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100 Clásicos de la Literatura

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—¡Ay! —exclamó al fin Marie—. Oye, papá, ¿de quién es ese hombrecillo encantador que hay debajo del árbol?

—Ése —respondió su padre—, ése, hija mía, va a trabajar con eficacia para todos vosotros, pues va a abriros las nueces, y es de los tres: tuyo, de Luise y de Fritz.

Y, diciendo esto, lo cogió con cuidado de la mesa y, al levantarle el abrigo de madera, el hombrecillo abrió una boca grandísima dejando ver dos filas de dientecillos muy blancos y puntiagudos. A una orden de su padre, Marie introdujo en ella una nuez, y —¡crac! — al momento el hombrecillo la había abierto; las cáscaras cayeron al suelo y el dulce fruto fue a parar a manos de Marie. Entonces todos, incluida Marie, supieron que el delicado hombrecillo pertenecía a la familia de los cascanueces y que ejercía la profesión de sus antepasados. Marie comenzó a gritar de alegría y entonces el padre dijo:

—Querida Marie, como a ti te ha gustado tanto el amigo Cascanueces, tú te encargarás de cuidarlo y protegerlo, aunque, como he dicho, Luise y Fritz pueden utilizarlo con tanto derecho como tú.

Marie lo cogió de inmediato en sus brazos y le hizo cascar nueces, pero elegía las más pequeñas, para que no tuviera que abrir tanto la boca, pues en el fondo no le sentaba nada bien. Luise se fue con Marie y también a ella tuvo que prestarle sus servicios el amigo Cascanueces, quien parecía hacerlo con gusto, pues mostraba sin cesar su amistosa sonrisa. Mientras tanto, Fritz está ya aburrido de tanta instrucción y tanto cabalgar y, como vio a sus hermanas tan divertidas abriendo nueces, se unió a ellas, mostrando de todo corazón con sus risas la alegría que le producía el divertido hombrecillo, el cual, como Fritz también quería nueces, iba pasando de mano en mano sin dejar de abrir y cerrar la boca. Fritz le metía siempre las nueces más grandes y más duras. De pronto se oyó un ¡crac-crac!, y de la boca del hombrecillo cayeron tres dientecitos y toda la mandíbula inferior quedó suelta, bailando.

—¡Ay, mi pobre y querido Cascanueces! —gritó Marie quitándoselo a Fritz de las manos.

—¡Vaya tipo más tonto y absurdo! —dijo Fritz—. Quiere ser cascanueces y ni siquiera tiene una dentadura adecuada. Además, seguro que no sabe nada de su oficio. ¡Dámelo, Marie! Va a seguir cascando nueces, aunque para ello pierda los dientes que le quedan, e incluso toda la mandíbula. ¡Qué me importa ese inútil!

—¡No, no! —gritó Marie llorando—. ¡No pienso dártelo, no pienso darte a mi querido Cascanueces! ¿Ves con qué tristeza me mira y me muestra su boca herida? ¡Pero tú tienes un corazón muy duro, pegas a tus caballos y hasta ordenas que fusilen a tus soldados!

—¡Tiene que ser así y tú no entiendes nada de eso! —respondió Fritz—. Y además, el Cascanueces es tan mío como tuyo, ¡así que dámelo!

Marie comenzó a llorar con fuerza y envolvió al Cascanueces enfermo en su pequeño pañuelo. Los padres entraron con el padrino Drosselmeier. Éste, para gran tristeza de Marie, se puso de parte de Fritz. Pero su padre dijo:

—He dejado muy claro que el Cascanueces está bajo la protección de Marie, y ahora, por lo que veo, la necesita, de modo que ella tiene el poder absoluto sobre él y nadie es quién para decir nada. Por otra parte, me asombra mucho que Fritz diga de alguien herido en acto de servicio que siga realizándolo. Como buen militar, debería saber que a los heridos no se les pone nunca en la fila o en el puesto. ¿O no?

Fritz estaba muy avergonzado y, sin preocuparse más ni de las nueces ni del Cascanueces, se deslizó a la otra punta de la mesa, donde estaban sus húsares. Tras haber establecido las avanzadillas, se retiraron a los cuarteles nocturnos. Marie reunió los dientes caídos del Cascanueces; vendó la mandíbula herida con un bello lazo de su vestido y después, con más cuidado aún que antes, envolvió en su pañuelo al pobre pequeñín, que estaba muy pálido y asustado. Así lo tenía en sus brazos, acunándolo como a un niño pequeño, mientras miraba los hermosos dibujos del nuevo libro que había encontrado entre los demás regalos. Se enfadó muchísimo (algo muy raro en ella) cuando el padrino Drosselmeier se rio, preguntando sin cesar cómo podía tratar con tanto cuidado a un tipo tan pequeño y horrible. Se acordó entonces de aquella extraña comparación que se le había ocurrido al ver por primera vez al hombrecillo y, muy seria, dijo:

—¿Quién sabe, querido padrino, quién sabe si tú estarías tan guapo como mi querido Cascanueces si te pusieras igual de elegante y llevaras, como él, unas botas tan bonitas y brillantes?

Marie no supo por qué sus padres se echaron a reír y por qué el consejero jurídico superior enrojeció y dejó de reírse con los demás. Seguramente sería por algo especial.

PRODIGIOS

En el cuarto de estar de la casa del consejero médico, nada más entrar a la izquierda, junto a la pared larga, hay un gran armario de cristal en el que los niños guardan todos los bonitos objetos que les regalan cada año. Luise era aún muy pequeña cuando su padre se lo encargó a un hábil ebanista.

Éste le puso cristales claros como el cielo y supo distribuirlo todo con tal destreza, que todo lo que se colocaba en él parecía dentro casi más bonito y más brillante que si se lo tuviera en las manos. En el estante superior, al que Marie y Fritz no alcanzaban, estaban las obras de arte del padrino Drosselmeier; en el de debajo, los libros de estampas, y los dos inferiores quedaban a disposición de Marie y Fritz, que podían llenarlos como quisieran; sin embargo, Marie siempre dedicaba el primero a casa de muñecas, mientras Fritz instalaba en el otro los cuarteles de sus tropas. Y así ocurrió también aquel día, pues Fritz había situado a sus húsares arriba, mientras Marie, después de apartar un poco a Mamsell Trutchen, sentó a la muñeca nueva tan bien vestida en el cuarto de estar, maravillosamente amueblado, aceptando su invitación a golosinas. He dicho que la habitación estaba maravillosamente amueblada y es verdad, pues no sé si tú, mi atenta oyente Marie, igual que la pequeña Stahlbaum (recuerda que también ella se llama Marie), no sé si tú, digo, tienes también un pequeño sofá de flores, varias delicadas sillitas, una hermosa mesita de té y, ante todo, una preciosa camita brillante en la que acuestas a las muñecas más bonitas. Todo esto había en el rincón del armario, cuyas paredes estaban decoradas incluso con cuadros de muchos colores, por lo que, como puedes imaginar, la nueva muñeca, que, como Marie supo aquella misma noche, se llamaba Mamsell Clárchen, tenía que encontrarse muy a gusto en aquella habitación.

Era ya muy tarde, casi medianoche. El padrino Drosselmeier se había ido hacía mucho y los niños seguían sin poderse apartar del armario de cristal, a pesar de las repetidas veces que su madre les había dicho que se fueran a la cama.

—Es cierto —exclamó al fin Fritz, refiriéndose a sus húsares—. Los pobres muchachos también necesitan ya un poco de descanso y, mientras yo esté aquí, ninguno se atreverá a hundir siquiera un poco la cabeza, eso es seguro.

Y, diciendo esto, se fue. Pero Marie continuó sus ruegos.

—Sólo un ratito más, mamá, déjame sólo un ratito pequeñito; es que todavía tengo que poner bien una cosa; en cuanto acabe me voy enseguida a la cama.

Marie era una niña obediente y sensata, así que su buena madre podría dejarla tranquilamente sola con sus juguetes. Pero, para que Marie no se entusiasmara demasiado con sus nuevas muñecas y sus hermosos juguetes y se olvidara de las luces, que continuaban encendidas alrededor del armario, su madre las apagó todas y sólo dejó luciendo la lámpara que colgaba del techo en el centro de la habitación y que daba una luz suave y agradable.

—Acuéstate pronto, Marie querida; si no, mañana no vas a poder levantarte a la hora —dijo su madre mientras se alejaba y entraba en su habitación.

En cuanto estuvo sola se dispuso al momento a hacer algo que deseaba de todo corazón y que, sin saber ella misma por qué, no había querido contar ni a su madre. Seguía teniendo en brazos al Cascanueces enfermo, envuelto en su pañuelo; entonces lo colocó con muchísimo cuidado sobre la mesa y desenvolvió con toda lentitud el pañuelo para mirar las heridas. El Cascanueces estaba muy pálido, pero al mismo tiempo sonreía con tanta dulzura y cariño, que Marie se sintió conmovida.

—Ay, mi buen Cascanueces —dijo en voz baja—, no te enfades porque mi hermano Fritz te haya hecho daño. No ha sido a mala idea; lo que pasa es que tanto soldado le ha hecho un poco más duro de corazón; pero, si no, es un buen chico, te lo aseguro. Además, voy a ocuparme de ti y a cuidarte hasta que vuelvas a estar totalmente sano y contento; el padrino Drosselmeier, que sabe mucho de esto, volverá a sujetarte firmemente todos los dientes y te colocará bien los hombros.

Pero Marie no pudo acabar de decir todo lo que quería, pues, en cuanto nombró al padrino Drosselmeier, su amigo el Cascanueces torció el gesto y de sus ojos saltaron brillantes chispas verdes. Marie comenzaba a sentirse horrorizada, cuando vio otra vez ante sí la cara y la dulce sonrisa del honrado Cascanueces y se dio cuenta de que lo que había descompuesto de forma tan horrible su rostro había sido la corriente de aire al agitar de repente la luz de la habitación.

—¡Qué tonta soy! ¡Me asusto por nada y hasta me creo que este muñequito de madera puede hacer gestos! Y, sin embargo, quiero mucho a este Cascanueces, porque es tan cómico y bondadoso a la vez… Hay que cuidarlo como se merece.

Cogió al Cascanueces en brazos, se acercó al armario de cristal y, en cuclillas ante él, comenzó a decir a la nueva muñeca:

—Por favor, Mamsell Clárchen, préstale tu camita al Cascanueces herido y acomódate lo mejor que puedas en el sofá. Ten en cuenta que tú estás totalmente sana y llena de vigor, pues, si no, no tendrías esas hermosas y sonrosadas mejillas; además, son muy pocas las muñecas que tienen un sofá tan mullido.

 

Mamsell Clárchen, con su maravilloso vestido de fiesta de Navidad, se mostraba muy fina y malhumorada y no dijo ni mu.

«Pero a qué andar con tantas contemplaciones», se dijo Marie, sacando la cama. Con mucho cuidado y delicadeza metió en ella al pequeño Cascanueces, vendó con una bonita cinta que llevaba en el vestido sus hombros heridos y le tapó hasta la nariz.

—Pero no se va a quedar con esa maleducada de Clare —siguió diciendo.

Sacó la camita con el Cascanueces dentro y la colocó en el estante superior, junto al bonito pueblo en el que estaban acantonados los húsares de Fritz. Cerró el armario con llave y, cuando ya se iba a dirigir al dormitorio —¡escuchad con atención, niños! —, comenzó un siseo muy suave, muy suave, y murmullos y susurros en derredor, detrás de la estufa, de las sillas, de los armarios.

El reloj de pared ronroneaba cada vez con más fuerza, pero no podía dar la hora. Marie miró hacia allí y la gran lechuza dorada que estaba sobre él tenía las alas abatidas, cubriendo el reloj, y había sacado además su horrible cara de gato con pico curvo. Y ronroneó aún más alto con palabras comprensibles:

Reloj, reloj, reloj, relojes, todos tenéis que ronronear con suavidad,

con mucha suavidad. El rey de los ratones tiene un oído muy fino,

purrpurr, pum pum, cantadle cancioncillas antiguas, purr purr, pum

pum, tocad, campanitas, tocad, ¡pronto estará perdido!

Y entonces, pum, pum, se oyó una voz ronca y sorda, doce veces.

A Marie le entró mucho miedo y, aterrorizada, estaba a punto de salir corriendo de allí, cuando de pronto vio al padrino Drosselmeier sentado sobre el reloj de pared en lugar de la lechuza, con los faldones amarillos de su levita caídos a ambos lados, como si fueran las alas. Marie se dominó y exclamó en voz alta y llorosa:

—¡Padrino Drosselmeier, padrino Drosselmeier! ¿Qué estás haciendo ahí arriba? ¡Baja, ven aquí conmigo y no me asustes así! ¡Anda, no seas malo, padrino Drosselmeier!

Y en aquel momento surgieron de todas las esquinas terribles risitas y silbidos, y al punto se oyeron detrás de las paredes mil piececillos corriendo y trotando, y por entre las rendijas de las tablas asomaron mil pequeñas lucecitas. Pero no eran lucecitas, ¡no!, eran pequeños ojos refulgentes. Marie se dio cuenta de que por todas partes asomaban ratones que, con gran esfuerzo, iban saliendo al exterior. Pronto todo fueron brincos y saltos por la habitación; un tropel de ratones cada vez mayor se amontonaba en grupos, unos más densos que otros, galopando de un lado a otro de la habitación, hasta que al fin se colocaron todos en fila, exactamente igual que los soldados de Fritz cuando los preparaba para la batalla. A Marie le pareció muy gracioso, y como ella, igual que les ocurre a otros niños, no sentía ninguna repugnancia natural hacia los ratones, se le había pasado el susto ya casi por completo, cuando de repente se oyó un silbido tan intenso y penetrante, que le recorrió la espalda un escalofrío.

¡Y qué es lo que vio!

En verdad, estimado lector Fritz, sé que tú, igual que el valiente y sabio general Fritz Stahlbaum, tienes un gran corazón, pero si hubieses visto lo que se presentó ante los ojos de Marie, estoy seguro de que habrías salido corriendo; creo, incluso, que te habrías metido en la cama tapándote hasta las orejas, mucho más de lo necesario.

Pero ¡ay!, Marie ni siquiera podía hacer eso, pues —¡oídme bien, niños! — muy cerca de sus pies, como movida por las fuerzas del subsuelo, comenzó a brotar gran cantidad de cal, arena y fragmentos de ladrillo. Aparecieron entonces siete cabezas de ratón con siete brillantes coronas siseando y silbando horriblemente. Pronto consiguió salir también por completo el cuerpo del que nacían las siete cabezas. El enorme ratón, adornado con siete diademas, comenzó a lanzar a coro gritos de júbilo, dando tres fuertes chillidos al ejército, que de inmediato se puso en movimiento —hop, hop, trot, trot—, precisamente en dirección al armario, derecho hacia Marie, quien se encontraba aún pegada a la puerta de cristal. El corazón de Marie palpitaba, angustiado, con tanta fuerza, que creyó que se le iba a saltar del pecho e iba a morirse; pero luego tuvo la sensación de que toda la sangre de sus venas se paraba. Medio desmayada, se tambaleó hacia atrás y entonces —klin, klin, prrr— comenzaron a caer trozos del cristal de la puerta, que acababa de romper con el codo. En ese momento sintió un dolor punzante en el brazo izquierdo, pero su corazón se calmó al dejar de oír los chillidos y silbidos y se sintió mucho mejor. Se había hecho de nuevo el silencio y, a pesar de que no se atrevía ni a mirar, pensó que los ratones, asustados por el ruido de los cristales rotos, habrían huido a refugiarse otra vez en sus agujeros.

Pero ¿qué era aquello?

Justo detrás de Marie comenzó un extraño rumor en el interior del armario y se dejaron oír unas vocecitas muy finas que comenzaron a decir:

—¡Venga arriba, despertad! ¡Vamos a la batalla! ¡Hay que luchar esta misma noche! ¡Venga, arriba, a la batalla!

Y simultáneamente tintineaban con gran armonía, belleza y brío unas pequeñas campanillas.

—¡Ay! ¡Pero si ése es mi pequeño juego de campanillas! —exclamó Marie llena de alegría, dando un rápido salto a un lado.

Entonces vio que en el armario había una extraña iluminación y que todo en él estaba en movimiento. Eran varias las muñecas que correteaban de un lado para otro, dando golpes con sus pequeños brazos.

Y en aquel instante se levantó de pronto el Cascanueces, echó la colcha lejos de sí y, saltando con ambos pies de la cama, gritó con fuerza:

¡Cuach, cuach, cuach!

¡Estúpida ratonera,

cháchara estúpida,

gentuza de ratones,

cuach, cuach y cuach,

pura cháchara!

Mientras gritaba sacó su pequeña espada y, blandiéndola en el aire, exclamó:

—Vosotros, mis queridos vasallos, amigos y hermanos, ¿queréis apoyarme en la dura lucha?

Al punto gritaron con fuerza tres Scaramouches, un Pantalón, cuatro deshollinadores, dos citaristas y un tambor:

—¡Sí, señor! ¡Estamos unidos a vos con una fidelidad a toda prueba, con vos marcharemos a la lucha, la victoria o la muerte!

Y, diciendo esto, se lanzaron tras el entusiasmado Cascanueces, quien se atrevió a dar el peligroso salto desde el anaquel más alto. ¡Sí! Para ellos era fácil lanzarse abajo, no sólo porque llevaban ricos vestidos de paño y seda, sino porque en el interior de su cuerpo no había mucho más que algodón y paja, y por ello cayeron dando botes como sacos de lana. Pero el pobre Cascanueces se habría roto con toda seguridad brazos y piernas, pues, ¡imaginaos!, había casi dos pies de altura desde el estante en que se encontraba hasta el más bajo y su cuerpo era tan quebradizo que parecía tallado con madera de tilo. Sí, el pobre Cascanueces se habría roto con toda seguridad brazos y piernas si en el mismo momento en el que saltó no se hubiera levantado también Mamsell Clárchen de su sofá y no hubiera cogido al héroe con la espada desenvainada en sus suaves brazos.

—¡Ay, querida y buena Clárchen! —sollozó Marie—. ¡Cómo me he equivocado contigo! Seguro que le has dejado tu camita con gusto al amigo Cascanueces.

Mamsell Clárchen comenzó a hablar, mientras estrechaba con suavidad al joven héroe contra su pecho de seda:

—¡Oh, señor! Estáis enfermo y herido y, si no queréis poneros en peligro dirigiéndoos a la lucha, ved cómo se reúnen vuestros valientes vasallos, deseosos de luchar y seguros de la victoria. Scaramouche, Pantalón, el deshollinador, el citarista y el tambor están ya abajo y los abanderados de mi estante se encuentran ya en movimiento. ¡Señor, descansad en mis brazos y observad desde lo alto de mi sombrero de plumas vuestra victoria!

Así habló Clárchen. Pero el Cascanueces actuó como un maleducado y se puso a patalear de tal forma, que Clárchen tuvo que ponerle enseguida en el suelo. Y en aquel momento, él, con gran firmeza, colocó una rodilla en tierra y susurró:

—¡Ah, señora! ¡En la lucha y en la batalla, siempre recordaré la gracia y benevolencia que me habéis mostrado!

Clárchen se inclinó hasta cogerle por el bracito, le subió con gran delicadeza y se soltó con rapidez el cinturón que llevaba, adornado con muchas lentejuelas; pero, cuando iba a colocárselo, el hombrecito retrocedió dos pasos, se colocó la mano en el pecho y dijo con mucha ceremonia:

—Señora mía, no desperdiciéis así vuestra merced en mí, pues…

Se interrumpió, suspiró profundamente y, arrancándose con rapidez la cinta con la que Marie le había vendado, se la acercó a los labios y se la colocó luego como banda de campaña, tras lo cual, blandiendo con valentía su brillante espadita, saltó ágil y ligero como un pajarillo por encima del listón del armario.

Ya habréis comprendido, mis excelentes y benévolos oyentes, que el Cascanueces había percibido desde el principio, antes de que adquiriera auténtica vida, todo el amor y bondad que Marie le había mostrado y que, como se sentía inclinado hacia Marie, no quería aceptar llevar siquiera una cinta de Mamsell Clárchen, a pesar de que era muy bonita y vistosa. El bondadoso y fiel Cascanueces prefería acicalarse con la sencilla cinta de Marie. ¿Pero qué pasa ahora?

Nada más saltar el Cascanueces al suelo comenzaron de nuevo los chillidos y grititos. ¡Ay! Bajo la mesa grande están ya preparadas las filas funestas de incontables ratones y por encima de todas ellas sobresale el repugnante ratón de las siete cabezas.

¿Qué ocurrirá?

LA BATALLA

—Fiel vasallo tambor, ¡tocad a generala! —exclamó en voz muy alta el Cascanueces.

El tambor emprendió entonces un redoble tan poderoso, que los cristales del armario comenzaron a temblar y tintinear. Se oyeron ruidos y golpes en su interior y Marie se dio cuenta de que todas las tropas de las cajas en las que estaba acuartelado el ejército completo de Fritz comenzaron a alzar con fuerza las tapas; los soldados salían y desde allí saltaban al estante inferior, donde se reunían formando brillantes filas. El Cascanueces caminaba de arriba abajo, dirigiendo a las tropas una arenga llena de entusiasmo.

—¡Que no se mueva ni el perro del trompetista! —exclamó el Cascanueces enfadado.

Pero a continuación se dirigió con rapidez a Pantalón, a quien, algo pálido, le temblaba muchísimo la barbilla, y dijo solemnemente:

—General, conozco su valor y su experiencia. Se trata de tener una rápida visión de la situación y aprovechar el momento. Le encomiendo el mando de toda la caballería y la artillería. Usted no necesita caballo, pues tiene unas piernas muy largas y con ellas galopa bastante bien. Haga ahora lo que corresponde a su rango.

Al momento Pantalón presionó sus largos y huesudos deditos contra los labios y cantó de forma tan penetrante, que sonó como si cien alegres trompetas soplaran con alegría. En el armario comenzaron entonces a relinchar y patalear los caballos. Entonces los coraceros y dragones de Fritz y, en particular, sus nuevos y brillantes húsares comenzaron a salir y pronto estuvieron todos formados abajo, en el suelo. Regimiento tras regimiento, con las banderas desplegadas y las bandas de música tocando, iniciaron el desfile ante el Cascanueces y se colocaron en raudas filas diagonalmente en el suelo de la habitación. Ante ellos pasaron como una exhalación los cañones de Fritz, rodeados por los cañoneros, y pronto comenzó a oírse el bumbum. Marie vio cómo los garbanzos de caramelo caían sobre el tropel de ratones, quienes no pudieron menos de avergonzarse al ponerse todos blancos de polvo de los caramelos. Hubo sobre todo una batería, que se había subido sobre el escabel de mamá, que les causó graves daños: disparaba alajú sin interrupción, pum-pum-pum, sobre los ratones, que caían uno tras otro. Pero éstos seguían aproximándose y consiguieron incluso superar uno de los cañones. Prr-prr-prr, el humo y el polvo impedían a Marie ver lo que ocurría. Lo cierto es que todos los regimientos se batían con denuedo, y que la victoria estuvo durante mucho rato oscilando de un bando a otro. Los ratones aumentaban en número cada vez más y más, y las pequeñas píldoras plateadas que lanzaban con tanta habilidad alcanzaban ya el interior del armario de cristal. Clárchen y Trutchen corrían desesperadas de un lado a otro y acabaron con las manos llenas de heridas.

 

—¿Es que he de morir en mi más hermosa juventud? ¡Yo, la más hermosa de las muñecas! —gritó Clárchen.

—¿Para eso me he conservado yo tan bien, para morir aquí entre estas cuatro paredes? —exclamó Trutchen.

Ambas se echaron los brazos al cuello y comenzaron a llorar de tal forma, que su llanto se oía por encima del terrible estruendo.

¡Pues bien, estimados lectores! Apenas podéis imaginaros el espectáculo que en ese momento comenzó.

Prr-prr—puf, pif—chate—ra—cha—bum—barrum—bum—barrum—bum—bum, todo a la vez, y además el rey de los ratones y los suyos chillaban y gritaban, y se volvía a oír la voz potente del Cascanueces dando órdenes eficaces mientras caminaba por entre los batallones que se encontraban bajo el fuego.

Pantalón había dirigido unos cuantos brillantes ataques a la caballería y se había cubierto de gloria, pero los húsares de Fritz estaban sometidos al bombardeo de la artillería ratonil, que les arrojaba unas horribles bolas apestosas que les pusieron perdidos sus pantalones rojos, por lo que no avanzaban casi nada. Pantalón les hizo girar por la izquierda, y con el entusiasmo del mando él hizo lo mismo, así como sus coraceros y dragones; es decir, todos giraron a la izquierda y se fueron a casa. Esto puso en peligro a la batería que se encontraba situada sobre el escabel, y poco después atacó un grupo de ratones con tanta fuerza que volcó la pequeña tarima, incluidos cañones y cañoneros. El Cascanueces, consternado, ordenó que el ala derecha retrocediera.

—Tú, Fritz, mi oyente, experto militar, sabes que tal movimiento significa casi la huida y sé que lamentas igual que yo la desgracia que amenazaba al ejército del pequeño Cascanueces, tan amado por Marie.

—Pero aparta tu mirada de esta calamidad y observa el ala izquierda del ejército del Cascanueces, donde todo lleva un excelente camino y aún existen grandes esperanzas para el general y su ejército. Pues durante este enfrentamiento habían ido apareciendo, en enorme silencio, grandes masas de caballería ratonil de debajo de la cómoda, que, acompañando su ataque de horribles chillidos, se lanzaron con furia sobre el ala izquierda del ejército del Cascanueces. ¡Pero con qué resistencia se encontraron!

Con lentitud —pues así lo exigían las dificultades del terreno, ya que había que superar el listón del armario— había ido avanzando el cuerpo de los estandartes, bajo el mando de dos emperadores chinos, y había formado en carréplain.

Eran unas tropas excelentes, gallardas, de gran colorido, formadas por multitud de jardineros, tiroleses, manchúes, peluqueros, arlequines, cupidos, leones, tigres, macacos y monos que se batían con sangre fría, coraje y tenacidad. Este batallón de élite hubiese logrado, con valor espartano, arrancar la victoria al enemigo, de no haber conseguido un audaz capitán de caballería enemiga, en un temerario avance, arrancar de un mordisco la cabeza de uno de los emperadores chinos, que, al caer, arrastró consigo a dos tunguses y un macaco. Esto ocasionó un hueco por el que penetró el enemigo y, poco después, todo el batallón estaba destrozado a dentelladas y mordiscos. Pero el enemigo no logró más que una mínima ventaja con esta fechoría. En el momento en que un sanguinario jinete de la caballería ratonil rompía con sus dientes a un valiente enemigo, le entró por el cuello una pequeña bola de papel que le mató en el acto.

¿Era esto suficiente para las huestes del Cascanueces, que, en cuanto comenzaron a retirarse, retrocedieron más y más, perdiendo cada vez más gente, de forma que el infeliz Cascanueces se encontraba ya pegado al armario de cristal junto a un pequeño puñado de gente?

—¡Que avance la reserva! Pantalón, Scaramouche, tambor, ¿dónde estáis? —gritaba el Cascanueces, manteniendo aún la esperanza de que se formaran y salieran del armario de cristal nuevas tropas.

Y, efectivamente, surgieron algunos hombres y mujeres marrones, de arcilla, con las caras doradas, sombreros y yelmos; pero se batían con tanta torpeza, que no acertaban a dar a ninguno de los enemigos y a punto estuvieron incluso de arrebatar la gorra del Cascanueces, su general. Y pronto llegaron a ellos los cazadores enemigos, que, a mordiscos, les arrancaron las piernas. Al caerse, incluso acabaron con algunos de los hermanos en armas del Cascanueces. Éste se encontraba estrechamente cercado por los enemigos, en peligro extremo. Quiso saltar por encima del listón del armario, pero sus piernas eran demasiado cortas; Clárchen y Trutchen estaban sin sentido y no podían ayudarle, húsares y dragones saltaban alegres a su lado y entraban en el armario, hasta que, desesperado, gritó:

—¡Un caballo! ¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!

En ese mismo instante dos cazadores enemigos le agarraron por el abrigo de madera, y el rey de los ratones, de un salto, se acercó, chillando de júbilo por el triunfo con sus siete gargantas. Marie no pudo contenerse más:

—¡Mi pobre Cascanueces! ¡Mi pobre Cascanueces! —exclamó entre sollozos.

Sin darse cuenta realmente de lo que hacía, se quitó el zapato izquierdo y lo lanzó con fuerza al grupo más numeroso de ratones, en el que se encontraba el rey. Al instante pareció que todos habían desaparecido y muerto; pero Marie sintió en el brazo izquierdo un dolor aún más punzante que antes y cayó desmayada.

LA ENFERMEDAD

Cuando Marie despertó de su letargo, yacía en su camita, y el sol entraba, chispeante y alegre, en la habitación a través de los cristales cubiertos de hielo. A su lado estaba sentado un hombre desconocido, al que pronto reconoció como el cirujano Wendelstern. Éste dijo en voz baja:

—¡Por fin ha despertado!

Su madre le dirigió una mirada inquisitorial y preocupada y se acercó a ella.

—Ay, mamá querida —susurró la pequeña Marie, ¿se han ido por fin todos esos horribles ratones, se ha salvado el buen Cascanueces?

—No digas más tonterías, Marie —respondió la madre—. ¿Qué tienen que ver los ratones con el Cascanueces? Pero por tu culpa, niña mala, hemos estado muy preocupados. Y todo porque los niños son cabezotas y no obedecen a sus padres. Ayer noche estuviste hasta muy tarde jugando con tus muñecas. Estabas medio dormida y es posible que un ratoncito (aunque aquí normalmente no los hay) saliera y te asustara. Bueno, lo cierto es que rompiste con el brazo uno de los cristales del armario y te hiciste un corte tan profundo, que el señor Wendelstern, que acaba de sacarte hace un momento los cristales que aún tenías en las heridas, opina que si el cristal te hubiese cortado una vena podrías haberte quedado con un brazo inmóvil e incluso podrías haberte desangrado. Gracias a Dios, desperté a medianoche y te eché en falta, así que me levanté y fui al cuarto de estar. Allí te encontré, tendida en el suelo junto al armario de cristal, sin sentido y sangrando sin cesar. Estuve a punto de desmayarme yo misma del susto. Estabas allí caída, y a tu alrededor, diseminados, los soldaditos de plomo de Fritz y otros muñecos, estandartes rotos, hombrecitos de bizcocho; pero en tu brazo herido sostenías al Cascanueces, y no lejos de ti, tu zapato izquierdo.

—Ay, mamaíta, mamaíta —la interrumpió Marie—. ¿Ves? Ésas eran las huellas de la batalla entre los muñecos y los ratones y, al ver que los ratones iban a coger preso al pobre Cascanueces, que era quien dirigía al ejército de muñecos, me asusté mucho. Entonces arrojé mi zapato sobre los ratones y ya no sé lo que pasó.

El cirujano Wendelstern hizo un gesto con los ojos a la madre y ésta dijo a Marie con gran dulzura: