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100 Clásicos de la Literatura

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Cuando el cuervo oyó hablar de imperios y destinos en que estaban interesadas las estrellas, cambio de tono, escucho con oído atento la historia del príncipe, y cuando la hubo terminado, le dirigió con afabilidad estas palabras: «No puedo daros por mí mismo ninguna noticia; porque como ya os he dicho, frecuento muy poco los jardines y los retretes de las damas; pero dirigíos a Córdoba, y buscad la palma del grande Abderramán, que se halla en el patio principal de la mezquita. Al pie de este árbol hallareis un gran viajero que ha visitado todos los países y todas las cortes: favorecido en todas partes por las reinas y las princesas, está relacionado con todos los magnates del reino, y yo no dudo que podrá daros noticias del objeto de vuestras diligencias.

—Mil millones de gracias por tan precioso consejo, dijo el príncipe: adiós, venerable brujo.

—Adiós, peregrino de amor,» respondió el cuervo con tono seco, y se puso a calcular de nuevo sobre su diagrama.

Salió el príncipe de Sevilla, y se fue a buscar a su compañero el búho, que dormitaba todavía dentro de su árbol; despertarle, y tomaron ambos el camino de Córdoba, atravesando los bosques de naranjos y limoneros, que refrescan con su sombra las deliciosas márgenes del Guadalquivir. Llegados a las puertas de la ciudad, el búho levanto el vuelo, y se metió en una grieta de la muralla, y el príncipe se dirigió al momento a buscar la palma que plantara en los antiguos tiempos el grande Abderramán. Estaba en el patio de la mezquita, descollando por encima de los más altos naranjos y cipreses; algunos cervices y faquires, formaban diversos grupos sentados bajo los pórticos; y muchos devotos hacían sus abluciones en la fuente antes de entrar en la mezquita.

Al pie del árbol había un numeroso concurso de gentes de todas clases, que según parecía, estaban escuchando a una persona que hablaba con extraordinaria volubilidad. «Este es sin duda, dijo para sí el príncipe, el gran viajero que me dará noticias de mi princesa.» Mezclase entre la multitud, y quedo sobremanera sorprendido al ver que el orador, en derredor del cual se reunía tan distinguido auditorio, era un papagayo de hermoso plumaje verde, gesto remilgado y copete erguido, que tenía todas las trazas de un pájaro sumamente pagado de sí mismo.

« ¿En qué consiste, dijo el príncipe a uno de los oyentes, que tantas personas de razón se estén divirtiendo con la parladuría de un pájaro de esta especie?

—Vos no sabéis de quien habláis, replico el otro: este papagayo desciende del famoso loro de Persia, tan célebre por sus talentos en la adivinación: tiene toda la ciencia del oriente en el pico de la lengua, y cita versos como agua. En todos los países que ha recorrido le han mirado como un milagro de erudición; con las mujeres, sobre todo, se ha adquirido un partido prodigioso; porque el bello sexo ha hecho siempre mucho caso de los papagayos que citan versos.

—Muy bien, dijo el príncipe, conozco que me había equivocado, y en verdad que me holgaría de tener un rato de conversación con tan distinguido viajero.»

Con efecto solicito y obtuvo una entrevista privada, y empezó a exponer el objeto de su peregrinación; mas apenas había pronunciado algunas palabras, cuando soltó el loro una gran carcajada, y continúo riendo hasta llorar. «Perdonad, dije, mi loca alegría; pero el solo nombre de amor me hace descoyuntar de risa.» Mortificado el príncipe de tan intempestiva jovialidad, le replicó con tono grave: « ¿Por ventura no es el amor el gran misterio de la naturaleza, el principio secreto de la vida, el vínculo universal de la simpatía?

— ¡Patarata! ¡Pura patarata! Decidme os ruego, ¿en dónde habéis aprendido esa jerigonza sentimental? Creedme, ya no es moda el amor, ni siquiera se habla ya de él entre las gentes de talento, ni en la buena sociedad.»

Suspiro el príncipe, acordándose del lenguaje tan diferente de su amigo el palomo. «Mas este papagayo, discurría, ha pasado su vida en las cortes; blasona de elegante, y afecta ser un personaje: seguramente no sabrá nada de amor; y como no quería provocar nuevas chufletas sobre el afecto que llenaba su corazón, se encamino directamente al objeto de su visita.

«Dignaos decirme, o incomparable papagayo; vos, para quien han estado abiertos los asilos mas recónditos de la belleza, ¿habéis tal vez encontrado en el discurso de vuestros viajes el original de este retrato?»

Tomo el papagayo el retrato entre las garras, volvió a uno y otro lado la cabeza para observarle con ambos ojos, y exclamó en fin: «Ve aquí, por vida mía, una liada cara; sí, cierto, una cara lindísima. Mas como yo he visto en mis viajes tantas mujeres hermosas, me sería muy difícil.... pero no.... aguardad.... sí.... ahora me acuerdo de estas facciones.... no, no me engaño: esta es la princesa Alegando: ¿es posible que haya yo podido desconocer a una de mis mayores amigas?

— ¡La princesa Alegando! repitió el príncipe; ¿y en donde la hallaremos?

—Cachaza, señor mío, cachaza; que mas fácil es hallarla que obtenerla. Esta princesa es la hija única del rey cristiano de Toledo, la cual, merced a ciertas predicciones de esos bellacos de astrólogos, debe vivir separada del mundo hasta cumplir los diez y siete años. Y yo creo que os ha de ser imposible el verla, porque ningún mortal puede llegarse al palacio en donde su padre la tiene encerrada. Yo he sido admitido a su presencia para divertirla, y os juro a fe de papagayo de mundo, que conozco mas de una princesa menos amable que ella.

—Hablemos en confianza, querido papagayo, dijo el príncipe: yo soy heredero de un reino; veo que sois un pájaro de talento y que conocéis el mundo; ayudadme pues a ganar el corazón de la princesa, y os prometo un puesto distinguido en mi corte.

—Lo acepto de todo corazón, dijo el papagayo; pero cuidado, que ha de ser un bocado sin hueso, porque nosotros los sabios tenemos horror al trabajo.»

Convinieron se muy pronto en las condiciones, y saliendo inmediatamente de Córdoba llamo el príncipe al búho, le presento al nuevo compañero de viaje como un sabio concolega, y todos juntos tomaron la vuelta de Toledo. Caminaban con mucha mas lentitud de la que el impaciente Ahmed hubiera deseado; mas el papagayo, como acostumbrado a la vida de caballero, era poco amigo de madrugar; y el búho por otra parte quería echarse a dormir a la mitad de la jornada, y hacía perder mucho tiempo con sus largas siestas. Además su manía de anticuario, era un nuevo motivo de retardo; porque se empeñaba en detenerse en todas las ruinas a fin de explorarlas, y poseía un caudal de largas historias de todos los monumentos antiguos del país, que no dejaba de referir a poca ocasión que se presentase. Tenía el príncipe creído que este pájaro y el papagayo, como personas instruidas que uno y otro eran, habían de avenirse muy bien; pero se engañó completamente, porque lejos de observar semejante armonía, casi siempre se estaban picoteando. El uno era un filósofo, y el otro un elegante: el papagayo citaba versos, hacía observaciones críticas sobre algunas obras recientes, y abundaba en pequeñas advertencias sobre algunos puntos poco importantes de erudición. El búho por su parte consideraba todo esto como cosa muy frívola, y decía abiertamente que solo estimaba la metafísica. Entonces se ponía el papagayo a cantar, y lanzaba epigramas y pullas picantes sobre la gravedad de su camarada, acompañándolas de una risa de satisfacción sobremanera insultante. Miraba el búho estos procedimientos como otros tantos ultrajes insoportables que se hacían a su autoridad; se engallaba, esponjaba el plumaje con semblante desazonado, y permanecía silencioso todo el resto de la jornada.

El príncipe apenas notaba la poca conformidad que existía entre sus dos amigos; porque ocupado enteramente en las ilusiones de su fantasía y en la contemplación del retrato de la hermosa princesa, no veía nada de lo que pasaba en su derredor. De este modo pasaron nuestros viajeros la árida y salvaje Sierra-Morena, y las agostadas llanuras de la Mancha y Castilla, siguiendo siempre las orillas del Tajo, que en su tortuoso curso baña la mitad de la España y de Portugal. Llegados en fin a una ciudad fortificada con torres y muros almenados, y edificada sobre una roca, que circundan con grande estrepito las aguas de aquel rio:

«Veis ahí, dijo el búho, la antigua y celebre ciudad de Toledo, tan famosa por sus antigüedades. Mirad esas cúpulas venerables, esas torres que aunque degradadas ya por el tiempo, tienen impresa la grandeza de los recuerdos históricos; esas torres en fin, en donde vivieron y meditaron tantos de mis antepasados.

— ¡Bah! dijo el papagayo interrumpiendo sin piedad al búho en medio de sus trasportes de anticuario, ¿y que nos importan a nosotros todos esos vejestorios de torres arruinadas, ni las antiguas historias de vuestros abuelos? Otra cosa hay aquí que interesa mucho mas directamente a nuestro objeto. Ved ahí el asilo de la juventud y la belleza: ya en fin, o príncipe, tenéis delante de vuestros ojos la morada de la princesa que hace tanto tiempo buscáis.»

Dirigió el príncipe la vista hacía el punto que indicaba el papagayo, y en el centro de una deliciosa pradera, situada a la orilla del Tajo, descubrió un suntuoso palacio que se levantaba por entre la frondosa arboleda de un amenísimo jardín: tal era el sitio que había descrito el palomo como retiro del original del retrato. Contemplable el príncipe con el corazón agitado de varios sentimientos. «Quizá en este momento, decía, estará la hermosa princesa solazándose con sus doncellas a la sombra de esos frondosos bosquecillos, o tal vez recorrerá con paso ligero los elevados terraplenes, si no es que se halla reposando en lo interior de la magnífica morada.» Al examinar con atención el edificio, observo Ahmed, no sin disgusto, que las tapias del jardín eran de una elevación que imposibilitaba absolutamente el acceso; fuera de que estaban guardadas por centinelas bien armados.

 

Volviese pues al papagayo, y le dijo: «O el mas perfecto de los pájaros, pues que la naturaleza te ha dotado con el don de la palabra, ve al jardín, busca al ídolo de mi corazón, y dile que el príncipe Ahmed, peregrino de amor guiado por las estrellas, viene en su busca, y acaba de llegar a la florida ribera del Tajo.»

Lleno de vanidad el papagayo al verse honrado con semejante embajada, voló al jardín, se remontó por encima de sus altos muros, y cerniéndose por algunos instantes sobre los céspedes y bosquecillos, fue a posarse a la ventana de un pabellón, desde donde descubrió a la princesa medio recostada sobre un sofá, fijos los ojos en un papel, y bañadas de hermosas lagrimas sus cándidas mejillas.

Después de haber concertado con el pico todas las plumas de sus alas, recompuesto su verde traje y rizados el copete, de un vuelo se puso con aire risueño al lado de la tierna doncella, y con el tono mas dulce que le fue posible tomar le dirigió estas palabras: «Enjuga tus lágrimas, o la mas hechicera de las princesas, que vengo a traer consuelo a tu corazón.»

Asustase la princesa al oír una voz tan cerca de ella; mas no viendo sino un pájaro verde que la saludaba batiendo las alas: « ¡Ay! dijo, ¿qué consuelo puedes tú darme no siendo mas que un papagayo?»

Algo picado el loro con esta contestación, respondió con cierta secatura: «A mas de una bella consolé yo en mi tiempo; pero dejemos esto. Ahora vengo como embajador de un príncipe real. Sabe, o princesa, que Ahmed Al Kamel, príncipe de Granada, acaba de llegar en busca tuya, y se halla en este momento en la florida ribera del Tajo.»

A estas palabras brillaron los ojos de la princesa con más fuego que los diamantes de su corona.

« ¡O el mas amable de los papagayos, dijo, benditas sean las nuevas que me traes! La duda en que me hallaba acerca de la constancia del príncipe me tenía ya a la orilla del sepulcro. Vuelve al príncipe, y asegúrale que todas las palabras de su carta están grabadas en mi corazón, y que sus versos han sido el alimento de mi alma. Pero dile también que debe disponerse a probarme su amor con la fuerza de las armas; porque mañana mismo, en celebridad del decimoséptimo aniversario de mi nacimiento, celebrara mi padre un torneo: justaran en el muchos príncipes, y mi mano será el premio del vencedor.»

Levanto el papagayo el vuelo, se remontó sobre los árboles del jardín, y salvando el recinto del palacio, llego en un momento adonde estaba Ahmed. No es posible describir el júbilo de este: había hallado el original de la imagen que hacía tanto tiempo adoraba, y le había hallado fiel y sensible. Los mortales favorecidos que han logrado como el la dicha de ver cumplidos sus dulces delirios y trocarse la sombra en realidad, son los únicos que pueden formarse una idea de su delicioso enajenamiento. Con todo no dejaba este de hallarse mezclado con alguna inquietud: aquel torneo, aquellos caballeros que se disponían a disputarle la posesión del objeto amado, no le permitían entregarse enteramente a la alegría. El clarín guerrero llenaba ya con su marcial sonido las frondosas riberas del Tajo, y por do quiera se encontraban paladines que acudían a las fiestas de Toledo, seguidos de numerosas y brillantes comitivas.

La misma estrella que precediera al destino de Ahmed había influido en el de la princesa, la cual para precaverse de los males que el amor podía ocasionarle, debía permanecer encerrada en el solitario palacio hasta haber cumplido diez y siete años. Sin embargo, como su mismo retiro había acrecentado la fama de sus gracias, se disputaban su mano muchos príncipes; y el rey de Toledo su padre, monarca señalado por su prudencia, para no atraerse enemigos si se inclinaba a uno u otro de los pretendientes, confió la elección de un yerno a la suerte de las armas. Entre los que aspiraban al prez de la victoria había muchos celebres ya por su fuerza y bravura; al paso que el desventurado Ahmed se veía desprovisto de armas, y sin ninguna idea de los ejercicios de la caballería ¡Qué situación tan triste la suya!

« ¡Cuanta es mi desgracia, decía, en haber sido educado en el retiro y bajo la dirección de un filósofo! ¿De qué sirven el álgebra ni la filosofía para los negocios de amor? ¡Ah Eben Bonabben! ¿Por qué te olvidaste de instruirme en el manejo de las armas?»

En esto rompió el silencio el búho, y como buen musulmán que era, empezó su discurso por una invocación piadosa.

« ¡Allah albar! ¡Dios es grande! Las cosas mas recónditas están en sus manos. ¡El solo gobierna el destino de los príncipes! Sabe, o Ahmed, que toda esta comarca está llena de misterios, conocidos únicamente de un corto número de eruditos, que se han dedicado como yo a las ciencias ocultas. En uno de los montes vecinos se halla una caverna profunda; en el centro de esta caverna hay una mesa de hierro, sobre esta mesa están unas armas encantadas, y junto a ellas se ve un hermoso caballo, igualmente encantado, todo lo cual ha permanecido oculto por espacio de muchos siglos.»

Quedo el príncipe sobrecogido de admiración; y el búho abriendo y guiñando alternativamente sus grandes y redondos ojos, y enhestando los cuernos, continuo así:

«Hace muchos años vine yo acompañando a mi padre en un viaje que hizo por este país para visitar sus posesiones; y como fijamos nuestra habitación en la caverna de que os hablo, tuve proporción de conocer los misterios que encierra. Según una tradición de nuestra familia, que me refirió mi abuelo siendo yo muy niño, dichas armas pertenecían a un mágico moro, el cual habiéndose refugiado en la caverna cuando los cristianos tomaron a Toledo, murió en ella, y dejo su caballo y armadura bajo el influjo de un encanto, que no permitía pudiesen servir a otro que un musulmán; y aun a este solo desde el amanecer hasta el mediodía. Pero cualquiera que haga uso de ellas en este intervalo, está seguro de triunfar de todos sus enemigos.

— ¡Basta! exclamó el príncipe, busquemos al momento esa caverna.»

Guiado por su sabio Mentor hallo Ahmed la caverna, que era una de aquellas guaridas salvajes que se encuentran en medio de los escarpados montes de Toledo; y a la verdad, solo el ojo de un anticuario o de un búho pudiera descubrir la entrada. Una lámpara sepulcral, en donde ardía sin consumirse un aceite odorífero, bañaba de pálida luz aquel misterioso retiro. Sobre una mesa, colocada en el centro de la gruta, yacía la armadura encantada, y a su lado se veía el corcel árabe enjaezado como para el combate, pero inmoble como una estatua. Las armas estaban tan tersas y brillantes como cuando salieron de las manos del artífice; el caballo fresco y lozano como si acabase de pacer en el campo; y en el momento en que Ahmed le dio una palmada en el cuello, empezó a herir la tierra con la mano, y dio un relincho de alegría que estremeció toda la caverna. Provisto de armas y caballo, ya no sintió el príncipe otro afecto que la impaciencia de entrar en liza con sus rivales.

Llego en fin el día fatal. El palenque para el torneo se dispuso en la vega o llanura que se extiende al pie de las murallas de Toledo; y a su rededor se levantaron anfiteatros y galerías para los espectadores, cubriéndolos de ricas tapicerías y toldos de seda que los defendían de los rayos del sol. Ocupaban las galerías todas las hermosas del contorno; y véanse al pie de ellas mil bizarros caballeros, que se paseaban por el circo con gentil continente, cubiertos de ricas armas y capacetes, en donde flotaban vistosos penachos de plumas. Pero todas las bellezas quedaron eclipsadas cuando apareció en el pabellón real la princesa Alegando, mostrándose por primera vez a los ojos de una multitud de admiradores: en todas las gradas, en todos los pabellones, en todo el campo se levantó al momento un murmullo de placer y sorpresa; y los príncipes, que solo aspiraban a su mano atraídos por la nombradía de su belleza, sintieron que se redoblaba extraordinariamente su ansia de combatir.

Mas la princesa se mostraba inquieta, y ora pálida, ora con el color encendido, tendía la vista por la multitud, y sus miradas indicaban temor y disgusto. Ya los clarines iban a dar la señal para el primer combate, cuando anuncio un heraldo la llegada de un caballero extranjero, y entro en la liza el príncipe Ahmed. Llevaba sobre el turbante un almete de acero, guarnecido de piedras preciosas; la coraza era dorada; la cimitarra y el puñal, fabricados en Fez, centelleaban rebutidos de diamantes; embrazaba un escudo redondo, y llevaba la lanza encantada. El caparazón del caballo árabe estaba ricamente bordado y colgaba hasta el suelo, y el fogoso bruto hacía graciosas corbetas, arrojaba humo por las narices, y daba alegres relinchos al verse de nuevo en un campo de batalla. El noble ademan y gallardo talle del príncipe Ahmed cautivaron la atención general; y cuando fue anunciado bajo el nombre del Peregrino de amor, todas las damas de las galerías experimentaron una agitación extraordinaria.

Entre tanto, al presentarse Ahmed para entrar en la liza, le fue cerrada la barrera; porque para ser admitido al combate era indispensable ser príncipe. Declaro su nombre y su rango; pero fue mucho peor, porque siendo mahometano no podía tomar parte en un torneo, cuyo premio era la mano de una princesa cristiana.

Rodearon le con ademan altivo y amenazador los príncipes sus competidores; y uno de ellos, notable por sus insolentes maneras y talla hercúlea, quiso poner en ridículo el tierno renombre de peregrino de amor. Ofendido el príncipe desafío lleno de furia a su rival: volvieron las riendas, tomaron campo y corrieron impetuosos a encontrarse; mas al primer bote de la lanza mágica, el indiscreto bufón, a pesar de su enorme estatura y fuerza prodigiosa, salto de la silla. Hubiera querido Ahmed detenerse aquí, mas las había con un caballo endemoniado y con unas armas encantadas, que nada era capaz de contener una vez puestas en acción. El corcel se lanzó sobre el grupo mas cerrado, y la lanza se llevaba por delante todo lo que encontraba. El amable y pacífico príncipe, hendiendo con violencia por entre la asombrada multitud, y cubriendo la arena de caballeros vencidos, sin distinción de clases, de valor o de destreza, se lastimaba el mismo de sus involuntarias hazañas. Pateaba el rey de coraje, y al ver tan mal parados a sus vasallos y a sus huéspedes, mando a los guardias que se apoderasen del que así se atrevía a ultrajarle; mas los guardias quedaban fuera de combate luego que se acercaban al príncipe. Mesabas el rey su larga barba, y tomando el escudo y la lanza, salto el mismo a la arena para imponer al extranjero con la majestad real. Más en aquel momento llegaba el sol al meridiano: el encanto recobraba su influjo, y el caballo árabe se lanzó en la llanura, salto la barrera, se arrojó en el Tajo, rompió nadando sus espumosas olas, y llevo al príncipe sin aliento y desesperado a la caverna mágica. Sobrado feliz Ahmed al apearse sano y salvo del diabólico bridón, volvió a dejar las armas y se sometió a los nuevos decretos del destino. Sentado en la gruta reflexionaba sobre las desgracias que aquel caballo y aquellas armas le habían atraído. ¿Cómo había de atreverse a presentarse en Toledo después de haber llenado de vergüenza a sus caballeros de un modo tan ignominioso? ¿Qué dirían, señaladamente la princesa, de una conducta tan insultante y grosera? Lleno de ansiedad envió a caza de noticias a sus dos confidentes alados. El papagayo corrió todas las encrucijadas y plazas públicas de Toledo, y volvió muy pronto con abundante provisión de chismes. Toda la ciudad estaba consternada: a la princesa se la habían llevado sin sentido del pabellón; el torneo se había concluido con el mayor desorden; todos hablaban de la repentina aparición, de las prodigiosas hazañas, y de la desaparición todavía mas prodigiosa del caballero musulmán: quien decía que era sin duda algún moro mágico; quien opinaba que no podía ser otro sino un demonio en figura humana; al paso que muchos, recordando las tradiciones de los guerreros que permanecían encantados en las cavernas de los montes, suponían que podía ser alguno de ellos que hubiese hecho esta irrupción desde el centro de su guarida. Por lo demás todos convenían en que un simple mortal no hubiera podido ejecutar aquellos hechos extraordinarios, ni arrancar tan fácilmente de las sillas a la flor de los caballeros cristianos.

Luego que cerro la noche salió también el búho a dar su vuelta, y a favor de la oscuridad corrió todo el pueblo, posándose en los tejados y en las chimeneas. Dirigió en fin el vuelo al palacio real, construido en la cumbre del monte de Toledo, recorrió los terraplenes y las almenas; y husmeando por todos los rincones, y aplicando sus espantados ojos a todas las ventanas en donde distinguía luz; hizo también desmayar de miedo a dos o tres doncellas de la princesa, y continuo sus investigaciones hasta el amanecer, a cuya hora se fue a buscar al príncipe, y le participo todo lo que había descubierto en su expedición.

 

«Volando, le dijo, por delante de una de las torres mas elevadas del palacio, descubrí desde una ventana a la hermosa princesa, que tendida en su lecho y rodeada de médicos y de mujeres, no quería tomar nada de lo que la daban para aliviarla. Cuando se salieron, vi que sacaba de su seno una carta, la leía la besaba y prorrumpía en amargos lamentos, de que yo, como filósofo, no hice ningún caso.»

El tierno corazón de Ahmed quedo oprimido bajo el peso de tan tristes noticias: «Tú tenías razón, exclamaba, sabio Eben Bonabben; la tristeza, los cuidados, días de tribulación y noches de vigilia son el patrimonio de los amantes: ¡Allah preserve a la princesa del funesto influjo de este amor, que tanto desee conocer en mi delirio!»

Las nuevas noticias que el príncipe recibió de Toledo confirmaron la relación del búho: toda la ciudad estaba consternada; habían encerrado a la princesa en la torre más alta del palacio, y guardaban se con la mayor vigilancia todas las avenidas. Entre tanto se había apoderado de ella una melancolía profunda, cuya causa no podía nadie penetrar: negabas a tomar alimento, y cerraba los oídos a todo consuelo. En vano habían ensayado los médicos más hábiles todos los recursos del arte, en términos que al fin llego a creerse que estaba bajo el dominio de algún sortilegio. En situación tan lastimera mando el rey publicar por todo el reino, que cualquiera que lograse curar a la princesa, recibiría en premio la joya mas rica de su tesoro.

Cuando oyó el búho esta noticia desde un rincón de la caverna en donde estaba dormitando, volvió alternativamente sus grandes ojos a uno y otro lado, y tomando un aspecto más misterioso que nunca:

« ¡Allah albar! dijo, dichoso el que pueda efectuar esta curación, si sabe únicamente cuál de las joyas de la corona debe elegir.

— ¿Y qué idea es la vuestra, o venerable búho? pregunto el príncipe.

—Estadme atento, o príncipe, y veréis el termino adonde se dirige lo que acabo de deciros. Nosotros los búhos formamos, como ya sabéis, un cuerpo sabio, dedicado principalmente a investigaciones oscuras y polvorientas: pues ahora bien: en mi última excursión nocturna a las torres y chapiteles de Toledo, descubrí una academia de búhos anticuarios, que celebra sus sesiones en la gran torre, donde se halla depositado el tesoro real. Reunidos allí aquellos sabios, disertan largamente acerca de las formas, inscripciones y objetos de las antiguas alhajas, y vasos de oro y plata que se hallan amontonados en aquella pieza; sobre los usos de los diferentes pueblos y edades; pero lo que principalmente los ocupa, son ciertas antiguallas y talismanes que se conservan allí desde el tiempo del rey godo D. Rodrigo. Entre estos últimos objetos existe un cofre de madera de sándalo, precintado con barras de hierro a la manera oriental, y cubierto de caracteres misteriosos, conocidos únicamente por algunas personas doctas. Este cofre y su inscripción han sido el objeto de muchas sesiones de la academia, y ocasionado grandes debates entre sus miembros; y en el momento de mi visita, puesto a una esquina del cofre un búho muy viejo que acababa de llegar de Egipto, estaba leyendo las palabras escritas sobre la cubierta; y ateniéndose a su sentido, probo que el cofre contenía la alfombra de seda que cubría el trono del sabio Salomón: cuya alhaja debieron de traer a Toledo los judíos que se refugiaron aquí cuando la perdida de Jerusalén.»

Luego que termino el búho su erudito discurso, quedo el príncipe como sumergido en profundas meditaciones; y al cabo de breves momentos dijo dirigiéndose a sus compañeros:

«Mas de una vez he oído hablar al sabio Eben Bonabben de las propiedades de ese talismán, que habiendo desaparecido en la destrucción de Jerusalén, se creía ya perdido para el género humano. Su existencia es sin duda un misterio para los cristianos de Toledo; y si yo pudiese apoderarme de ese cofre, era cierta mi felicidad.»

Desde el día siguiente troco el príncipe sus ricas vestiduras por el humilde traje de un árabe del desierto, se pintó el rostro y las manos de color cobrizo, y quedo tal que nadie hubiera conocido en el al gallardo caballero que causara tanta admiración y espanto en el torneo. Con un palo en la mano, una canasta al lado y una flauta campestre se dirigió a Toledo, y presentándose a las puertas de palacio, se anunció como un aspirante a la recompensa prometida por la curación de la princesa. Los guardias querían arrojarle ignominiosamente. « ¡Como! decían, ¿un beduino miserable podría hacer lo que han intentado en vano los primeros sabios?» Mas el rey, oído el alboroto y preguntada la causa, mando que le presentasen aquel hombre.

«Poderoso rey, dijo Ahmed, tenéis en vuestra presencia a un árabe beduino, que ha pasado la mayor parte de su vida en las soledades del desierto. Notorio es que estas se hallan infestadas de toda suerte de demonios y espíritus malignos, que nos atormentan a los pobres pastores, cuando apacentamos nuestros ganados lejos de los pueblos; se entran en los cuerpos de las reses, y algunas veces comunican fiereza hasta al paciente camello. Para deshacer estos sortilegios, no empleamos otros medios que la música; y ciertas tonadas que se han trasmitido de generación en generación, ora cantadas, ora tocadas con el caramillo, tienen la virtud de ahuyentar aquellos malos espíritus. Yo pues pertenezco por dicha a una familia eminentemente dotada de esta virtud maravillosa contra los hechizos y sortilegios; la poseo en toda su plenitud; y si el estado lastimoso en que parece se halla vuestra hija es ocasionado por alguna influencia maligna de este género, me obligo desde luego a libertarla, y respondo de su salud con mi cabeza.»

Era el rey un hombre de muy buen juicio; conocía los secretos de los árabes de que el beduino acababa de hablarle, y habiéndole inspirado la mayor confianza la franqueza con que este pastor se explicaba, le condujo al gabinete de la princesa, cuyas ventanas daban a una especie de galería, desde donde se descubría toda la ciudad de Toledo con las campiñas circunvecinas.

Sentase el príncipe en una silla que se había colocado en la galería, y toco algunas tonadas árabes que había aprendido de sus criados en el Generalife. La princesa permaneció insensible, y los médicos que se hallaban allí meneaban la cabeza y se sonreían con semblante de incredulidad y menosprecio. En fin, el príncipe dejo el caramillo, y se puso a cantar los versos que envió a la princesa declarándola su amor.

La hermosa doncella reconoció al momento las estancias, apoderase de su corazón una alegría repentina, levanto la cabeza, escucho; arrasaron se dé lagrimas sus ojos, palpitaba su seno, y tíñasele de púrpura el semblante. Bien hubiera pedido que hiciesen entrar al músico; pero el tímido pudor de una virgen no la dejaba hablar. Comprendió el rey su deseo, y mando al momento que entrase el cantor. Vieron se los dos amantes y fueron discretos, pues se contentaron con dirigirse mutuamente algunas tiernas miradas que decían mucho mas que largos discursos. Nunca se vio triunfo mas completo: las rosas aparecieron de nuevo en las mejillas de la encantadora Alegando; sus labios recobraron su frescura, sus ojos su brillo seductor.