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100 Clásicos de la Literatura

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—¡Si ha hecho esa idiotez, peor para él! —se dijo—. Yo ya no puedo hacer más.

En ese momento se hallaba Jude en un tren que estaba a punto de llegar a Alfredston; iba fajado de una manera grotesca, pálido como una figura de alabastro y llamando poderosamente la atención de los demás pasajeros. Una hora después, su delgada figura envuelta en un abrigo largo y una manta que había traído consigo, pero sin paraguas, se recortaba cuesta arriba por la carretera de Marygreen, a unos ocho kilómetros del lugar. Su rostro reflejaba una firme determinación, que era lo único que podía sostenerle, aunque contara con los dolorosos cimientos de la debilidad. Al coronar la cuesta estaba reventado, pero apretó el paso; y a las tres y media de la tarde se encontraba junto al conocido pozo de Marygreen. La lluvia seguía sin dejar salir a nadie de casa; Jude cruzó el prado en dirección a la iglesia sin cruzarse con nadie, y encontró la puerta abierta. Se detuvo y miró hacia la escuela, de donde provenía un rumor de canciones que entonaban unas vocecillas que aún no habían aprendido los gemidos de la Creación.

Esperó hasta que vio salir a un pequeño de la escuela, al que habían dejado salir antes de la hora por alguna razón. Jude le hizo una seña con la mano y el niño se acercó.

—Por favor, ve a casa del maestro y dile a la señora Phillotson si es tan amable de venir un momento a la iglesia.

Partió el niño, y Jude le oyó llamar a la puerta de la casa. Entonces se metió en la iglesia. Todo estaba flamante, excepto algunas esculturas salvadas de las ruinas del antiguo templo, ahora instaladas en los muros nuevos. Se quedó junto a ellas; se le antojaban antepasados suyos y de Sue muertos en ese lugar.

Resonó en la entrada un leve ruido de pasos que casi se confundía con el gotear del agua, y Jude se volvió en redondo.

—¡Oh, no sabía que eras tú! ¡Yo no… oh, Jude! —Dio un respingo histérico y acabó en una serie de resoplidos. Jude dio un paso hacia ella, pero Sue reaccionó rápidamente y retrocedió.

—¡No te vayas!… ¡No te vayas! —suplicó él—. ¡Es la última vez! Pensé que sería menos indiscreto venir aquí que ir a tu casa. Y no volveré nunca más. No seas tan despiadada. ¡Sue, Sue!, ¡estamos obrando según la letra y «la letra mata»!

—¡Me quedaré…, no quiero ser descortés! —dijo ella con los labios temblorosos y los ojos inundados de lágrimas, dejando que él se acercara—. Pero ¿por qué has venido, por qué has hecho este disparate, después de haber obrado tan bien como has obrado?

—¿Qué es lo que he hecho yo bien?

—Casarte otra vez con Arabella. Salió en el periódico de Alfredston. Ella no ha pertenecido nunca a otro más que a ti, Jude… hablando en rigor. Por eso has hecho bien, ¡y muy bien!, al reconocerlo y tomarla otra vez por esposa.

—¡Dios! …; ¡haber venido aquí para oír esto! ¡Lo más degradante, inmoral y antinatural que he hecho yo en mi vida es este sucio contrato con Arabella que han dado todos en calificar de justo! ¡Y tú también…; tú te llamas a ti misma esposa de Phillotson! ¡Su esposa! Tú eres mía.

—¡No me obligues a dejarte plantado, no puedo aguantar mucho! Pero sobre esta cuestión estoy decidida.

—¡No puedo comprender cómo lo hiciste…, cómo te pasó eso por la cabeza…; no lo entiendo!

—Eso no importa. Él es un marido amable conmigo… Y yo…, yo he luchado, y me he esforzado, y he ayunado, y he rezado. He llegado a someter mi cuerpo casi por completo. Y tú no debes, no debes… despertar…

—¡Qué chiquilla más boba eres! Ahora mismo me pondría a discutir contigo, si no supiera que una mujer en tu estado espiritual es incapaz de razonar. ¿O estás tratando solo de engañarte a ti misma, como suelen hacer muchas mujeres en estas cosas, y no crees realmente en lo que pretendes hacer ver, y lo haces únicamente para permitirte el lujo de sentir emoción ante una creencia simulada?

—¡Lujo! ¡Cómo puedes ser tan cruel!

—¡Mi pobre amor, triste y desventurada sombra melancólica de la más prometedora inteligencia que he conocido jamás! ¿Qué ha sido de tu desprecio por los convencionalismos? ¡Hubiera querido morir sin doblegarme!

—¡Me estás faltando, casi me estás insultando, Jude! ¡Vete, no quiero verte! —Se volvió bruscamente.

—Me iré. No vendré a verte ya más, ni aun si tuviera fuerzas para ello, cosa que no volveré a tener. Sue, Sue, ¡no eres digna del amor de un hombre!

El pecho de Sue comenzó a bajar y a subir con agitación.

—¡No puedo soportar que me digas eso! —exclamó, y después de mirarle un momento, se volvió impulsivamente hacia él—. ¡No, no me desprecies! ¡Bésame, bésame montones de veces y dime que no soy cobarde ni farsante…, no puedo soportarlo! —se echó en brazos de Jude, y con la boca pegada a la suya, prosiguió—: ¡Debo decírtelo…, tengo que decírtelo…, mi amor! No ha sido… no ha sido más que una ceremonia matrimonial…, ¡un simulacro de boda, quiero decir! ¡Lo propuso él justo desde el principio!

—¿Cómo?

—Quiero decir que estamos casados nominalmente nada más. ¡Entre nosotros no ha habido nada en absoluto desde que he vuelto con él!

—¡Sue! —dijo. Y apretándola contra su pecho, maceró sus labios a besos—. ¡Si la desdicha puede llegar a rozar la felicidad, acabo de tener un momento feliz! Ahora, en nombre de todo lo que consideras más sagrado, dime la verdad y no me mientas. ¿Me quieres aún?

—¡Claro! ¡De sobra lo sabes!… ¡Pero no debo hacer esto!… ¡Yo no puedo devolverte los besos como quisiera!

—¡Hazlo!

—Sin embargo, ¡cuánto te quiero! …, y qué cara de enfermo tienes…

—¡Tú también! ¡Uno más, por la memoria de nuestros hijitos muertos…, tuyos y míos!

Estas palabras la hirieron como un golpe y dobló la cabeza.

—¡No debo…, no puedo seguir así! —jadeó—. Pero toma, toma mi vida; te devuelvo tus besos; ¡te los devuelvo, te los devuelvo!… ¡Y ahora me odiaré a mí misma para siempre por este pecado!

—No…, deja que te suplique por última vez. ¡Escucha! Los dos hemos vuelto a casarnos de una manera disparatada. A mí me emborracharon para llevarme ante el cura. Y a ti te pasó lo mismo. Yo estaba borracho de bebida y tú, de religión. Las dos formas de embriaguez hacen que se emboten los más nobles ideales… ¡Arrojemos a un lado nuestros errores y huyamos juntos!

—¡No; te repito que no!… ¡Por qué me tientas de esa manera, Jude! ¡Es demasiado cruel!… Pero ya me he sobrepuesto. No me sigas…, no me mires. ¡Déjame, por compasión!

Echó a correr hacia el extremo oriental de la iglesia, y Jude hizo lo que le pedía. No volvió la cabeza, sino que recogió su manta, que ella no había visto, y salió sin más. Cuando pasaba por la esquina de la iglesia, Sue oyó su tos mezclada con el ruido de la lluvia que golpeaba la ventana y, en un último arranque de afecto humano que no pudo reprimir, echó a correr como para acudir en su auxilio. Pero cayó nuevamente de rodillas, se tapó los oídos con las manos, y solo se los destapó cuando comprendió que no podía oírle.

Jude se encontraba en ese momento en el extremo del prado del que arrancaba un sendero que cruzaba los campos en los que solía ahuyentar grajos de chiquillo. Se volvió y miró una sola vez hacia el templo donde todavía se encontraba Sue; luego prosiguió su camino, con la certeza de que nunca más volvería a ver este escenario.

Hay ciertos sitios especialmente fríos en el alto y el bajo Wessex en otoño e invierno; pero el más frío de todos, cuando sopla el viento del norte o del este, es la cima del cerro de la Casa Marrón, donde la carretera de Alfredston se cruza con la antigua calzada. Ahí es donde caen las primeras escarchas y las primeras nieves, y en donde más tarda en deshacerse el hielo en primavera. Por allí siguió Jude su camino, mordido por el viento y la lluvia del nordeste, calado hasta los huesos, con una marcha lenta que era insuficiente para entrar en calor debido a la falta de sus antiguas fuerzas. Se dirigió al mojón, extendió la manta y se echó a descansar bajo la lluvia. Antes de proseguir palpó la parte trasera de la piedra buscando su propia inscripción. Aún estaba; aunque casi cubierta de musgo. Pasó por delante del sitio donde en otro tiempo se había alzado la horca de su antepasado y el de Sue, y descendió la cuesta.

Era de noche cuando llegó a Alfredston; allí tomó una taza de té, porque el frío que comenzaba a apoderarse de sus huesos era excesivo para poderlo soportar en ayunas. Para volver a casa tuvo que coger un tranvía de vapor y dos trenes, además de una larga espera en uno de los trasbordos. No llegó a Christminster hasta las diez.

VI. 9.

En el andén le esperaba Arabella. Le miró de pies a cabeza.

—¿Conque has ido a verla? —preguntó.

—He ido, sí —dijo Jude, temblando literalmente de frío y de cansancio.

—Bueno, será mejor que nos vayamos a casa.

A Jude le chorreaba el agua al andar y se veía obligado a apoyarse en la pared cada vez que le daba un acceso de tos.

—Te la has buscado buena, muchacho —dijo Arabella—. No sé si te das cuenta.

—Claro que me la doy. Esa era mi intención.

—¿Cómo… suicidarte?

—Exactamente.

—¡Pues sí que…! Matarse por una mujer.

—Escúchame, Arabella. Tú te consideras más fuerte y físicamente lo eres, desde luego. Podrías cogerme y levantarme como si fuera un pelele. Al final no mandaste la carta el otro día y no me enfadé por tu conducta. Pero en otras cosas no soy tan débil como tú crees. Decidí que un hombre recluido en su habitación por una inflamación de pecho, un hombre al que solo le quedan dos deseos que cumplir en este mundo, ver a una mujer y luego morir, podía perfectamente realizarlos de una vez emprendiendo un viaje bajo la lluvia. Es lo que he hecho. La he visto por última vez, y he acabado conmigo…, ¡he puesto punto final a una vida febril que no debía haber empezado jamás!

 

—¡Dios…, qué trágico te pones! ¿Quieres tomar algo caliente?

—No, gracias. Vamos a casa.

Siguieron andando junto a los colegios silenciosos, y Jude se detenía a cada momento.

—¿Qué miras?

—Fantasías tontas. En este último paseo mío veo otra vez, en cierto modo, a esos espíritus de los muertos; ¡son los mismos que vi la primera vez que pasé por aquí!

—¡Qué tipo más raro eres!

—Parece que los estoy viendo, y casi oigo el susurro de sus pasos. Pero ya no los venero como antes. No creo ni en la mitad. Los teólogos, los apologistas y sus parientes los metafísicos, los estadistas despóticos y demás, han dejado de interesarme. ¡Todo me lo ha triturado la espantosa muela de la realidad!

La expresión cadavérica del semblante de Jude bajo la luz mojada de los faroles parecía reflejar efectivamente la visión de esas gentes en las calles desiertas. Unas veces se detenía ante un pórtico como si viese salir a alguien; otras miraba hacia una ventana como si distinguiera una cara familiar tras los cristales. Parecía oír voces cuyas palabras repetía como tratando de desentrañar su sentido.

—¡Se están riendo de mí!

—¿Quiénes?

—¡Bueno…, estaba hablando conmigo mismo! Los fantasmas que hay por aquí, en las entradas de los colegios y en los ventanales. Antes parecían benevolentes, particularmente Addison y Gibbon, y Johnson, y el doctor Browne, y el obispo Ken…

—¡Venga, venga! ¡Fantasmas! ¡Por aquí no hay ni vivos ni muertos, quitando a esos malditos policías! Nunca había visto las calles tan vacías.

—¡Imagina! ¡El Poeta de la Libertad solía pasear por aquí; y el gran Disecador de la Melancolía por allá!

—¡Deja de hablar de esas cosas! Me aburre.

—Walter Raleigh me está haciendo señas desde aquel callejón; y Wycliffe, Harvey, Hooker, Arnold y toda una multitud de espectros de la Iglesia tractariana.

—¡Te digo que no quiero saber sus nombres! ¿Qué me importan a, mí los que ya están muertos y enterrados? ¡Palabra: estás más en tus cabales cuando llevas unas cuantas copas en el cuerpo que cuando no!

—Tengo que descansar un momento —dijo él, y se agarró a la verja midiendo con la vista la altura de la fachada del colegio—. Este es el antiguo Rubric; y aquel el Sarcophagus; y en ese callejón están el Crozier y el Tudor; y bajando por ahí está el Cardinal con su inmensa fachada y sus ventanas de cejas levantadas que muestran la cortés sorpresa de la Universidad ante esfuerzos como los míos.

—¡Vamos; te invito a comer!

—Muy bien. Eso me ayudará a volver a casa, porque siento como si el frío de la niebla que sube desde el campo del Cardinal fuese como las garras de la muerte clavándoseme en la carne. Como decía Antígona, no vivo ni entre los hombres ni entre los espectros. Pero Arabella, cuando haya muerto, verás mi espíritu deambulando arriba y abajo por aquí, ¡entre los demás!

—¡Bah! Después de todo no vas a morirte. Eres un hueso duro de roer, muchacho.

Era de noche en Marygreen y la lluvia de la tarde no daba muestras de amainar. Hacia la misma hora en que Jude y Arabella recorrían las calles de Christminster camino de casa, la viuda Edlin cruzó el prado y abrió la puerta trasera de la casa del maestro, cosa que hacía a menudo antes de irse a dormir para ayudar a Sue en las tareas domésticas.

Sue andaba como atontada por la cocina, ya que no era buena ama de casa, a pesar del empeño que ponía, y le impacientaban los detalles domésticos.

—¡Ay, Señor, por qué te pones a hacer todo eso tú sola, cuando vengo yo aposta para eso! ¡De sobra sabías que vendría!

—¡Oh…, no sé…, se me fue de la cabeza! No, no se me fue de la cabeza. Lo he hecho para disciplinarme. He estado fregando la escalera desde las ocho. Debo practicar mis deberes de ama de casa. ¡Los he descuidado de una manera imperdonable!

—¿Y qué necesidad tienes de ello? Él conseguirá una escuela mejor y puede que con el tiempo se haga pastor, y tú podrás tener dos criadas. Es una pena que eches a perder unas manos tan preciosas.

—No me hable usted de mis manos preciosas, señora Edlin. ¡Esta preciosidad de cuerpo que tengo me ha acarreado ya mi propia ruina!

—¡Bah!… Pero ¿es que tienes alguna clase de cuerpo, vamos a ver? Más bien me haces pensar en un espíritu. Pero esta noche noto algo raro, querida. ¿Tienes al marido de mal humor?

—No. Nunca está de mal humor. Se ha ido a acostar temprano.

—Entonces, ¿qué pasa?

—No se lo puedo decir. Hoy he hecho algo malo. Y quiero arrancarlo de mí… Bueno, le diré que Jude ha estado aquí esta tarde y me he dado cuenta de que aún le quiero. ¡Oh, qué vergüenza! No puedo decirle más.

—¡Ah! —dijo la viuda—. ¡Ya te dije yo lo que pasaría!

—¡Pero eso no puede ser! No le he dicho nada a mi marido de su visita; no hay ninguna necesidad de inquietarle porque no tengo intención de ver a Jude nunca más. Pero voy a poner en paz mi conciencia en lo que respecta a Richard…, imponiéndome una penitencia: la última que me cabe. ¡Es mi deber!

—Yo no lo haría, puesto que él consiente en lo otro y la cosa ha ido bien durante estos tres meses.

—Sí; él se aviene a vivir como yo quiera, pero comprendo que es algo que no debo exigirle. No debía haberlo aceptado. El remedio va a ser terrible…, pero debo ser más justa con él. ¡Por qué seré tan poco valerosa!

—¿Qué es lo que no te gusta de él? —preguntó la señora Edlin con curiosidad.

—No se lo puedo decir. Es algo… no se lo puedo decir. Lo triste del caso es que nadie lo admitiría como una razón suficiente para sentir lo que siento yo; así que no tengo excusa posible.

—¿Le dijiste a Jude alguna vez qué era?

—Nunca.

—Yo he oído contar cosas extrañas sobre maridos en mis tiempos —comentó la viuda en voz baja—. Dicen que cuando andaban los santos por el mundo, los demonios solían tomar la forma de los maridos por las noches y causaban a las pobres mujeres toda clase de sinsabores. Pero no sé por qué me ha venido eso a la cabeza, porque no es más que un cuento chino… ¡Qué viento y qué lluvia tenemos esta noche! Bueno, no tengas tanta prisa en cambiar las cosas, querida. Piénsatelo.

—¡No, no! Me he forzado lo que he podido para tratarle con más amabilidad, y tiene que ser ahora…, inmediatamente…, ¡antes de que pierda el valor!

—Yo creo que no deberías sacrificar tu forma de ser. Eso no se le debe pedir a ninguna mujer.

—Es mi deber. ¡Apuraré mi cáliz hasta las heces!

Media hora más tarde, cuando la señora Edlin se puso el sombrero y el chal para irse, Sue se sintió presa de un vago terror.

—No, no… no se marche, señora Edlin —imploró con los ojos abiertos, sin parar de lanzar vivas y nerviosas miradas por encima de su hombro.

—Pero es hora de acostarse, criatura.

—Sí, pero… hay una habitación libre…, la que tenía yo. Está completamente arreglada. ¡Quédese, por favor, señora Edlin!… La voy a necesitar mañana por la mañana.

—Bueno…, a mí no me importa, si ese es tu deseo. No les va a pasar nada a mis cuatro paredes porque vaya o deje de ir.

Así pues, echó Sue el cerrojo y subieron juntas las escaleras.

—Aguarde aquí, señora Edlin —dijo Sue—. Entraré en mi habitación un momento para arreglarme.

Dejó a la viuda en el pasillo y entró en la alcoba que había sido exclusivamente suya desde que llegara a Marygreen; cerró la puerta y se arrodilló junto a la cama durante un minuto o dos. Luego se levantó, y tomando su camisón de debajo de la almohada, se desvistió y salió a reunirse con la señora Edlin. En la habitación de enfrente se oía roncar a un hombre. Le dio las buenas noches a la señora Edlin y la viuda entró en la habitación que Sue acababa de dejar libre.

Sue fue a abrir la puerta del otro dormitorio, pero invadida por un desfallecimiento, se dejó resbalar hasta el umbral. Se levantó de nuevo, entreabrió la puerta, y dijo:

—Richard.

Se estremeció visiblemente al oír su propia voz.

Los ronquidos cesaron por completo durante unos momentos, pero él no respondió. Sue pareció sentirse aliviada y llamó atropelladamente en la alcoba de la señora Edlin.

—¿Está acostada ya, señora Edlin? —preguntó.

—No, querida —dijo la viuda abriendo la puerta—. Soy vieja y tardo bastante en desvestirme; aún no me he desatado el lazo de la falda.

—¡No… no le oigo! A lo mejor…, a lo mejor…

—¿Qué, criatura?

—¡A lo mejor se ha muerto! —jadeó—. ¡Y entonces yo estaría libre, y podría irme con Jude!… ¡Ay…, no…, me había olvidado de ella… y de Dios!

—Vamos a escuchar. No… está roncando otra vez. Pero la lluvia y el viento arrecian de tal manera que apenas se oye nada.

Sue se retiró de nuevo arrastrando los pies.

—¡Señora Edlin, buenas noches nuevamente! Siento mucho haberla hecho salir. —La viuda se retiró por segunda vez.

La tensa y resignada expresión volvió al rostro de Sue cuando volvió a quedarse sola.

—¡Tengo que hacerlo, tengo que hacerlo! ¡Debo apurar las heces! —murmuró—. ¡Richard! —dijo de nuevo.

—¿Eh…, qué? ¿Eres tú, Susanna?

—Sí.

—¿Qué quieres? ¿Ocurre algo? Aguarda un momento. —Se puso algunas ropas encima y salió a la puerta—. ¿Sí?

—Cuando vivíamos en Shaston preferí saltar por la ventana antes que dejar que te acercaras a mí. Nunca he hecho nada para desagraviarte hasta ahora: he venido a pedirte perdón por ello y a rogarte que me dejes entrar.

—A ver si consideras que solo es un deber. Yo no quiero que vengas en contra de tus sentimientos, ya te lo he dicho.

—De todos modos, te pido que me dejes entrar. —Esperó un momento, y repitió—: ¡Déjame entrar, te lo suplico! He caído en el error, incluso hoy mismo. He abusado de mis derechos. No tenía intención de decírtelo, pero seguramente mi deber es hacerlo. He pecado contra ti esta tarde.

—¿Cómo?

—¡He visto a Jude! No sabía que iba a venir. Y…

—¿Y bien?

—Le he besado y le he dejado que me besara.

—¡Vaya… la historia de siempre!

—Richard, ¡yo no sabía que nos íbamos a besar hasta que lo hicimos!

—¿Cuántas veces?

—Muchas. No lo sé. Me siento horrorizada al acordarme y lo menos que puedo hacer después de eso es venir a ti.

—Bueno…, me parece muy mal, ¡después de lo que he hecho por ti! ¿No tienes nada más que confesar?

—No.

Sue intentó decirle también: «Le he llamado mi amor», pero toda mujer arrepentida se calla siempre algo, y ella se guardó esa parte de la entrevista. Y prosiguió:

—No voy a volver a verle nunca más. Me habló de algunas cosas del pasado y eso fue superior a mis fuerzas. Me habló de… los niños… Pero ya te dije que me alegro, que casi me alegro, mejor dicho, de que hayan muerto, Richard. ¡Así queda borrada toda esa parte de mi vida!

—Vamos a ver…, sobre eso de no volver a verle más en la vida; ¿de veras tienes esa intención? —El tono de Phillotson dejaba traslucir que los tres meses que llevaba de segundo matrimonio con Sue no habían sido tan satisfactorios como su magnanimidad o su paciencia amatoria había hecho suponer.

—¡Sí, sí!

—¿Serías capaz de jurarlo sobre el Nuevo Testamento?

—Sí.

Phillotson entró en la habitación y sacó un pequeño ejemplar marrón de los Evangelios.

—Di ahora: ¡Pongo a Dios por testigo!

Sue juró.

—¡Muy bien!

—Ahora te lo suplico, Richard: déjame entrar. Eres el único a quien pertenezco y a quien deseo honrar y obedecer como he prometido.

—Piénsalo bien. Ya sabes lo que eso significa. Tenerte de nuevo en casa es una cosa, y esto es otra. Así que piénsalo.

—Ya lo he pensado… ¡y quiero entrar!

—Eso se llama ser complaciente…, y puede que tengas razón. Con un amante rondando a tu alrededor, lo mejor es que termines de consumar un matrimonio a medias. Pero repito mi advertencia por tercera y última vez.

—¡Ya te he dicho mi deseo!… ¡Oh, Dios mío!

—¿Por qué dices «oh, Dios mío»?

—¡No lo sé!

—¡Sí lo sabes! Pero… —Contempló con gesto sombrío su figura delgada y endeble, encogida ante él, envuelta en sus ropas de dormir—. Bien, ya había pensado yo que la cosa podía acabar así —dijo un momento después—. No te debo nada después de lo que me has contado; pero te dejo entrar bajo tu palabra y te perdono.

 

La rodeó con su brazo para ayudarla a levantarse. Sue hizo un gesto instintivo de retroceder.

—¿Qué pasa? —preguntó él, hablando por primera vez con sequedad—. ¿Todavía me tienes aversión?… ¡Igual que antes! —No, Richard; yo… yo… no pensaba…

—¿De veras quieres entrar?

—Sí.

—¿Tienes presente lo que esto significa?

—Sí. Es mi deber.

Phillotson colocó la palmatoria sobre la cómoda, la hizo pasar adentro y cogiéndola en brazos, la besó. Una sombra de aversión cruzó por el semblante de Sue, pero apretó los dientes y logró reprimir el grito.

Entretanto, la señora Edlin se había desvestido y estaba a punto de meterse en la cama, cuando se dijo a sí misma:

—¡Ah!…, tal vez sea mejor que vaya a ver si esa criatura se encuentra bien. ¡Cómo arrecia el viento y la lluvia!

La viuda salió al pasillo y vio que Sue había desaparecido.

—¡Ah! ¡Pobre chiquilla! Hoy en día las bodas parecen funerales. ¡Cincuenta y cinco años hace que nos casamos mi marido y yo! ¡Lo que han cambiado los tiempos desde entonces!

VI. 10.

A pesar suyo, Jude se recuperó algo y trabajó en su oficio durante varias semanas. Pero después de Navidad volvió a recaer.

Con el dinero que había ganado trasladó su domicilio a un barrio aún más céntrico de la ciudad. Pero Arabella se daba cuenta de que probablemente no podría seguir trabajando mucho tiempo más, y estaba bastante disgustada por el cariz que habían tomado las cosas desde que se habían casado de nuevo.

—¡Que me ahorquen si no has andado tú más listo en esta última jugada! —decía—. ¡Te has hecho con una enfermera gratis solo con casarte conmigo!

Jude permanecía absolutamente indiferente a lo que ella decía y a menudo tomaba sus insultos por el lado humorístico. Otras veces se sentía de peor humor y, postrado en su lecho, pensaba en el fracaso de sus proyectos juveniles.

—Todos los hombres tienen aptitud para alguna cosa —se decía—. Y yo no he sido nunca lo bastante fuerte para el oficio de picapedrero; sobre todo para la sillería. Acarrear bloques de piedra me ha dejado siempre rendido; y si son las corrientes de aire, cuando he tenido que trabajar en edificios que aún no tenían colocadas las puertas y ventanas, me han hecho coger mis buenos resfriados. Creo que así es como me empezó este mal de dentro. Pero hay algo para lo que yo hubiera servido, de haber tenido oportunidad. Podía asimilar ideas y transmitirlas a otros. Me pregunto si los fundadores serían espiritualmente como yo: individuos que solo servían para eso… He oído decir que no tardarán en ponerse mejor las cosas para los estudiantes sin recursos, como era mi caso. Hay proyectos en marcha para que la Universidad sea más asequible y extienda su influencia. No estoy muy al corriente. ¡Pero es demasiado tarde para mí! ¡Ah, y para muchos otros que me han precedido y que valían más que yo!

—¡Aún sigues rumiando esas cosas! —decía Arabella—. Yo creía que a estas alturas ya se te habría quitado esa chifladura por los libros. Desde luego, ya se te habría ido si tuvieras un poco de cabeza. Pero eres tan tonto como cuando nos casamos la primera vez.

En una ocasión en que él monologaba en estos términos la llamó «Sue» sin darse cuenta.

—¡Te agradecería que tuvieras en cuenta con quién estás hablando! —exclamó Arabella, indignada—. Llamar a una respetable mujer casada por el nombre de esa… —Se acordó a tiempo y él no llegó a captar el epíteto.

Pero el tiempo pasaba; y viendo el cariz que tomaban las cosas y comprendiendo cuán poco tenía que temer de la rivalidad de Sue, tuvo un rasgo de generosidad.

—Supongo que te gustaría ver a tu… Sue, ¿no? Bueno, no me importa que venga. Puedes tenerla aquí, si quieres.

—No quiero volver a verla.

—Vaya… ¡eso sí que es cambiar!

—Ni quiero que le digas nada de mí…, ni que estoy enfermo ni nada. Ella ha elegido su vida. ¡Déjala!

Un día recibió Jude una sorpresa. La señora Edlin fue a verle exclusivamente por cuenta suya. La mujer de Jude, a la que ahora le tenía sin cuidado la dirección que pudieran tomar sus sentimientos, salió de casa dejando a la anciana sola con Jude. Él le preguntó de forma impulsiva cómo estaba Sue; pero luego dijo bruscamente, al recordar lo que ella le había dicho:

—Supongo que seguirán siendo marido y mujer nominalmente nada más, ¿no?

La señora Edlin vaciló.

—Bueno, no… Ahora es distinto. Ha empezado ella, hace poco… por su propia voluntad.

—¿Cuándo empezó? —preguntó Jude vivamente.

—La noche del mismo día que estuviste tú. Se lo impuso a sí misma como penitencia, la pobre. Él no quería, pero ella insistió.

—¡Sue, Sue, mi pobre tonta…, esto es más de lo que puedo soportar!… Señora Edlin… no se asuste de mis desvaríos… Me he acostumbrado a hablar conmigo mismo, acostado aquí solo durante tantas horas… Hace tiempo, era una mujer de una inteligencia que al lado de la mía parecía una estrella junto a una lámpara de petróleo: consideraba todas mis supersticiones como telarañas que ella podía barrer con una palabra. Después nos llegó la amarga desgracia, su inteligencia se desmoronó, y se sumió en las tinieblas. ¡Qué extraña diferencia entre los sexos! El tiempo y las circunstancias, que suelen darle más madurez al pensamiento de la mayoría de los hombres, vuelve casi invariablemente más estrecho el de las mujeres. Y ahora sobreviene el horror final: ¡se entrega de ese modo a algo hacia lo que siente auténtica repugnancia, solo por someterse a los formalismos!; ella, tan sensible, tan frágil que el mismo aire parecía rozarla con deferencia… En cuanto a Sue y yo, cuando todo nos iba viento en popa, hace mucho, y teníamos las ideas claras y no nos daba miedo la verdad…, ¡no era sazón aún! Nuestras ideas iban cincuenta años por delante de nuestra época y no podían servirnos de nada. ¡Y así, la resistencia con que tropezaron produjo esa reacción en ella, y me ha traído a mí el abandono y la ruina!… Ya ve usted, señora Edlin, cuáles son los pensamientos que me dan vueltas continuamente en la cabeza aquí echado. Debo de estar aburriéndola.

—Eso ni hablar, chiquillo. Podía estar escuchándote el día entero.

A medida que reflexionaba más y más sobre la noticia que le había traído, Jude se fue sintiendo más inquieto, y en su agonía mental comenzó a emplear un lenguaje terriblemente profano sobre los convencionalismos sociales, provocándole incluso un acceso de tos. Un momento después oyeron llamar abajo en la puerta de la calle. Como nadie salió a abrir, bajó la señora Edlin.

El visitante dijo blandamente:

—Soy el doctor. —La descarnada figura correspondía al médico Vilbert, a quien había llamado Arabella.

—¿Cómo está hoy mi paciente? —preguntó el galeno.

—Mal…, ¡muy mal! Pobre chico, se ha excitado y blasfema de manera terrible, porque le he contado algo sin darme cuenta. La culpa es mía. En fin…, debe usted disculpar a un hombre que sufre; espero que Dios sabrá perdonarle.

—¡Ah! Subiré a verle. ¿Está en casa la señora Fawley?

—En este momento no está, pero no tardará en volver.

Subió Vilbert; pero aunque Jude había tomado hasta entonces las medicinas de este solapado galeno con la mayor indiferencia cada vez que Arabella se las hacía tragar, se encontraba ahora tan fuera de sí por los acontecimientos, que le soltó en su misma cara lo que pensaba de él con tanta energía y tales epítetos, que Vilbert volvió a bajar a toda prisa. En la puerta se encontró con Arabella; la señora Edlin se había ido. Arabella le preguntó cómo estaba su marido esta vez, y viendo que el doctor parecía enfadado, le preguntó si quería comer algo. Él asintió.

—Se lo traeré aquí al pasillo —dijo ella—. Hoy no hay nadie en la casa más que yo.

Le llevó una botella y un vaso, y Vilbert se sirvió. Arabella comenzó a reír con una risa ahogada.

—¿Qué ocurre, muchacha? —preguntó él chascando la lengua.

—Nada; ¡que ese vino tiene algo más! —Y sin dejar de reír, añadió—: Le he echado el filtro amoroso que usted me vendió en la Exposición Agrícola, ¿no se acuerda?