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100 Clásicos de la Literatura

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«¿Y hace mucho tiempo que sucedió eso? me dijo un día con semblante interrogativo.

—Sí, mucho tiempo, le conteste yo.

—Yo apostaría a que ha ya mas de mil años, replico mirándome con una expresión de duda todavía mas marcada.

—No creo yo que haya mucho menos.» El escudero no pregunto mas.

Mientras al compás de sus gracias explotábamos nosotros las provisiones que quedan descritas, se nos acercó un mendigo que casi parecía un peregrino. Su entrecana barba y el bastón en que se apoyaba anunciaban vejez; más su cuerpo muy poco inclinado, mostraba aun los restos de una estatura gallarda. Llevaba un sombrero redondo de los que usan los andaluces, una especie de zamarra de piel de carnero, calzón de correal, botón y sandalias. Sus vestidos, aunque ajados y cubiertos de remiendos, estaban limpios, y se llegó a nosotros con aquella atenta gravedad que se nota en los españoles, aun de la ínfima clase. Había en nosotros disposición favorable para recibir semejante visita, y así, por un impulso espontaneo de caridad, le dimos algunas monedas, un pedazo de pan blanco y un vaso de buen vino de Málaga. Recibiolo todo con reconocimiento; mas sin manifestar con ninguna bajeza su gratitud. Luego que probo el vino, le miro al trasluz, y mostrando cierta admiración se lo bebió de un sorbo, diciendo: «¡Cuantos años ha que no había yo probado tan buen vino! Esto es un verdadero cordial para los pobres viejos.» Contemplo luego el pan, y dijo besándole: «Bendito sea Dios.» Dicho esto se lo metió en el zurrón, y habiéndole instado nosotros para que se lo comiese en el acto: «No señores, replico; el vino era preciso beberlo o dejarlo, más el pan debo llevarlo a mi casa y partirlo con mi pobre familia.» Sancho consulto nuestros ojos, y dio al pobre abundantes fragmentos de la comida, bien que con la condición de que se comería en el acto una parte.

Sentose pues a poca distancia de nosotros y comió pausadamente, con una finura y una sobriedad, que hubieran podido honrar a un hidalgo. Yo creí descubrir en él una especie de tranquila dignidad y atenta cortesanía, que anunciaban que había conocido mejores días; pero no había nada de esto: no tenía más que la política natural a todo español, y aquel aire poético que caracteriza los pensamientos y el lenguaje de este pueblo vivo e ingenioso. Nuestro peregrino había sido pastor por espacio de cincuenta años, y al presente se hallaba desacomodado y sin medios para subsistir. «Cuando yo era joven, decía, no había cosa alguna capaz de hacerme tomar pesadumbre: hallabame siempre sano y contento; mas ahora tengo setenta y nueve años, me veo precisado a mendigar el sustento, y ya empiezan a abandonarme las fuerzas.»

Sin embargo, todavía no estaba acostumbrado a la mendiguez; hacía poco tiempo que la necesidad le había obligado a recurrir a tan triste y desagradable recurso, y nos hizo una pintura muy patética de los combates que había sostenido su orgullo contra la necesidad. Volvía de Málaga sin dinero, hacía mucho tiempo que no había comido, y aun tenía que atravesar una de aquellas vastas llanuras en donde se hallan tan pocas habitaciones: muerto casi de debilidad, pidió primeramente a la puerta de una venta: Perdone usted por Dios, hermano, le contestaron. «Pase adelante, dijo, con más vergüenza aún que hambre, porque todavía no se hallaba abatido el orgullo de mi corazón. Al pasar por un rio, cuyas márgenes estaban muy elevadas y la corriente era profunda y rápida, estuve tentado de precipitarme en él. ¿A que ha de permanecer sobre la tierra, dije interiormente, un viejo miserable como yo? Iba ya a arrojarme; mas Dios ilumino mi corazón y me aparto de tan criminal idea. Dirigíme a una casita que se hallaba situada a cierta distancia del camino, entreme en el patio; la puerta de la casa estaba cerrada, mas había dos señoritas asomadas a una de las ventanas. Las pedí limosna, y—Perdone usted por Dios, hermano, fue otra vez la respuesta que recibí, cerrándose al mismo tiempo la ventana. Salíme casi arrastrando del patio, pronto ya a desmayarme; y creyendo que era llegada mi hora, me deje caer contra la puerta, me encomendé de todo corazón a la Virgen nuestra señora, y me cubrí la cabeza para morir. A pocos minutos llego el dueño de la casa, y viéndome tendido a su puerta, se compadeció de mis canas, me hizo entrar y me dio algún alimento, con que pude recobrarme. Ya veis, señores, que nunca debe perderse la confianza en la protección de la santísima Virgen.»

El anciano se dirigió hacía Archidona, su país natural, que descubríamos a poca distancia en la cima de un monte escarpado, y en el camino nos hizo reparar en las ruinas de un antiguo castillo de los moros, que habito uno de sus reyes en tiempo de las guerras de Granada. «La reina Isabel, nos dijo, le sitio con un ejército poderoso; mas el, mirándolo desde lo alto de su fortaleza, se burlaba de sus esfuerzos. Entonces se apareció la Virgen a la reina, y a ella y a sus soldados los condujo por un camino misterioso, que nadie hasta entonces había frecuentado ni frecuento después. Cuando el moro vio llegar a la reina quedo pasmado, y acosando el caballo hacía el precipicio, se arrojó en él y se hizo pedazos. Aun se ven a la orilla del peñasco las señas de las herraduras, y ustedes mismos pueden descubrir desde aquí el camino por donde la reina y el ejército subieron a la montaña, que se extiende a manera de una cinta a lo largo de sus laderas; mas lo que hay en esto de milagroso es, que aunque a cierta distancia puede conocerse, desaparece luego que se trata de examinarle de cerca.» El camino ideal que el buen pastor nos enseñaba, no era probablemente otra cosa que alguna arroyada arenosa, que se distinguía a cierta distancia en que la perspectiva disminuía su anchura, y se confundía con el resto de la superficie cuando se miraba más de cerca.

Como con el vino y la buena acogida se había restablecido el anciano, nos refirió otra historia de un tesoro que el rey moro había enterrado bajo el castillo, junto a cuyos cimientos estaba situada su casa. El cura y el boticario del pueblo, habiendo soñado por tres veces en el tesoro, hicieron una excavación en el paraje que sus sueños les habían indicado, y el yerno de nuestro convidado oyó por la noche el ruido de los azadones. Nadie sabe lo que hallaron; pero lo cierto es que ellos se hicieron ricos de repente y guardaron su secreto. De modo que el viejo pastor se había visto al umbral de la fortuna; mas estaba decretado que él y esta no habían de morar jamás bajo un mismo techo.

Tengo observado que las historias de tesoros enterrados por los moros corren principalmente entre las gentes más pobres de España, como si la naturaleza quisiese compensar con la sombra la falta de la realidad: el hombre sediento sueña arroyos y fuentes cristalinas, el que tiene hambre banquetes opíparos, y el pobre montes de oro escondido: no hay cosa más rica que la imaginación de un mendigo.

La última escena de nuestro viaje que referiré, es la noche que pasamos en la pequeña ciudad de Loja, celebre plaza fronteriza en tiempo de los moros, y en cuyas murallas se estrelló el poder de Fernando. De esta fortaleza salió el viejo Aliatar, suegro de Boabdil, acompañado de su yerno para la desastrada expedición, que acabo con la muerte del general y la prisión del monarca. Esta Loja en una situación pintoresca en medio de un desfiladero que sigue las márgenes del Genil, circuida de rocas inaccesibles, bosquecillos, prados y jardines. Nuestra posada, que en nada desdecía del aspecto del pueblo, la tenía una joven y linda viudita andaluza, cuya basquiña negra de seda guarnecida de franjas, dibujaba graciosamente unas formas mórbidas y elegantes. Paso firme y ligero, ojos negros y llenos de fuego, y su aire de presunción y su esmerado aliño, manifestaban sobradamente que estaba acostumbrada a excitar la admiración.

Un hermano, que tendría en corta diferencia la misma edad, ofrecía con ella el perfecto modelo del majo y la maja andaluces. Era alto, robusto y bien dispuesto; color moreno claro, ojos negros y brillantes, y patillas castañas y rizadas que se unían por bajo de la barba. Ajustaba su cuerpo una chaquetilla de terciopelo verde, adornada de un sinnúmero de botoncillos de plata, y por cada una de las faltriqueras asomaba la punta de un pañuelo blanco; calzón de la misma tela, con una carrera de botones que bajaba desde la cadera a la rodilla; rodeaba su cuello un pañuelo de seda color de rosa, que pasando por una sortija, bajaba a cruzarse sobre una camisa aplanchada con esmero. Llevaba además un cinto, lindos botines de hermoso becerro leonado, que abiertos hacía la pantorrilla, dejaban ver una media muy fina; y en fin, zapatos anteados, que hacían campear con ventaja un pie perfecto.

Hallándose este a la puerta llego un hombre a caballo, y en voz baja entablo con él una conversación que parecía muy seria. Su traje era del mismo gusto, y casi tan elegante como el del huésped: podría tener treinta años, era alto y fornido, y aunque ligeramente pintado de viruelas, no dejaba de haber gracia en sus bellas facciones; su ademan y su aire, no solo tenían soltura sino resolución, y aun osadía. El poderoso caballo que montaba, negro como el azabache, estaba adornado de gallardos arreos, y llevaba un par de trabucos pendientes del arzón trasero. La figura de este hombre me hizo acordar de los contrabandistas que había visto en los montes de Ronda. Conocí que tenía íntimas relaciones con el hermano de nuestra huésped, y también pensé, salvo error, que era amante favorecido de la graciosa viuda. Con efecto, toda la casa y sus habitantes tenían cierto aspecto de contrabando: la carabina descansaba en un rincón, junto a la guitarra. El referido caballero paso la noche en la posada, y canto con mucha expresión diferentes romances guerreros de las montañas. Estando nosotros cenando, llegaron dos pobres asturianos pidiendo un pedazo de pan y un asilo para pasar aquella noche. Habíanlos asaltado los ladrones al volver de una feria, y después de robarles el caballo con las mercaderías que llevaba, el dinero y una parte de sus vestidos, los habían apaleado porque quisieron defenderse. Mi compañero, con la pronta generosidad que le es natural, pidió cena y cama para los dos, y les dio el dinero que necesitaban para llegar a sus casas.

 

A medida que entraba la noche, iban presentándose en la escena nuevos personajes. Un hombre alto y gordiflón, de unos sesenta años, vino a tomar parte en la alegre cháchara de la huésped. Vestía el traje ordinario del país, con la adición de un enorme sable que llevaba bajo el brazo; sus anchos bigotes daban al semblante cierta gravedad, que anunciaba una especie de insolente confianza, y al parecer le miraban todos con mucho respeto.

Sancho nos dijo al oído que aquel personaje era D. Alfonso Gutiérrez, el héroe y campeón de Loja, célebre por su fuerza prodigiosa, y por las muchas hazañas con que se señaló en tiempo de la invasión francesa. Con efecto, su lenguaje y singulares maneras me divertían extraordinariamente; porque nuestro hombre era un verdadero andaluz, cuya jactancia igualaba cuando menos a su bravura. Iba siempre cargado con su sable como una niña con la muñeca; tan pronto le tenía en la mano como bajo el brazo, llamabale su santa Teresa, y solía decir: «Cuando le saco tiembla la tierra.»

Estuvimos hasta muy tarde oyendo las conversaciones de tan diversos personajes, que platicaban juntos con toda la franqueza de una posada española. Oímos cantares de contrabandistas, historias de ladrones, antiguos romances moriscos, y por fin de fiesta, nuestra bella huésped canto los infiernos, o las regiones infernales de Loja, que son unas cavernas sombrías, por donde corren y se precipitan con espantoso estruendo ríos y cascadas subterráneas. El vulgo cree que desde tiempo de los moros, cuyos reyes tenían sus tesoros en estas cuevas, habitan en ellas monederos falsos.

No sería difícil llenar estas páginas de incidentes de nuestra expedición; pero me llaman otros objetos. Viajando de este modo, Salimos en fin de los montes para entrar en la hermosa vega de Granada. Sentamonos a la orilla de un riachuelo sombreado de frondosos olivos, y allí hicimos nuestra última comida a campo raso, teniendo a la vista la antigua capital del postrer reino musulmán en España. Las altas torres de la Alhambra comunicaban a la ciudad un interés irresistible, al paso que la Sierra-Nevada descollaba por encima de los edificios a manera de una corona de plata. Brillaba el día puro y despejado, y la fresca brisa de los montes templaba los ardores del sol. Cuando hubimos comido tendimos las capas, y disfrutamos por última vez del placer de dormir sobre el césped, halagados por el blando susurro de las abejas que vagan de flor en flor, y el tierno arrullo de las tórtolas que posan en los olivos. Pasadas las horas del calor volvimos a emprender la marcha, y después de haber caminado entre vallados de aloes y bananos, y atravesado una multitud de jardines, llegamos a la que anochecía a las puertas de Granada.

A los ojos del viajero que se halle poseído de un sentimiento de predilección hacía la histórica y poética Alhambra de Granada, es este monumento tan venerable como para los peregrinos musulmanes la Kaaba o casa sagrada de Mahoma. ¡Cuántas leyendas y tradiciones verdaderas o fabulosas, cuantos cantares, cuantos romances amorosos o heroicos, españoles o árabes tienen por objeto este edificio encantado! ¡Figúrese pues el lector cual sería nuestro alborozo, cuando a poco de haber llegado a Granada, nos permitió el gobernador de la Alhambra que habitásemos los aposentos que tenían desocupados en aquel palacio de los reyes moros! Los siguientes rasgos son el fruto de mis investigaciones y meditación durante esta deliciosa permanencia; y si pudiesen comunicar a la imaginación del lector una parte del misterioso interés que inspiran los sitios donde fueron trazados, yo sé que había de lastimarse de no haber pasado un verano conmigo en aquellos salones de la Alhambra, tan fecundos en memorias maravillosas.

Gobierno de la Alhambra.

Es la Alhambra una fortaleza antigua, o un palacio fortificado, desde cuya morada dominaban los reyes moros de Granada su ponderado paraíso terrenal, y en donde estuvo la última silla de su imperio en España. El palacio forma solo una parte de la fortaleza, cuyas almenadas murallas se extienden en dirección irregular en derredor de la cresta de una elevada colina que se desprende de la cadena de montes nevados y domina la ciudad. En tiempo de los moros podía esta fortaleza contener en su recinto un ejército de cuarenta mil hombres, y no pocas veces sirvió a los soberanos de asilo contra sus vasallos sublevados. Después de haber pasado el reino a manos de los cristianos, siguió la Alhambra siendo una morada real, y la habitaron algunas veces los monarcas castellanos. Carlos V comenzó a levantar un palacio dentro de sus muros; mas los repetidos terremotos no dejaron llevar adelante esta empresa. Los últimos reyes que habitaron este edificio, fueron Felipe V y su esposa la reina Isabel de Parma, al principio del siglo diez y ocho.

Hicieronse grandes preparativos para recibirlos, se reparó el palacio y los jardines, y se construyeron nuevas habitaciones, que fueron ricamente adornadas por artistas italianos. Mas a pesar de todo, después de la mansión pasajera de estos príncipes, la Alhambra quedo de nuevo desierta y desolada, si bien se conservaba siempre en ella un estado militar y guarnición bastante numerosa. El gobernador era nombrado directamente por el rey, y su jurisdicción se extendía hasta los arrabales de la ciudad, sin ninguna dependencia del capitán general de Granada. Habitaba la parte que corresponde a la fachada del antiguo palacio, y jamás bajaba a Granada sin algún aparato militar. La fortaleza era en efecto una pequeña ciudad, pues que contenía muchas calles, un convento de franciscos y una iglesia parroquial.

Pero el abandono de la corte fue un golpe fatal para la Alhambra: sus hermosas salas fueron deteriorándose de día en día, quedando muchas del todo arruinadas; destruyeronse los jardines, y las fuentes cesaron de correr. Un enjambre de vagabundos se fue apoderando poco a poco de las partes desiertas de los edificios; los contrabandistas se aprovechaban de la independencia de su jurisdicción para seguir con seguridad sus criminales operaciones; los ladrones, los pícaros de todas clases se refugiaban en su recinto, y dirigían desde allí sus tiros sobre Granada y sus inmediaciones. Por fin, puso el gobierno la mano, y desapareció este desorden: la plaza fue enteramente purificada, quedando solo en ella aquellos moradores de notoria honradez, y cuyo derecho de residencia era incontestable; demolieronse la mayor parte de las casas, y únicamente se conservó una pequeña aldea, el convento y la parroquia. Durante las últimas guerras de la península, habiendo ocupado los franceses a Granada, pusieron una guarnición en la Alhambra: alojose el comandante en el palacio, y este monumento de la grandeza y de la elegancia de los moros, se salvó entonces de una completa devastación por efecto de aquel gusto ilustrado que distingue a la nación francesa. Se repararon los techos, y lo que quedaba de las salas y las galerías fue puesto a cubierto de la injuria del tiempo; se cultivaron los jardines, pusieronse corrientes los conductos del agua, y volvió a saltar esta en medio de las flores: de modo que España debe a sus invasores la conservación del más hermoso y más interesante de sus monumentos históricos.

Antes de evacuar la fortaleza, volaron los franceses muchas torres de la muralla exterior e inutilizaron las fortificaciones; y como desde entonces no existe ya la importancia militar de esta plaza, su guarnición consiste únicamente en algunos inválidos, cuyo principal servicio esta reducido a guardar las torres exteriores, que suelen servir para prisión de reos de estado. El mismo gobernador ha abandonado ya las alturas de la Alhambra y vive en el centro de Granada, en donde le es mucho más fácil comunicarse con el gobierno.

No puedo terminar esta breve noticia sin dar testimonio de la exactitud y laudable celo con que el actual comandante de la Alhambra D. Francisco de la Serna, llena los deberes de su destino, y emplea los cortos recursos de que puede disponer en reparar las ruinas del palacio, y retardar por medio de sabias precauciones una ruina que por desgracia es sobrado cierta. Si hubiesen hecho otro tanto sus predecesores, este monumento conservaría aun casi toda su belleza primitiva, y si el gobierno auxiliase los buenos deseos de este benemérito oficial, aquellos preciosos vestigios adornarían aun el país por largo tiempo, y de todos los puntos de la tierra conducirían a el a los curiosos ilustrados.

Interior de la Alhambra.

Son tantas y tan minuciosas las descripciones que se han hecho de la Alhambra, que sin duda bastaran algunos rasgos generales para refrescar la memoria del lector. Voy pues a referir sucintamente la visita que hicimos a este monumento la mañana inmediata a nuestra llegada a Granada.

Habiendo salido del mesón de la Espada, en donde parábamos, atravesamos la célebre plaza de Vivarrambla, teatro en otros tiempos de justas y torneos, y trasformada ahora en mercado muy concurrido. De allí pasamos al Zacatin, cuya calle principal era en tiempo de los moros un gran mercado: sus pequeñas tiendas y angostos soportales conservan aun el carácter oriental. Después de haber cruzado la plaza donde se halla el palacio del capitán general, subimos una calle tortuosa y no muy ancha, cuyo nombre recuerda los días caballerescos de Granada; a saber, la calle de los Gomeles, así llamada de una tribu famosa en las crónicas y en los romances, la cual conduce a una puerta de arquitectura griega, edificada por Carlos V, que da entrada a los dominios de la Alhambra.

Dos o tres veteranos, sentados en un banco de piedra, reemplazaban a los zegries y abencerrajes; y el canoso centinela estaba hablando con un ganapán alto y seco, cuyo pardo y raído capote cubría apenas el resto de unos vestidos más miserables todavía, el cual luego que nos descubrió se vino a nosotros, ofreciéndose a acompañarnos y enseñarnos la fortaleza.

Yo he mirado siempre a los Ciceroni con cierta repugnancia de viajero, y el aspecto de este no me inclinaba ciertamente a hacer una excepción en su favor.

«¿Sin duda, le dije, conoceréis muy bien el edificio?

—Palmo por palmo, señor; como que soy hijo de la Alhambra.»

No puede negarse, que los españoles tienen un modo de expresarse muy poético. ¡Hijo de la Alhambra! Este título hirió mi imaginación, los andrajos de mi interlocutor adquirieron a mis ojos cierta dignidad, parecieronme el justo emblema de la varia fortuna del sitio, y por otra parte, cuadraban perfectamente a la progenitura de unas ruinas.

Le hice algunas preguntas, y quede convencido de que tenía un derecho legítimo al título que tomaba: su familia habitaba la fortaleza desde el tiempo de la conquista, y él se llamaba Mateo Giménez.

«¿Seréis tal vez, le pregunte, algún pariente del gran cardenal Giménez?

—Quien sabe, señor; todo podría ser.... lo que no cabe duda es que somos la familia más antigua de la Alhambra, cristianos viejos sin mezcla de moro ni judío. Yo sé que pertenecemos a una gran casa, pero no me acuerdo cual: mi padre lo sabe todo, y conserva nuestro blasón colgado a la pared de su cabaña, que está en lo más alto de la fortaleza.» Estas razones, y el primer título que se había dado el andrajoso hidalgo me cautivaron de modo, que desde luego acepte con gusto los servicios del hijo de la Alhambra.

Entramos en un angosto y profundo barranco lleno de bosquecillos y cubierto de verdura. Atravesabale una avenida rápida, y cortabanle en todas direcciones varios senderos tortuosos, adornados de fuentes y bancos de piedra. A la izquierda se elevaban por encima de nuestras cabezas las torres de la Alhambra, y a la derecha, por la parte opuesta del barranco, nos dominaban otras no menos altas, edificadas sobre la peña viva: estas eran las Torres bermejas, llamadas así a causa de su color. Nadie conoce su origen, si bien se sabe que son mucho más antiguas que la Alhambra: algunos las suponen construidas por los romanos, y otros las creen obra de una colonia errante de los fenicios. Subiendo la sombría y rápida avenida, llegamos al pie de una torre cuadrada, que es la entrada principal de la fortaleza. Allí encontramos otro grupo de inválidos, uno de los cuales estaba de centinela bajo el arco de la puerta, en tanto que los demás dormían sobre los bancos de piedra, envueltos en sus capas. Llamase a esta la puerta del Juicio, porque durante la dominación de los moros se reunía bajo su pórtico el tribunal que juzgaba inmediatamente las causas de poca entidad. Esta costumbre, común a todo el oriente, se halla consignada en muchos pasajes de la Escritura.

 

El gran vestíbulo o pórtico lo forma un arco inmenso que se eleva casi hasta la mitad de la torre. Sobre la piedra fundamental de la bóveda exterior esta esculpida una mano gigantesca, y en la correspondiente de la parte interior se ve representada del mismo modo una enorme llave. Los que creen tener algún conocimiento de los símbolos mahometanos, dicen que la mano es el emblema de la doctrina, y la llave el de la fe; añadiendo que este último signo era el distintivo constante de los estandartes musulmanes cuando subyugaron la Andalucía. Mas el hijo legítimo de la Alhambra explicaba la cosa de otro modo.

Según Mateo, que se apoyaba en la autoridad de una tradición trasmitida de padres a hijos desde los primeros habitantes de la fortaleza, la mano y la llave eran figuras mágicas, y pendía de ellas la suerte de la Alhambra. El rey moro que hizo construir este edificio, mágico famoso, y que aun, según la opinión de muchos, había vendido su alma al diablo, puso la fortaleza bajo el influjo de un encanto, en fuerza del cual ha resistido siglos enteros a los asaltos y terremotos que han destruido la mayor parte de los edificios moriscos; y es fama común que el encanto conservara toda su virtud hasta el momento en que la mano se baje de tal modo que llegue a tocar la llave, en cuyo acto se hundirá la Alhambra, y quedaran de manifiesto los tesoros de los reyes moros que están enterrados bajo sus moles.

Sin embargo de esta espantosa predicción, nosotros pasamos sin vacilar por bajo del arco encantado.

Desde allí, por un camino angosto y sinuoso practicado entre las murallas, subimos a una explanada interior, llamada la plaza de los Algibes, en razón de unos grandes depósitos de agua abiertos en la peña, y también hay un pozo inmenso que da un agua sobremanera fresca y cristalina. Estas obras prueban la exquisita voluptuosidad de los árabes, y lo mucho que apreciaban obtener este elemento en toda su pureza.

En frente de esta explanada se halla el palacio de Carlos V, que debía eclipsar según dicen a la antigua mansión de los reyes moros. Mas a despecho de su magnificencia y de una arquitectura que no carece de mérito, este monumento no parece otra cosa que un intruso orgulloso; y de ahí es que mi compañero y yo pasamos por delante sin detenernos, y nos dirigimos a la sencilla puerta por donde se penetra en el palacio antiguo.

La transición es casi mágica: creímonos trasportados de repente a otros parajes y a otro siglo, y que íbamos a presenciar las escenas que refiere la historia de los árabes. Nos hallamos en un gran patio pavimentado de mármol blanco, y decorado a sus ángulos con ligeros perístilos moriscos. Era el patio de la Alberca o del gran Vivero, y ocupaba su centro un estanque de ciento treinta pies de largo, lleno de peces y circuido de rosales.

Al extremo superior de este patio se halla la torre de Comares; pero nosotros, dirigiéndonos al lado opuesto, entramos por un pasadizo cubierto en el célebre patio de los Leones. Ninguna parte del edificio da una idea tan completa de su antigua magnificencia; porque ninguna ha sufrido menos los estragos del tiempo. Vese en el centro aquella fuente, tan famosa en la historia y en los cantos populares; las tazas de alabastro derraman de continuo una lluvia de líquidos diamantes, y los doce leones arrojan por las narices torrentes de agua cristalina lo mismo que en los días de Boabdil. El patio se halla cubierto de flores y rodeado de ligeros arcos, adornados de esculturas y filigranas de una labor tan delicada como el encaje, y sostenidos sobre delgadísimas columnas de mármol blanco. La arquitectura, lo mismo que la del resto del palacio, tiene mas elegancia que grandeza, y esta indicando un gusto blando y delicado, y cierta disposición a los placeres de la indolencia. Cuando se dirige la vista a aquellos pórticos aéreos con sus frágiles apoyos, que parecen obra de las hadas, apenas puede concebirse como el tiempo, los temblores de tierra, el abandono y la rapiña de los viajeros curiosos, no menos temible que la de los guerreros, ha perdonado una parte tan grande de este monumento: estas reflexiones podrían casi hacer admitir la tradición que le supone protegido por un encanto. A un lado del patio, por una puerta ricamente adornada, se entra a una gran pieza embaldosada de mármol blanco, llamada la sala de las dos hermanas. Una cúpula abierta da paso al aire exterior, y deja penetrar una luz templada; la parte inferior de las paredes esta incrustada de hermosos azulejos moriscos, en los cuales se ven los escudos de armas de los reyes moros; la superior se halla revestida de aquel hermoso estuco inventado en Damasco, compuesto de grandes chapas vaciadas y unidas con tanto arte, que parece se hayan esculpido en el mismo sitio los elegantes relieves y caprichosos arabescos que en ellas se ven entrelazados con textos del Corán e inscripciones árabes. Los adornos de las paredes y de la cúpula están ricamente dorados, y sus intersticios revestidos de lapislázuli y otros colores hermosos y permanentes. A uno y otro lado de la sala están las alcobas destinadas a contener las otomanas o lechos orientales. Sobre un pórtico interior corre una galería que comunica con la vivienda de las mujeres; y todavía se ven allí las celosías por donde las lindas odaliscas del harem podían ver sin ser vistas las fiestas de la sala inferior.

Es imposible contemplar aquella antigua y privilegiada mansión de los árabes, aquel palacio donde las costumbres orientales desplegaron todo su esplendor y elegancia, sin que se renueven en la imaginación las antiguas escenas que se han leído en las novelas: casi espera uno ver la blanca mano de una princesa que hace señas desde un balcón, o bien unos ojos negros que lanzan miradas de fuego al través de una celosía. El asilo de la hermosura existe aun allí como si lo hubiesen habitado ayer; mas ¿que se han hecho las Zoraidas y Lindaraxas?

Al lado opuesto del patio de los Leones esta la sala de los Abencerrajes, llamada así en memoria de los valientes caballeros de aquella ilustre familia que fueron degollados en este sitio. No falta quien ponga en duda la verdad de esta historia en todos sus pormenores; pero nuestro humilde guía nos enseñó la portezuela por donde los hicieron entrar uno a uno, y la fuente de mármol blanco que existe en medio de la sala, en cuya taza cayeron sus cabezas; haciéndonos además observar en el pavimento ciertas manchas rojizas, las cuales nos dijo eran los rastros de su sangre, que jamás han podido borrarse; y persuadido de que le escuchábamos con fácil credulidad, añadió que algunas noches se percibía en el patio de los Leones un rumor sordo y confuso como el murmullo de una multitud, al que se unía de cuando en cuando un crujido semejante al estrepito de cadenas oído a cierta distancia. Es muy probable que estos ruidos provengan de las corrientes de agua que por diferentes cañerías pasan por bajo el piso para alimentar las fuentes; mas el hijo de la Alhambra los atribuía a las almas de los abencerrajes degollados, que vagan durante la noche por el teatro de su suplicio, e imploran la venganza divina sobre su asesino.