, sin duda, pero eso no es lo principal. Lo que me llama la atención en ella es ese aire de ser alguien especial. ¿Quién es esa criatura tan insólita, qué es? ¿Dónde la has encontrado, y cómo la has conocido?

—La encontré en una vieja casa de Albany, sentada en una habitación deprimente en una tarde lluviosa, leyendo un pesado libro y aburriéndose como una ostra. Ella no sabía lo aburrida que estaba, pero cuando la dejé, no me cabe la menor duda, parecía muy agradecida del favor que le había hecho. Me dirás que no tenía que haberla espabilado, que debería haberla dejado en paz. Y quizá estés en lo cierto, pero yo actué en conciencia; pensé que se merecía algo mejor. Se me ocurrió que sería una buena obra llevármela de viaje y hacer que conociera mundo. Ella se cree que sabe mucho de él, como la mayoría de las jóvenes estadounidenses; pero al igual que todas ellas, se equivoca de punto a punto. Por si te interesa, te diré que pensé que me haría quedar en buen lugar. Me gusta causar buena impresión, y para una mujer de mi edad no hay mayor ventaja, en ese aspecto, que una sobrina atractiva. Tú sabes que hacía años que no tenía noticia de las hijas de mi hermana; desaprobaba por completo la conducta del padre. Pero siempre tuve la intención de hacer algo por ellas cuando a él le llegase su hora. Averigüé dónde podía encontrarlas y, sin más preámbulos, fui y me presenté. Hay otras dos hermanas, ambas casadas, pero solo conocí a la mayor, quien, por cierto, tiene un marido de lo más descortés. A su mujer, que se llama Lily, le entusiasmó la idea de que yo me interesase por Isabel; dijo que eso era justo lo que su hermana necesitaba, que alguien se tomara interés por ella. Me habló de Isabel como se habla de un joven genio, necesitado de aliento y protección. Tal vez sea cierto que es un genio, pero de ser así, todavía no he descubierto su talento especial. La señora Ludlow se mostró ciertamente entusiasmada con mi idea de traérmela a Europa; allá todos ven Europa como una tierra de promisión, de salvación, como un refugio para su exceso de población. La propia Isabel parecía muy contenta de venir, y todo se arregló fácilmente. Surgió un pequeño contratiempo en lo relativo al dinero, ya que se mostraba reacia a cualquier tipo de dependencia económica. Pero cuenta con una pequeña renta, y se cree que es ella la que corre con los gastos de su viaje.

Ralph había escuchado con atención aquel informe tan juicioso, que no mitigó su interés por la protagonista del mismo.

—Pues si es un genio —dijo—, debemos descubrir su talento especial. ¿No será, por casualidad, el coqueteo?

—No lo creo. En un principio, puede que te lo parezca, pero te equivocarías. No creo que te resulte muy fácil acertar con ella.

—¡Entonces Warburton se equivoca! —exclamó Ralph con regocijo—. Él se jacta de haber descubierto precisamente eso.

La madre negó con la cabeza.

—Lord Warburton no la entenderá. Que no se moleste en intentarlo.

—Él es muy inteligente —afirmó Ralph—, pero no le vendrá mal sentirse desconcertado de vez en cuando.

—A Isabel le va a encantar desconcertar a todo un lord —observó la señora Touchett.

Su hijo frunció ligeramente el ceño.

—¿Qué sabe ella de lores?

—Nada en absoluto, y eso lo desconcertará todavía más.

Ralph recibió aquellas palabras con una carcajada, y miró por la ventana. Luego preguntó:

—¿Es que no piensas bajar a ver a mi padre?

—A las ocho menos cuarto —respondió la señora Touchett.

El hijo consultó su reloj.

—En tal caso, te queda un cuarto de hora. Cuéntame más cosas de Isabel. —Y al negarse la señora Touchett a complacerle y decirle que era él quien tendría que averiguarlas, prosiguió—: Está bien, lo que es innegable es que te hará quedar bien. Pero ¿no crees que pueda causarte también algún quebradero de cabeza?

—Espero que no, pero si lo hace, no pienso escurrir el bulto. Jamás lo hago.

—A mí me parece que es muy natural —dijo Ralph.

—La gente natural no es la que causa los mayores quebraderos de cabeza.

—No —concedió Ralph—, y tú eres buena prueba de ello. Eres extremadamente natural, y estoy seguro de que jamás le has causado problemas a nadie. Tendrías que esforzarte mucho para hacerlo. Pero dime una cosa que se me acaba de ocurrir: ¿es capaz Isabel de mostrarse desagradable?

—Ah —gritó la madre—, ¡cuántas preguntas haces! Averígualo tú mismo.

Las preguntas de Ralph, sin embargo, no se habían agotado.

—En todo este tiempo no me has dicho aún qué es lo que te propones hacer con ella —dijo.

—¿Qué pienso hacer con ella? Hablas como si se tratara de un metro de percal. No voy hacer absolutamente nada con ella, y ella hará todo lo que le plazca. Ya me lo ha dejado claro.

—Entonces, ¿lo que querías decir en el telegrama era que tenía un carácter independiente?

—Nunca sé lo que quiero decir en mis telegramas, sobre todo en los que envío desde Estados Unidos. Expresarse con claridad resulta muy caro. Baja conmigo a ver a tu padre.

—Todavía no son las ocho menos cuarto —dijo Ralph.

—Pero sé que estará impaciente —respondió la señora Touchett.

Ralph tenía su propia opinión sobre la impaciencia de su padre; pero, sin chistar, le ofreció el brazo a su madre. Eso le confirió el poder de, mientras descendían juntos, hacer que se detuviera un momento en el rellano a mitad de la escalera, aquella escalinata ancha y de poca altura, con barandilla de roble oscurecido por el tiempo, que era una de los elementos arquitectónicos más sobresalientes de Gardencourt.

—¿No tienes planes de casarla? —preguntó sonriente.

—¿Casarla? ¡Lamentaría tener que jugarle tan mala pasada! Pero, por lo demás, ella es perfectamente capaz de casarse por sí misma. Tiene todo lo necesario para ello.

—¿Quieres decir que ya ha elegido marido?

—No sé si marido, pero hay un joven en Boston…

Ralph no la dejó continuar; no tenía ningún deseo de oír hablar del joven de Boston.

—Como dice mi padre, ¡siempre están comprometidas!

Su madre le había dicho que debía satisfacer su curiosidad en la propia fuente, y pronto resultó evidente que no le faltarían ocasiones de hacerlo. Tuvo mucho de lo que hablar con su joven pariente cuando los dejaron solos a ambos en el salón. Lord Warburton, que había llegado a caballo desde su casa, a unas diez millas de distancia, montó de nuevo y se marchó antes de la cena; y una hora después de terminada esta, el señor y la señora Touchett, que parecían haber agotado sus reservas de cortesías, se retiraron, con la válida excusa de la fatiga, a sus respectivos aposentos. El joven pasó una hora en compañía de su prima, quien, pese a haber estado viajando la mitad de la jornada, no daba muestras de sentirse cansada. En realidad, estaba agotada; era consciente de ello y sabía que lo pagaría al día siguiente, pero en esa época tenía por costumbre llevar el agotamiento hasta el extremo y confesarlo únicamente cuando le era imposible disimularlo. Por el momento, le era posible proceder con exquisita hipocresía, ya que era presa del interés; se sentía, como se dijo para sus adentros, flotando. Le pidió a Ralph que le mostrara los cuadros; había muchísimos en la casa, la mayoría elegidos por él. Los mejores estaban colgados en una galería revestida de roble, de encantadoras proporciones, en cuyos extremos había un par de saloncitos de estar y que por la noche se encontraba por lo general iluminada. La luz era insuficiente para apreciar bien las pinturas, y la visita podría haberse pospuesto para el día siguiente, tal como Ralph se había atrevido a sugerir; pero Isabel se había mostrado decepcionada, eso sí, sin perder la sonrisa, y había dicho:

 

—Si no tiene inconveniente, me gustaría verlos un momento.

Estaba ávida, sabía que era presa de la ansiedad y que ahora se le notaba; pero no podía evitarlo.

«No acepta sugerencias», se dijo Ralph para sus adentros, pero no se sintió irritado; encontró divertida aquella insistencia suya y hasta le complació. De trecho en trecho, había lámparas colocadas sobre unas ménsulas, y si bien la iluminación era imperfecta, el resultado era pasmoso. La luz caía sobre los difuminados cuadrados de vivos colores y el dorado descolorido de los gruesos marcos, y arrancaba brillos del suelo encerado de la galería. Ralph tomó una palmatoria y empezó a señalarle a Isabel las cosas que a él le gustaban; la joven fue mirando las pinturas una tras otra, entre pequeñas exclamaciones y murmullos. Resultaba evidente que era un buen juez y que poseía un gusto innato. Ralph quedó impresionado. Isabel tomó a su vez una vela y la fue acercando despacio a uno y otro cuadro; la levantó y, cuando lo hizo, Ralph se descubrió inmóvil en mitad de la galería y con la mirada puesta no tanto en los cuadros como en la figura de la joven. Lo cierto es que no se perdía nada al permitir que sus ojos se desviasen, ya que ella era mucho más merecedora de su atención que la mayoría de aquellas obras de arte. Era indiscutiblemente delgada, probablemente liviana e innegablemente alta; los que querían distinguirla de las otras dos hermanas Archer siempre la habían llamado la esbelta. Su cabellera, tan oscura que casi parecía negra, había sido objeto de la envidia de numerosas mujeres; los ojos gris claro, tal vez demasiado firmes en los momentos más graves, mostraban una encantadora tendencia a la aprobación. Los dos jóvenes recorrieron con calma un lado de la galería primero y después el otro, y a continuación ella dijo:

—Bueno, ahora ya sé más de lo que sabía al empezar.

—Por lo que veo, te apasiona el saber —respondió su primo.

—Eso creo; la mayoría de las jóvenes son de una ignorancia atroz.

—A mí me pareces muy distinta de la mayoría.

—Y muchas de ellas también podrían… ¡pero hay que ver cómo se habla de ellas…! —exclamó Isabel, que prefería no centrarse en sí misma por el momento. Luego, de pronto, cambió de asunto y añadió—: Dime, por favor, ¿no tenéis un fantasma?

—¿Un fantasma?

—Un espectro en el castillo, algo que se aparece. En Estados Unidos los llamamos fantasmas.

—Y aquí nosotros también, cuando los vemos.

—Entonces, ¿los veis? Debería ser así, en esta casa antigua y romántica.

—No es una casa antigua y romántica —dijo Ralph—. Te llevarás un desengaño si cuentas con ello. Es prosaica hasta el desaliento; aquí no hay más romanticismo que el que tú hayas traído contigo.

—Yo he traído mucho; y me parece que lo he traído al lugar adecuado.

—Para tenerlo a buen recaudo, sin duda; aquí no podrá pasarle nada, con mi padre y conmigo.

Isabel lo miró un instante.

—¿Es que nunca hay nadie más aquí, aparte de ti y de tu padre?

—Mi madre, por supuesto.

—Ya conozco a tu madre, y no es nada romántica. ¿No suele venir más gente?

—Muy poca.

—Pues lo siento, a mí me encanta ver gente.

—Pues invitaremos a todo el condado para entretenerte —dijo Ralph.

—Te estás burlando de mí —respondió la joven un tanto seria—. ¿Quién era el caballero que estaba en el jardín cuando llegué?

—Un vecino del condado. No viene con mucha frecuencia.

—¡Qué lástima! Me resultó muy agradable.

—¿Sí? A mí me pareció que apenas le dirigías la palabra —repuso Ralph.

—Eso no tiene nada que ver, me gustó de todos modos. También me gusta tu padre, muchísimo.

—En eso sí que aciertas. Es el hombre más encantador del mundo.

—Siento mucho que esté enfermo.

—Tienes que ayudarme a cuidarlo. Seguro que eres buena enfermera.

—No lo creo. Me han dicho que no lo soy. Dicen que tengo demasiadas teorías. Pero todavía no me has hablado de los fantasmas —añadió.

Ralph, sin embargo, hizo caso omiso de dicha observación.

—Te gusta mi padre y te gusta lord Warburton. También deduzco que te gusta mi madre.

—Tu madre me gusta muchísimo, porque… porque…

E Isabel se encontró tratando de encontrar la razón de su afecto hacia la señora Touchett.

—¡Ah, nunca sabemos el porqué! —dijo su interlocutor, entre risas.

—Yo sí que conozco el porqué —respondió la joven—. Es porque jamás espera gustarle a nadie. Y le trae sin cuidado que sea o no así.

—Así que la adoras… ¿por motivos perversos? Pues yo me parezco muchísimo a mi madre.

—A mí no me parece que sea así. Tú deseas gustarle a la gente, y haces lo posible por lograrlo.

—¡Santo Dios, cómo lo calas a uno! —exclamó Ralph con una consternación que no era del todo fingida.

—Pero me gustas igualmente —continuó su prima—. Y lo mejor para confirmarme en ello será que me enseñes el fantasma.

Ralph negó con la cabeza, con aire desolado.

—Podría mostrártelo, pero nunca lo verías. No todos tienen el privilegio; y tampoco es algo envidiable. Jamás lo ha visto una persona joven, feliz e inocente como tú. Antes es necesario haber sufrido, haber sufrido enormemente, haber adquirido cierto conocimiento del dolor. Esa es la manera de que los ojos se abran a su visión. Yo lo vi hace mucho tiempo —dijo Ralph.

—Como te acabo de decir, a mí me gusta mucho aprender —respondió Isabel.

—Sí, aprender cosas alegres, agradables. Pero tú no has sufrido, ni estás hecha para sufrir. Espero que jamás veas al fantasma.

Isabel lo había estado escuchando con atención, con una sonrisa en los labios, pero con cierta seriedad en la mirada. Pese a encontrarla encantadora, a Ralph le parecía un tanto presuntuosa, algo que sin duda formaba parte de su encanto, y se preguntó qué iba a decir.

—Yo no tengo miedo, ¿sabes? —dijo, y Ralph encontró la frase harto presuntuosa.

—¿No tienes miedo al sufrimiento?

—Sí, claro que me da miedo el sufrimiento. Pero no me dan miedo los fantasmas. Y creo que la gente sufre con demasiada facilidad —añadió.

—No creo que sea tu caso —dijo Ralph, al tiempo que la miraba con las manos en los bolsillos.

—A mí no me parece un defecto —respondió ella—. No es absolutamente necesario sufrir, no estamos hechos para eso.

—Tú no, desde luego.

—No estoy hablando de mí.

Y se apartó unos pasos.

—No, claro que no es un defecto. Ser fuerte es una virtud.

—Solo que, si no sufres, te califican de dura —aseveró Isabel.

A través del pequeño salón por el que habían pasado al salir de la galería, llegaron al vestíbulo y se detuvieron al pie de la escalinata. Allí Ralph, tras coger una palmatoria de una hornacina, se la entregó a su prima para ir al dormitorio.

—No importa lo que digan de uno, porque cuando sufres te llaman idiota. Lo importante de verdad es ser lo más feliz posible.

Ella lo miró un instante; había tomado la vela y tenía un pie puesto en la escalinata de roble.

—Bueno —dijo—, a eso es a lo que he venido a Europa, a ser todo lo feliz que pueda. Buenas noches.

—¡Buenas noches! Te deseo mucho éxito en el empeño, y será un placer para mí contribuir a que lo logres.

Isabel se giró, y él la contempló mientras ascendía con lentitud. Después, las manos siempre en los bolsillos, regresó de nuevo al salón vacío.

6

Isabel Archer era una joven que tenía muchas teorías y una imaginación muy activa. Contaba con la fortuna de poseer una inteligencia muy superior a la de la mayoría de las personas entre las que el destino la había situado, una percepción mucho más acusada de la realidad circundante y un ansia por conocer todo aquello que se saliese de lo acostumbrado. Es cierto que entre sus contemporáneos se la consideraba una joven de enorme profundidad, ya que aquella notable gente nunca ocultaba su admiración ante un nivel intelectual del que ellos no tenían conciencia, y hablaban de Isabel como de un prodigio de sabiduría, alguien de quien se decía que había leído a los autores clásicos… traducidos. Una tía paterna suya, la señora Varian, quien profesaba auténtica veneración por los libros, en cierta ocasión propaló el rumor de que Isabel estaba escribiendo uno y afirmó que la joven llegaría a alcanzar notoriedad como escritora. La señora Varian tenía un alto concepto de la literatura, por la que sentía esa clase de aprecio derivado de una sensación de carencia. Su enorme casa, que destacaba por la profusión de mesas de mosaico y techos decorados, carecía de biblioteca, y en lo que a volúmenes impresos se refiere no contenía más que media docena de novelas en rústica en los aposentos de una de sus hijas. En la práctica, la relación de la señora Varian con la literatura se reducía al The New York Interviewer, ya que, como ella afirmaba, no sin razón, tras haber leído el Interviewer, uno perdía toda fe en la cultura. Obraba en consecuencia y procuraba mantener el Interviewer fuera del alcance de sus hijas, pues estaba decidida a educarlas adecuadamente, así que las jóvenes no leían nada en absoluto. La idea que ella tenía de las actividades de Isabel era un tanto ilusoria: la joven nunca había intentado escribir un libro y no sentía deseos de alcanzar los laureles como autora. Carecía de talento para la expresión y poseía escasa conciencia de ser un genio; lo único que tenía era una idea general de que la gente estaba en lo cierto al tratarla como alguien decididamente superior. Tanto si lo era como si no, la gente acertaba al admirarla si así lo creía; y es que, a menudo, Isabel tenía la sensación de que su mente funcionaba con mucha más rapidez que la de los otros, cosa que despertaba en ella una impaciencia que podía confundirse fácilmente con la superioridad. Podemos afirmar sin ambages, que probablemente Isabel era propensa al pecado de la vanidad; solía examinar con complacencia el ámbito de su propia naturaleza; tenía la costumbre, con escaso fundamento, de dar por sentado que estaba en lo cierto; se rendía a sí misma todo tipo de homenajes. Al mismo tiempo, sus errores y vanas ilusiones eran de esa índole que todo biógrafo interesado en preservar la dignidad del sujeto biografiado debe guardarse de mencionar. Sus pensamientos eran una maraña de vagos conceptos que nunca habían sido enmendados por el buen juicio de personas bien informadas. En cuestiones de opinión siempre se había salido con la suya, y eso la había llevado a adentrarse por mil y un absurdos vericuetos. Había ocasiones en las que descubría que se había equivocado de forma grotesca, y entonces se sometía a una semana de humildad apasionada. Después reaparecía con la cabeza más erguida que nunca, ya que no tenía remedio: el ansia de pensar bien de sí misma era insaciable. Era de la teoría de que la vida no merecía la pena si no se vivía con esa premisa; de que había que estar entre los mejores, tener la certeza de contar con un pensamiento bien organizado (no podía evitar ser consciente de que su organización era excelente), desenvolverse en el ámbito de la iluminación, de la sabiduría innata, del impulso feliz, de la inspiración grácil y perenne. Le parecía casi tan superfluo dudar de sí misma como del mejor de los amigos: cada uno debería ser su mejor amigo y, así, proporcionarse la mejor de las compañías. La joven tenía cierta nobleza de imaginación que le prestaba no pocos buenos servicios y que le jugaba no pocas malas pasadas. La mitad del tiempo se lo pasaba pensando en la belleza, la valentía y la magnanimidad; estaba resuelta a ver el mundo como un lugar radiante, de libre expansión, de acción irresistible: sostenía que sentir miedo o vergüenza era algo detestable. Tenía una confianza sin límites en que jamás haría nada erróneo. Al descubrir sus errores, se había enojado de tal forma ante los que eran meramente sentimentales (tras el descubrimiento siempre se ponía a temblar como si acabase de zafarse de una trampa donde podría haber quedado atrapada hasta la asfixia) que la posibilidad de causar dolor en los sentimientos de otra persona, algo que se presentaba solo como una contingencia, la obligaba en ocasiones a contener el aliento. Siempre se le antojó que algo así era lo peor que podía sucederle. En general, si lo pensaba detenidamente, no albergaba duda alguna acerca de lo que era erróneo. No le agradaba pensar mucho en ello, pero cuando lo hacía reconocía de inmediato lo que estaba mal. Estaba mal ser mezquino, ser celoso, ser falso, ser cruel. No había visto gran cosa de las maldades del mundo, pero sí que había conocido a mujeres que mentían y trataban de hacerse daño entre ellas. Ser testigo de semejantes cosas había acrecentado su superioridad moral: le parecía una indecencia no mostrar su repulsa hacia ellas. Por supuesto, el peligro que acecha a la superioridad moral es la falta de coherencia: el peligro de seguir enarbolando el estandarte cuando la plaza ya se ha rendido; un proceder tan avieso que resulta casi en deshonor para el propio estandarte. Pero Isabel, que sabía poco de la clase de artillería a la que se ven expuestas las jóvenes, se engañaba diciéndose que tales contradicciones jamás se advertirían en su propia conducta. Su vida iba a estar siempre en armonía con la impresión más grata que pudiese causar; sería lo que aparentaba, y aparentaría lo que era. A veces llegaba hasta el extremo de desear encontrarse algún día en una situación difícil, para así tener el placer de mostrarse todo lo heroica que la situación requiriese. En suma, su escaso conocimiento de la vida, sus exaltados ideales, su confianza a un tiempo inocente y dogmática, su carácter exigente e indulgente a la vez, su mezcla de curiosidad y perfeccionismo, de vivacidad e indiferencia, su anhelo de quedar muy bien y de ser si cabe aún mejor, su empeño en ver, en probar, en conocer, su combinación de espíritu delicado, lánguido y apasionado, y de criatura vehemente y subjetiva en sus premisas: todo eso la convertiría en víctima fácil de la crítica racional del lector si no estuviese destinada a despertar en él un impulso más tierno, más puro y expectante.

 

Una de las teorías de Isabel Archer era que podía considerarse muy afortunada al ser independiente, y que debería hacer un uso muy inteligente de dicho estado. Nunca lo consideraba como un estado de soledad, mucho menos de soltería; pensaba que tales descripciones eran endebles, y, además, su hermana Lily la animaba de continuo a ir a vivir con ella. Tenía Isabel una amiga a la que había conocido poco antes de la muerte de su padre, que era un ejemplo tan preclaro de actividad provechosa que siempre pensaba en ella como un modelo a seguir. Henrietta Stackpole gozaba de la ventaja de tener un don que era admirado; se había lanzado de lleno al mundo del periodismo, y sus crónicas para el Interviewer, de Washington, Newport, White Mountains y otros lugares, gozaban de reconocimiento universal. Isabel no tenía empacho en tacharlas de «efímeras», pero admiraba la valentía, la energía y el buen humor de la escritora, quien, sin padres y sin fortuna, había adoptado a tres de los hijos de una hermana enferma y viuda, cuyos estudios sufragaba gracias a las ganancias obtenidas de sus labores literarias. Henrietta se hallaba en la vía del progreso y tenía opiniones rotundas acerca de la mayoría de los asuntos; su deseo más ferviente había sido desde hacía tiempo viajar a Europa y enviar una serie de crónicas al Interviewer escritas bajo un prisma radical, empresa bastante fácil, ya que sabía de antemano cuáles iban a ser sus opiniones y cuántas objeciones podían hacerse a la mayoría de las instituciones europeas. Al enterarse de que Isabel partía hacia Europa, quiso emprender su proyecto de inmediato, pensando, como es natural, que sería una delicia que ambas hiciesen juntas el viaje. Sin embargo, se había visto obligada a postergar su empresa. Consideraba a Isabel una criatura extraordinaria, y había hablado encubiertamente de ella en algunas de sus crónicas, aunque nunca había revelado el hecho a su amiga, a quien no le habría agradado y que no era lectora asidua del Interviewer. Henrietta, para Isabel, era más que nada la prueba fehaciente de que una mujer podía bastarse por sí misma y ser feliz. Sus recursos eran obvios, pero incluso si una no disfrutaba de talento periodístico ni de habilidad para adivinar, como afirmaba Henrietta, lo que el público quería, no por ello tenía que conformarse, creer que carecía de vocación, de aptitudes provechosas, y resignarse a ser frívola y vacua. Isabel estaba firmemente decidida a no ser vacua. Bastaba con esperar con la paciencia necesaria para hallar la labor adecuada a cada uno. Ni que decir tiene que, entre todas aquellas teorías, la joven contaba con una colección de ideas sobre el tema del matrimonio. La primera de la lista era el convencimiento de la vulgaridad que entrañaba otorgarle demasiada importancia. Rogaba con fervor que se la preservase de caer en el entusiasmo a tal respecto; sostenía que una mujer debía ser capaz de vivir para sí misma, de no existir una debilidad fuera de lo común, y que era perfectamente posible ser feliz sin la compañía de una persona del sexo opuesto, de mentalidad más o menos tosca. Las plegarias de la joven obtuvieron suficiente respuesta; algo puro y orgulloso que había en ella, algo que un pretendiente desdeñado, con tendencia al análisis, hubiese calificado de duro y árido, la había preservado hasta el momento de hacer cualquier vana conjetura en lo referente al tema de posibles maridos. Pocos de los hombres que veía parecían merecedores de que invirtiera su tiempo en ellos, y la hacía sonreír el pensamiento de que alguno de ellos se ofreciese como un incentivo para la esperanza y una recompensa a la paciencia. En el fondo de su alma (era lo más hondo que en ella había), albergaba la creencia de que, si una determinada luz la iluminaba, sería capaz de entregarse por completo; pero dicha imagen, en general, era demasiado formidable para resultar atractiva. Los pensamientos de Isabel revoloteaban en torno a la idea, pero rara vez se detenían en ella mucho tiempo, y tras unos instantes terminaba causándole alarma. A menudo le parecía que pensaba demasiado en sí misma, y en cualquier momento del año habría enrojecido si alguien le hubiese dicho que era una auténtica egoísta. Siempre estaba planeando su desarrollo, deseando alcanzar la perfección, observando sus progresos. En su naturaleza, en aquella vanidad suya, había cierta esencia a jardín, vestigios de perfume y murmullos de arbustos, enramadas umbrías y panoramas despejados, que la llevaban a pensar que la introspección era, después de todo, un ejercicio al aire libre, y que una visita a los recovecos del propio espíritu resultaba inofensiva si uno regresaba de ella cargado de rosas. Pero a menudo se veía obligada a recordar que existían otros jardines en el mundo aparte de los de su extraordinario espíritu, e incluso que existían numerosos lugares que de jardines no tenían nada, que no eran sino territorios lúgubres y pestilentes, en los que crecía una tupida vegetación de sufrimiento y fealdad. En medio de aquella corriente de curiosidad satisfecha en la que últimamente había estado flotando, que la había transportado a la hermosa y vieja Inglaterra y que todavía podía arrastrarla mucho más lejos, a menudo se detenía al pensar en los miles de personas que eran menos felices que ella, pensamiento que durante un momento hacía que su conciencia elevada y plena semejase una suerte de inmodestia. ¿Qué lugar hay que otorgar al sufrimiento del mundo dentro de los planes personales para alcanzar el placer? Hay que confesar que tal preocupación nunca le duraba mucho tiempo. Era demasiado joven, demasiado impaciente por vivir, demasiado ajena al dolor. Siempre retornaba a su teoría de que una mujer joven a la que a fin de cuentas todos consideraban inteligente debía primero formarse una impresión general de la vida. Dicha impresión era necesaria para evitar errores, y una vez obtenida podría convertir el infortunio de los otros en objeto de especial atención.

Inglaterra era una revelación para ella, y se sentía entretenida como una niña ante una pantomima. En aquellos viajes de la niñez a Europa solo había visto el continente, y lo había visto a través de la ventana de su cuartito infantil; la Meca de su padre había sido París, no Londres, y las niñas, como es natural, se habían visto excluidas de gran parte de lo que a él le interesaba en esa ciudad. Y además, las imágenes que guardaba de aquella época se habían vuelto difusas y remotas, y el aire de viejo mundo que impregnaba cuanto ahora veía tenía todo el encanto de lo desconocido. La casa de su tío le parecía un cuadro hecho realidad; a Isabel no se le escapaba detalle de lo refinado y placentero; la extrema perfección de Gardencourt revelaba todo un mundo y satisfacía a la vez una necesidad. Las amplias estancias de techos bajos y oscuros y rincones en penumbra, los hondos alféizares y los curiosos marcos, la luz sosegada sobre los bruñidos zócalos oscuros, el intenso verde del jardín que parecía filtrarse siempre en el interior, aquella sensación de intimidad ordenada en el núcleo de una «propiedad» (un lugar en el que los sonidos tenían la virtud de ser ocasionales, donde la tierra misma amortiguaba los pasos y el aire denso y apacible impedía toda fricción en el contacto y toda estridencia en la conversación), todo ello era muy acorde con el gusto de nuestra joven dama, y en su caso el gusto ejercía un papel determinante en las emociones. Forjó una rápida amistad con su tío, y a menudo se sentaba en su compañía cuando hacía que sacasen al césped su sillón. Él pasaba horas al aire libre, sentado con las manos cruzadas como una divinidad plácida y doméstica, como un lar servicial que hubiese realizado su tarea, recibido su estipendio, y tratase ahora de acostumbrarse a semanas y meses de total asueto. Isabel lo entretenía más de lo que ella sospechaba (el efecto que producía en la gente era a menudo distinto del que ella suponía), y con frecuencia se regalaba el placer de incitarla a la charla. Con este término definía él la conversación de su sobrina, en la que había mucho de ese tono que se aprecia en las jóvenes de su país, a las que el mundo escucha con mucha más atención que a sus hermanas de otras tierras. Al igual que a la mayoría de las jóvenes estadounidenses, a Isabel la habían alentado a expresarse; habían escuchado con atención sus observaciones; se le habían supuesto emociones y opiniones. Muchas de esas opiniones suyas eran sin duda de escaso valor, muchas de sus emociones se diluían nada más expresarlas; pero habían dejado huella al concederle al menos el hábito de aparentar que sentía y pensaba, y, además, al conferir a sus palabras, cuando de verdad algo la conmovía, aquella presteza y vivacidad que tanta gente interpretaba como señal de superioridad. El señor Touchett solía pensar que Isabel le recordaba a su mujer cuando esta se encontraba en plena adolescencia. Él se había enamorado de la señora Touchett por ser fresca y natural, de pronta comprensión y respuesta, cualidades todas compartidas por su sobrina. Nunca, sin embargo, le mencionó la analogía a la joven, ya que si bien la señora Touchett había sido alguna vez como Isabel, Isabel no era en absoluto como la señora Touchett. El anciano era todo bondad con la joven; como él decía, hacía ya mucho tiempo que no había habido vida joven en aquella casa; y nuestra heroína de voz clara y movimiento rápido y ruidoso resultaba tan agradable a sus sentidos como el rumor del agua que fluye. Quería hacer algo por ella y deseaba que ella se lo pidiese. Pero la joven no hacía más que preguntas, si bien es cierto que las hacía en abundancia. Su tío contaba con una gran provisión de respuestas, aunque a veces la insistencia de ella adoptaba formas que le causaban desconcierto. La joven le preguntaba con prolijidad sobre Inglaterra, la Constitución británica, el carácter inglés, la situación política, los usos y costumbres de la familia real, las peculiaridades de la aristocracia, la manera de vivir y pensar de sus vecinos; y cuando rogaba que la instruyese sobre dichas cuestiones, normalmente quería saber si se correspondían con las descripciones de los libros. El anciano siempre se la quedaba mirando con aquella sonrisa suya agradable y mordaz, al tiempo que alisaba las arrugas del chal que le cubría las piernas.