Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—¡Déjate de hipocresías! —exclamó Jude.

—No es una hipocresía —dijo Arabella—. ¡Yo en eso pienso exactamente como ella!

Jude zanjó la cuestión diciendo bruscamente:

—Bueno, ya sé lo que tenía que saber. Muchas gracias por tu información. No voy a ir a casa todavía, así que adiós. —Y se marchó inmediatamente.

Sumido en el abatimiento y la desdicha, Jude anduvo deambulando por casi todos los lugares de la ciudad que había frecuentado con Sue; después no supo adónde dirigirse y pensó en volver a casa para cenar como hacía normalmente. Pero teniendo todos los vicios de sus virtudes, y algo de dinero en el bolsillo, dio media vuelta y, por primera vez desde hacía muchos meses, se metió en una taberna. Entre las posibles consecuencias que podían derivarse de su matrimonio, Sue no había contado con esta.

Entretanto, Arabella había regresado. Pasó la tarde y Jude no volvió. A las nueve y media, Arabella se echó a la calle y se dirigió en primer lugar a un barrio de las afueras, próximo al río, donde su padre había abierto recientemente una miserable tiendecita de carne de cerdo.

—Mira —le dijo—, a pesar de la que me armaste la otra noche he venido a contarte algo. Me parece que voy a casarme y a poner casa otra vez. Pero tienes que ayudarme: y no puedes negarte, después de lo que he hecho yo por ti.

—¡Haré cualquier cosa con tal de perderte de vista!

—Muy bien. Voy a buscar ahora a mi joven hombre. Me da que anda por ahí sin rumbo fijo y tengo que traerle a casa. Todo lo que quiero es que no pases el cerrojo esta noche, por si acaso quiero yo venirme a dormir aquí si se me hace tarde.

—¡Ya sabía yo que te cansarías pronto de airearte por ahí y de dejarme tranquilo!

—Bueno…, no toques la puerta. Es todo lo que te pido.

Luego se marchó otra vez, se dirigió a toda prisa a casa de Jude, y después de comprobar que no había regresado se puso a buscarle. Un perspicaz presentimiento sobre el probable camino que habría tomado la llevó directamente a la taberna que Jude solía frecuentar al principio, y donde ella estuvo de camarera durante un tiempo. Al abrir la puerta del Bar Privado, le descubrió inmediatamente: estaba sentado en la penumbra, en el fondo del salón, con los ojos fijos en el suelo y la mirada vacía. En ese momento no tomaba ninguna bebida fuerte, sino cerveza nada más. Él no la había visto, así que entró y fue a sentarse junto a él.

Jude levantó los ojos y dijo sin sorprenderse:

—¿Qué, vienes a tomar algo, Arabella?… Yo estoy intentando olvidarla; ¡eso es todo! Pero no puedo y me voy a casa. —Ara-bella se dio cuenta de que solo estaba ligeramente bebido.

—He venido expresamente a buscarte, muchacho. No te encuentras bien. Anda, deja eso y toma algo mejor. —Hizo una seña a la camarera—. Pide un poco de licor, que está más a tono con un hombre instruido que la cerveza. Puedes tomarte un marrasquino, un curasao seco o dulce, o un coñac. ¡Pobre muchacho, te voy a invitar!

—¡Pide lo que sea, me es igual! Coñac mismo… Sue se ha portado mal conmigo, muy mal. ¡No esperaba eso de Sue! Yo me había unido a ella y ella tenía que haberse unido a mí. Habría vendido mi alma al diablo por ella, pero ella no ha querido arriesgar ni una pizca de la suya por mí. ¡Para salvar su alma deja que la mía se vaya al infierno!… Pero no es culpa suya, pobre muchacha… ¡estoy seguro de que no es suya la culpa!

No estaba claro cómo se había procurado dinero Arabella, pero pidió una copa para cada uno, y pagó las dos. Cuando las apuraron, Arabella pidió otra ronda; y Jude tuvo el placer de verse conducido personalmente a través de las distintas variedades intelectuales de licor por alguien que conocía muy bien sus derroteros. Arabella seguía de lejos a Jude, y aunque daba un sorbito nada más por cada trago de él, bebió hasta donde pudo sin perder la cabeza…, lo que no fue poco, a juzgar por los colores arrebolados de sus mejillas.

Cada vez que se dirigía a él, su tono de voz era invariablemente zalamero y persuasivo; y cada vez que él decía: «¡Ahora no me importa ya lo que me pase!», cosa que repetía a cada instante, ella replicaba: «¡Pero a mí sí!». Llegó la hora de cerrar, y se vieron obligados a abandonar el local; entonces Arabella le pasó el brazo por la cintura y guio sus pasos vacilantes.

Cuando estuvieron en la calle, dijo ella:

—¡No sé lo que pensará nuestro patrón cuando vea que te llevo en este estado! Digo yo que la puerta estará cerrada y tendrá que bajar a abrirnos.

—No sé… no sé.

—Eso es lo que pasa por no tener casa propia. Voy a decirte lo que vamos a hacer, Jude. Vamos a ir a casa de mi padre… Hemos hecho hoy las paces más o menos. Yo te llevaré sin que nadie nos vea; y por la mañana te vas a tu casa y en paz.

—¡Qué más da, qué más da! —replicó Jude—. ¿Qué demonios me importa ya a mí?

Siguieron juntos como cualquier pareja un poco bebida; ella seguía llevándole cogido por la cintura, y Jude acabó cogiéndola a ella también, aunque sin intención amorosa alguna, sino solo porque se sentía cansado, vacilante, y necesitaba sostenerse.

—Es… estamos en la plaza de… los Mártires de la Hoguera —tartamudeó él cuando cruzaron con paso vacilante una ancha calle—. Me acuerdo del Estado de Santidad del viejo Fuller… y me viene a la cabeza… al pasar ahora por aquí…, lo que el viejo Fuller dice en su Estado de Santidad: que cuando quemaron a Ridley, el doctor Smith predicó un sermón tomando como base el texto que dice: «Aunque entregue mi cuerpo a la hoguera, si no tengo caridad, mi sacrificio no me servirá de nada». Pienso a menudo en esas palabras cuando paso por aquí. Ridley era un…

—Sí. Exactamente. Es un pensamiento muy profundo, querido, aunque no tiene nada que ver con nuestras dificultades.

—¡Cómo, claro que tiene que ver! ¡Voy a entregar mi cuerpo a la hoguera! Pero… ¡Ah, tú no lo comprendes! ¡Sue es la única que podría comprenderlo! Y yo he sido su seductor…, ¡pobre chiquilla! ¡Y ahora que se ha marchado, a mí no me importa ya lo que me pase! ¡Haz de mí lo que quieras!… ¡Y pensar que lo ha hecho solo por un escrúpulo de conciencia, pobrecita Sue!

—¡Que se vaya al diablo! Bueno, quiero decir que tiene razón —hipó Arabella—. Yo también tengo mis sentimientos, lo mismo que ella; y lo que pienso es que a los ojos del Cielo soy la esposa tuya y de nadie más, ¡hasta que la muerte nos separe! Nunca, ¡hic!, nunca es demasiado tarde, ¡hic!, para enmendarse.

Habían llegado a la casa del padre, y Arabella abrió sigilosamente la puerta y tanteó a oscuras buscando una luz.

Las circunstancias no eran las mismas que aquella vez en que entraron en la casa de Cresscombe, hacía ya muchos años, ni tal vez tenía Arabella las mismas razones. Pero Jude no pensó en eso, aunque ella sí.

—No encuentro las cerillas, cariño —dijo después de abrir la puerta—, pero no importa, es por aquí. No hagas ruido, por favor.

—Esto está oscuro como un pozo —dijo Jude.

—Dame la mano y yo te guiaré. Eso es. Siéntate aquí y te quitaré las botas. No quiero que se despierte.

—¿Quién?

—Mi padre. Me armaría una bronca seguramente.

Le quitó las botas.

—Bueno —susurró—; cógete a mí; no importa ahora tu peso. Bien, primer escalón, segundo escalón…

—Pero…, ¿es que estamos en nuestra antigua casa de las afueras de Marygreen? —preguntó Jude, asombrado—. ¡Jamás había vuelto a entrar en ella hasta hoy! ¿Eh? ¿Y dónde están mis libros? Eso es lo que me gustaría saber.

—Estamos en mi casa, cariño, donde nadie puede venir a fisgar cómo te encuentras. Venga: tercer escalón, cuarto escalón… y ya estamos. Y ahora, adentro.

VI. 7.

Arabella estaba preparando el desayuno en la habitación trasera de la planta baja de la casucha que su padre había alquilado recientemente. Se asomó a la tienda y le dijo al señor Donn que ya estaba listo. Donn, empeñado en parecer un maestro carnicero, vestido con una grasienta blusa azul y una correa alrededor de la cintura de la que colgaba un cuchillo, entró al instante en la casa.

—Tienes que quedarte en la tienda esta mañana —dijo con despreocupación—. Yo tengo que ir a Lumsdon a traer tripa y medio cerdo y quiero hacer de paso unos encargos. Si vives aquí tienes que arrimar el hombro; al menos hasta que el negocio marche.

—Bueno, pero hoy no sé si podrá ser. —Echó a su padre a una mirada de inteligencia—. Tengo una pieza arriba.

—¡Ah!… ¿Qué es?

—Un marido… o casi.

—¡No!

—Sí. Es Jude. Ha vuelto conmigo.

—¿El que tenías al principio? ¡Pues estamos aviados!

—Bueno, la verdad es que yo siempre le he querido.

—Pero ¿cómo es que está ahí arriba? —dijo Donn, que no salía de su asombro, señalando al techo con un gesto.

—No hagas preguntas inconvenientes, padre. Lo que tenemos que hacer es cuidar de que siga ahí hasta que él y yo volvamos a estar como antes.

—¿Y cómo estabais?

—Casados.

—¡Ah!… Bueno, es lo que me faltaba por oír; casarse otra vez con el marido viejo, ¡con la de sangre joven que hay en el mundo! Para mí que no es eso ninguna ganga. Yo para eso me habría buscado uno joven, en tu lugar.

—No es ninguna cosa rara que una mujer quiera tener consigo otra vez a su primer marido por pura decencia, aunque el hombre que quiere volver con su antigua mujer sea un…, ¡bueno, eso sí que suele ser una cosa rara, más bien! —Y Arabella soltó de pronto una risotada, a la que se unió su padre, aunque más moderadamente.

—Pórtate bien con él y yo haré lo demás —dijo ella después de recobrar la seriedad—. Esta mañana me ha dicho que le dolía la cabeza como si fuera a estallarle, y creo que no sabía ni dónde estaba. Y es lo más natural, teniendo en cuenta la de bebidas que mezcló anoche. Tenemos que hacer que esté aquí contento y feliz durante uno o dos días, y no dejar que vuelva a su pensión. Ahora voy a subir a ver cómo se encuentra el infeliz.

 

Arabella subió las escaleras, abrió sigilosamente la puerta del primer dormitorio y echó una mirada. Al ver que su Sansón rapado seguía dormido, se acercó y se quedó mirándole. La fiebre provocada por la resaca de la noche anterior le había encendido los colores de la cara, lo que disminuía el aspecto endeble que tenía de ordinario; sus pestañas y sus cejas oscuras, su pelo negro y ondulado, y su barba recortándose contra la blancura de la almohada, completaban la fisonomía de aquel a quien Arabella consideraba digno de ser recuperado, como mujer de pasiones violentas, y más aún como mujer necesitada de dinero y reputación. Su mirada ardiente pareció afectarle, porque contuvo su respiración agitada y abrió los ojos.

—¿Cómo te encuentras, querido? —dijo ella—. Soy yo: Arabella.

—¡Ah! ¿Dónde?… ¡Ah, ya recuerdo! Me recogiste en tu casa… ¡Me siento como un trapo…, enfermo…, desmoralizado… y condenadamente mal! ¡Ni más ni menos!

—Pues quédate. En casa solo estamos mi padre y yo, y puedes estarte hasta que te encuentres bien. Diré en el taller que te has sentido mal de repente.

—¡Me figuro lo que pensarán en la pensión!

—Yo iré a explicar lo que pasa. Lo mejor será que me dejes ir a pagar, si no van a creer que nos hemos fugado.

—Sí. Ahí en mi bolsillo hay dinero.

Completamente indiferente, Jude cerró los ojos hinchados porque no podía soportar la luz del día, y se quedó dormido otra vez. Arabella le cogió el monedero, salió en silencio de la habitación, se puso ropa de calle y se dirigió a la pensión que habían dejado la noche antes.

Al cabo de una hora y media volvió a aparecer por la esquina acompañada de un mozo con una carretilla en la que traía amontonados los bártulos de Jude, así como las pocas cosas que Arabella se había llevado a la pensión para pasar allá unos días. Jude sufría tanto en lo físico por su desventurado hundimiento de la víspera, y en lo moral por la pérdida de Sue y por haber cedido en su semisomnolencia a las instancias de Arabella, que cuando vio sus cosas colocadas ante sus ojos en esa habitación extraña, y mezcladas con prendas femeninas, apenas si pudo entender cómo habían llegado hasta allí ni qué significaba todo eso.

—Ahora —dijo Arabella a su padre, después de bajar otra vez— tenemos que procurar que durante unos días haya en casa bebida suficiente; le conozco bien y sé que si cae en una de sus depresiones no llegará a tener nunca conmigo el detalle decente que yo necesito y me dejará plantada para siempre. Debe seguir alegre. Tiene un poco de dinero ahorrado en el Banco y me ha dado su monedero para que pague lo que haga falta. Así que con eso pagaré la licencia matrimonial; quiero tenerla a mano por si puedo cogerle en buen momento. Tú ocúpate de la bebida. Y si organizáramos una reunión alegre y tranquila con unos cuantos amigos, la cosa andaría sobre ruedas. Eso le haría la propaganda a la tienda y de paso me ayudaría en lo mío.

—Eso es la mar de fácil, con tal que se prepare algo de comer y de beber… Vaya que sí: le haría la propaganda a la tienda, desde luego.

Tres días más tarde tuvo lugar la tranquila y alegre reunión que Arabella había sugerido; Jude se había recobrado algo de las horribles palpitaciones de los ojos y el cerebro, aunque se encontraba aún sumido en una confusión mental debida a lo que Arabella le había hecho beber durante este tiempo… para mantenerle alegre, según decía.

Donn había abierto recientemente su miserable tienda de embutidos y carne de cerdo, y tenía a la sazón poquísima clientela; sin embargo, la reunión le hizo buena propaganda, y los Donn alcanzaron verdadera popularidad entre cierta clase social de Christminster que no sabía nada de colegios, ni de lo que se hacía en ellos, ni de la clase de vida que en ellos tenía lugar. Le preguntaron a Jude si se le ocurría alguien más que invitar, aparte de los que habían nombrado Arabella y su padre; y en un arranque de humor negro mencionó a Tío Joe, a Stagg, al subastador venido a menos y a algunos más que recordó que frecuentaban la conocida taberna durante su época de obrero, años atrás. Y sugirió también que se invitara a la «Pecosa» y a la «Flor de Delicias». Arabella le tomó la palabra en lo referente a los hombres, pero hizo caso omiso de las mujeres.

En cambio no fue invitado un conocido común: Taylor el Calderero, a pesar de que vivía en la misma calle; pero la noche de la reunión, cuando regresaba a casa después de su último negocio, se le ocurrió pasar por la tienda para comprar manos de cerdo. No quedaban en ese momento, pero le prometieron que se las tendrían para el día siguiente. Mientras hacía el pedido, Taylor echó una mirada a la trastienda y vio a los invitados sentados en torno a la mesa, jugando a las cartas, bebiendo y disfrutando por cuenta de Donn. Se marchó a casa a dormir, y al salir a la mañana siguiente, se preguntó cómo acabaría aquella reunión. Pensó que no valía la pena entrar en la carnicería a recoger lo que había encargado, porque sin duda Donn y su hija estarían durmiendo aún, después de pasarse la noche de juerga. Sin embargo, al pasar por delante de la puerta vio que estaba abierta y oyó voces en el interior, a pesar de que los postigos de la tienda estaban cerrados. Llamó a la puerta del cuarto de estar y le abrieron.

—¡Bueno; vaya, vaya! —exclamó asombrado.

Anfitriones e invitados estaban sentados jugando a las cartas, fumando y charlando exactamente igual que los había dejado once horas antes. Aunque en la calle hacía dos horas que había amanecido, la luz de gas seguía ardiendo y las cortinas estaban echadas.

—¡Sí! —exclamó Arabella riendo—. Aquí seguimos igual. ¡Nos tenía que dar vergüenza! ¿A que sí? Pero es que estamos celebrando algo así como la inauguración, ¿comprende usted?, y nuestros amigos no tienen prisa. Entre, señor Taylor, y siéntese.

El calderero, o más bien chatarrero venido a menos, no se hizo de rogar, y entró y tomó asiento.

—Perderé un cuarto de hora, pero no importa —dijo—. ¡Bueno, realmente, no podía dar crédito a mis ojos cuando me he asomado! Parecía como si de repente me hubieran trasladado otra vez a la noche anterior.

—Y así es. Ponle de beber al señor Taylor.

Entonces se percató de que estaba sentada junto a Jude y de que lo tenía cogido por la cintura. El rostro de Jude, como los del resto de la concurrencia, mostraba a las claras que había estado bebiendo a más y mejor.

—Bueno, la verdad es que hemos estado esperando a que se hiciera hora —continuó ella con modestia y procurando que su semblante, enrojecido por el alcohol, simulara lo más posible el rubor de una doncella—. Jude y yo hemos decidido hacer las paces y atar otra vez lo que habíamos desatado, ya que nos hemos dado cuenta de que, después de todo, no podemos vivir el uno sin el otro. Así que hemos tenido la luminosa idea de sentarnos aquí hasta que se haga la hora para ir y casarnos inmediatamente.

Jude parecía no prestar demasiada atención a lo que ella estaba anunciando, ni a nada de lo que pasaba. La entrada de Taylor despabiló algo a los presentes, y todos siguieron sentados hasta que Arabella susurró a su padre:

—Bien, creo que ya podemos ir.

—¿Pero lo sabe el cura?

—Sí. Le dije anoche que seguramente iríamos entre las ocho y las nueve; porque por razones de decencia quería que lo hiciéramos lo más temprano y discreto posible; que se trataba de nuestro segundo matrimonio y que la gente se pondría a fisgar si se enteraba. Me dijo que era muy buena idea.

—Bueno: yo estoy preparado —dijo su padre, levantándose y estirándose.

—Bien, mi viejo amor —dijo Arabella a Jude—. Vamos; me lo has prometido.

—¿Cuándo te he prometido yo el qué? —preguntó él, a quien Arabella, con su especial sabiduría en cuestiones de este tipo, había emborrachado de suerte que ahora podía devolverle la sobriedad…, o la apariencia de sobriedad, ante los que no le conocían.

—¡Cómo! —dijo Arabella afectando consternación—. Me has prometido varias veces casarte conmigo, mientras estábamos sentados aquí esta noche. Estos señores, que te han oído, lo pueden decir.

—No lo recuerdo —dijo Jude con terquedad—. Solo hay una mujer…; ¡pero no quiero mencionarla en este Cafarnaún!

Arabella miró a su padre.

—Vamos, señor Fawley, sea decente —dijo Donn—. Usted y mi hija han estado viviendo aquí juntos tres o cuatro días, dando a entender que usted iba a casarse con ella. Naturalmente, yo no habría consentido semejante cosa en mi casa si llego a saber que usted se echaría atrás. Por su honor, ahora no tiene más remedio que dar ese paso.

—¡Haga el favor de dejar mi honor en paz! —exclamó Jude acaloradamente, poniéndose en pie—. ¡Antes me casaría con la P… de Babilonia a cometer un acto deshonroso! Eso no va por ti, querida. Solo es una figura retórica; como dicen los libros: una hipérbole.

—Ahórrese sus figuras cuando se encuentre entre amigos que le protegen —dijo Donn.

—Si he dado mi palabra de casarme con ella, como parece, aunque no tengo ni la más remota idea de cómo he venido a parar aquí, con ella me casaré; ¡y Dios me asista! Yo jamás he tratado de engañar a una mujer ni a nadie en este mundo. ¡No soy de los que quieren salvarse a costa de los más débiles!

—Venga; no hagas caso, cariño —dijo ella pegando su mejilla a la de él—. Sube, lávate la cara y arréglate; después iremos para allá. Haz las paces con mi padre.

Se dieron la mano. Jude subió y poco después bajó con aspecto aseado y tranquilo. Arabella se había arreglado también a toda prisa, y salieron acompañados por Donn.

—No se marchen —dijo Arabella a los invitados al salir—; le he encargado a la chica que prepare el desayuno mientras estamos fuera; cuando volvamos tomaremos alguna cosa. Una buena taza de té bien cargado les sentará bien, antes de irse a casa.

Cuando Arabella, Jude y Donn hubieron desaparecido, la asamblea de invitados comenzó a desperezarse y a despabilar, pasando a discutir la situación con gran interés. Taylor el Calderero, que era el más sobrio, razonaba con más lucidez:

—No es que quiera criticar a los amigos —dijo este—. ¡Pero se me antoja a mí una cosa rara eso de que una pareja se case por segunda vez! Si no se entendieron la primera vez, cuando eran más blandos de mollera, menos se entenderán ahora, pienso yo.

—¿Crees que se casará por fin?

—Ha dado su palabra, así que se casarán.

—No lo van a poder hacer en seguida. Ni tienen licencia de matrimonio ni nada.

—Ella la tenía ya sacada. ¿No la has oído cuando se lo decía a su padre?

—Bueno —dijo Taylor el Calderero, volviendo a encender la pipa en la llama de gas—. Si la miramos en conjunto, de pies a cabeza, no está mal…, sobre todo a la luz de una vela. Claro que una moneda que lleva tiempo en circulación no va a estar lo mismo de nueva que una recién salida de la ceca. Pero para haber andado rodando unos cuantos años por los cuatro continentes, está más que pasable. Algo ajamonada, tal vez; pero a mí me gustan esas mujeres a las que no se las lleva el primer soplo de viento.

Los ojos de los presentes siguieron los movimientos de la muchachita que extendía sobre la mesa el mantel para el desayuno sin secar siquiera el vino que se había derramado. Descorrió después las cortinas y la casa adquirió un aire matinal. No obstante, algunos invitados se quedaron dormidos en sus sillas. Uno o dos salieron a asomarse a la puerta y miraron calle arriba más de una vez. Taylor el Calderero, que era el que iba delante, entró al cabo de un rato con el semblante excitado.

—¡Diablos, ahí vienen! ¡Me parece que se han casado por fin!

—¡No! —dijo el Tío Joe entrando tras él—. Apuesto a que el muchacho se ha echado atrás en el último momento. ¡Vienen con una cara muy rara, y es por eso!

Aguardaron en silencio, hasta que oyeron que la comitiva de la boda entraba en la casa. Arabella entró ruidosamente delante de todos; su semblante mostraba bien a las claras que su estratagema había dado resultado.

—Supongo que ya eres la señora Fawley, ¿no? —dijo Taylor el Calderero con una cortesía burlona.

—Pues claro. La señora Fawley otra vez —replicó Arabella suavemente, quitándose el guante y mostrando su mano izquierda—. Aquí está el candado, mire… Bueno, ha sido un hombre amable y caballeroso. Dijo el cura. Me ha dicho muy bajito como un niño, cuando todo ha terminado: «Señora Fawley, la felicito de todo corazón —dice—. Porque lo cierto es que he oído contar su historia y la de su marido, y creo que han hecho lo que era justo y de razón. Y estoy convencido de que el mundo sabrá perdonarles ahora sus pasados errores, a usted como esposa y a él como marido —dice—; lo mismo que ustedes se los han perdonado mutuamente». Sí: ha sido un hombre muy amable y caballeroso. «La Iglesia no reconoce el divorcio en su dogma, hablando estrictamente —dice—, y tenga siempre presente las palabras de los Santos Oficios: Lo que Dios ha atado, ningún hombre puede desatar». Sí: ha sido un hombre muy amable y caballeroso… ¡Pero, Jude, cariño, tenías una pinta como para morirse de risa! Ibas tan tieso y envarado que parecía que estabas haciendo de aprendiz de juez; bueno, al verte manotear buscando mi dedo me di cuenta de que estabas viendo doble.

 

—Dije que haría cualquier cosa para… salvar la honra de una mujer —murmuró Jude—. ¡Y lo he hecho!

—Bueno, mi viejo amor; ven a desayunar.

—Quiero… un poco… más de whisky —dijo Jude, impasible.

—¡Qué tontería, cariño! ¡Ahora no! No queda ya. El té nos despejará la cabeza y nos dejará frescos como lechugas.

—Está bien. Me…, me he casado contigo. Ella decía que debía casarme contigo otra vez, y al final lo he hecho. ¡Esa es la verdadera religión! ¡Ja, ja, ja!

VI. 8.

Pasó la fecha de San Miguel, y Jude y su mujer, que habían vivido una temporada en casa del padre después de sus segundas nupcias, alquilaron el ático de un edificio más próximo al centro de la ciudad.

Él había trabajado unos días tan solo en los dos o tres meses que siguieron a la boda; pero su salud no había sido buena, y ahora se resentía. Estaba sentado en una silla frente a la chimenea y tosía mucho.

—¡Vaya una ganga que me ha caído por tomarme el trabajo de casarme contigo otra vez! —le decía Arabella—. Tendré que hacerme cargo de ti definitivamente, ¡eso es! Tendré que ponerme a hacer morcillas y salchichas y venderlas por las calles; y todo para mantener a un marido inválido con el que no tenía por qué cargar. ¿Por qué no te cuidaste la salud? ¡Bien sano que estabas cuando la boda!

—¡Ah, sí! —dijo él riendo con acritud—. Hace un momento me estaba acordando de lo tonto y sentimental que me puse cuando matamos aquel cerdo tú y yo, en tiempos de nuestro primer matrimonio. Creo que ahora, el mayor acto de misericordia que se podría tener conmigo sería hacerme el favor que yo le hice al animal.

Esa era la clase de conversación que los dos solían tener a diario. El patrón de la casa, que había oído por ahí que eran una pareja extraña, pensó que no estaban realmente casados, sobre todo desde que sorprendió a Arabella besando a Jude una noche en que ella había tomado un pequeño cordial. Había decidido decirles que se marcharan de su casa, cuando una noche la oyó por casualidad cómo increpaba a Jude con aspereza arrojándole finalmente un zapato a la cabeza, por donde reconoció el sello genuino del matrimonio; así que dedujo que debía de ser un matrimonio respetable y no les dijo nada.

Jude no mejoraba y un día, después de pensarlo mucho, le pidió a Arabella que le hiciese un encargo. Ella preguntó con indiferencia qué quería.

—Que le escribas a Sue.

—Pero, qué demonios… ¿para qué quieres que le escriba?

—Para preguntarle qué tal está y si puede venir a verme…, porque estoy enfermo y me gustaría verla… otra vez.

—¡Es una ofensa pedirle semejante cosa a tu legítima esposa!

—Te lo pido precisamente para no faltarte. Tú sabes que yo quiero a Sue. No tengo ganas de empezar con disimulos…; el hecho es ese: yo la quiero. Podría encontrar docenas de maneras de mandarle una carta sin que te enteraras. Pero quiero ser absolutamente claro contigo y con el marido de ella. Un mensaje tuyo pidiéndole que venga estará fuera de cualquier asomo de intriga. Si ella conserva aún algo de su antigua naturaleza, vendrá.

—¡No tienes ningún respeto por el matrimonio, ni por sus derechos y deberes!

—¡Qué tienen que ver ahora las opiniones mías…, de un desdichado como yo! ¿Qué puede importarle a nadie quién viene a verme durante media hora, cuando estoy con un pie en el otro mundo?… ¡Vamos, escríbele, por favor, Arabella! —suplicó—. ¡Págame mi candidez con un poco de generosidad!

—¡Eso sí que no!

—¡Solo por una vez…, por favor! —Se daba cuenta de que su debilidad física le había despojado de toda dignidad.

—¿Para qué quieres que sepa ella cómo te encuentras? Ella no quiere verte. ¡Es como la rata que huye del barco que se hunde!

—¡No, no!

—Y yo, en cambio, me embarco en él… ¡Idiota que soy! ¡Esa no es más que una cualquiera!

No bien terminó de pronunciar estas palabras, saltó Jude de su asiento y antes de que Arabella se diese cuenta, la arrojó de espaldas sobre un catre que allí había y le puso la rodilla encima.

—Di otra palabra así —susurró—, y te mato… ¡aquí mismo! Saldría ganando en todo, incluso en caso de que me costara la vida. ¡Así que no pienses que te amenazo en vano!

—¿Qué quieres de mí? —jadeó Arabella.

—Prométeme que no hablarás nunca más de ella.

—Muy bien. Lo prometo.

—Te tomo la palabra —dijo él con desprecio, mientras la soltaba—. Aunque no sé si tu palabra tiene valor alguno.

—¡No podías matar el cerdo, pero a mí sí!

—¡Ah…, ya me has pillado! No…, no sería capaz de matarte… ni aun en un arrebato. ¡No te rías!

Entonces empezó a toser y al verle derrumbarse mortalmente pálido, le miró como calculando el tiempo que le quedaba de vida.

—Le escribiré que venga —murmuró Arabella—, si consientes que esté yo delante todo el tiempo que ella permanezca aquí.

El lado más blando de la naturaleza de Jude, que era su deseo de ver a Sue, le impidió rechazar el ofrecimiento incluso ahora, provocado como había sido, y replicó sin aliento:

—Sí, de acuerdo. ¡Pídele que venga!

Por la noche le preguntó si había escrito.

—Sí —dijo—; le he escrito contándole que estás enfermo y pidiéndole que venga mañana o pasado. Pero aún no he echado la carta.

Al día siguiente, Jude se preguntó si la habría echado por fin, pero no le dijo nada; y la insensata Esperanza, que se alimenta tan solo de migajas, le tenía ansioso y expectante. Sabía las horas de los posibles trenes y estaba atento a cualquier ruido por si era ella.

No fue; sin embargo, Jude no volvió a hablar del asunto con Arabella. Esperó y aguardó durante todo el día siguiente; pero Sue no apareció ni envió nota alguna en respuesta. Entonces concluyó Jude en su fuero interno que Arabella no había llegado a echar la carta, si es que la había escrito. Había algo en su manera de comportarse que la delataba. La debilidad de él era tan grande que se deshacía en lágrimas cuando ella no estaba presente. De hecho, sus sospechas eran fundadas. Arabella consideraba, igual que algunas enfermeras, que tu deber para con tu paciente consiste en tranquilizarle cuanto antes y como sea, sin tener en cuenta qué es lo que quiere.

No volvió a decirle una palabra más sobre su petición ni sobre lo que pensaba. Una resolución sorda, inconfesada, fue arraigando en él confiriéndole, si no fuerza, sí al menos firmeza y calma. Un mediodía, Arabella, después de haberse ausentado durante un par de horas, entró en la habitación y encontró la silla vacía.

Se dejó caer en la cama, y allí sentada se puso a reflexionar: «¡Bueno! —se dijo—, ¿dónde se habrá metido este hombre?».

Durante toda la mañana había estado cayendo un fuerte aguacero del nordeste con más o menos intermitencia, y al ver desde la ventana el agua que soltaban los canalones, le pareció increíble que se hubiese aventurado a salir enfermo como estaba, exponiéndose casi a una muerte segura. Sin embargo, Arabella se sentía íntimamente convencida de que había salido, lo que pudo confirmar al registrar toda la casa.