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100 Clásicos de la Literatura

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Caminaron a lo largo de un susurrante arroyo que chapoteaba dulcemente y del que al parecer procedían todos los deliciosos aromas que llenaban el bosque.

—Es el arroyo de las naranjas —explicó el Cascanueces en respuesta a sus preguntas—, pero, exceptuando su excelente aroma, no se puede comparar en grandeza y belleza al río de la limonada, que, igual que éste, desemboca en el lago de leche de almendras.

De hecho, Marie percibió pronto un chapoteo, un rumor más fuerte, y vio el ancho río de la limonada, que se deslizaba formando rizos con sus orgullosas olas color perla entre arbustos brillantes como un carbunclo de reflejos verdosos. Un frescor extraordinariamente agradable que fortalecía el corazón se levantaba en oleadas de aquella agua maravillosa. No lejos de allí se arrastraba con esfuerzo un agua amarilla oscura que, sin embargo, despedía un aroma increíblemente dulce, a cuya orilla se encontraban sentados multitud de hermosísimos niños pescando pequeños pececillos gordezuelos que comían al momento. Al acercarse, Marie vio que los peces tenían aspecto de nueces. Junto al río, un poco más lejos, surgía un bello pueblecito; las casas, los graneros, la iglesia y la casa parroquial eran marrón oscuro, aunque adornados con tejados dorados. Muchos muros tenían, además, tal multitud de colores, que parecía como si en ellos hubiesen pegado cidras y almendras confitadas. El Cascanueces dijo:

—Ése es el Hogar de Pan de Especias junto al arroyo de la miel; en él viven magníficas personas. Pero casi siempre están de mal humor, porque con frecuencia sufren dolores de muelas. Por ello, es mejor que, en principio, no entremos.

En aquel momento Marie divisó una pequeña ciudad formada únicamente por casas transparentes y multicolores, bellísimas. El Cascanueces se dirigió directamente a ella; Marie oyó un tremendo y alegre barullo y vio miles de amables personillas que rebuscaban entre multitud de carros, parados en el mercado y repletos de paquetes, y se disponían a desenvolverlos. Y lo que sacaron parecían papeles de colores y tabletas de chocolate.

—Estamos en Bombonópolis —dijo el Cascanueces—. Acaba de llegar un envío del país del papel y del rey del chocolate. Los habitantes de Bombonópolis han recibido recientemente serias amenazas del ejército del almirante de los mosquitos y por ello están cubriendo sus casas con los regalos del país del papel y levantando trincheras con el excelente material que les envió el rey del chocolate. Pero, estimadísima demoiselle Stahlbaum, no vamos a visitar todos los pueblos y ciudades de este país. ¡Vamos a la capital, a la capital!

Con paso rápido el Cascanueces continuó su camino; Marie le siguió llena de curiosidad. No mucho después se levantó un delicioso aroma de rosas y todo parecía envuelto en un dulce brillo rosado. Marie comprobó que era producido por el reflejo de un agua roja refulgente que fluía entre las maravillosas notas y melodías que producían los murmullos y chapoteos, formando pequeñas olas de un rosa plateado. En aquellas encantadoras aguas que se extendían cada vez más hasta parecer casi un gran lago, nadaban hermosísimos cisnes blancos como la plata, con lazos dorados en el cuello, que cantaban compitiendo por entonar las más bellas canciones, a cuyo son saltaban en las rosadas olas pequeños pececillos, como diamantes en un divertido baile.

—¡Ay! —exclamó Marie—. Éste es el lago que en cierta ocasión quiso hacerme el padrino Drosselmeier. Realmente, yo soy la muchacha que arrullará a los queridos cisnes.

El Cascanueces mostró una sonrisa burlona que Marie nunca había visto en su rostro, y dijo:

—Eso es algo que el tío nunca podrá conseguir; quizá vos misma sí, querida demoiselle Stahlbaum. Pero no perdamos tiempo pensando en eso y naveguemos por el lago de las rosas hasta la capital.

LA CAPITAL

El pequeño Cascanueces dio un par de palmadas con sus pequeñas manos. Creció el murmullo de las aguas del Lago de Rosas, las olas aumentaron y Marie vio acercarse desde la lejanía, tirado por dos delfines con escamas de oro, un carro de conchas formado por multitud de piedras preciosas, de mil colores y brillantes como el sol. Doce pequeños y encantadores negritos con gorritas y delantalillos tejidos con brillantes plumas de colibrí saltaron a la orilla y, deslizándose con suavidad sobre las olas, llevaron primero a Marie y luego al Cascanueces hasta el carro de conchas, que al punto comenzó a cruzar el lago. ¡Ay! ¡Cómo disfrutó Marie de lo hermoso que resultaba deslizarse en el carro de conchas, rodeada del perfume y las olas rosas! Los dos delfines de escamas doradas levantaban sus naricillas y disparaban rayos de cristal hacia el cielo y, cuando caían en brillantes arcos de chispas, parecía como si dos dulces y delicadas vocecitas de plata cantasen:

¿Quién nada en el Lago de Rosas?

¡El hada! ¡Mosquitos!

¡Bim, bim, pececillos,

ssh, ssh, cisnes!

¡Suá, suá, pájaros de oro!

¡Trara, corrientes de olas,

moveos, tocad, cantad, soplad, vigilad,

viene la pequeña hada,

olas de rosa,

agitaos, refrescad, salpicad,

moveos hacia adelante, adelante!

Pero dio la impresión de que a los doce negritos, que habían saltado a la parte de atrás del carro de conchas, les molestaba realmente el canto de los rayos de agua, pues comenzaron a agitar sus sombrillas de tal forma, que las hojas de dátiles de que estaban hechas comenzaron a crepitar y chisporrotear, y al mismo tiempo taconeaban un extrañísimo compás y cantaban:

Klap y klip,

klip y klap,

arriba y abajo,

el corro de los negros no puede callar,

moveos, peces, moveos, cisnes,

retumba, carro de conchas, retumba,

klap y klip,

klip y klap,

arriba y abajo.

—Los negros son gente divertida —comentó el Cascanueces algo confuso—, pero van a hacer que se me rebele todo el lago.

Y en efecto, se levantó un enloquecedor alboroto de voces maravillosas, voces que parecían nadar en el lago y en el aire. Pero Marie no les hacía ningún caso, sino que observaba las aromáticas olas rosas, desde cada una de las cuales le sonreía un gracioso rostro de muchacha.

—¡Ay! —exclamó alegre, dando una palmada—. ¡Mire usted, querido señor Drosselmeier! ¡Ahí abajo está la princesa Pirlipat, me está sonriendo con tanta dulzura…! ¡Ay, venga, mire usted, querido señor Drosselmeier!

Pero el Cascanueces suspiró, casi lamentándose, y dijo:

—¡Oh, excelente demoiselle Stahlbaum, ésa no es la princesa Pirlipat! Sois vos, sólo vos. ¡Es sólo vuestro propio y dulce rostro el que sonríe con tanta dulzura desde cada ola rosada!

Al oír esto Marie se retiró con rapidez y cerró con fuerza los ojos, avergonzada. En ese mismo momento la cogieron los doce negritos y, sacándola del carro de conchas, la llevaron a tierra. Se encontraba en una pequeña floresta casi más bonita aún que el Bosque de Navidad, pues todo brillaba y relucía en ella. Pero lo más extraordinario eran los admirables y extraños frutos que colgaban de los árboles y que no sólo tenían raros colores, sino que despedían un aroma maravilloso.

—Nos encontramos en el Bosque de las Confituras —dijo el Cascanueces—. Allí está la capital.

¿Y qué es lo que vio entonces Marie? ¡Ay, niños! ¡Cómo podré explicaros la maravillosa belleza que se extendía ante sus ojos sobre un rico y amplio prado lleno de flores! No era sólo que los muros y las torres resplandecían con los más maravillosos colores, sino que, además, hasta en la misma forma de los edificios era imposible encontrar nada semejante en el mundo entero. Pues, en lugar de tejados, las casas estaban cubiertas con coronas de delicado trenzado y las torres coronadas con la más bella y colorida hojarasca que se pueda hallar. Cuando cruzaron la puerta de la ciudad, que parecía estar hecha de almendrados y frutas confitadas, unos soldados plateados presentaron armas, y un hombrecillo, vestido con una camisa de dormir de brocados, se echó al cuello del Cascanueces diciendo:

—¡Bienvenido, príncipe, bienvenido al Burgo del Confite!

Grande fue el asombro de Marie al notar que un hombre tan distinguido recibía al joven Drosselmeier como príncipe. Pero en aquel momento comenzó a oír tantas y tan finas voces entremezcladas, tal barullo y tales carcajadas, tales juegos y canciones, que no pudo pensar en ninguna otra cosa y al momento preguntó al pequeño Cascanueces qué significaba aquello.

—Oh, excelente demoiselle Stahlbaum —respondió el Cascanueces—, no es nada especial. Lo que ocurre es que el Burgo del Confite es una ciudad populosa y alegre y en ella son todos los días así. Pero venid, sigamos adelante.

Apenas hubieron dado unos pasos, llegaron a la gran plaza del mercado, que ofrecía una hermosísima vista. Todas las casas que la circundaban eran de azúcar horadado, una alegría sobre otra. En el centro se levantaba, a manera de obelisco, un pastel-árbol grosella, limonada y otras deliciosas bebidas dulces; y en la pila se acumulaba gran cantidad de crema tan apetitosa, que daban ganas de comenzar a comerla a cucharadas. Pero lo más bonito eran las maravillosas gentecillas que se amontonaban a miles, codo con codo, y cantaban, bromeaban y reían jubilosas, levantando así el alegre vocerío que Marie había percibido ya desde la lejanía. Había señores y damas con muy hermosos atavíos, armenios y soldados, predicadores, pastores y bufones, en pocas palabras, todos los tipos que se pueden encontrar en el mundo. En una de las esquinas aumentó el tumulto; el pueblo abrió paso, pues justo entonces pasaba por allí, conducido en un palanquín, el Gran Mogol acompañado por noventa y tres grandes del reino y setecientos esclavos. Pero ocurrió que en el otro extremo emprendía su procesión la cofradía de pescadores, compuesta por unas quinientas personas. Y lo peor fue que al gran jefe turco se le ocurrió dar un paseo a caballo por el mercado acompañado de tres mil jenízaros, a los que se añadió la gran procesión de la Fiesta del sacrificio ininterrumpida, que avanzaba directamente hacia el pastel-árbol con sonoras músicas y cantos:

 

—Adelante, dad gracias al poderoso sol. ¡Qué tumulto, qué empujones, qué jaleo, qué griterío!

Y pronto empezaron también los lamentos, pues en el barullo un pescador había arrancado a un brahmán la cabeza de un golpe y a punto estuvo un moharrache de atropellar al Gran Mogol. El alboroto se hacía cada vez más frenético. Todos empezaban ya a darse empujones y golpes, cuando el hombre vestido con la camisa de dormir de brocado que había recibido al Cascanueces a la entrada llamándole príncipe trepó al pastel-árbol y, después de tocar tres veces una campanilla muy aguda, gritó tres veces en voz muy alta:

—¡Pastelero! ¡Pastelero! ¡Pastelero!

Al momento se acalló el tumulto y cada uno trató de arreglárselas como pudo y, una vez que se hubieron recompuesto las distintas procesiones, se hubo cepillado al embadurnado Gran Mogol y colocado de nuevo la cabeza al brahmán, comenzó de nuevo el mismo alegre alboroto inicial.

—¿Qué significa eso de «Pastelero», buen señor Drosselmeier? —preguntó Marie.

—¡Ay, excelente demoiselle Stahlbaum! —respondió el Cascanueces—. Aquí se llama Pastelero a un poder desconocido pero temible que, según se cree, puede hacer de los hombres lo que quiera. Es el hado que reina sobre este diminuto y feliz pueblo, y lo temen de tal forma que el solo hecho de pronunciar su nombre acalla el mayor de los tumultos, tal y como nos acaba de demostrar el señor burgomaestre. Todos dejan entonces de pensar en lo terrenal, en golpes en las costillas o chichones en la cabeza, para concentrarse en sí mismos y decir: «¿Qué es el hombre y qué va a ser de él?».

Marie no pudo evitar emitir un grito de admiración, incluso de asombro, al encontrarse ante un castillo de un reluciente brillo rosado con quinientas airosas torres. De vez en cuando, diseminados por los muros, había ricos ramos de violetas, narcisos, tulipanes y alhelíes, cuyos oscuros y ardientes colores no hacían sino aumentar la blancura al teñir el fondo de rosa. La gran cúpula del edificio central, así como los tejados piramidales de las torres, estaban sembrados de mil pequeñas y brillantes estrellas de oro y plata.

—Nos hallamos ante el Castillo de Mazapán —dijo el Cascanueces.

Marie estaba totalmente absorta en la admiración del maravilloso palacio y, sin embargo, no se le escapó que a una de las torres grandes le faltaba por completo el tejado y que unos hombrecillos, subidos en un andamio hecho de canela en rama, parecían querer reconstruirlo. Pero antes de que preguntara al respecto, el Cascanueces continuó:

—Hace muy poco tiempo este castillo estaba amenazado de gran desolación, incluso de destrucción total. El gigante Goloso llegó por el camino, se comió de un mordisco el tejado de aquella torre y, cuando ya comenzaba a mordisquear la gran cúpula, los habitantes de Confite le trajeron como tributo todo un suburbio, así como una gran parte del Bosque de las Confituras. Tras comérselo, continuó su camino.

En aquel momento se oyó una música muy suave y agradable, se abrieron las puertas del castillo y por ellas salieron doce pequeños pajes que llevaban en sus diminutas manos, a manera de antorchas, tallos de clavo aromático encendidos. Sus cabezas eran una perla, sus cuerpos rubíes y esmeraldas, y caminaban sobre unos piececillos elaborados de oro preciosamente trabajado. Los seguían cuatro damas, casi tan grandes como Clárchen, pero con unos vestidos tan extraordinariamente bellos que a Marie no le cupo duda de que eran princesas de nacimiento. Abrazaron muy cariñosamente al Cascanueces y exclamaron alegres y emocionadas:

—¡Oh, príncipe mío…, mi buen príncipe…, hermano mío!

El Cascanueces parecía muy emocionado. Se secó sus abundantes lágrimas, cogió luego a Marie de la mano y pronunció en un tono patético:

—Ésta es la demoiselle Marie Stahlbaum, la hija de un honorable consejero médico y mi salvadora. Si ella no hubiera arrojado la zapatilla en el momento oportuno, si no me hubiera procurado el sable del coronel retirado, yacería en la tumba, desgarrado por el maldito rey de los ratones. ¡Oh! Quizá comparéis a esta demoiselle Stahlbaum con Pirlipat, a pesar de que ésta es princesa de nacimiento, en belleza, bondad y virtud. ¡Pues no, yo os digo que no!

Todas las damas exclamaron:

—¡No! —arrojándose al cuello de Marie y exclamando entre sollozos—: ¡Oh, noble salvadora de nuestro querido hermano el príncipe…, excelsa demoiselle Stahlbaum!

Las damas condujeron a Marie y al Cascanueces al interior del castillo, a una sala cuyas paredes estaban hechas de brillantes cristales de mil colores. Pero lo que más gustó a Marie fueron las maravillosas sillitas, mesitas, cómodas, escritorios, etc., que había por todas partes, hechas todas de madera de cedro o de palo de Brasil y adornadas con flores doradas diseminadas sobre los pequeños muebles. Las princesas obligaron a sentarse a Marie y al Cascanueces y dijeron que ellas mismas prepararían al instante un banquete. Sacaron gran cantidad de cucharas, cuencos y fuentes de la más delicada porcelana japonesa, cucharas, tenedores y cuchillos, ralladores, cacerolas y otros pertrechos de cocina, todos de oro y plata. Y luego llevaron las más maravillosas frutas y pasteles que Marie jamás hubiera visto, y comenzaron, con sus pequeñas manitas blancas como la nieve, a exprimir las frutas, añadir las especias, rallar las almendras, en pocas palabras, a trabajar de tal forma que Marie pudo darse cuenta de lo bien que las princesas conocían la cocina y, por ende, el delicioso banquete que resultaría. Y al tener la viva sensación de dominar también esos asuntos deseaba, sin manifestarlo, poder tomar parte activa en la labor de las princesas. La más hermosa de las hermanas del Cascanueces, como si hubiera adivinado el secreto deseo de Marie, le entregó un pequeño mortero de oro diciendo:

—¡Oh dulce amiga, cara salvadora de mi hermano, tritura tú también alguno de estos dulces!

Y cuando Marie se encontraba golpeando con buen ánimo el mortero, que sonaba alegre y dulce como una buena cancioncilla, el Cascanueces comenzó a relatar con todo detalle lo sucedido durante la terrorífica batalla entre su ejército y el del rey de los ratones: cómo a causa de la cobardía de sus tropas había sido derrotado y cómo el repugnante rey de los ratones había estado a punto de destrozarle a mordiscos, por lo que Marie había tenido que sacrificar varios de sus subordinados, que se habían puesto a su servicio, etc., etc. Durante este relato Marie tuvo la impresión de que sus palabras e incluso sus propios golpes de mortero sonaban cada vez más débiles y lejanos. Pronto vio unos velos de plata que ascendían como finos cúmulos de niebla en los que nadaban las princesas, los pajes, el Cascanueces e incluso ella misma. Se oyeron unos extraños cantares, siseos y zumbidos, cuyo eco se perdía en la lejanía; entonces Marie se elevó, como sobre olas ascendentes, cada vez más y más alto, más y más alto, más y más alto…

CONCLUSIÓN

Hasta que se oyó: «¡Prrr…, pfaff!».

Marie cayó desde una altura inconmensurable. ¡Eso sí que fue un golpe! Pero al momento abrió los ojos y se encontró en su camita. Era ya bien entrado el día y su madre se encontraba ante ella, diciendo:

—¿Pero cómo se puede dormir hasta tan tarde? ¡Hace ya rato que está preparado el desayuno!

Ya te habrás dado cuenta, mi muy estimado público aquí reunido, que Marie, completamente aturdida por las maravillas que acababa de ver, se había quedado al fin dormida en la sala del Burgo del Confite y que los moros o los pajes, o quizá incluso las mismas princesas, la habían llevado a casa y metido en la cama.

—¡Oh, mamá, mamá querida, a cuántos sitios me ha llevado esta noche el joven señor Drosselmeier y qué infinidad de cosas bellas he visto!

Y entonces comenzó a contarlo todo, casi con la misma exactitud con la que yo lo acabo de hacer, mientras su madre la observaba maravillada.

Cuando Marie acabó, su madre dijo:

—Has tenido un largo y muy hermoso sueño, querida Marie, pero ahora olvídate de todo eso.

Marie insistió con terquedad en que no había sido un sueño, sino que lo había visto todo con sus propios ojos. Entonces su madre la condujo hasta el armario de cristal, sacó el Cascanueces, que, como siempre, se encontraba en el primer estante, y dijo:

—¡Pero qué niña más boba! ¿Cómo puedes creer que este muñeco de Nuremberg, hecho de madera, pueda tener vida y movimiento?

—Mamaíta —la interrumpió Marie—, yo sé muy bien que el pequeño Cascanueces es el joven señor Drosselmeier de Nuremberg, el sobrino del padrino Drosselmeier.

Entonces ambos, el consejero médico y su esposa, se echaron a reír a carcajadas.

—¡Ay! —continuó Marie, casi llorando—. Y ahora tú, papaíto, te burlas de mi Cascanueces, con lo bien que habló de ti. Cuando llegamos al Burgo del Confite y me presentó a las princesas, sus hermanas, dijo que tú eras un consejero médico muy digno.

Las carcajadas se hicieron aún más fuertes, y Luise, e incluso Fritz, se unieron a ellas.

Marie salió corriendo a la habitación contigua; sacó de su pequeña cajita las siete coronas del rey de los ratones y las llevó a su habitación. Al entregárselas a su madre, dijo:

—Mira, mamita, éstas son las siete coronas del rey de los ratones, que me entregó la noche pasada el joven señor Drosselmeier en señal de victoria.

La madre observó, llena de asombro, las pequeñas coronas de un metal totalmente desconocido, pero muy brillantes, con un trabajo tan delicado que parecía imposible que lo hubieran podido ejecutar manos humanas. Tampoco el consejero médico se hartaba de mirar aquellas coronitas, y ambos, el padre y la madre, instaron con toda seriedad a Marie a que confesara de dónde había sacado las coronitas. Pero ésta no podía sino insistir en lo que había dicho y, cuando el padre la empezó a reñir seriamente e incluso la acusó de ser una pequeña mentirosa, ella se echó a llorar, lamentándose:

—¡Ay, pobre de mí! ¡Pobre de mí! ¿Qué he de decir?

En ese momento se abrió la puerta. Entró el consejero jurídico y exclamó:

—¿Qué pasa aquí? ¿Mi ahijada Marie llorando y sollozando? ¿Qué es lo que ocurre?

El consejero médico le informó de todo lo que había sucedido, al tiempo que le mostraba las coronas. Pero, apenas las hubo visto, el consejero jurídico se echó a reír, diciendo:

—¡Pero qué disparate! ¡Qué disparate! Ésas son las coronitas que hace unos años llevaba yo en la cadena del reloj y que le regalé a Marie en uno de sus cumpleaños, cuando cumplió dos o tres años, ¿no os acordáis?

Ni el consejero médico ni su esposa lo recordaban, pero, al darse cuenta Marie de que las caras de sus padres recuperaban su gesto amable, de un salto abrazó al padrino diciendo:

—¡Ay, tú lo sabes todo, padrino Drosselmeier! Diles que mi Cascanueces es tu sobrino, el joven señor Drosselmeier de Nuremberg, y que ha sido él quien me ha regalado las coronas.

Pero el consejero médico puso una cara muy seria y murmuró:

—¡Eso no son más que tonterías absurdas!

Y cogió a Marie, la colocó delante de sí y dijo con toda seriedad:

—Escucha, Marie: olvida ya esos sueños y esos cuentos. Y si vuelves a decir que ese simple y deforme Cascanueces es el sobrino del consejero jurídico superior, no sólo voy a tirar por la ventana el Cascanueces, sino todos los muñecos, incluida Mamsell Clárchen.

Así pues, Marie no podía hablar más de lo que llenaba su alma, pues bien os podéis imaginar que cosas tan hermosas y maravillosas como las que le habían ocurrido no se pueden olvidar. Incluso, mi muy estimado lector u oyente Fritz, tu camarada Fritz Stahlbaum volvía la espalda a su hermana cuando ésta iba a contarle cosas del mundo tan maravilloso en el que fue tan feliz. Dicen que en alguna ocasión llegó a susurrar entre dientes:

—¡Qué niña más boba!

Pero esto es algo que, dado su probado buen carácter, no llego a creer. Lo cierto es, sin embargo, que, como ya no creía nada de lo que Marie le contaba, pidió formalmente perdón a los húsares en una parada de gala, por la injusticia cometida con ellos, y en lugar del estandarte perdido les colocó unos penachos de plumas de ganso más altos y más bonitos y les permitió volver a tocar la marcha de guardia. ¡Bueno, nosotros sabemos lo que había ocurrido con el valor de los húsares cuando las horribles balas les hicieron las manchas rojas en sus jubones!

 

Marie no podía hablar de su aventura, pero las imágenes de aquel maravilloso reino de hadas la envolvían en dulces susurros y amables notas. En cuanto centraba su atención en ello, volvía a verlo todo otra vez. El resultado fue que Marie, en lugar de jugar como antes, podía pasarse el tiempo sentada, inmóvil y en silencio, ensimismada, lo que hizo que todos la llamaran la pequeña soñadora.

Cierto día el consejero jurídico se encontraba en casa del consejero médico arreglando un reloj. Marie, sentada junto al armario de cristal, miraba, inmersa en sus ensoñaciones, al Cascanueces y entonces involuntariamente dijo:

—¡Ay, querido señor Drosselmeier, si viviera usted de verdad, yo no haría lo mismo que la princesa Pirlipat, yo no le despreciaría por haber dejado de ser, por culpa mía, un guapo joven!

En aquel momento exclamó el consejero jurídico:

—¡Vaya, vaya…, qué tonterías!

Pero se oyó un golpe y una sacudida tan fuertes, que Marie, desmayada, se cayó de la silla. Cuando volvió en sí, su madre, que estaba a su lado, dijo:

—¿Pero cómo has podido caerte de la silla? ¡Acaba de llegar de Nuremberg el sobrino del señor consejero jurídico, así que pórtate bien!

Marie levantó la vista. El consejero jurídico se había puesto de nuevo su peluca de cristal y su chaqueta amarilla y sonreía plenamente satisfecho, pero de su mano llevaba a un joven pequeño, aunque muy agraciado. Su carita era como de leche y sangre. Llevaba una preciosa chaqueta roja con sobredorados, medias y zapatos de seda blanca, un maravilloso ramito de flores en la solapa y estaba perfectamente peinado y empolvado; por la espalda le caía una soberbia trenza. La pequeña espada que colgaba a un lado parecía confeccionada con piedras preciosas, tal era su fulgor, y el sombrerito que llevaba bajo el brazo parecía tejido con copos de seda. El joven mostró desde el primer momento su buena educación, al entregar a Marie cantidad de juegos preciosos y sobre todo un excelente mazapán y las mismas figuritas que el rey de los ratones le había roído y a Fritz un preciosísimo sable que le había traído. Durante la comida el educado muchacho cascó las nueces de todos los comensales; ni la más dura se le resistía: se la metía en la boca con la mano derecha, con la izquierda tiraba de la trenza y —crac— ¡la nuez caía hecha pedazos!

Marie se había puesto colorada al ver al joven, y su rubor aumentó aún más cuando, después de comer, el joven Drosselmeier la invitó a que le acompañara al cuarto de estar, al armario de cristal.

—Jugad juntos, niños. Ahora que todos mis relojes van bien no tengo nada en contra —dijo el consejero jurídico superior.

Y el joven Drosselmeier, apenas se encontró a solas con Marie, se dejó caer de rodillas y habló así:

—¡Oh, mi excelentísima demoiselle Stahlbaum, ved aquí a vuestros pies al feliz Drosselmeier, al que vos salvasteis la vida en este mismo lugar! Vos expresasteis con toda generosidad que no me despreciaríais, como la abominable princesa Pirlipat, si por vos hubiera aumentado mi fealdad. Y al momento dejé de ser un despreciable Cascanueces y recuperé mi figura anterior, que no era desagradable. ¡Oh excelente demoiselle Stahlbaum, hacedme feliz concediéndome vuestra valiosa mano, compartid conmigo el reino y la corona, gobernad conmigo en el Burgo del Confite pues ahora soy rey de allí!

Marie ayudó a incorporarse al joven y dijo con suavidad:

—Querido señor Drosselmeier, usted es una persona buena y amable y, ya que además gobierna en un ameno país con una gente hermosa y divertida, le acepto a usted como prometido.

Y así Marie se convirtió en prometida de Drosselmeier. Años más tarde la recogió, como suele decirse, en una carroza dorada tirada por caballos plateados. Veintidós mil figuras, las más brillantes, adornadas con perlas y diamantes, bailaron en su boda.

Cuentan que Marie es todavía en estos momentos reina de un país, en el que por todas partes pueden hallarse luminosos bosques de Navidad y transparentes castillos de mazapán; en una palabra, las cosas más magníficas y maravillosas si se tienen ojos para ello.

Y éste ha sido el cuento de «El Cascanueces y el rey de los ratones».