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100 Clásicos de la Literatura

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Del patio de los Leones volvimos atrás, y cruzando de nuevo el de la Alberca, llegamos a la torre de Comares, que lleva el nombre del arquitecto que la construyo. Es fuerte, solida, de atrevida elevación, y domina todo el edificio y el lado mas escarpado de la colina, que baja rápidamente hasta la orilla del Darro. Por un cobertizo pasamos al salón inmenso que ocupa el interior de la torre, el cual era la sala de audiencia de los reyes de Granada, y se llama por esta razón la sala de los Embajadores. Todavía se descubren en el algunos vestigios de su antigua magnificencia: las paredes están adornadas de ricos arabescos de estuco; y en el techo, cimbrado de madera de cedro, que por la mucha elevación apenas se distingue, brillan los hermosos dorados y ricas tintas del pincel árabe. Por tres lados del salón hay ventanas abiertas en el inmenso espesor de las paredes, y desde sus balcones, que dan a las frondosas márgenes del Darro, y a las calles y conventos del Albaicin, se descubre a lo lejos la vega.

Bien pudiera yo describir prolijamente otras piezas elegantes como son el Tocador de la reina, que es un mirador abierto en lo mas alto de una torre, adonde solía subir la sultana a respirar la brisa refrigerante de los montes, y gozar de la vista de aquel paraíso que rodea el palacio; el pequeño patio retirado o jardín de Lindaraxa con su fuente de alabastro, sus rosales y sus bosquecillos de mirtos y limoneros; y en fin, las salas y grutas de los baños, en donde la claridad y el calor del día quedan reducidos a una luz misteriosa y una temperatura suave; mas no quiero detenerme en dar una relación circunstanciada de estos objetos, porque mi idea en este momento se limita a introducir al lector en una mansión, que si quiere podrá recorrer conmigo durante todo el curso de esta obra, hasta irse familiarizando con sus localidades.

Diferentes acueductos de construcción árabe conducen de las montañas el agua que circula en abundancia por todo el palacio, llena los baños y los estanques, salta en medio de los salones y murmura bajo los enlosados de mármol. Cuando ha pagado su tributo a la mansión de los reyes y visitado sus prados y jardines, desciende en riachuelos y fuentes innumerables por los lados de la alameda que conduce a la ciudad, y mantiene en perpetua primavera los bosquecillos que embellecen y dan sombra a la colina de la Alhambra.

Se necesita haber habitado en los climas ardientes del mediodía para conocer todo el precio de un retiro, en donde los vientos frescos y suaves de los montes se unen a la frondosa verdura de los valles.

Entre tanto que la parte baja de la ciudad desfallece abrasada por los rayos de un sol devorador, y mientras la hermosa vega se mira agostada por un ardor sofocante, las frescas brisas de Sierra-Nevada juguetean en las altas salas de la Alhambra, difundiendo por todo su recinto los suaves aromas de los jardines que la rodean. Todo convida allí a aquel reposo profundo que constituye el mayor recreo en los países meridionales; los medio cerrados ojos distinguen por entre los sombríos balcones el risueño paisaje, y se gozan en aquella vista deleitosa, hasta que halagados por el manso ruido de los árboles y el suave murmullo de las aguas, se quedan dulcemente dormidos.

Economía doméstica.

Tiempo es ya de dar alguna idea del método de vida que establecí en esta singular habitación. El palacio de la Alhambra esta al cuidado de una buena vieja llamada D.ª Antonia Molina; pero mas conocida con el nombre familiar de la tía Antonia. Esta procura tener en buen estado las salas y jardines, y enseñarlos a los curiosos; y en recompensa recibe los regalos de los viajeros y dispone de todo el producto de los jardines, excepto el tributo de frutas y flores que envía de cuando en cuando al gobernador. Esta buena mujer y su familia, compuesta de un sobrino y una sobrina, hijos de dos hermanos suyos, habitan un ángulo del palacio. El sobrino Manuel Molina, es un joven de carácter sólido y de una gravedad verdaderamente española. Después de haber servido algún tiempo en España y en América, dejo la carrera militar y se puso a estudiar medicina, con la esperanza de ser un día médico de la Alhambra, plaza que cuando menos vale tres mil reales al año. En cuanto a la sobrina es una andalucilla fresca y rolliza, de ojos negros y gesto risueño, que aunque se llama Dolores, desmiente con su alegre afabilidad la tristeza de este nombre. Esta joven es la heredera declarada de todos los bienes de su tía, que consisten en algunas bicocas de lo interior del fuerte, cuyo alquiler produce cerca de tres mil reales. Desde los primeros días de mi residencia en la Alhambra, ya descubrí yo que un amor discreto unía al prudente Manuel y a su vivaracha prima, los cuales solo esperaban para ver colmados sus votos la dispensa del Papa, precisa a causa del parentesco, y el título que debía dar al futuro el carácter de doctor.

Concerté con la señora Antonia todo lo relativo a mi habitación y asistencia, y quedo convenido que la gentil Dolores cuidaría de mi aposento y me serviría a la mesa. Tenía además a mis órdenes un muchacho alto, rojo y tartamudo llamado Pepe, que trabajaba de ordinario en el jardín, y que me hubiera servido de criado con la mejor voluntad, a no haberle ganado por la mano Mateo Giménez, el hijo de la Alhambra. Este despejado y oficioso personaje, sin saber cómo, había conseguido no separarse de mí desde nuestro primer encuentro; se entrometía en todos mis planes, y al fin logro ser admitido en debida forma como ayuda de cámara, Cicerone, guía y escudero-historiógrafo. Habíame sido preciso mejorar el estado de su guardarropa para que no afrentase al amo en el desempeño de sus diversas funciones; y en consecuencia, bien como la serpiente deja la piel, había el dejado la vieja capa parda, y con no poca sorpresa de sus camaradas, se presentaba en la fortaleza con una chaqueta y un sombrero andaluz muy graciosos. El principal defecto de Mateo era un celo excesivo y un deseo inquieto de ser útil, con que llegaba a hacerse importuno. Como no dejaba de conocer que casi me había forzado a admitirle en mi servicio, y que mis costumbres sencillas y tranquilas hacían de su empleo un beneficio simple; daba tormento a su ingenio para hallar medios de hacerse necesario a mi bien estar interior. En cierto modo era yo víctima de su solicitud, porque no podía poner el pie en el umbral del palacio para salir a dar un paseo por la fortaleza, sin verle luego a mi lado para explicarme todo lo que se presentase, y si me resolvía recorrer las colinas inmediatas, se empeñaba en seguirme para servirme de guarda; bien que yo estoy íntimamente convencido de que en caso de algún ataque, antes hubiera apelado a la ligereza de los pies que a la fuerza de los brazos. Con todo eso el pobre mozo era algunas veces divertido: sencillo, siempre de buen humor, y parlanchín como un barbero de lugar, está al corriente de todos los chismes del pueblo; pero lo que le da mas orgullo es el tesoro de noticias locales que posee. No existe en la fortaleza una sola torre, una puerta, una bóveda de la que no sepa una historia llena de prodigios, y creída por el cómo artículo de fe. La mayor parte de estas consejas las ha heredado de su abuelo, un sastrecillo hablantin y novelero, que habiendo vivido cerca de cien años, solo dejo dos veces el recinto de la fortaleza. Su tienda fue por mas de un siglo el punto de reunión de un enjambre de venerables chuzonas, que pasaban allí una parte de la noche hablando de los tiempos antiguos, de los acontecimientos maravillosos y de los misterios del edificio. Toda la vida, las acciones, los pensamientos del sastrecillo historiador habían quedado encerrados en los muros de la Alhambra: aquellos muros le vieron nacer, crecer y envejecer; allí hallo su existencia, allí murió y allí fue enterrado. Mas felizmente para la posteridad, sus tradiciones no murieron con el: el auténtico Mateo, cuando era mozalbete, escuchaba embelesado las narraciones de su abuelo y de las viejas que formaban su tertulia, y de este modo acumulo en su cabeza un tesoro de conocimientos verdaderamente preciosos sobre la Alhambra: conocimientos que no se hallan en ningún libro, y que en realidad son dignos de la atención de todo viajero curioso. Tales eran los personajes que contribuían a hacer cómoda y agradable mi vida doméstica de la Alhambra; y yo creo que ninguno de los soberanos cristianos o musulmanes que me precedieron en aquel palacio, fue servido con mas fidelidad, ni gozo de un imperio más pacífico.

Luego que me levantaba, Pepe, el jardinero tartamudo, me traía flores acabadas de coger, y la diestra mano de Dolores, que no dejaba de tener cierto orgullo mujeril en la decoración de mi cuarto, las colocaba luego en jarros dispuestos al intento. Almorzaba y comía según el humor que reinaba, ya en una de las salas, ya bajo los pórticos del patio de los Leones, rodeado de flores y de fuentes; y cuando deseaba correr la campiña, mi infatigable escudero me acompañaba a los parajes mas pintorescos de los montes o valles inmediatos, refiriéndome en cada uno de estos puntos alguna aventura maravillosa de que había sido teatro. No obstante mi afición a la soledad, solía interrumpir la uniformidad de la mía, pasando algunos ratos con la familia de Doña Antonia, que se reunía de ordinario en una antigua cámara morisca que servía de cocina y de salón. A un extremo de la pieza estaba una chimenea groseramente construida, cuyo humo había tiznado las paredes, y borrado casi del todo los arabescos; al otro había un balcón que caía a la orilla del Darro, y daba libre entrada a la fresca brisa de la noche. Allí pues hacía yo mi frugal cena, compuesta de frutas y leche, entreteniéndome al mismo tiempo con la conversación de aquellas buenas gentes. Nunca deja de hallarse entre los españoles lo que ellos llaman ingenio natural; y de ahí es que cualquiera que sea su educación y su clase, siempre su conversación es interesante y agradable; a lo cual debe añadirse, que merced a cierta dignidad inherente al carácter, nunca son bajos sus modales. La buena tía Antonia es una mujer de no menos ingenio que juicio, aunque sin ninguna especie de cultura; y la graciosa Dolores, que en todo el discurso de su vida no había leído cuatro volúmenes, ofrecía una reunión interesante de sencillez y agudeza, y muchas veces me dejaba admirado con sus discretas ocurrencias. Algunas noches el sobrino, con el conocido objeto de instruir y agradar a su primita, nos leía una comedia de Calderon o Lope de Vega; mas con grande mortificación suya, la muchacha solía quedarse dormida antes de concluirse el primer acto. De cuando en cuando recibía la tía Antonia a sus humildes amigos y dependientes las mujeres de los inválidos y los habitantes de la aldea, todos los cuales miraban con el mayor respeto a la intendenta del palacio, la hacían la corte, y la participaban las noticias de la fortaleza y las novedades que corrían por Granada, cuando llegaban por casualidad a sus oídos. En estos corrillos de viejas he aprendido yo muchas veces hechos curiosos, que me han ilustrado mucho sobro las costumbres del pueblo español, instruyéndome en ciertas particularidades muy interesantes de los usos locales. Que se me perdone pues la relación de estas sencillas diversiones, que tal vez parecerá insignificante a los que no conocen el embeleso que las daban a mis ojos los sitios en donde pasaban. Hallabame en un suelo encantado y rodeado de recuerdos románticos. Salido apenas de la infancia, recorrí en las riberas del Hudson una antigua historia de las guerras de Granada, y esta ciudad se hizo el objeto de mis dulces delirios. Desde aquel momento mi imaginación me había trasportado mil veces a los salones de la Alhambra, y al verme ahora en ellos, bastaba apenas el testimonio de mis sentidos a persuadirme que se hubiese realizado para mí un verdadero castillo en España. ¿Me hallo efectivamente, decía, en el palacio de Boabdil? ¿Es aquella Granada tan celebre en los fastos de la caballería, la que distingo desde este elevado balcón? Sí, no es ilusión: recorro a mi placer estos salones orientales, oigo el murmullo de las fuentes, respiro la fragancia de las rosas, cedo a la influencia de esta atmosfera embalsamada, y casi me persuado que me hallo en el paraíso de Mahoma, y que la tierna y graciosa Dolores es una de las hurís de brillantes ojos, destinadas a hacer la felicidad de los verdaderos creyentes.

 

Tradiciones locales.

El pueblo español tiene una pasión oriental a los cuentos, y señaladamente a los que refieren acontecimientos maravillosos. Es muy común en España el ver a las gentes vulgares reunidas en un corro a la puerta de sus cabañas, o bajo las inmensas campanas de las chimeneas de las ventas, escuchando embelesadas las leyendas en que se trata de las peligrosas aventuras de los viajeros, o de las refriegas de los ladrones y contrabandistas. Pero los temas favoritos de estas historias son los tesoros escondidos por los moros: al atravesar aquellas montañas desiertas, teatro otro tiempo de tantos combates gloriosos, no encuentra el viajero una sola atalaya puesta sobre un pico elevado en medio de las rocas, o dominando un lugarejo que parece abierto a pico en la peña, sin que el mozo que le acompaña no se quite el cigarro de la boca para referirle alguna conseja de las monedas árabes que están enterradas bajo sus cimientos. Ni se halla tampoco un solo alcázar en las ciudades que no tenga también su historia dorada, trasmitida entre los pobres del pueblo de generación en generación.

Estas tradiciones, como la mayor parte de las fabulas populares, deben su origen a algunos hechos verdaderos. Durante las guerras de moros y cristianos, que afligieron por tanto tiempo el país, los castillos y las ciudades mudaban de dueño con gran frecuencia, y sus habitantes cuando se veían sitiados, solían enterrar sus alhajas y dinero en las cuevas y en los pozos, como se practica aun en las naciones guerreras del oriente. En la época de la expulsión de los moros, muchos de ellos escondieron los efectos mas preciosos que poseían, con la esperanza de regresar muy pronto a su tierra natal y recobrar su tesoro. Ello es cierto que algunas veces cavando entre las ruinas, o en las inmediaciones de las casas o palacios moriscos, se han hallado arcas llenas de monedas de oro y de plata, que vuelven a ver la luz después de haber estado enterradas por espacio de muchos años; y basta un corto número de estos hechos para dar lugar a mil fabulas.

Estas historias se presentan con aquella reunión de gótico y oriental, que en mi concepto caracteriza todos los usos y rasgos esenciales de las costumbres de España, señaladamente en las provincias meridionales: el tesoro escondido esta siempre protegido por un encanto; unas veces le defiende un horrible dragón, otras le guardan unos moros encantados, que al cabo de siglos permanecen aun armados de punta en blanco, con la espada desnuda e inmóviles como unas estatuas, en el sitio donde fueron enterradas sus riquezas.

Es muy natural que la Alhambra, en razón de las circunstancias particulares de su historia, preste materia mas amplia a estas ficciones que ninguno de los otros lugares celebres en las crónicas; y algunos vestigios encontrados de tarde en tarde entre sus ruinas, han acreditado las maravillosas tradiciones que sobre ellos andan esparcidas. En una ocasión se desenterró una olla llena de oro, y el esqueleto de un gallo; y los mas inteligentes en estas materias, opinaron que esta ave había sida enterrada viva. En otro tiempo se descubrió una caja, y dentro de ella se hallo un grande escarabajo cubierto de inscripciones árabes, que se creyó fuesen palabras mágicas de gran virtud. En una palabra, los ingenios mas aventajados de la población andrajosa de la Alhambra, se han devanado los sesos hasta lograr que no hubiese en esta antigua fortaleza una torre, una sala, ni una bóveda sin su correspondiente historia prodigiosa. Creo que los capítulos anteriores habrán familiarizado ya a mis lectores con las localidades de este palacio, y así voy a engolfarme atrevidamente en sus pasmosas leyendas, que me ha sido preciso restaurar enteramente, reuniendo los fragmentos que me fueron contados en diferentes épocas y por distintas personas; bien así como un sabio anticuario suele formar un documento histórico con algunas letras sueltas de una inscripción medio borrada por el tiempo.

Si el lector encontrase en mis relaciones alguna cosa increíble, tenga la bondad de considerar que el sitio en que me hallo no puede gobernarse por las leyes de la probabilidad que rigen en las escenas de la vida común. El suelo que piso esta encantado, y los acontecimientos mas triviales reciben en él un aspecto sobrenatural y maravilloso.

La Casa del Gallo.

En la cumbre de la alta colina del Albaicin, que es el barrio más elevado de Granada, se ven los restos de un castillo levantado poco después de la conquista de España por los árabes. Al presente esta trasformado en una fábrica, y ha caído en tal olvido, que a pesar del auxilio que me prestaba el sapientísimo Mateo, me costó gran trabajo el descubrirle. Este edificio conserva aun el nombre con que fue conocido por espacio de algunos siglos; esto es, el de casa del Gallo de viento. Se llamó así por tener en la parte superior una figura de bronce que giraba a modo de veleta a todos vientos, y representaba un guerrero a caballo, armado de lanza y adarga, con dos versos árabes, que dicen así traducidos al castellano:

Dice el sabio Aben-Habuz

Que así se defiende el andaluz.

Este Aben-Habuz, según las crónicas árabes, fue uno de los capitanes de Tarik, quien le nombro alcaide de Granada; y es probable que hiciese erigir dicha efigie guerrera, para recordar a los habitantes musulmanes del país, que hallándose como se hallaban rodeados de enemigos, su seguridad exigía que estuviesen a toda hora prontos a combatir.

Sin embargo, las tradiciones populares explican de otro modo lo que concierne a Aben-Habuz y su palacio, y nos enseñan que el guerrero de bronce fue en su origen un talismán que tenía oculta una gran virtud; mas que con el tiempo ha perdido su poder mágico, quedando reducido a una simple veleta.

Estas tradiciones son las que me he propuesto dejar consignadas en el capítulo siguiente.

Leyenda del Astrologo Arabe.

En cierto tiempo, hace muchos siglos, reinaba en Granada un rey moro llamado Aben-Habuz, el cual era un conquistador retirado de los negocios; esto es, un hombre que después de haber llevado en su juventud una vida de hostilidades y rapiñas continuas, cuando se vio viejo y débil, ya no deseo otra cosa sino vivir en paz con todo el mundo, poner a cubierto sus laureles, y gozar tranquilamente de los estados que había usurpado a sus vecinos.

Sucedió sin embargo, que este monarca tan razonable y pacífico, tuvo que medir sus fuerzas con algunos rivales jóvenes, que hallándose con todo el fuego de su pasión a la gloria y a los combates, estaban decididos a pedirle cuentas de lo que había usurpado a sus padres. Algunos puntos distantes de su territorio, que en los días de su mocedad no se atrevían a rebullirse bajo su mano de hierro, trataron también de alborotarse ahora que aspiraba al descanso, llegando a amenazar a la capital. De modo que el desventurado Aben-Habuz, atacado en lo interior y en lo exterior, vivía en continuo sobresalto en medio de las montañas que rodean a Granada, sin saber por que parte romperían las hostilidades.

En vano levanto atalayas en los montes, en vano hizo guardar todos los pasos por tropas estacionarias, que tenían orden de anunciar la proximidad de los enemigos con fuegos por la noche y ahumadas durante el día: las había con enemigos mas activos y vigilantes que él, y que a pesar de todas sus precauciones hallaban siempre medios de penetrar en sus tierras por algún desfiladero, talaban el país y se llevaban consigo muchos prisioneros. ¿Se vio nunca un conquistador retirado y pacífico mas atormentado que el pobre Aben-Habuz? Hallabase en tan triste situación, abrumabanle las tribulaciones que por todas partes le rodeaban, cuando se presentó en su corte un médico árabe. Bajabale hasta la cintura una barba blanca y poblada, y todo su aspecto anunciaba una extrema vejez; mas no por esto había dejado de hacer el viaje a Egipto, a pie y sin mas ayuda que el apoyo de un bastón en el que estaban grabados algunos jeroglíficos. Habíale precedido su celebridad: llamabase Ibrahim Eben Abou Agib, creíasele nacido en tiempo de Mahoma, y se decía que su padre Abou Agib había sido el último compañero de este profeta. El Eben Abou Agib de que ahora hablamos, habiendo seguido en su juventud el ejército victorioso de Amrou en Egipto, fijo su residencia en este país, en donde permaneció muchos años con el objeto de estudiar las ciencias abstractas, y particularmente la magia con aquellos sacerdotes. Decíase además que poseía el secreto de prolongar la vida, y que por su medio había cumplido ya mas de dos siglos: la lastima era que había descubierto el secreto siendo ya muy viejo, y solo había podido perpetuar sus rugas y sus canas.

Este famoso anciano fue honrosamente acogido por el rey, que como la mayor parte de los monarcas viejos, empezaba ya a manifestar una afición decidida a los médicos y a los astrólogos. Quiso hospedar a este en su palacio; mas el sabio moro prefirió para su habitación una caverna de la colina que dominaba a Granada, que fue precisamente la misma en donde mas adelante se edificó la Alhambra. La hizo ensanchar, convirtiéndola en una vasta sala, y practico en el techo una abertura circular, que comunicando con el exterior, facilitaba el que pudiesen verse las estrellas al lleno del día, bien así como se ven desde el fondo de un pozo. Las paredes de la sala estaban cubiertas de jeroglíficos egipcios, signos cabalísticos, y figuras de las estrellas y constelaciones, y además toda la caverna estaba llena de instrumentos que fabricaron bajo la dirección del sabio los artistas mas inteligentes de Granada; mas estos instrumentos tenían cualidades ocultas que solo Ibrahim conocía.

En poco tiempo logro este ser el consejero íntimo del rey, el cual no hacía nada sin consultarle. Cierto día, hallándose Aben-Habuz con su confidente, se lamentaba lleno de dolor de la injusticia de sus vecinos, y de la continua vigilancia que tenía precisión de observar para estorbar sus invasiones. Cuando hubo acabado de lastimarse, le miro el astrologo en silencio por algunos momentos, y tras esto le dirigió en corta diferencia estas palabras: «Sabe, o rey, que cuando yo estuve en Egipto vi una gran maravilla, que era obra de una princesa pagana de los tiempos antiguos. Sobre una montaña que domina una ciudad considerable, situada a la orilla del Nilo, se veía la figura de un carnero de bronce, y encima de este estaba un gallo del mismo metal; todo ello giraba sobre un quicio, y cuantas veces se veía el país amenazado de alguna invasión, se volvía el carnero hacía la parte por donde venía el enemigo, y cantaba el gallo; lo cual advertía a los habitantes de la ciudad del peligro en que se hallaban, indicándoles al mismo tiempo el punto hacía donde debían dirigir su defensa.

 

—¡Gran Dios! exclamó el pacífico Aben-Habuz, ¡que tesoro seria para mí un carnero semejante, que sin cesar tuviese la vista fija en las montañas que me rodean, y un gallo queme advirtiese en caso de peligro! ¡Allah Akbar! ¡Cuánto mas tranquilo dormiría yo si velasen tales centinelas en lo alto de mi palacio!»

El astrologo dejo pasar los primeros trasportes del rey, y continuo así:

«Después que el victorioso Amrou (¡téngale Allah en descanso!) hubo acabado la conquista de Egipto, me quede yo entre los antiguos sacerdotes de este país, con los cuales estudie los ritos y ceremonias de su idolatría, procurando principalmente penetrar los conocimientos ocultos que les han dado tanta celebridad. Estando un día en conversación con un sacerdote anciano, sentados ambos a la orilla del Nilo, me señalo con el dedo las enormes pirámides que se levantaban como unos montes en medio del desierto, y me dijo al mismo tiempo estas palabras: «Todo lo que yo puedo enseñarte no es nada en comparación de los conocimientos que esas masas gigantescas encierran. En el centro de la pirámide del medio se halla una cámara sepulcral y en donde reposa la momia del gran sacerdote que ayudo a edificar ese enorme edificio, y con él está enterrado también un libro maravilloso, que contiene todos los secretos del arte mágica. Este libro lo poseyó Adan antes de su caída, y paso de padres a hijos hasta el sabio rey Salomón, a quien fue de gran provecho para la construcción del templo de Jerusalén; mas el modo como llego después al arquitecto de las pirámides, aquel que nada ignora podrá solo decirlo.»

«Luego que oí estas palabras del sacerdote egipcio ardió mi corazón en deseos de poseer el libro; y como podía disponer de una parte del ejército victorioso, agregue a ella cierto número de egipcios, y con su auxilio acometí la empresa de penetrar en la sólida masa de la pirámide. Después de largos trabajos logre descubrir uno de los tránsitos secretos del edificio; le seguí, y arrastrándome al través de un laberinto lóbrego y espantoso, me introduje en la cámara sepulcral del centro, en donde reposaba hacía muchos siglos la momia del gran sacerdote. Rasgue sus vestiduras exteriores, y desatando las vendas que ceñían el cadáver, halle al fin el precioso volumen. Cogíle con mano trémula, y salí presuroso de la pirámide, dejando a la momia del gran sacerdote esperando el último día en el silencio y la oscuridad de su sepulcro.

—¡Hijo de Abou Agib! exclamó Aben-Habuz, eres ciertamente un gran viajero, y has visto cosas maravillosas; ¿mas que tengo yo que ver con el secreto de la pirámide, ni con el libro de la ciencia del sabio Salomón?

—Vas a saberlo, o rey. Con el estudio constante de este libro me he instruido en todos los secretos de la magia, y puedo mandar a los genios que me ayuden en la ejecución de mis planes. Conozco el misterio del talismán de Bursa, y puedo construir otro semejante y darle todavía mas fuerza.

—¡O sabio hijo de Abou Agib! dijo Aben Habuz enajenado de alegría; semejante talismán vale mas que las centinelas que tengo en la frontera y las atalayas de los montes. Dame luego esa feliz salvaguardia, y toma todas las riquezas de mi tesoro.»

El astrologo puso luego manos a la obra para satisfacer los deseos del viejo monarca. Al efecto hizo construir una altísima torre en lo mas elevado del palacio, frente la colina del Albaicin; y es fama que las piedras que sirvieron para su construcción fueron sacadas de una de las pirámides de Egipto. La parte superior de la torre la ocupaba una sala de figura circular, con ventanas que caían a todos los puntos del horizonte; delante de cada una de estas ventanas había una mesa, y sobre ella, a manera de un juego de ajedrez, estaba colocado un pequeño ejército, compuesto de infantería y caballería con su rey a la cabeza, labrado todo en madera. Junto a cada mesa se veía además una lanza del tamaño de un punzón, en la cual estaban grabados ciertos caracteres caldeos. La rotunda estaba siempre cerrada con una puerta de bronce y una reja de acero, cuya llave guardaba el rey. En lo mas alto de la torre había sobre un quicio una figura de bronce, que representaba un guerrero moro con una adarga en la una mano y una lanza en la otra: tenia la cara vuelta hacía la parte de la ciudad, en actitud de velar sobre ella; mas en el momento en que se acercaba algún enemigo, se volvía hacía el punto amenazado, enristrando al mismo tiempo la lanza.

Concluido que estuvo el talismán, impaciente Aben-Habuz de esperimentar su eficacia, deseaba una invasión tanto como antes la había temido. No tardaron a cumplirse sus deseos: acababa de amanecer una mañana, cuando el centinela de la torre aviso al rey que el guerrero de bronce estaba vuelto hacía la parte de Elvira, y su lanza apuntaba en línea recta al paso de Lope.

«Corre pues, dijo el rey, que los tambores y trompetas toquen inmediatamente al arma, y acuda a la defensa toda Granada.

—O rey, dijo el astrologo, deja descansar a tus guerreros, que no es necesaria la fuerza para librarte de los enemigos. Manda que se retiren tus criados, y subamos solos a la pieza secreta de la torre.»

El anciano Aben-Habuz subió la escalera de la torre, apoyado en el brazo de Ibrahim Eben Abou Agib, que aun era mas viejo, y abriendo la puerta de bronce se entraron ambos en la rotunda, en donde encontraron abierta la ventana que miraba al paso de Lope. «Por este lado, dijo el astrologo, viene el peligro; acércate, o rey, y contempla las maravillas de la mesa.»

Llegose Aben-Habuz al tablero en donde estaban colocadas las figuritas de madera, y advirtió con gran sorpresa que todas estaban en movimiento. Los caballos caracoleaban y batian el suelo con los pies, los guerreros blandian las lanzas, y oíase como en miniatura el sonido de las trompetas y tambores, el crugido de las armas y el relincho de los corceles; mas todo esto no producía sino un ruido muy débil, semejante al zumbido de una abeja.

«Ves aquí, o gran rey, dijo el astrologo, la prueba de que tus enemigos están en campaña y deben venir por el paso de Lope. ¿Quieres introducir la confusión en sus filas por medio de un terror pánico, y forzarlos a que se retiren sin efusión de sangre? no tienes mas que herir esas figuras con el asta de la lanza mágica; mas si por el contrario quieres sangre, tócalas con la punta.»

El semblante del pacífico Aben-Habuz se cubrió por un momento de un colorido cárdeno, y el movimiento de su cana y poblada barba descubría el trasporte que agitaba todos los músculos de su rostro: tomo con mano trémula la lanza y se acercó a la mesa. «Hijo de Abou Agib, dijo, creo que se verterá una poca sangre.»