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100 Clásicos de la Literatura

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—¡Medrados estamos! dijo para sí el sabio preceptor, meneando la despoblada cabeza. ¡Adiós filosofía! el príncipe ha descubierto que hay corazón.» Desde entonces doblo la vigilancia con que celaba todos los pasos y acciones de su alumno, y no tardo en conocer que su propensión natural a la terneza se había ya desarrollado, y solo necesitaba un objeto para acabar de manifestarse. Veíasele con frecuencia discurriendo sin dirección por los jardines embebecido en una especie de enajenamiento, cuya causa ignoraba el mismo: algunas veces parecía hallarse sumergido en una ilusión deliciosa; otras tomaba un laúd, y pulsándole con blandura, le hacía producir los sonidos mas tiernos, tras lo cual solía arrojarle con despecho lejos de sí, suspirando y prorrumpiendo en exclamaciones apasionadas.

Esta disposición al amor la manifestaba hasta con los objetos inanimados: tenia algunas flores favoritas, a las que prodigaba las atenciones mas asiduas; tomo cariño a muchos árboles, y uno en particular le inspiro la mas viva pasión por su graciosa forma y delicado ramaje, que se inclinaba al suelo blandamente. Esculpía su nombre en la corteza, adornaba sus ramas con guirnaldas, y acompañandose con el laúd, cantaba coplas en su alabanza.

El sabio Eben Bonabben entro en graves temores al observar en su alumno estos síntomas de excitación: véale al umbral de la ciencia vedada, el menor indicio bastaba ya para descubrirle el secreto fatal. Temblando pues por la seguridad del príncipe y por su propia cabeza, se apresuró a alejarle de las seducciones del jardín, y con este objeto le confino en la torre más alta del Generalife. Contenía esta magníficas habitaciones, desde donde descubría la vista un horizonte inmenso; pero su elevación la separaba de aquella atmosfera embalsamada, de aquellos bosquecillos risueños, tan peligrosos para el sobrado sensible Ahmed.

Mas era necesario conciliar al príncipe con esta medida violenta, y procurarle alguna distracción que le hiciese mas llevadera su soledad. Había ya apurado todos los estudios amenos, y no podía hablársele de algebra ni de nada que se le pareciese; mas por fortuna Eben Bonabben se acordó de que en otro tiempo había aprendido en Egipto la lengua de los pájaros, la cual le enseñara un rabino judío, que la había heredado directamente del sabio Salomón. Al solo nombre de esta ciencia brillaron de alegría los ojos del príncipe, el cual se aplicó a su estudio con tal tesón, que en poco tiempo se halló tan versado en ella como su mismo maestro.

La torre del Generalife dejo desde entonces de ser una soledad para Ahmed, pues este tenía a toda hora con quien hablar. Su primer conocimiento de vecindad fue el de un gavilán, que tenía su guarida en una hendidura de las almenas, desde cuya elevación se lanzaba sobre la presa que a lo lejos descubría. Mas el príncipe hallo poco agradable la amistad de este pájaro: verdadero pirata del aire, su conversación se componía únicamente de fanfarronadas sobre sus rapiñas, su valor y sus hazañas.

Mas adelante se relacionó Ahmed con un búho de aspecto grave y presumido, cabeza voluminosa y ojos redondos y espantados. Este pasaba todo el día dormitando en un agujero de la muralla, de donde no salía hasta la noche: picabase de sabio; de cuando en cuando dejaba escapar algunas voces campanudas sobre la astrología; hablaba de la luna, y daba a entender que no era del todo extraño a las ciencias ocultas; mas estaba furiosamente apasionado a la metafísica, y sus disertaciones eran aun mas intolerables que las del sabio Eben Bonabben.

Algunas veces también solía el príncipe comunicar con un murciélago, que pasaba el día pegado a la pared en un rincón oscuro de la bóveda, y solo salía al anochecer para dar algunos paseos, por decirlo así, con chinelas y gorro de dormir. Esta ave no tenía tampoco sino ideas superficiales de todo, se mofaba de las cosas que ignoraba, o de que solo había adquirido conocimientos imperfectos, y no hallaba placer en nada.

Completaba la plumífera sociedad una golondrina, con quien el príncipe trabo al principio estrechas relaciones: era una habladora eterna, pero muy picotera y quisquillosa; y como nunca paraba en un punto, se hacía imposible tener con ella una conversación seguida.

Tales eran los únicos compañeros con quienes podía el príncipe ejercitar la nueva ciencia, que había adquirido; porque la torre estaba demasiado elevada para que pudiesen frecuentarla otras aves. Cansose pronto de sus nuevos conocimientos, cuya conversación, poco interesante para su espíritu, no decía nada a su corazón, y poco a poco volvió a caer en su primera melancolía. Pasó el invierno, y volvió la primavera con su sequito de flores y verdura, y su dulce y balsámico aliento; llego el tiempo dichoso en que las aves vuelan de dos en dos a labrar sus nidos en la enramada. De repente, cual si correspondieran a una señal convenida, se levantó de las florestas del Generalife un concierto de dulce melodía, y llego hasta los oídos del príncipe en la elevada soledad de su torre. Todas las voces cantaban el mismo tema: Amor, amor, amor: esto era lo que se oía proferir en todos los tonos. Escuchaba el príncipe en silencio perplejo y sobresaltado: «¿Que será este amor, discurría, que parece ocupar al mundo entero, al paso que a mí me es absolutamente desconocido?» Quiso tomar algunas noticias por medio de su amigo el gavilan; mas este bribón le respondió con tono de burla: «Dirigíos a las pacíficas y vulgares aves de la tierra, destinadas a servirnos de pasto a nosotros los príncipes del aire; ellas podrán satisfacer vuestras preguntas: por lo que a mí hace, no conozco mas oficio que la guerra, ni otras delicias que los combates; en una palabra, soy un guerrero e ignoro de todo punto lo que es amor.»

El príncipe se apartó del disgustado, y se fue a buscar al búho que estaba escondido en su retiro. «Este, decía, es un pájaro sensato y reflexivo, que sin duda podrá darme las noticias que necesito.» Con efecto, suplico al búho que le dijese que venía a ser el amor que cantaban en aquel momento todas las aves de las florestas inmediatas a la torre.

A esta pregunta se manifestó el búho sorprendido e incomodado. «Mis noches, contesto con cierto aire de dignidad ofendida, están consagradas a las investigaciones científicas, y mis días a rumiar en mi retiro todas las especies que he recogido en mis viajes. Por lo que hace a esas aves vocingleras de que me habláis, jamás me he cuidado de escucharlas; porque las desprecio a ellas y a los objetos de sus necias canciones. Yo no canto, loado sea Allah; soy un filósofo e ignoro de todo punto lo que es amor.»

Oída esta respuesta, se trasladó el príncipe al rincón, en donde su amigo el murciélago estaba colgado de las patas, y despertándole, le dirigió la misma pregunta. El murciélago, frunciendo el hocico, puso un gesto el mas ceñudo y emperrado, y le respondió regañando. «¿A qué venís ahora a interrumpir de este modo mi sueño de la mañana para hacerme una pregunta necia? Yo no salgo sino al anochecer cuando se hallan durmiendo todas las demás aves, y nunca me mezclo en sus negocios. A Dios gracias, no pertenezco a las aves ni a los cuadrúpedos; he descubierto los vicios de unos y otros, y los aborrezco a todos igualmente. En una palabra, soy misántropo e ignoro de todo punto lo que es amor.»

En último recurso acudió el príncipe a la golondrina, y la detuvo a la que pasaba en uno de sus círculos por lo mas elevado de la torre.

La golondrina, según su costumbre, andaba muy atrafagada, y apenas se detuvo el tiempo preciso para contestar: «Os aseguro sobre mi palabra, le dijo, que como tengo que acudir a tantas cosas de interés general, no me he detenido jamás a pensar en el objeto de que me habláis. Todos los días tengo cien visitas que hacer, y otros tantos negocios importantes que examinar, los cuales no me dejan tiempo para ocuparme en los frívolos objetos de las canciones que se oyen en derredor de los nidos. En una palabra, soy cosmopolita e ignoro de todo punto lo que es amor.»

Quedo Ahmed en la misma duda, y su curiosidad se aumentó todavía con la dificultad de satisfacerla. Hallándose un día discurriendo sobre este objeto misterioso, entro en la torre su anciano preceptor, y viéndole el príncipe corrió luego a su encuentro, y le dijo con el mayor interés: «¡O sabio Eben Bonabben! tú me has revelado una gran parte de la sabiduría de la tierra; mas hay una cosa que ignoro absolutamente, y en la que tengo vivos deseos de instruirme.

—Diríjame mi príncipe las cuestiones que quiera, y toda la inteligencia de su siervo está a sus órdenes.

—Dime pues, o el mas profundo de los filósofos, ¿cuál es la naturaleza de esa cosa que se llama amor?»

El sabio Eben Bonabben quedo tan asombrado como si hubiese caído un rayo a sus pies; tembló, perdió el color, y le pareció que la cabeza le bamboleaba ya sobre los hombros.

«¿Y quién ha podido sugerir a mi príncipe semejante pregunta? ¿En dónde ha aprendido esa palabra vana?»

El príncipe, llevando a su preceptor a la ventana: «Escucha, le dijo, Eben Bonabben.» Escucho el sabio, y oyó el dulce canto de un ruiseñor, que escondido en un bosquecillo que estaba al pie de la torre, dirigía tiernas querellas a su amada: de todos los rosales, de todas las ramas floridas salían trinos melodiosos, que expresaban el mismo pensamiento: Amor, amor, amor, era el tema de todos los cantos.

« ¡Allah albar! ¡Dios es grande! exclamó el sabio Bonabben; ¿quién será osado a ocultar al hombre este secreto, cuando las mismas aves del aire conspiran a revelárselo?»

Entonces volviéndose a Ahmed: « ¡O príncipe mío! le dijo juntando las manos, cierra los oídos a esos cantos peligrosos; huye de tan nocivo conocimiento. Sabe que la mitad de los males que afligen a la humanidad no reconocen otra causa que ese funesto amor: él es el que fomenta la discordia y el rencor entre los hermanos y los amigos; el enciende la guerra, el escita a la traición. Los cuidados, la tristeza, los días inquietos, las noches sin sueño; he aquí sus efectos. Marchita la flor, destruye la alegría de la juventud, y lleva consigo los males y los pesares de una vejez prematura. Consérvate Allah, o príncipe mío, en la feliz y total ignorancia de esa cosa que se llama amor.»

 

Dichas estas palabras se salió el sabio Bonabben, dejando al príncipe en una perplejidad mas profunda aun que la que le mortificaba antes de hablarle. En vano procuraba separar de su imaginación este objeto que absorbía todas sus ideas: a pesar suyo le ocupaba continuamente, y su espíritu se fatigaba y se perdía en vanas conjeturas. «Seguramente, decía prestando oídos a las dulces canciones de las aves, estos acentos no tienen nada de tristes, y antes bien, parece que solo expresan placer y ternura. Si el amor causa tantas desgracias y enemistades, ¿en qué consiste que estas aves no están todas gimiendo en la soledad, o bien despedazándose unas a otras, en vez de revolotear alegremente por las selvas, y juguetear bulliciosas entre las flores?»

Cierta mañana, tendida blandamente en su lecho, discurría entre sí sobre este misterio inexplicable. Abierta la ventana, penetraba por ella el fresco vientecillo, que después de empaparse en el suave aroma de los azahares que florecen a la orilla del Darro, subía a recrear los sentidos del príncipe; oíase a lo lejos la voz del ruiseñor que repetía su tema acostumbrado, y cuando el príncipe le escuchaba suspirando, oyó cerca de sí el ruido de las alas de un ave. Perseguido por el gavilan un hermoso palomo, se entró en su aposento y cayo palpitando en el suelo; y el gavilan, viéndose privado de la presa, dirigió el vuelo hacía los montes.

Levanto el príncipe al pobre palomo que estaba medio muerto, le beso y le abrigo en su seno. Luego que lo hubo tranquilizado con sus caricias, le puso en una jaula de oro, y le presento con sus propias manos trigo del más puro y agua cristalina. El ave sin embargo se negaba a tomar alimento, y permanecía con la cabeza caída, lamentándose con tono lastimero.

«¿De qué te afliges? decía Ahmed, ¿no tienes todo lo que puede desear tu corazón?

— ¡Ah! no, replico el palomo; ¿por ventura no estoy separado de mi amada compañera, y precisamente en la época feliz de la primavera, en la estación hermosa de los amores?

— ¡De los amores! replico Ahmed, ¡ah! yo te lo suplico, ave graciosa, ¿podrías decirme lo que es amor?

— ¡Ay príncipe mío! ¡Demasiado! El amor hace el tormento de uno, la felicidad de dos, y se convierte en una fuente de enemistades y desgracias si llegan a ser tres. Es un encanto poderoso que atrae mutuamente a dos seres, y los une con la mas dulce simpatía; los hace dichosos si están unidos; pero muy dignos de lastima cuando se hallan separados. Mas ¿acaso no existe ningún ser con quien os haya unido un afecto tierno?

—Sí, yo amo a mi anciano preceptor Eben Bonabben más que a ningún otro ser conocido; pero sin embargo suele parecerme fastidioso, y algunas veces me creo más feliz en su ausencia que en su compañía.

—No trato yo de esa clase de afecto: hablo del amor, del gran misterio y principio de la vida, de la felicidad inefable de la juventud y delicia tranquila de la edad madura. Mira en torno de tú, príncipe mío, y veras como todo respira amor en esta deliciosa estación: de cuantas criaturas existen, no hay una que no tenga su compañera; el mas pequeño pajarillo canta para agradar a su amada; el insecto, que apenas se distingue sobre la yerba, busca también a su querida, y esas mariposas que suben volando hasta por encima de la torre, y vagan jugueteando por el aire, son felices por su mutua ternura. ¡Ah príncipe mío! ¿Será posible que hayas perdido los días más preciosos de tu juventud sin conocer el amor? ¿Ningún ser de sexo diferente, ninguna hermosa princesa, ninguna joven agraciada ha cautivado tu corazón, y hecho nacer en tu seno una dulce inquietud, un conjunto agradable de penas y deseos?

—Ya empiezo a comprenderte, dijo el príncipe suspirando; más de una vez he experimentado una inquietud semejante a la que me dices sin adivinar la causa. Mas reducido a esta espantosa soledad, ¿dónde podre hallar un objeto tal como tú le pintas?»

La conversación continua aun por algún tiempo sobre el mismo objeto, y la primera lección que recibió el príncipe fue completa.

« ¡Ay! exclamó después, si el amor es una felicidad tan grande, y tanta pena causa la ausencia del objeto amado, ¡no permita Allah que yo turbe la alegría de dos amantes!»

Dicho esto abrió la jaula, saco el aplomo y le dejo sobre la ventana. «Ve, dijo, ave dichosa, goza con la amada de tu corazón los hermosos días de la juventud y la deliciosa estación de la primavera. ¿Con que razón había yo de retenerte en este triste encierro, adonde jamás podrá penetrar el amor?»

Vatio el ave las alas en señal de contento, formo un círculo en el aire, y voló como una flecha hacía los floridos bosquecillos del Darro.

Siguiera Ahmed con los ojos hasta perderla de vista, y quedo sumergido en la mas profunda tristeza. El canto de las aves que tanto le complacía pocos momentos antes, redoblaba ahora sus penas ¡Amor, amor, amor! ¡Ah pobre joven! Entonces conoció el significado de este tema tan repetido.

La primera vez que vio al sabio Bonabben después de esta conversación, le dirigió una mirada de resentimiento. « ¿Por qué me has dejado en tan crasa ignorancia? le dijo encolerizado. ¿Por qué me ha de ser desconocido el gran misterio, el principio de la vida que está al alcance del más humilde insecto? La naturaleza entera se entrega en este momento a los mas dulces placeres; todas las criaturas se gozan con una compañera, y ve ahí precisamente ese amor que yo quería conocer. ¿Porque he de ser yo el único que se halle privado de sus delicias? ¿Porque he de haber pasado los días mas floridos de mi juventud, sin conocer la felicidad que puede proporcionar?»

El sabio Bonabben conoció sobradamente que ya era inútil toda reserva, puesto que el príncipe había adquirido la ciencia prohibida. Le revelo pues las predicciones de los astrólogos; y le entero de las precauciones que se habían tomado en su educación para conjurar la tempestad que le amenazaba.

«Ahora, príncipe mío, añadió, tenéis mi vida en vuestras manos. Si el rey vuestro padre llega a entender que bajo mi vigilancia habéis aprendido lo que es amor, perezco sin remedio; porque respondí con mi cabeza de vuestra completa ignorancia en esta materia.»

Era el príncipe más razonable de lo que pudiera esperarse de un joven de su edad, y así escucho las reflexiones de su preceptor con tanta mayor deferencia, cuanto que nada le hablaba contra ellas. Por otra parte Ahmed profesaba un verdadero afecto al sabio Bonabben, y como solo conocía la teórica del amor, consintió fácilmente en encerrar en su seno todas las noticias que sobre este objeto acababa de adquirir, antes que poner en peligro la cabeza del filósofo.

Su discreción empero tuvo que sufrir muy pronto una prueba más fuerte. Algunos días después, hallándose engolfado en tristes imaginaciones junto a las almenas de la torre, apareció en los aires el palomo a quien había restituido la libertad, y abatiendo el vuelo, se le puso sobre el hombro con singular familiaridad.

Cogiere el príncipe, y estrechándole contra su corazón: « ¡Ave dichosa, exclamó, que puedes volar con la rapidez de la luz de la mañana de un extremo a otro de la tierra! ¿Que país has visitado después que no nos hemos visto?

—Vengo, o príncipe, de una región muy distante; y en recompensa de la libertad que os debo, os traigo las más alegres nuevas. En mi remontado vuelo puedo cernerme sobre una altura prodigiosa, y dominar una extensión inmensa de país. Cierto día pues descubrí bajo de mí un jardín delicioso, lleno de toda suerte de frutas y flores: un límpido arroyuelo corría serpenteando por entre las flores, que esmaltaban una frondosa pradera; y en el centro del jardín se levantaba un magnífico palacio. Póseme sobre un árbol para descansar, y junto al arroyuelo que pasaba bañando el tronco, descubrí una princesa en todo el brillo de la primera juventud, rodeada de doncellas de su misma edad, que la adornaban con guirnaldas de flores tan frescas como ella, pero no con mucho tan hermosas. Tantos hechizos sin embargo florecían en aquella soledad ocultos a los ojos de todos; porque el jardín se hallaba cercado de murallas altísimas, y nadie podía penetrar en él. A la vista de una tierna joven tan llena de atractivos, a quien su separación del mundo ha conservado toda la inocencia de la edad infantil, he discurrido que esta era la que el cielo tenia destinada para inspirar amor a mi querido Ahmed.»

Esta descripción se grabó con caracteres de fuego en el corazón sobrado sensible de Ahmed. La vaga ternura que comprimía en su seno hacía tanto tiempo, hallaba en fin un objeto en que fijarse, y la pasión que concibió por la princesa, se enuncio desde su nacimiento con la mayor violencia. Escribió una carta, en la que con las frases mas apasionadas expresaba el ardiente amor y tierno cariño que ya profesaba a la bella desconocida; lastimándose del cautiverio que le impedía arrojarse a sus pies. A este amoroso billete añadió algunas estancias, en las que la verdad de los afectos iba unida a la delicadeza de las palabras; porque además de que el príncipe era naturalmente poeta, en este momento le inspiraba el amor. La carta iba dirigida A la bella desconocida: del príncipe cautivo Ahmed. Y después de haberla perfumado con almizcle y esencia de rosas, se la entregó al palomo.

«Parte, dijo, o el mas fiel de los mensajeros, salva los montes y los valles, y no te detengas en ninguna floresta, hasta haber entregado esta carta a la señora de mi corazón.»

Remontase el palomo hasta una altura prodigiosa, y en seguida dirigió el vuelo en línea recta. Siguiere el príncipe largo rato con la vista, ya no le distinguía sino como un punto casi imperceptible, y al fin se ocultó enteramente detrás de una montaña.

Contaba Ahmed con impaciencia los días que se siguieron a la partida de su mensajero, y cada mañana se prometía verle antes de la noche; mas esperaba en vano. Ya comenzaba a acusarle de ingratitud, cuando a la caída de una hermosa tarde, vio al fiel palomo que llego volando a su habitación y cayó muerto a sus pies. La flecha cruel de algún desapiadado cazador había atravesado su pecho, y la pobre avecilla empleo toda la fuerza y vida que le quedaban en llegar al término de su viaje y dejar cumplida su misión.

Inclinase el príncipe lloroso sobre el cuerpo inanimado de aquel mártir de la fidelidad, cuando noto alrededor de su cuello una cadena de perlas, de la que pendía un retrato que estaba oculto bajo el ala, y representaba sobre esmalte una hermosa princesa en la flor de su edad. Esta era sin duda la bella desconocida del jardín; más ¿quién era? ¿En dónde estaba? ¿Habría recibido la carta y le enviaba en cambio aquel retrato, como prenda de correspondencia?

Todo esto quedaba desgraciadamente envuelto en la duda y en la oscuridad con la lastimera muerte del palomo.

Contemplaba el príncipe la miniatura, y arrasaban se dé lagrimas sus ojos. Estrecha bala contra su corazón y contra sus labios, pasaba horas enteras mirándola sumergido en una tierna agonía. «Bella imagen, decía, ¡ah! no eres mas que una imagen; empero tus ojos cristalinos se fijan en mí con ternura; tus labios de rosa parece se abren para consolar mi pena.... ¡Vanos delirios! Esos hermosos ojos, esa boca adorable, tal vez habrán hablado un lenguaje tan dulce a un rival más feliz. Pero ¿en dónde podría yo hallar el original de esta copia divina? ¿Quién sabe cuántos reinos y montes nos separan, ni que acontecimientos podrán impedir nuestra unión? Acaso en este momento la colma de atenciones y obsequios una turba de admiradores, y yo triste, prisionero en mi torre, paso mis amargos días adorando una sombra.»

El príncipe tomo de repente una resolución extraordinaria. «Huiré, dijo, de este palacio, o mas bien de esta prisión odiosa, y peregrino de amor, buscare por todo el mundo a la desconocida princesa que reina en mi corazón.»

Era inútil pensar en huir durante el día; mas la guarda del palacio estaba bastante descuidada por la noche, en razón de que no se temía ninguna tentativa de este género de parte del príncipe, que siempre había llevado con paciencia su cautiverio. Con todo eso Ahmed no sabía cómo conducirse para efectuar una fuga nocturna por un país que le era absolutamente desconocido; pero discurriendo que el búho, como acostumbrado a pasearse durante la noche, debía conocer todos los caminos escusados de las inmediaciones, pasó a su retiro para consultarle. Puso el búho un semblante grave, y dándose grande importancia, contesto en estos términos al príncipe Ahmed: «Habéis de saber, o príncipe, que nosotros los búhos pertenecemos a una familia muy antigua y numerosa, que aunque algo decaída tiene todavía mucho poder. En todos los puntos de España poseemos castillos y palacios; y puedo aseguraros con verdad que me sería imposible hallar una torre, una ciudadela, un edificio cualquiera, tanto en las ciudades como en los campos, en donde no esté seguro de encontrar un hermano, un tío o un primo. Además, haciendo mi vuelta de visitas de parentela, he cruzado el país en todas direcciones, y conozco los sitios mas ocultos.» Lleno el príncipe de júbilo al encontrar al búho tan profundamente versado en la topografía le confió el secreto de su amor y su proyecto de fuga, y le suplico tuviese a bien servirle de guía y consejero.

 

« ¡Como! respondió el búho algo picado, ¿he nacido yo acaso para mezclarme en intrigas de amor? ¿Yo que tengo consagrado todo mi tiempo a la meditación y a la luna?

—Sosegaos, augusto búho, repuso el príncipe, y dignaos de salir por un instante de vuestras meditaciones y de la luna para auxiliar mi fuga, y yo os concederé en cambio todo lo que acertéis a pedirme.

—Yo poseo todo lo que deseo, replico el búho: algunos ratones bastan para la provisión de mi frugal mesa, y este agujero es harto capaz para poder meditar. ¿Qué más necesita un filósofo?

—Considera sin embargo, sapientísimo búho, que entre tanto que tú meditas y miras a la luna en tu retiro, tus talentos son perdidos para el mundo. Yo seré un día soberano, y poder colocarte en algún puesto honroso, y darte alguna dignidad en donde brille y sea útil tu profunda sabiduría.»

La filosofía del búho le hacía muy superior a las necesidades de la vida; mas no le había libertado enteramente de la ambición. Rindiese pues a las ofertas del príncipe, y consintió en servirle de guía y Mentor en su peregrinación.

Los proyectos de un amante se ejecutan con mucha prontitud. Ante todo reunió el príncipe sus diamantes y demás alhajas, y las oculto entre sus vestidos como caudal para el viaje; y la noche siguiente, sirviéndole de escalera una de sus fajas, y siguiendo las indicaciones del búho, salto de la torre por un balcón de la muralla exterior, y antes de amanecer ya se hallaban en medio de los montes él y su experimentado guía.

Allí consulto con su Mentor sobre la ruta que deberían tomar.

«Yo creo, dijo el búho, que sería acertado ir a Sevilla; porque habéis de saber qué hace muchos años hice yo una visita a mi tío, un búho de ilustre abolengo, que habitaba en uno de los ángulos arruinados del alcázar: con esta ocasión hice muchas excursiones nocturnas por aquella ciudad, y habiéndome llamado La atención cierta luz que brillaba en una torre abandonada, dirigí una noche el vuelo a las almenas, y vi que aquella luz era la lámpara de un mágico árabe, a quien descubrí también en su escondrijo rodeado de los libros de su ciencia, y que tenía sobre el hombro un cuervo muy viejo que había traído consigo de Egipto. Trabe estrecha relaciones con dicho cuervo, y aprendí de él la mayor parte de los conocimientos que poseo. Después de aquella época murió el mágico; mas el cuervo habita aun la torre, porque estos pájaros son admirables por su longevidad. Yo pues, o príncipe, os aconsejaría que buscaseis a este cuervo; porque además de que es adivino y algo hechicero, profesa también la magia negra, en la que son muy celebrados los cuervos, y señaladamente los de Egipto.»

Admirado el príncipe de este consejo, se dirigió a Sevilla; mas por consideración a su compañero, caminaba únicamente durante la noche, y pasaba el día en alguna gruta oscura, o en una torre arruinada; pues el búho conocía todas estas guaridas secretas, y su afición a las ruinas era igual a la de un anticuario.

Llegaron en fin a Sevilla una mañana antes de salir el sol, y el búho, que detestaba la luz del día y el trafago de una ciudad tan populosa, se quedó fuera de los muros, y puso su cuartel en el hueco de un árbol.

Entro el príncipe en la ciudad, y no tardo a hallar la torre mágica, que descollaba por encima de las casas, no de otra manera que una palma sobre los matorrales del desierto. Dicha torre era la misma que existe hoy, y es conocida con el nombre de la Giralda. Una escalera trabajosa condujo al príncipe hasta la estancia mas elevada, en donde hallo efectivamente al cuervo cabalístico. Era este un pájaro viejo, de cabeza cana y plumaje ralo, semblante ceñudo, y una nube en el ojo izquierdo que le daba una mirada de espectro. Sostenido sobre una pata tenía la cabeza inclinada, y con el ojo que le quedaba estaba examinando un diagrama que se veía trazado en el suelo.

Llegose a él el príncipe con todo el respeto que su alta reputación y venerable aspecto debían naturalmente inspirarle: «Perdonadme, le dijo, respetable y sapientísimo cuervo, si me atrevo a distraeros por un instante de los estudios con que tenéis admirado al mundo entero. Veis en vuestra presencia a un amante que desea vivamente le indiquéis los medios de que podrá valerse para lograr el objeto de su amor.

—En otros términos, contesto el cuervo con una mirada significativa, ¿queréis que os diga la buena ventura? Enhorabuena, enseñadme la mano, y dejadme descifrar las líneas misteriosas de vuestro destino.

—Perdonad, replico el príncipe: yo no vengo aquí con objeto de conocer los decretos del destino que Allah ha querido ocultar a los ojos de los mortales; soy un peregrino de amor, y solo pido un hilo que pueda dirigirme por entre el laberinto del mundo hacía el objeto de mi peregrinación.

— ¿Y os podrán faltar objetos de esta especie en la enamorada Andalucía? dijo el viejo cuervo dirigiendo al príncipe con semblante maligno el único ojo que tenia, sobre todo en la alegre y deliciosa Sevilla, donde mil bellezas de ojos negros bailan de continuo la zambra a la fresca sombra de los floridos bosques de naranjos.»

Sonrojase el príncipe, y se escandalizo sobremanera al oír palabras tan libres en boca de un pájaro viejo, que estaba ya con un pie en la sepultura. «Creedme, le dijo con gravedad, mi objeto no es tan frívolo e innoble como parece lo suponéis. Las bellezas de ojos negros que bailan en los bosques de naranjos del Guadalquivir, no tienen atractivo alguno para mí: busco una beldad desconocida; pero inocente y pura, el original de este retrato; y vuelvo a suplicarte, muy poderoso cuervo, que si a tan lo alcanza tu ciencia, me digas en donde podre hallarla.»

La seriedad del príncipe desagrado al cuervo estantigua, el cual contesto con secatura: «Todo lo que pertenece a la juventud y a la belleza me es extraño: la vejez, la decrepitud es lo único que tiene atractivo para mí. Soy el heraldo del destino; desde lo alto de las chimeneas anuncio con mis graznidos los pronósticos de la muerte, y me agrada cernerme sobre el tejado del enfermo moribundo. Id pues, y buscad en otra parte quien os de mas señas de vuestra bella desconocida.

— ¿Y en donde buscarla sino entre los hijos de la sabiduría? Nací para reinar, y los astros que precedieron a mi nacimiento, me precisan a acometer una empresa misteriosa, de la que depende tal vez el destino de muchos imperios.»