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100 Clásicos de la Literatura

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Mirábanse atónitos los médicos, y el rey consideraba al beduino con una admiración mezclada de respeto. «Joven prodigioso, exclamó, quiero que seas mi primer médico, y jamás tomare otros remedios que tu dulce melodía. Por ahora recibe la recompensa que te es debida; elige la joya más preciosa de mi tesoro.

—O rey, contesto Ahmed, el oro, la plata ni las piedras preciosas tienen a mis ojos muy poco valor; mas tú posees una reliquia, un cofre de madera de sándalo que encierra una alfombra de seda. Dame pues ese cofre y nada mas deseo.»

Todos los circunstantes quedaron sorprendidos de lo moderado de la elección; y mas aun, cuando traído el cofre, fue sacada la alfombra: la materia era seda, el color un verde muy hermoso, y estaba cubierta de caracteres hebreos y caldeos. Los médicos de la corte se miraban encogiéndose de hombros, y sonriéndose de la simplicidad de su nuevo compañero, que se contentaba con tan módicos honorarios.

«Esta alfombra, dijo el príncipe, cubrió en otro tiempo el trono de Salomón, el mas sabio de los monarcas: digna es de ser colocada a los pies de la belleza.»

Dicho esto desplego la alfombra y la tendió en la galería, debajo de un lecho que habían colocado allí para la princesa, y sentándose a los pies de esta:

« ¿Quién podrá oponerse, continuo, a los decretos del destino? ¡Cumplieron se las predicciones de los astrólogos! Sabe, o rey, que tu hija y yo nos amábamos en secreto hacía largo tiempo: ya tienes en tu presencia al Peregrino de amor.»

No bien había pronunciado estas palabras, cuando se levantó la alfombra en el aire, llevándose al príncipe y a la princesa. El rey y los médicos se quedaron pasmados, y siguieron con la vista a los fugitivos, hasta que ya no se distinguían sino como un punto negro que resaltaba sobre el fondo blanco de una nube, y que al fin se perdió en el azul del cielo.

Indignado el rey, hizo llamar inmediatamente a su tesorero. « ¿Cómo, le dijo, has permitido que un infiel tomase posesión de tan precioso talismán?

— ¡Ah señor! respondió el tesorero, aquí no conocíamos sus virtudes, ni el sentido de los caracteres inscritos sobre el cofre que le guardaba. Si es en efecto la alfombra del rey Salomón, no cabe duda que se halla dotada del poder mágico de trasportar a su posesor por los aires adonde le plazca ir.»

Reunió el rey un poderoso ejército y se dirigió a Granada, adonde llegó después de una marcha larga y penosa. Luego que dio vista a la ciudad sentó sus reales en la vega, y envió un heraldo a reclamar a su hija. El rey de Granada salió en persona a saludar al monarca toledano, que reconoció en el al músico beduino. Ahmed acababa de subir al trono por muerte de su padre, y la bella Alegando era su sultana.

El rey cristiano consintió en el enlace de su hija con Ahmed, cuando se le prometió que la princesa quedaría en libertad para conservar su religión; porque de otro modo estaba resuelto a oponerse con todo su poder. En vez de batallas sangrientas hubo fiestas y regocijos; el anciano rey regreso luego a Toledo, y los jóvenes esposos continuaron reinando en la Alhambra con no menos sabiduría que felicidad.

Para completar mi historia no puedo dispensarme de añadir que el búho y el papagayo habían seguido al príncipe a cortas jornadas: el primero solo viajaba por la noche, alojándose durante el día en las diferentes posesiones hereditarias de su familia; el último figuraba en las reuniones más brillantes de las ciudades que se hallaban en el tránsito. Ahmed recompenso generosamente los servicios que uno y otro le habían hecho durante su peregrinación, pues nombro primer ministro al búho, y maestro de ceremonias al papagayo. Con lo cual parece inútil añadir que jamás hubo reino mejor administrado; ni corte más escrupulosa en la observancia de las reglas de la etiqueta.

FIN.

Retrato de una Dama

Por

Henry James

1

Cuando concurren ciertas circunstancias, pocos momentos hay en la vida que resulten más gratos que esa hora que se dedica a la ceremonia conocida como el té de la tarde. Hay circunstancias en las que, tanto si uno toma té como si no —y, por supuesto, hay gente que jamás lo hace—, la situación resulta placentera por sí misma. Aquellas que tengo en la mente al iniciar la narración de esta sencilla historia hacían que el escenario de tan inocente pasatiempo resultase digno de admiración. Los elementos del ligero refrigerio habían sido colocados sobre el césped de una antigua casa solariega inglesa, en lo que yo calificaría como el momento perfecto, en mitad de una espléndida tarde de verano. Parte de dicha tarde ya había transcurrido, pero todavía quedaba mucha por delante, y lo que restaba era de una calidad única e insuperable. El crepúsculo de verdad tardaría muchas horas en llegar; pero la intensidad de la luz estival había comenzado a disminuir, el aire se había vuelto sedoso, las sombras se alargaban sobre la hierba suave y tupida. Crecían con lentitud, sin embargo, y la escena transmitía esa sensación del deleite anunciado que tal vez sea la principal fuente de placer al presenciar un momento así a una hora como esa. De las cinco a las ocho de la tarde transcurre en ciertas ocasiones una pequeña eternidad; pero en una como la que nos ocupa dicho intervalo no puede ser otra cosa que una eternidad de placer. Las personas allí presentes disfrutaban con calma de dicho placer, y no eran miembros del sexo al que se supone que pertenecen los devotos incondicionales de la ceremonia que acabo de mencionar. Las siluetas dibujadas sobre la perfecta pradera eran rectilíneas y angulosas; eran las sombras de un hombre de edad sentado en un hondo sillón de mimbre junto a una mesa baja sobre la que habían servido el té, y las de dos jóvenes que pasaban ante él, en desganada charla, una y otra vez. El anciano sostenía la taza en la mano; era una pieza de un tamaño inusual, de un modelo distinto al del resto del juego, y estaba pintada con brillantes colores. Dio cuenta de su contenido con mucha circunspección, sosteniéndola durante largo rato cerca de la barbilla, con el rostro vuelto hacia la casa. Sus acompañantes, que o bien ya habían terminado el té o tal privilegio los dejaba indiferentes, fumaban cigarrillos mientras proseguían su caminar. Uno de ellos, de vez en cuando, al pasar, miraba con cierta atención hacia el hombre de más edad, quien, ignorante de tal observación, descansaba la vista en la fachada de intenso color rojo de su residencia. La casa que se alzaba al fondo de la pradera era una estructura merecedora de tal consideración y el objeto más característico del cuadro tan peculiarmente inglés que intento bosquejar.

La mansión se elevaba sobre una loma de poca altura junto a un río, el cual no era otro que el Támesis, a unas cuarenta millas de Londres. Una larga fachada de ladrillo rojo con gabletes, cuya apariencia el tiempo y los elementos habían dejado marcada con todo tipo de juegos pictóricos, o aunque, solo para mejorarla y refinarla, ofrecía a la pradera sus zonas cubiertas de hiedra, su profusión de chimeneas y sus ventanas cegadas por las enredaderas. La casa tenía nombre e historia; al anciano caballero que tomaba el té le habría encantado narrarles todas esas cosas; cómo había sido construida en tiempos de Eduardo VI, había ofrecido albergue por una noche a la gran Isabel (cuya augusta persona había descansado sobre un lecho inmenso, suntuoso y con una inclinación terrible que aún constituía el principal orgullo del ala de los dormitorios), había resultado dañada y deteriorada en el transcurso de las guerras de Cromwell, y luego, durante la Restauración, había sido reconstruida y muy ampliada; y cómo, finalmente, tras haber sido remodelada y desfigurada en el siglo XVIII, había pasado a las cuidadosas manos de un sagaz banquero estadounidense que la había adquirido originalmente porque (debido a circunstancias demasiado complicadas para ser expuestas aquí) se la habían ofrecido a precio de auténtica ganga: dicho caballero la había comprado tras mucho refunfuñar ante su fealdad, su antigüedad, su incomodidad, y ahora, después de veinte años, se había dado cuenta de que sentía auténtica pasión estética por ella, tanta, que la conocía hasta el más mínimo detalle y les podría haber indicado dónde situarse para verlos todos combinados y cuál era el momento exacto en que las sombras de las distintas protuberancias —que caían suavemente sobre el ladrillo cálido y desgastado— tenían la proporción adecuada. Además, como he dicho, el anciano habría sido capaz de enumerar a los sucesivos propietarios y habitantes de la casa, varios de los cuales gozaban de reconocida fama; y lo habría hecho, sin embargo, con la convicción infundada de que la última fase del destino de la mansión no era ni de lejos la menos honorable. La fachada de la casa que daba a la extensión de césped que nos concierne no era aquella por la que se entraba; esa quedaba en otra ala muy distinta. Aquí lo que primaba era la intimidad, y la amplia alfombra de césped que cubría la loma no parecía ser sino una prolongación del lujoso interior. Los frondosos robles y hayas inmóviles proyectaban una sombra tan densa como la de unas cortinas de terciopelo; y el lugar estaba decorado como si de una estancia se tratase, con mullidos asientos, con mantas de vivos colores, con libros y periódicos que yacían desperdigados por el césped. El río quedaba a cierta distancia; allí donde el terreno empezaba a inclinarse, acababa la pradera propiamente dicha. Sin embargo no por ello la bajada al río era menos agradable.

El anciano caballero junto a la mesa del té, que había llegado de Estados Unidos treinta años atrás, había traído consigo, como parte integrante del equipaje, su fisonomía puramente estadounidense; y no solo se la había traído consigo, sino que la había mantenido en la mejor forma, de manera que, de ser necesario, podría llevársela de vuelta a su propio país con total confianza. En el momento presente, como es obvio, no era muy probable que se desplazase; los viajes habían llegado a su fin y ahora disfrutaba del descanso que precede al reposo definitivo. Tenía un rostro enjuto y perfectamente afeitado, de rasgos proporcionados y expresión de plácida agudeza. Era evidentemente un rostro en el que no había gran gama de expresiones, por lo que aquel aire sagaz y complacido resultaba todo un logro. Parecía comunicar que había triunfado en la vida, y a la vez decir también que su éxito no había sido exclusivo ni inmerecido, sino que había habido en él mucha de la inocuidad del fracaso. Ciertamente había adquirido gran experiencia en el trato con los hombres, pero existía una sencillez casi rústica en la tenue sonrisa que jugueteaba sobre las mejillas anchas y huesudas e iluminaba sus animados ojos cuando al fin, con lentitud y cuidado, dejó la enorme taza de té sobre la mesa. Vestía pulcramente, con prendas negras, aunque un chal doblado descansaba sobre sus rodillas y tenía los pies metidos en gruesas chinelas bordadas. Un precioso collie estaba tumbado en el césped junto al sillón y observaba el rostro del amo con casi igual ternura a la que aquel mostraba al contemplar la más majestuosa fisonomía de la casa; y un cachorrillo de terrier, revoltoso y peludo, prestaba una atención un tanto desganada a los otros caballeros.

 

Uno de ellos era un hombre de unos treinta y cinco años, muy bien constituido, con rasgos ingleses tan representativos como lo eran de su país los del anciano caballero que acabo de describir: rostro hermoso, de aspecto fresco, claro y franco, de facciones rectas y bien delineadas, ojos grises vivaces y adornado por una barba color castaño. Tenía aspecto de persona afortunada, de estar dotado de una excepcional brillantez, el aire de contar con un temperamento alegre fecundado por una refinada civilización, que habría podido despertar la envidia de cualquier observador casual. Calzaba botas con espuelas, como si acabase de desmontar tras una larga cabalgada; se cubría con un sombrero blanco que parecía demasiado grande para él; se agarraba las manos a la espalda y, en una de ellas, en el puño grande y bien formado, apretaba un par de guantes de piel gruesa, arrugados y sucios.

Su acompañante, que a su lado medía con pasos la longitud de la pradera, era una persona de hechuras completamente distintas, que, pese a poder suscitar una seria curiosidad, no hubiese provocado, como en el caso del otro, el deseo casi ciego de encontrarse en su lugar. Alto, flaco, desgarbado y esmirriado de constitución, tenía un rostro feo, demacrado, despierto y simpático, provisto, aunque no pueda decirse que adornado, de bigote poco poblado y patillas. Su aspecto era inteligente y enfermizo, combinación no muy venturosa, y vestía chaqueta de terciopelo marrón. Escondía las manos en los bolsillos, y había algo en la manera de hacerlo que denotaba en ello una costumbre inveterada. Su paso era vacilante e indeciso; las piernas carecían de firmeza. Como he dicho, cada vez que pasaba por delante del anciano sentado en la silla posaba en él la mirada; y en ese instante, al ver los rostros de ambos a un tiempo, era fácil darse cuenta de que se trataba de padre e hijo. Por fin la mirada del padre se cruzó con la del hijo y le dedicó una tenue sonrisa en respuesta.

—Me encuentro muy bien —dijo.

—¿Te has tomado el té? —preguntó el hijo.

—Sí, y lo he disfrutado.

—¿Quieres un poco más?

El anciano se lo pensó con placidez.

—Pues me parece que voy a esperar, ya veré.

En su tono se notaba el acento americano.

—¿Tienes frío? —preguntó el hijo.

El padre se frotó las piernas lentamente.

—Pues no lo sé. No sabría decirlo mientras no lo sienta.

—Tal vez alguien podría sentirlo por ti —dijo el más joven de los dos, riéndose.

—¡Ah, tengo la esperanza de que alguien sienta siempre algo por mí! ¿No siente usted nada por mí, lord Warburton?

—Por supuesto que sí, muchísimo —respondió al instante el caballero de dicho nombre—. Y diría que parece encontrarse usted de lo más cómodo.

—Pues sí, supongo que así es en general. —Y el anciano bajó la vista al chal verde y se lo alisó sobre las rodillas—. La verdad es que llevo tantos años encontrándome cómodo que la fuerza de la costumbre hace que no lo valore.

—Sí, eso es lo que pasa con la comodidad —dijo lord Warburton—, que solo la valoramos cuando nos sentimos incómodos.

—Tengo la impresión de que nosotros somos un tanto peculiares —observó su acompañante.

—Desde luego que sí, no hay duda alguna de que lo somos —musitó lord Warburton.

Y, a continuación, los tres hombres se quedaron un rato callados; los dos más jóvenes con la mirada fija en el anciano, que al fin pidió otra taza de té.

—Tengo la impresión de que ese chal le molesta —reanudó la conversación lord Warburton mientras el otro joven volvía a llenarle la taza al anciano.

—¡Ah no, el chal no se lo puede quitar! —exclamó el caballero de la chaqueta de terciopelo—. No le metas semejante idea en la cabeza.

—Es de mi esposa —dijo el anciano sin más explicación.

—Ah, bueno, si se trata de razones sentimentales…

Y lord Warburton hizo un gesto de disculpa.

—Supongo que tendré que devolvérselo cuando venga —añadió el anciano.

—No harás nada por el estilo. Te lo quedarás para cubrir tus pobres piernas.

—No te metas con mis piernas, ¿eh? —dijo el anciano—. A mí me parecen igual de buenas que las tuyas.

—Pues tú puedes meterte cuanto quieras con las mías —repuso el hijo mientras le daba la taza de té.

—Es que somos un par de patos renqueantes; no veo yo que haya mucha diferencia.

—No sabes cuánto te agradezco que me llames pato. ¿Qué tal está el té?

—Bueno… bastante caliente.

—Se supone que eso es un mérito.

—Desde luego que tiene mérito —murmuró el anciano en tono afable—. Tengo un enfermero excelente, lord Warburton.

—¿Tal vez un poco torpe? —preguntó su señoría.

—Claro que no, de torpe nada, teniendo en cuenta que también él está achacoso. Es muy buen enfermero, para tratarse de alguien que también está enfermo. Por eso yo lo llamo mi enfermero enfermo.

—¡Ya está bien, papá! —exclamó el joven poco agraciado.

—Es que es así; ojalá no lo fuese. Pero supongo que no puedes evitarlo.

—Podría intentarlo, me estás dando una idea —dijo el joven.

—¿Ha estado usted enfermo alguna vez, lord Warburton? —preguntó el padre.

El aludido reflexionó un momento.

—Sí, señor, en una ocasión, en el golfo Pérsico.

—Te está tomando el pelo, papá —dijo el otro joven—. Es una especie de broma.

—Ya, parece que se hacen muchas bromas de esas hoy día —respondió el padre—. En cualquier caso, no tiene usted aspecto de haber estado enfermo, lord Warburton.

—Lo que a él le enferma es la vida; es lo que me estaba contando, y con bastante rotundidad —dijo el amigo de lord Warburton.

—¿Es eso cierto, caballero? —preguntó el anciano con seriedad.

—Así es, y su hijo no me ha proporcionado consuelo alguno. Resulta inútil hablar con él, es un auténtico cínico. Da la impresión de no creer en nada.

—Eso es otra especie de broma —dijo la persona acusada de cinismo.

—Lo que le pasa es que tiene una salud muy mala —le explicó el padre a lord Warburton—. Y eso le afecta a su mente e influye en su forma de ver las cosas; da la impresión de que sienta que jamás ha tenido una oportunidad. Pero es algo por completo teórico, ¿sabe usted?; y no parece afectar a su estado de ánimo. Rara es la vez en que no lo haya visto alegre… como en este momento. A menudo es él quien me alegra a mí.

El joven objeto de aquella descripción miró a lord Warburton y se echó a reír.

—¿Es esa una encendida alabanza o una acusación de frivolidad? ¿Te gustaría que pusiese en práctica mis teorías, papá?

—¡Vive Dios que entonces sí que veríamos cosas extrañas! —exclamó lord Warburton.

—Espero que tú no hayas adoptado ese tono —dijo el anciano.

—El tono de Warburton es peor que el mío; él finge estar aburrido. Yo no me siento aburrido en absoluto; yo encuentro la vida demasiado interesante.

—Conque demasiado interesante, ¿eh? Pues no deberías permitir que fuese así.

—Jamás me aburro cuando vengo aquí —aseguró lord Warburton—. La conversación resulta de lo más entretenida.

—¿Es esa otra especie de broma? —preguntó el anciano—. Usted no tiene excusa para aburrirse en ningún lado. Cuando yo tenía su edad, no sabía lo que era el aburrimiento.

—Debió de tardar mucho en madurar.

—No, maduré muy deprisa; esa es precisamente la razón. Cuando contaba veinte años ya había madurado a conciencia. Trabajaba de sol a sol. Usted no se aburriría si tuviese algo que hacer; pero ustedes los jóvenes están todos excesivamente ociosos. Piensan demasiado en su propio placer. Son demasiado caprichosos, demasiado indolentes, y demasiado ricos.

—¡Quién fue a hablar! —exclamó lord Warburton—. ¡No es usted precisamente la persona más indicada para acusar a un congénere de ser demasiado rico!

—¿Lo dice porque soy banquero? —preguntó el anciano.

—Por eso, si quiere; y porque cuenta con recursos ilimitados, ¿o acaso no es así?

—No es tan rico —salió en su defensa el otro joven—. Ha donado una cantidad de dinero inmensa.

—Ya, pero imagino que era suyo —dijo lord Warburton—, y, en tal caso, ¿puede haber mayor prueba de riqueza? Un benefactor público debería ser el último en decir que los demás tienen excesivo apego al placer.

—Papá tiene mucho apego al placer… al placer de los demás.

El anciano negó con la cabeza.

—Yo no albergo la más mínima pretensión de haber contribuido al solaz de mis contemporáneos.

—¡Mi querido padre, no seas tan modesto!

—Esa es una especie de broma, señor —aseguró lord Warburton.

—Los jóvenes gastáis demasiadas bromas. Cuando no hay bromas, os quedáis sin nada.

—Por fortuna, siempre quedarán más bromas —aseguró el joven poco agraciado.

—Yo no estoy de acuerdo. Creo que las cosas se están poniendo serias. Vosotros los jóvenes ya os daréis cuenta.

—En la creciente seriedad de las cosas… ahí encontraremos una oportunidad para el humor.

—Pues tendrá que ser humor negro —dijo el anciano—. Estoy convencido de que habrá grandes cambios; y de que no todos serán para mejor.

—Estoy completamente de acuerdo con usted, señor —declaró lord Warburton—. Estoy seguro de que van a producirse grandes cambios, y de que acontecerán todo tipo de cosas extrañas. Por eso me resulta tan difícil poner en práctica sus consejos. Si lo recuerda, el otro día me dijo que yo necesitaba algo a lo que «agarrarme». Uno vacila antes de agarrarse a algo que puede saltar por los aires en cualquier momento.

—Lo que deberías hacer es agarrarte a una mujer bonita —dijo su amigo—. Es que está intentando enamorarse —añadió a modo de explicación, dirigiéndose a su padre.

—¡Hasta las mujeres bonitas podrían saltar por los aires! —exclamó lord Warburton.

—No, no, ellas permanecerán firmes —replicó el anciano—; a ellas no les afectarán los cambios sociales y políticos a los que acabo de referirme.

—¿Quiere decir que no van a abolirlas? Pues muy bien, en ese caso, agarraré a una lo antes posible y me la colgaré del cuello como un salvavidas.

—Las mujeres nos salvarán —dijo el anciano—; es decir, las mejores de ellas lo harán, porque yo distingo entre las mujeres. Conquista a una de las buenas y cásate con ella, y tu vida será mucho más interesante.

Un silencio momentáneo subrayó tal vez para sus oyentes el carácter magnánimo de aquel discurso, ya que no era ningún secreto ni para el hijo ni para el visitante que su propia experiencia del matrimonio no había sido afortunada. Pero, como él mismo había dicho, sabía distinguir entre las mujeres; y aquellas palabras tal vez podrían entenderse como la confesión de un error personal, aunque, desde luego, no sería apropiado que ninguno de sus acompañantes comentase que, al parecer, la dama de su elección no había sido una de las mejores.

—Si me caso con una mujer interesante, me sentiré interesado, ¿es eso lo que quiere decir? —preguntó lord Warburton—. Yo no tengo intención alguna de casarme… su hijo lo ha tergiversado; pero nunca se puede saber lo que una mujer interesante podría hacer de mí.

 

—Me gustaría ver qué entiendes tú por una mujer interesante —dijo su amigo.

—Mi querido amigo, las ideas no pueden verse; especialmente unas ideas tan sumamente etéreas como las mías. Ya sería un gran paso adelante que pudiese verlas yo.

—Bueno, puede usted enamorarse de quien le plazca, pero le prohíbo que se enamore de mi sobrina —dijo el anciano.

Su hijo soltó una carcajada.

—¡Va a pensar que se lo dices como una provocación! Mi querido padre, vives con los ingleses desde hace treinta años, y se te han pegado muchas de las cosas que dicen. Pero ¡nunca has aprendido cuáles son las que se callan!

—Yo digo lo que me place —respondió el anciano con toda serenidad.

—No tengo el honor de conocer a su sobrina —dijo lord Warburton—. Creo que es la primera vez que oigo hablar de ella.

—Es sobrina de mi esposa; la señora Touchett la trae con ella a Inglaterra.

El joven señor Touchett se lo explicó:

—Mi madre, como sabes, ha pasado el invierno en Estados Unidos, y estamos esperando su regreso. Ha escrito que ha descubierto allí a una sobrina y que la ha invitado a venirse con ella.

—Ya veo… qué amable de su parte —dijo lord Warburton—. ¿Es interesante la joven?

—Apenas sabemos más de ella que tú; mi madre no nos ha dado detalles. Se comunica con nosotros principalmente por medio de telegramas, y sus telegramas son más bien indescifrables. Dicen que las mujeres no saben escribir telegramas, pero mi madre ha llegado a dominar por completo el arte de la concisión. «Cansada América, calor insoportable, regreso Inglaterra con sobrina, primer buque camarote decente». Ese es el tipo de mensaje que recibimos de ella, y eso decía el último que llegó. Pero había habido otro antes, que creo que contenía la primera mención a dicha sobrina. «Cambié hotel, muy malo, recepcionista insolente, dirección aquí. Recogido hija hermana, murió año pasado, ir a Europa, dos hermanas, de lo más independiente». Mi padre y yo no hemos dejado de hacernos preguntas sobre el mensaje; parece susceptible a muchas interpretaciones.

—Hay una cosa en él que está muy clara —dijo el anciano—: al empleado del hotel le ha dado un buen rapapolvo.

—Yo ni siquiera estoy seguro de eso, ya que consiguió quitársela de en medio. Al principio pensamos que la hermana citada podía ser la del recepcionista; pero la posterior mención a una sobrina parece probar que hace alusión a una de mis tías. Después está la cuestión de quién son las otras dos hermanas; probablemente sean dos hijas de mi difunta tía. Pero ¿quién es «de lo más independiente», y en qué sentido se emplea dicho término? Ese punto todavía no lo hemos aclarado. ¿Se refiere la expresión más concretamente a la joven dama que mi madre ha adoptado, o caracteriza a todas las hermanas por igual? ¿Y está utilizada en sentido moral o económico? ¿Indica que han quedado bien provistas económicamente, o que no desean estar sujetas a obligación alguna? ¿O quiere simplemente decir que les gusta hacer las cosas a su manera?

—Por más significados que tenga, ese está bastante claro —comentó el señor Touchett.

—Tendrás ocasión de comprobarlo por ti mismo —dijo lord Warburton—. ¿Cuándo llega la señora Touchett?

—No tenemos ni idea. Tan pronto como consiga un camarote decente. Puede que todavía siga esperando uno; aunque también es posible que ya haya desembarcado en Inglaterra.

—En tal caso, probablemente les habría telegrafiado.

—Jamás manda un telegrama cuando lo esperas… solo cuando no lo esperas —dijo el anciano—. Le gusta presentarse de improviso; piensa que me va a pillar haciendo algo malo. Hasta ahora nunca ha sido así, pero ella no pierde la esperanza.

—Es por esa característica familiar suya, por esa independencia de la que habla. —La apreciación del hijo al respecto era más favorable—. Por mucho espíritu que tengan esas jóvenes, el de ella no se queda atrás. Le gusta hacerlo todo por sí misma y no cree que nadie tenga capacidad para ayudarla. De mí piensa que valgo lo mismo que un sello de correos sin engomar, y jamás me perdonaría que osase ir a Liverpool a recibirla.

—¿Me avisarás al menos de la llegada de tu prima? —rogó lord Warburton.

—Solo con la condición que he puesto: ¡que no se enamore de ella! —intervino el señor Touchett.

—Eso me parece una crueldad. ¿Es que no me considera lo suficientemente bueno?

—Le considero demasiado bueno. Es porque no me gustaría que se casase con usted. Ella no viene aquí en busca de marido, o eso espero; hay tantas jóvenes que sí lo hacen, como si en nuestro país no hubiese buenos maridos. Y, además, lo más probable es que esté comprometida; las jóvenes de Estados Unidos suelen estarlo, según creo. Además, después de todo, tampoco estoy seguro de que vaya a ser usted un marido maravilloso.

—Lo más probable es que ya esté comprometida. He conocido a muchísimas jóvenes estadounidenses, y siempre lo estaban; pero, vive Dios, que jamás he visto que eso tuviese importancia. Y en cuanto a lo de si sería buen marido —prosiguió el visitante del señor Touchett—, yo tampoco lo tengo muy claro. Lo único que se puede hacer es intentarlo.

—Inténtelo todo lo que usted quiera, pero no lo haga con mi sobrina —dijo sonriente el anciano, cuya postura contraria a la idea era más que nada producto de su buen humor.

—Pues muy bien —dijo lord Warburton con todavía mejor humor—, puede que, después de todo, sea ella la que no se merezca que yo lo intente.

2

Mientras este intercambio de agudezas tenía lugar entre los otros dos, Ralph Touchett se alejó un poco, con aquellos andares suyos desgarbados, las manos en los bolsillos y el pequeño terrier juguetón pegado a los tobillos. Con el rostro vuelto hacia la casa y la pensativa mirada fija en el césped, el joven era objeto de la atención de una persona que acababa de aparecer en la amplia entrada momentos antes de que aquel se percatara de su presencia. Lo que atrajo su atención hacia ella fue la conducta del perro, que había salido disparado de repente entre toda una pequeña salva de agudos ladridos, en los que, sin embargo, se apreciaba más una nota de bienvenida que un tono amenazante. La persona en cuestión era una joven dama, que pareció interpretar de inmediato el recibimiento del pequeño animal. El perro avanzó hacia ella con gran rapidez y se detuvo a sus pies, mirándola y ladrando con fuerza; ante lo cual, sin titubeos, ella se agachó, alargó las manos para cogerlo y lo levantó hasta que sus rostros estuvieron a la misma altura sin que el animal cejase en su rápido parloteo. El amo había tenido ya tiempo de ir tras él y ver que la nueva amiga de Bunchie era una muchacha alta con vestido negro, que a primera vista parecía bonita. Llevaba la cabeza descubierta, como si residiese en la casa, hecho que llenó de perplejidad al hijo del dueño, consciente como era de la ausencia de visitantes que la mala salud del anciano había hecho necesaria desde hacía algún tiempo. Entretanto, los otros dos caballeros habían advertido también la presencia de la recién llegada.

—Dios nos asista, ¿quién es esa desconocida? —había preguntado el señor Touchett.

—Tal vez sea la sobrina de la señora Touchett, la joven independiente —aventuró lord Warburton—. Creo que debe de ser ella, por la forma en que sostiene al perro.

El collie, por su parte, también había permitido que su atención se desviase, y salió al trote en dirección a la joven de la entrada, meneando lentamente la cola al acercarse.

—Pero entonces, ¿dónde está mi esposa? —murmuró el anciano.

—Supongo que la joven la habrá dejado en alguna parte: eso forma parte de la independencia.