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100 Clásicos de la Literatura

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—¡Ay de mí!, caballeros —gritó Rip, en cierto modo abatido—, soy un pobre hombre tranquilo, nacido aquí y leal súbdito del rey, ¡Dios lo bendiga!

En ese momento, brotó un aullido generalizado de los presentes: «¡Un tory! ¡Un tory! ¡Un espía! ¡Un refugiado! ¡Fuera con él! ¡Fuera!». Con gran dificultad restableció el orden el hombre engreído del sombrero de tres picos. Una vez asumida una severidad en el ceño diez veces mayor, volvió a preguntar al acusado desconocido a qué había llegado hasta allí y a quién buscaba. El pobre Rip aseguró humilde que no pretendía daño alguno, sino que sencillamente había llegado para encontrarse con alguno de sus vecinos que solían rondar por la taberna.

—Bueno, ¿quiénes son? ¿Cómo se llaman?

Rip ponderó brevemente la situación y dijo:

—¿Dónde está Nicholas Vedder?

La asamblea se sumió en el silencio un instante; después, un anciano contestó con voz temblona y aguda:

—¿Nicholas Vedder? ¡Si murió y lo enterraron hace dieciocho años! Había una lápida de madera en el cementerio en la que se podía saber de él, pero está ya podrida y perdida también.

—¿Dónde está Brom Dutcher?

—Ah…, se metió en el ejército al principio de la guerra, algunos dicen que lo mataron en el asalto de Stony Point…, otros dicen que se ahogó en una tempestad a los pies de Antony’s Nose. No lo sé…, nunca regresó.

—¿Y dónde está Van Bummel, el maestro?

—Se fue a la guerra también, era un gran general y ahora está en el Congreso.

El corazón de Rip se apagó al oír estos tristes cambios en su hogar y sus amigos; de pronto, se encontró solo en el mundo. Cada respuesta lo confundía aún más, al hablar de tan largos espacios de tiempo y de cosas que no podía comprender: la guerra, el Congreso, Stony Point… No tenía el valor de preguntar por ningún otro amigo, así que chilló desesperado:

—¿Alguien conoce aquí a Rip van Winkle?

—¡Oh, Rip van Winkle! —exclamaron dos o tres—. ¡Sí, claro!, ahí mismo está, apoyado contra el árbol.

Rip miró y observó el equivalente preciso de sí mismo cuando subió a la montaña; aparentemente tan perezoso y, sin duda, tan harapiento. El pobre hombre estaba completamente confundido. Dudaba de su propia identidad y de si era él mismo u otro hombre. En mitad de su desconcierto, el tipo del sombrero de tres picos le preguntó quién era y cómo se llamaba.

—¡Dios sabrá! —exclamó al borde de la locura—. ¡No soy yo…, soy otro…, ese de ahí soy yo…, no, es otro, metido en mi piel…, yo era yo anoche, pero me dormí en la montaña y me cambiaron la escopeta y todo ha cambiado, yo he cambiado y no puedo decir mi nombre ni quién soy!

Los presentes comenzaron entonces a mirarse unos a otros, asentían, guiñaban elocuentes los ojos y se llevaban un dedo a la sien. En un murmullo, también se comentó algo sobre asegurar el arma y evitar que el anciano causara algún daño. Nada más verbalizarse esta sugerencia, el hombre engreído del sombrero de tres picos se retiró con cierta prisa. En este momento crítico, una mujer linda y lozana se abrió paso entre la muchedumbre para echar un vistazo al hombre de barba gris. Llevaba un niño regordete en los brazos, el cual, asustado por el aspecto del anciano, comenzó a llorar.

—Calla, Rip —gritó ella—, calla, tontorrón, el viejo no te va a hacer daño.

El nombre del niño, el aspecto de la madre, el tono de su voz, todo esto despertó una sucesión de recuerdos en la mente de Rip.

—¿Usted cómo se llama, buena mujer? —preguntó.

—Judith Gardenier.

—¿Y su padre?

—Ay, pobre hombre… Rip van Winkle se llamaba, hace veinte años que salió de casa con su escopeta y desde entonces nadie ha vuelto a saber nada. Su perro volvió a casa sin él, pero si se pegó un tiro o se lo llevaron los indios, nadie lo sabe. Yo no era más que una niña.

Rip tenía una duda más que resolver, la pronunció con voz temblorosa:

—¿Dónde está tu madre?

—Oh, ella también murió no hace mucho tiempo; le reventó una vena en un ataque de rabia ante un pedigüeño de Nueva Inglaterra.

Por fin, una gota de consuelo para Rip. El buen hombre no podía contenerse más. Abrazó a su hija y a su nieto.

—¡Yo soy tu padre! —estalló—. ¡Antes el joven Rip van Winkle y ahora el viejo Rip van Winkle!… ¡¿Es que nadie conoce al pobre Rip van Winkle?!

Todos quedaron sorprendidos y una anciana, que apareció de entre la multitud, se llevó una mano a la frente y, mirando bajo esta al rostro de Rip por un instante, exclamó:

—¡Claro que sí! Es Rip van Winkle…, ¡el mismo! Bienvenido a casa de nuevo, vecino. Pero ¿dónde has estado todos estos años?

Rip contó rápidamente su historia, los veinte años al completo habían sido para él no más que una noche. Los vecinos lo miraban asombrados al oírlo hablar; se pudo ver a algunos guiñarse un ojo entre sí y sacar la lengua por un lateral de la boca, mientras que el hombre presumido del sombrero de tres picos, quien, una vez descartada la alarma, había regresado al grupo, torció las comisuras y sacudió la cabeza, tras lo que se produjo un gesto similar en toda la asamblea.

Se decidió, no obstante, consultar la opinión de Peter Vanderdonk, a quien vieron avanzando lentamente calle arriba. Era descendiente del historiador con quien compartía apellido, que escribió uno de los primeros textos sobre la provincia. Peter era el habitante más anciano de la aldea y conocía de primera mano todos los acontecimientos increíbles y las tradiciones del vecindario. Reconoció inmediatamente a Rip y corroboró su historia del modo más satisfactorio. Aseguró a los presentes que era un hecho, que le había transmitido su predecesor, el historiador, que las montañas de Kaatskill siempre habían estado embrujadas por seres extraños. Se afirmaba que el gran Hendrick Hudson, el descubridor del río y de la región, realizaba una suerte de vigilia allí cada veinte años, con la tropa que lo acompañaba en su navío, el Half Moon, lo que le permitía volver a visitar los lugares de su hazaña y mantener un ojo guardián sobre el río y la gran ciudad que recibió su nombre. El historiador los había visto una vez vestidos con sus antiguos trajes holandeses y jugando a los bolos en la hondonada de la montaña. Y él mismo, su hijo, había oído, una tarde de verano, el sonido de las bolas, como el remoto retumbar de un trueno.

Para abreviar el relato, los presentes se desbandaron y regresaron a los quehaceres más importantes de las elecciones. La hija de Rip lo llevó a casa a vivir con ella. Tenía un hogar acogedor y bien amueblado, y un robusto y alegre agricultor por marido, en quien Rip reconoció a uno de los pillastres que solían subírsele a la espalda. En cuanto al hijo y heredero de Rip, que era su viva estampa, apoyado contra el árbol, trabajaba de empleado en las tierras, pero mostraba una disposición hereditaria a atender a todo, menos a su trabajo.

Rip retomó entonces sus antiguos paseos y hábitos; pronto encontró a muchos de sus compañeros de los viejos tiempos, si bien todos en peor estado debido al transcurrir del calendario, por lo que prefirió hacer amigos entre las nuevas generaciones, cuyos favores se granjeó rápidamente.

Sin nada que hacer en casa y llegado a la feliz edad en la que un hombre puede perder el tiempo con impunidad, volvió a tomar su posición en el banco, en la puerta de la posada, donde era reverenciado como uno de los patriarcas de la aldea, crónica viva de los viejos días «de antes de la guerra». Pasó algún tiempo hasta que pudo seguir sin problemas los chismes y entender los extraños acontecimientos que habían tenido lugar durante su letargo. ¡Se había producido una revolución, el país se había liberado del yugo de la vieja Inglaterra y, en lugar de ser súbdito de Su Majestad Jorge III, era ahora ciudadano libre de los Estados Unidos! Rip, en realidad, no era político; los cambios en los estados y los imperios difícilmente lo impresionaban; pero había una clase de despotismo que siempre había lamentado, que era… el gobierno de las enaguas. Por fortuna, eso se había acabado; había liberado su cuello del yugo del matrimonio y podía entrar y salir cuando le placiera sin temer la tiranía de la señora Van Winkle. Ahora bien, siempre que se mencionaba su nombre, sacudía la cabeza, se encogía de hombros y levantaba la vista al cielo, lo que podía pasar tanto por una expresión de resignación ante su sino como por alegría por su liberación.

Solía contar esta historia a todo extranjero que llegaba al hotel del señor Doolittle. Inicialmente se percibió que variaban ciertos puntos de la narración cada vez que esta se repetía, lo que, sin duda, era debido a que Rip hubiera despertado tan poco tiempo antes. Finalmente, quedó fijada exactamente en la historia que he relatado, y no existe ni un solo hombre, mujer o niño de la vecindad que no la sepa de memoria. Algunos han fingido siempre dudar de su veracidad, insistiendo en que Rip había perdido la cabeza y que este era un punto en el que siempre había sido inestable. Los viejos habitantes holandeses, sin embargo, le dieron total crédito de forma casi unánime. Incluso a día de hoy, jamás oyen una tormenta en una tarde de verano en las inmediaciones de las montañas de Kaatskill sin decir que Hendrick Hudson y su tropa están jugando a los bolos. Es también deseo común entre los maridos dominados de la vecindad, cuando la vida se hace difícil en sus manos, poder darle un tranquilo traguito al jarro de Rip van Winkle.

NOTA

La historia precedente, sospecha uno, habría sido sugerida al señor Knickerbocker por una pequeña superstición alemana sobre el emperador Frederick der Rothbart y la montaña de Kyffhäuser; la nota posterior, no obstante, añadida en forma de apéndice a la historia, muestra que es un hecho real, narrado con la fidelidad habitual de Knickerbocker:

 

«La historia de Rip van Winkle puede parecer increíble a muchos, pero yo le otorgo plena credibilidad, puesto que conozco que el entorno de nuestros viejos asentamientos holandeses se vio sometido a sorprendentes acontecimientos y apariciones. De hecho, he oído muchas historias más extrañas que ésta en las aldeas situadas a lo largo del Hudson, todas ellas demasiado autentificadas como para admitir duda. He llegado incluso a conversar con el propio Rip van Winkle, quien, la última vez que lo vi, era un venerable anciano, tan perfectamente racional y consistente en cualquier otra materia que dudo que ninguna persona concienzuda pueda negarse a aceptar también esta historia. Más aún, he visto un certificado al respecto emitido en un juzgado rural y firmado con una cruz del puño y letra del propio magistrado. La historia, por tanto, está más allá de toda posible duda».

D. K.

POST SCRIPTUM

A continuación, se incluyen notas de viaje de un libro de memorias del señor Knickerbocker:

«Las montañas de Kaatsberg o Catskill han sido siempre una región llena de fábulas. Los indios las consideraban la morada de los espíritus, quienes ejercían influencia en la meteorología, desplegando el sol o las nubes sobre el paisaje y enviando buenas o malas temporadas de caza. Estaban dominadas por un viejo espíritu piel roja, que se decía era la madre de estos. El espíritu, femenino, pues, vivía en el pico más alto de las Catskill y tenía a su cargo las puertas del día y de la noche, para cerrarlas y abrirlas a la hora indicada. Ella colgaba las lunas nuevas en el cielo y desmenuzaba las viejas en estrellas. En tiempos de sequía, si era propiciada debidamente, tejía tenues nubes de verano a partir de telas de araña y rocío de la mañana, tras lo que las enviaba desde la cresta de la montaña, copo a copo, como hebras de algodón cardado, y así las nubes flotaban en el aire, hasta que, disueltas por el calor del sol, caían en delicados chaparrones que hacían brotar la hierba, madurar la fruta y crecer el maíz dos centímetros por hora. Si estaba disgustada, sin embargo, cocía nubes negras como la tinta y se aposentaba entre ellas como una araña de vientre prominente en el centro de su tela. Cuando estas nubes estallaban, ¡la desgracia caía sobre los valles!

En los viejos tiempos, dicen las tradiciones indias, había un tipo de manitú o espíritu que guardaba los escondrijos más salvajes de las montañas de Catskill y disfrutaba malicioso causando todo tipo de pesares y vejaciones a los pieles rojas. A veces, asumía la forma de un oso, de una pantera o de un venado, conducía al desconcertado cazador en una persecución a través de bosques enmarañados y rocas cortadas y luego desaparecía con un sonoro ¡jo, jo, jo!, dejando al cazador horrorizado en el extremo de un elevado precipicio o de un rabioso torrente.

La morada favorita de este manitú todavía está a la vista. Es una gran roca o risco en la parte más solitaria de las montañas y es conocida, por las florecidas enredaderas que trepan por ella y las flores silvestres que abundan en el entorno, como el Jardín de la Roca. Cerca de su pie existe un pequeño lago, guarida del solitario avetoro, con serpientes de agua que se tuestan al sol sobre las hojas de los nenúfares que ocupan la superficie. El lugar era observado con gran temor por los indios, hasta el punto de que el más astuto cazador no perseguía a su presa en los alrededores. Una vez, sin embargo, un cazador que se había desorientado entró en el Jardín de la Roca, donde contempló varias calabazas colocadas en las horquillas de los árboles. Se hizo con una y corrió con ella, pero en la acelerada huida la dejó caer entre las rocas, momento en el que un gran torrente brotó y lo barrió, empujándolo precipicio abajo, donde quedó despedazado. El torrente se abrió camino hasta el Hudson y continúa fluyendo a día de hoy; el mismo torrente, precisamente, conocido por el nombre de Kaaterskill».

Cuentos de la Alhambra

Por

Washington Irving

El Viaje.

Conducido a España a impulsos de la curiosidad en la primavera de 1829, hice una excursión desde Sevilla a Granada en compañía de un amigo, agregado entonces a la embajada rusa en Madrid. Desde regiones muy distantes nos había llevado el acaso al país en que nos hallábamos reunidos, y la conformidad de nuestros gustos nos inspiró el deseo de recorrer juntos las románticas montañas de Andalucía. ¡Ojala que si estas páginas llegan a sus manos en el país adonde las obligaciones de su destino hayan podido conducirle, ya le hallen engolfado en la pompa tumultuosa de las cortes, ya meditando sobre las glorias más efectivas de la naturaleza; le recuerden nuestra feliz peregrinación y la memoria de un amigo, a quien ni el tiempo ni la distancia harán jamás olvidar su amabilidad y su mérito!

Antes de pasar adelante, no será inoportuno presentar algunas observaciones preliminares sobre el aspecto general de España, y el modo de viajar por aquel país. En las provincias centrales, al atravesar el viajero inmensos campos de trigo, ora verdes y undosos, ya rubios como el oro, ya secos y abrasados por el sol; buscara en vano la mano que los ha cultivado, hasta que al fin divisara, sobre la cima de un monte escarpado, un lugar con fortificaciones moriscas medio arruinadas, o alguna torre que sirviera de asilo a los habitantes durante las guerras civiles, o en las invasiones de los moros. La costumbre de reunirse para protegerse mutuamente en los peligros, existe aún entre los labradores españoles, merced a la rapiña de los ladrones que infestan los caminos.

La mayor parte de España se halla desnuda del rico atavío de los bosques y las selvas, y de las gracias más risueñas del cultivo; pero sus paisajes tienen un carácter de grandeza que compensa lo que les falta bajo otros respetos: háyanse en ellos algunas de las cualidades de sus habitantes, y de ahí es que yo concibo mejor al duro, indomable y frugal español después que he visto su país.

Los sencillos y severos rasgos de los paisajes españoles tienen una sublimidad que no puede desconocerse. Las inmensas llanuras de las Castillas y de la Mancha, extendiéndose hasta perderse de vista, adquieren cierto interés con su extensión y uniformidad, y causan una impresión análoga a la que produce la vista del océano. Recorriendo aquellas soledades sin límites visibles, suele descubrirse de cuando en cuando un rebaño apacentado por un pastor inmóvil como una estatua, con su bastón herrado en la mano a guisa de lanza; una recua de mulos que cruzan pausadamente el desierto, cual atraviesan las caravanas de camellos los arenales de la Arabia; o bien un zagal que camina solo con su cuchillo y carabina.

Los peligros de los caminos dan ocasión a un modo de viajar que presenta en escala menor las caravanas del oriente: los arrieros parten en gran número y bien armados a días señalados, y los viajeros que accidentalmente se les reúnen aumentan sus fuerzas.

El arriero español posee un caudal inagotable de canciones y romances con que aligera sus continuas fatigas. La música de estos cantos populares es sobremanera sencilla, pues que se reduce a un corto número de notas, y las letras por lo común son algunos romances antiguos sobre los moros, endechas amorosas, y con mayor frecuencia romances en que se refieren los hechos de algún famoso contrabandista; y sucede no pocas veces, que tanto la música como la letra es improvisado, y se refiere a una escena local o a algún incidente del viaje. Este talento de improvisación, tan común en aquel país, parece se ha trasmitido de los árabes, y es fuerza convenir en que aquellos cantos de tan fácil melodía producen una sensación sumamente deliciosa cuando se oyen en medio de los campos salvajes y solitarios que celebran, y acompañados por el argentino sonido de las campanillas de las mulas.

No es posible imaginarse cosa más pintoresca que el encuentro de una recua de mulas en el tránsito de aquellos montes. Oiréis ante todo las campanillas de la delantera, cuyo sonido repetido y monótono rompe el silencio de las alturas aéreas, y tal vez la voz de un arriero que llama a su deber a alguna bestia tarda o descaminada, o que canta con toda la fuerza de sus pulmones un antiguo romance nacional. Al cabo de rato descubrís las mulas que pasan lentamente los desfiladeros, ya bajando una pendiente tan rápida y elevada, que las veréis como designadas de relieve sobre el fondo azul del cielo, ya avanzando trabajosamente al través de los barrancos que están a vuestros pies. A medida que se aproximan distinguís sus adornos de color brillante, sus arreos bordados, sus plumajes; y cuando ya están más cerca, el trabuco, siempre cargado, que cuelga detrás de los fardos como una advertencia de los peligros del camino.

El antiguo reino de Granada, en el que íbamos a entrar, es uno de los países más montuosos de España. Sierras vastas o cadenas de montes desnudos de árboles y de maleza, y abigarrados de canteras de mármol y de granito de diversos colores, levantan sus peladas crestas en medio de un cielo de azul oscuro; más en su seno están ocultos algunos valles fértiles y frondosos, y el desierto cede el lugar al cultivo, que fuerza a las rocas más áridas a producir el naranjo, la higuera y el limonero, y a engalanarse con las flores del mirto y el rosal.

En las gargantas más salvajes de aquellos montes se encuentran varios lugarejos murados, construidos a manera de nidos de águilas en las cimas de los precipicios, y algunas torres derruidas, colgadas por decirlo así sobre los picos más elevados, recordando los tiempos caballerescos, las guerras de moros y cristianos, y la lucha romántica que precedió a la toma de Granada. Al transitar el viajero por aquellas altas cordilleras, se ve a cada paso precisado a echar pie a tierra, y conducir el caballo de la brida para subir y bajar por algunas sendas ásperas y angostas, semejantes a escaleras arruinadas. Algunas veces corre el camino a orillas de precipicios espantosos, de que ningún parapeto os defiende; otras se sumerge en una pendiente rápida y peligrosa que se pierde en una oscura profundidad, o pasa por entre barrancos formados por los torrentes del invierno, y que sirven de guarida a los malhechores. Descúbrase de cuando en cuando una cruz de funesto presagio; y este monumento del robo y del asesinato, erigido sobre un montón de piedras a la orilla del camino, advierte al caminante que se halla en un paraje frecuentado por los bandidos, y que quizá entonces mismo le acecha en emboscada alguno de aquellos malvados. Muchas veces sorprendido el caminante en el recodo de un valle sombrío por un bramido ronco y espantoso, levanta la cabeza, y en una de las frondosas quebradas del monte descubre una manada de fieros toros andaluces destinados a los combates del circo. Nada más imponente que el aspecto de aquellos brutos terribles, errantes en su terreno nativo con toda la fuerza que les da la naturaleza: indómitos y casi extraños al hombre, solo conocen al pastor que los guarda, y que no siempre se atreve a aproximárseles; el mugido de estos animales, y los amenazantes ojos con que miran hacia abajo desde sus elevadas praderas, añaden todavía expresión al aspecto salvaje de la escena.

El 1º de mayo salimos mi compañero y yo de Sevilla para Granada, y como conocíamos el país que íbamos a recorrer, y lo incómodo y poco seguro de los caminos, enviamos delante con arrieros los efectos de más valor, y llevábamos únicamente nuestros vestidos y el dinero necesario para el viaje, con un aumento destinado a satisfacer a los bandoleros, caso de vernos atacados, y libertarnos así del mal trato a que se ven expuestos los viajeros muy avaros o muy pobres. Sabíamos también que no debe confiarse en la despensa de las posadas, y que habíamos de cruzar largos espacios inhabitados; y con este conocimiento tomamos las precauciones convenientes para asegurar nuestra subsistencia, y alquilamos dos caballos para nosotros, y otro para que llevase nuestro corto equipaje y a un robusto vizcaíno, que debía guiarnos en el laberinto de aquellas montañas, cuidar de las caballerías, y en fin, servirnos en la ocasión, ya de ayuda de cámara, ya de guarda. Habíase este prevenido de un formidable trabuco para defendernos, según decía contra los rateros: sus fanfarronadas sobre esta arma no tenían termino; más sin embargo, con descredito de su prudencia militar, la carabina en cuestión colgaba descargada al arzón trasero de la silla. Como quiera, el vizcaíno era un criado fiel, celoso y jovial; tan fecundo en chistes y refranes como aquel modelo de escuderos, el célebre Sancho, cuyo nombre le dimos: verdadero español en los momentos de su mayor alegría; más a pesar de la familiaridad con que le tratábamos, no paso jamás los límites de un respetuoso decoro.

 

Equipados en estos términos nos pusimos en camino, resueltos a sacar todo el partido posible de nuestro viaje; y con tales disposiciones, ¡cuán delicioso era el país que íbamos a recorrer! La venta más infeliz de España es más fecunda de aventuras que un castillo encantado, y cada comida que se efectúa puede mirarse como una especie de hazaña. Ensalcen otros enhorabuena los caminos resguardados de parapetos, las suntuosas fondas de un país cultivado y civilizado hasta el punto de no ofrecer sino superficies planas; en cuanto a mí, solo la España con sus agrestes montes y francas costumbres puede saciar mi imaginación.

Desde la primera noche disfrutamos ya uno de los placeres novelescos del país. Acababa de ponerse el sol cuando llegamos a una villa muy grande, cansados por haber cruzado una llanura inmensa y desierta, y calados de agua, en razón de la copiosa lluvia que había caído sobre nosotros. Apeamos en un mesón, en donde se alojaba una compañía de fusileros, ocupada entonces en persecución de los ladrones que infestaban la comarca; y como unos extranjeros de nuestra clase eran un objeto de admiración en aquel pueblo extraviado, el huésped, ayudado de dos o tres vecinos embozados en sus capas pardas, examinaba nuestros pasaportes en un rincón de la pieza, mientras un alguacil con su capita negra, tomaba apuntaciones a la débil luz de un farol. Unos pasaportes en lengua extranjera les daban mucha grima; más acudió a su socorro nuestro escudero Sancho, y nos dio aun mayor importancia con la pomposa elocuencia de un español. Al mismo tiempo la distribución de algunos cigarros nos ganó todos los corazones, y a poco rato ya estaba el pueblo entero en movimiento para obsequiarnos. Visitonos el alcalde en persona, y la misma huésped llevo con gran ceremonia a nuestro cuarto un gran sillón de juncos para que el ilustre viajero pudiese sentarse con mayor comodidad. Hicimos cenar con nosotros al comandante de los fusileros, el cual nos divirtió sobremanera con la animada relación de una campaña que había hecho en la América del Sur, y otras hazañas amorosas y guerreras, que debían todo su interés a sus ampulosas frases y multiplicados ademanes, y sobre todo a cierto movimiento de los ojos, que sin duda quería decir mucho. Pretendía saber el nombre y señas de todos los bandidos de la provincia, y se prometía ojearlos y prenderlos uno a uno. El buen oficial se empeñó en que nos había de dar algunos hombres para nuestra escolta. «Más uno solo bastara, añadió, porque los ladrones nos conocen, y la vista sola de uno de mis muchachos derramara el espanto por toda la sierra.» Le agradecimos su ofrecimiento y buena voluntad, asegurándole en el mismo tono, que con el formidable escudero Sancho no temeríamos haberlas con todos los bandoleros de Andalucía.

Mientras estábamos cenando con el amable perdonavidas, llego a nuestros oídos el sonido de una guitarra, acompañado de un repiqueteo de castañuelas, y poco después un coro de bien concertadas voces que cantaba una tonada popular. Era un obsequio del huésped, que para divertirnos había reunido aquellos músicos aficionados y a las hermosas de la vecindad, y cuando salimos al patio vimos una verdadera escena de alegría española. Nos colocamos bajo el soportal con los huéspedes y el comandante, y pasando la guitarra de mano en mano, vino a parar en las de un alegre zapatero, que nos pareció el Orfeo de la tierra. Era un joven de aspecto agradable, patilla negra, y las mangas de la camisa arremangadas hasta encima del codo. Sus dedos recorrían el instrumento con extraordinaria ligereza y habilidad, cantando al mismo tiempo algunas seguidillas amorosas, acompañadas de expresivas miradas a las mozas, con las que al parecer estaba en gran favor. En seguida bailo el fandango con una graciosa andaluza, causando gran placer a los espectadores. Pero ninguna de las mujeres que se hallaban presentes podía compararse a la linda Pepita, hija del huésped, que aunque con mucha prisa, se había prendido con la mayor gracia para el baile improvisado, entrelazando con frescas rosas las trenzas de sus hermosos cabellos: esta lucio su habilidad con un bolero que bailo, acompañada de un gallardo dragón. Habíamos nosotros dispuesto que se sirviese a discreción vino, dulces y otras frioleras; y sin embargo de que la reunión se componía de soldados, arrieros y paisanos de todas clases, nadie se excedió de los límites de una diversión honesta; y en verdad que cualquier pintor se hubiera tenido por dichoso de poder contemplar aquella escena. El elegante grupo de los bailadores, los soldados de a caballo de medio uniforme, los paisanos envueltos en sus capas, y en fin, hasta el amojamado alguacil, digno de los tiempos de D. Quijote, a quien se veía escribir con gran diligencia a la moribunda luz de una gran lámpara de cobre, sin cuidarse de lo que pasaba en su derredor, todo esto formaba un conjunto verdaderamente pintoresco.

No daré aquí la historia exacta de los acontecimientos de esta expedición de algunos días por montes y valles. Viajábamos como verdaderos contrabandistas, abandonándonos al azar en todas las cosas, y tomándolas buenas o malas según las deparaba la suerte. Este es el mejor modo de viajar por España, mas nosotros sin embargo habíamos cuidado de llenar de buenos fiambres las alforjas de nuestro escudero, y su gran bota de exquisito vino de Valdepeñas. Como este último artículo era en verdad de mayor importancia para nuestra campaña que la misma carabina de Sancho, conjuramos a este que estuviese en continua vigilancia sobre esta parte preciosa de su carga; y debo hacerle la justicia de decir que su homónimo, tan celebre por el celo con que cuidaba de la mesa, no le excedía en nada como proveedor inteligente. Así pues, a pesar de que las alforjas y la bota eran vigorosa y frecuentemente atacadas, no parecía sino que tenían la milagrosa propiedad de no vaciarse jamás, porque nuestro ingenioso escudero nunca se olvidaba de colocar en ellas los relieves de la cena de la venta, para que sirviesen a la comida que hacíamos a campo raso al día siguiente. ¡Con cuanta delicia almorzábamos algunas veces a la mitad de la mañana, sentados a la sombra de un árbol, a orillas de una fuente o de un arroyo! ¡Que siestas tan dulces no tomamos, sirviéndonos de colchón nuestras capas tendidas sobre la fresca yerba!

En cierta ocasión hicimos alto a medio día en una frondosa pradera, situada entre dos colinas cubiertas de olivos. Tendimos las capas bajo de un pomposo álamo que daba sombra a un bullicioso arroyuelo, y arrendados los caballos de modo que pudiesen pacer, ostento Sancho con aire de triunfo todo el caudal de su despensa. Los sacos contenían algunas municiones recogidas en el espacio de cuatro días; pero habían sido notablemente enriquecidos con los restos de la cena que habíamos tenido la noche anterior en una de las mejores posadas de Antequera. Sacaba nuestro escudero poco a poco el heterogéneo contenido en su zurrón y yo creí que no acababa jamás. Apareció ante todo una pierna de cabrito asada, casi tan buena como cuando nos la habían servido; siguiese un gran pedazo de bacalao seco envuelto en un papel, los restos de un jamón, medio pollo, una porción de panecillos, y en fin, un sinnúmero de naranjas, higos, pasas y nueces: la bota había sido también reforzada con excelente vino de Málaga. A cada nueva aparición gozaba de nuestra cómica sorpresa, dejándose caer sobre el césped con grandes carcajadas. Elogiábamos extremadamente a nuestro sencillo y amable criado, comparándole en su afición a llenar la panza, al célebre escudero de D. Quijote. Estaba el muy versado en la historia de este caballero, y como la mayor parte de las gentes de su clase, creía a pie juntillas en su realidad.