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100 Clásicos de la Literatura

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—Sí; me doy cuenta de cómo lo ves tú —contestó ella en un desesperado esfuerzo por negarse a sí misma—. Pero voy a casarme con él otra vez, como tú dirías. Estrictamente hablando, ¡y no me importa decirlo, Jude!, tú también deberías volver con… Arabella.

—¿Con Arabella? ¡Dios mío…!, ¿y qué más? Entonces, ¿qué habría pasado si tú y yo llegamos a casarnos legalmente como estuvimos a punto de hacer?

—Entonces yo habría considerado, como ahora, que nuestro matrimonio no era válido. Y volvería con Richard aun sin tener que celebrar otra vez el sacramento, si él me lo pidiera. Pero «el mundo y sus normas tienen un cierto valor» (supongo yo); por eso consiento en repetir la ceremonia… ¡No me arranques la vida burlándote o tratando de discutir, te lo suplico! Yo he sido en otras ocasiones la más fuerte, lo sé, y puede que te haya tratado con crueldad. ¡Pero, Jude, te pido que devuelvas bien por mal! Ahora soy la más débil. No te desquites, sé bueno. ¡Sé bueno conmigo, ahora que no soy más que una pobre mujer que se ha portado mal y trata de enmendarse!

Jude movió la cabeza con desesperación, con los ojos arrasados. El golpe que había supuesto la dolorosa pérdida de los niños parecía haber destruido en Sue toda facultad para razonar. Su viva inteligencia parecía ahora ofuscada.

—¡Es un error, un completo error! —dijo con sequedad—. ¡Me parece una equivocación y una terquedad! Es algo que me subleva, me saca de mis casillas. ¿Es que le quieres? ¿Le amas acaso? ¡Sabes que no! Eso sería una fanática prostitución… ¡El Señor me perdone, pero eso es lo que sería!

—Yo no le quiero. ¡Lo confieso con el más profundo de los remordimientos! Pero trataré de aprender a amarle obedeciéndole.

Jude discutió, insistió, suplicó, pero su convicción lo resistió todo. Parecía que era la única cosa en el mundo sobre la que se sentía segura, y que esta seguridad la dejaba vacilante en todos los demás impulsos y anhelos que poseía.

—He sido lo bastante considerada para venir a contártelo todo, para que sepas la verdad —dijo secamente—, y para que no te sientas desairado enterándote por otros de mi decisión. He llegado incluso al extremo de confesarte que no le quiero. ¡No pensaba que me tratarías con esta rudeza por obrar así! Iba a pedirte…

—¿Que sea tu padrino de boda?

—No. Que me enviaras… mis baúles…, si quieres. Pero supongo que no querrás.

—¿Por qué no? Claro que lo haré. Pero ¿es que no va a venir a buscarte para celebrar la boda aquí? ¿No quiere condescender a eso?

—No; yo no se lo permitiría. Me voy con él voluntariamente, de la misma manera que me fui de su lado. Nos casaremos en la pequeña iglesia de Marygreen.

Dejaba traslucir una tristeza tan dulce en lo que él llamaba su obcecación, que Jude no pudo evitar que se le llenaran los ojos de lágrimas más de una vez, de lástima que sentía por ella.

—¡Nunca he conocido a una mujer que se infligiera impulsivamente tantas penitencias como tú, Sue! ¡Cuando uno espera que sigas un camino recto y adoptes una conducta racional, vas y tuerces a las primeras de cambio!

—Bueno, ¡dejémoslo!… ¡Jude, ahora debo decirte adiós! Pero quería que vinieses conmigo al cementerio. Quiero que nos despidamos allí, junto a las tumbas de los que murieron para hacerme ver el error en que estaba.

Se dirigieron al cementerio y pidieron que les abrieran la puerta; Sue había ido a menudo y conocía el camino incluso a oscuras. Llegaron a la tumba y se detuvieron.

—Aquí es… donde quería despedirme —dijo ella.

—¡Como quieras!

—No creas que soy dura porque obro según mis convicciones. ¡Tu generosa lealtad hacia mí es incomparable, Jude! Tu fracaso en la vida, si es que has fracasado, más bien te enaltece. Recuerda que los mejores y más grandes de la humanidad son aquellos que no triunfan en el mundo. Todo hombre que alcanza el éxito es más o menos egoísta. El abnegado fracasa… «La caridad no pretende su propio bien».

—Sobre ese capítulo estamos de acuerdo, mi amor; así que teniéndolo presente, nos despedimos como amigos. ¡Cuando el resto de lo que tú llamas religión haya desaparecido, ese versículo permanecerá vigente!

—Bueno, no discutamos más. ¡Adiós, Jude, cómplice mío en el pecado y mi mejor amigo!

—Adiós, mi pobre y equivocada esposa. ¡Adiós!

VI. 5.

Al día siguiente por la tarde, la niebla habitual de Christminster flotaba aún en las calles de la ciudad. Apenas se distinguía la frágil silueta de Sue camino de la estación.

Jude no tuvo valor para acudir al trabajo ese día. Ni se atrevió a ir a ningún sitio por donde pudiera pasar ella. Tomó una dirección opuesta, hacia un paraje sombrío, extraño, llano, que no había visitado hasta entonces, donde goteaban las ramas de los árboles y eran frecuentes las toses y las enfermedades de pecho.

—Sue se ha ido… ¡se ha ido de mi lado! —murmuraba con desesperación.

Entretanto, ella había partido en tren y había llegado a la estación de Alfredston; allí tomó el otro tren que la llevó hasta el pueblo. Le había pedido expresamente a Phillotson que no fuera a esperarla. Quería, le dijo, volver voluntariamente con él, a su verdadera casa y hogar.

Era viernes por la tarde, y había elegido precisamente ese día porque el maestro estaba libre desde las cuatro de ese día hasta el lunes por la mañana. Mandó parar el coche que había alquilado en El Oso para ir hasta Marygreen y se apeó al final del camino, cuando faltaba poco más de medio kilómetro; el coche siguió con el escaso equipaje que ella traía. Poco después lo volvió a ver cuando volvía de regreso, y le preguntó al cochero si había encontrado abierta la casa del maestro. El hombre dijo que sí, y que el maestro en persona se había hecho cargo de sus cosas.

Ahora podía entrar en Marygreen sin llamar demasiado la atención. Cruzó por delante del pozo, bajo los árboles, se dirigió a la preciosa escuela que se alzaba al otro lado, y abrió la puerta sin llamar. Phillotson estaba en el centro de la habitación, esperando, como ella le había pedido.

—He vuelto, Richard —dijo pálida y temblorosa, dejándose caer en una silla—. Aún no puedo creer… que perdones a tu… mujer.

—Todo está perdonado, querida Susanna —dijo Phillotson.

Sue se estremeció ante esa expresión de ternura, aunque en realidad él había hablado así deliberadamente y sin convicción. A continuación, Sue se animó otra vez.

—Mis hijos… han muerto… ¡y es justo que haya ocurrido así! Casi…, casi me alegro. Eran fruto del pecado. ¡Fueron sacrificados para enseñarme cuál era mi deber! Su muerte ha sido el primer paso de mi expiación. ¡Por eso considero que no han muerto en vano!… ¿Me quieres a tu lado?

Phillotson se sintió tan conmovido por el tono lastimero de sus palabras que hizo más de lo que era su intención. Se inclinó y la besó en la mejilla.

Sue se estremeció instintivamente, temblando al contacto de sus labios. A Phillotson le dio un vuelco el corazón, porque el deseo renacía en él.

—¡Todavía me tienes aversión!

—¡No, querido, yo… es que hay mucha humedad por ahí fuera y he cogido frío! —dijo con una precipitada sonrisa de temor—. ¿Cuándo nos casamos? ¿Pronto?

—Había pensado que mañana por la mañana temprano, si tú estás decidida. Voy a mandarle aviso al vicario de que has llegado. Se lo he contado todo y celebra nuestra decisión: dice que traerá a nuestras vidas un resultado fructífero y bueno. Pero ¿estás segura de ti misma? Todavía estás a tiempo de echarte atrás si… si consideras que no te sientes capaz; ¿te das cuenta?

—¡Sí, sí podré! Quiero que nos casemos cuanto antes. ¡Díselo, díselo en seguida! ¡Estoy sin fuerzas… y no puedo esperar mucho tiempo!

—Toma algo de comer, después descansarás en una habitación que tienes preparada en casa de la señora Edlin. Le diré al vicario que esté dispuesto para mañana por la mañana a las ocho y media, antes de que haya gente por la calle… ¿No será demasiado pronto para ti? Mi amigo Gillingham ha venido para asistir a la ceremonia. Ha tenido el detalle de venir de Shaston, a pesar de la molestia que eso representa para él.

A diferencia de cualquier mujer corriente, cuya vista es tan perspicaz para las cosas materiales, Sue parecía no ver nada de lo que había en la habitación donde estaban, ni reparaba en ninguno de los detalles que la rodeaban. Pero al cruzar el recibimiento para ir a dejar su manguito soltó una pequeña exclamación y se puso más pálida que antes. Su mirada parecía la del reo que acaba de ver su ataúd.

—¿Qué ocurre? —dijo Phillotson.

El buró estaba abierto por casualidad y, al dejar el manguito, su mirada había caído sobre un documento que había allí encima.

—¡Oh, solo ha sido… una tonta sorpresa! —dijo riendo, tratando de disimular el efecto de su exclamación al volver a la mesa.

—¡Ah, sí! —dijo Phillotson—. La licencia matrimonial… acaba de llegar.

Gillingham bajó de su habitación para reunirse con ellos y Sue procuró estar simpática con él, en medio de su nerviosismo, hablándole de aquello que pensó que podía interesarle, menos de sí misma, aunque era eso lo que más le interesaba en realidad. Obedientemente, tomó algo de cenar y se dispuso a marcharse en seguida a su alojamiento. Phillotson cruzó el césped con ella y le dio las buenas noches junto a la puerta de la casa de la señora Edlin.

La anciana acompañó a Sue a su aposento provisional y la ayudó a deshacer las maletas. Entre otras cosas, sacó un camisón primorosamente bordado.

—¡Oh, no sabía que me lo había traído! —dijo Sue atropelladamente—. No tenía intención de traerlo. Aquí hay otro distinto. —Sacó un nuevo sin ningún adorno y de un percal color crudo.

 

—Pero el más bonito es este —dijo la señora Edlin—. ¡Eso no es más que ropa de saco, como dicen las Escrituras!

—Sí, precisamente por eso. Deme ese otro.

Lo cogió y empezó a rasgarlo con todas sus fuerzas, y los desgarrones sonaron en la casa como chillidos de corneja.

—¡Pero niña, niña!, ¡qué idea te ha…!

—¡Es un camisón adúltero! Representa cosas que no quiero recordar… Lo compré hace tiempo porque le gustaba a Jude. ¡Tengo que destruirlo!

La señora Edlin alzó las manos al Cielo; y Sue, excitada, siguió rasgándolo en trozos que iba tirando al fuego.

—¡Me lo podías haber regalado a mí! —dijo la viuda—. Me duele en el alma ver cómo tiras al fuego una labor tan preciosa…, aunque no esté una vieja como yo para disfrutar de un camisón con tantos adornos. ¡Hace mucho que pasaron mis tiempos!

—¡Está maldito…, me recuerda cosas que quiero olvidar! —repitió Sue—. Solo sirve para arrojarlo al fuego.

—¡Por Dios, eres demasiado severa! ¿Por qué dices eso, por qué condenas al infierno a los hijitos inocentes que has perdido? ¡Para mí, eso no se llama religión!

Sue hundió el rostro en la cama sollozando.

—¡No, por favor, no! ¡Eso es matarme! —Se sintió sacudida por el dolor y resbaló lentamente cayendo de rodillas.

—Si quieres que te lo diga, esto es lo que pienso: ¡que no debías casarte con ese hombre otra vez! —dijo la señora Edlin, indignada—. ¡Tú estás enamorada todavía del otro!

—¡Sí, debo casarme con él; soy suya ya!

—¡Bah! Dirás del otro. Si no os gustaba la idea de celebrar una unión solemne como la primera vez, razón de más para confiar en vuestras conciencias, teniendo en cuenta vuestras razones; así, habríais podido seguir viviendo juntos y ya se iría arreglando todo después. Al fin y al cabo, a nadie le importaba más que a vosotros dos.

—Richard dice que me volverá a tener a su lado, ¡y mi obligación es volver con él! Si me hubiera rechazado, no habría tenido ninguna obligación de… dejar a Jude. Pero… —Siguió con el rostro oculto en las ropas de la cama, y la señora Edlin abandonó la habitación.

Mientras tanto, Phillotson se había reunido otra vez con su amigo Gillingham, que aún estaba sentado ante la mesa de la cena. Poco después se levantaron y salieron a dar una vuelta por el prado y a fumar un rato. Una luz ardía en la habitación de Sue, y de vez en cuando se veía cruzar una sombra por delante de la persiana.

A Gillingham le había impresionado evidentemente el encanto indefinible de Sue y después de guardar silencio un rato, dijo:

—Bueno, por fin la tienes en casa. Ahora ya no le va a ser tan fácil marcharse por segunda vez. Ha caído en tus manos como un fruto maduro.

—¡Sí!… Supongo que hago bien en confiar en su palabra. Confieso que hay algo de egoísmo en esto. Quitando, naturalmente, lo que ella representa, o sea, un lujo para un vejestorio como yo, me colocará además en buen lugar a los ojos del clero y de las gentes piadosas que nunca me han perdonado que la dejara marcharse. Así que, en cierto modo, podré reanudar mis antiguos proyectos.

—Bueno, ¡si tienes una buena razón para casarte con ella otra vez, adelante, en nombre de Dios! Yo siempre he sido contrario a tu idea de abrirle la jaula al pajarillo y soltarlo de esa manera suicida. A estas alturas ya serías inspector de enseñanza primaria o reverendo, si no te hubieras portado con tanta debilidad con ella.

—Me he hecho a mí mismo un daño irreparable, ya lo sé.

—Una vez que la tengas en casa de nuevo, átala corto.

Phillotson fue más evasivo esa noche. No le importó admitir abiertamente que tomar a Sue de nuevo con él no tenía nada que ver con su arrepentimiento por haberla dejado ir, sino que era ante todo un instinto humano alentado por los usos sociales y la profesión. Dijo:

—Sí, me casaré. Ahora conozco mejor a la mujer. Por muy justo que pareciese dejarla que se fuera, fue poco lógico, de acuerdo con mi manera de pensar sobre las demás cuestiones.

Gillingham se quedó mirándole y se preguntó si, empujado por las ideas reaccionarias que las ironías de la vida y el mismo deseo físico habían despertado en Phillotson, no iría a portarse con ella de manera ortodoxamente cruel, a pesar de la amabilidad espontánea y hasta perversa con que la había tratado en los primeros tiempos.

—Me doy cuenta de que no hay que dejarse llevar por los impulsos —prosiguió Phillotson, sintiendo por momentos la necesidad de afirmarse en su nueva actitud—. He desobedecido las enseñanzas de la Iglesia; pero fue sin premeditación alguna. Las mujeres son tan extrañas con sus influjos que te llevan a tergiversar tu buena voluntad. De todos modos, ahora me conozco a mí mismo mejor. Un poco de prudente severidad, tal vez…

—Sí; pero debes tirar de las riendas poquito a poco nada más. No seas demasiado enérgico al principio. Con el tiempo, ella irá adonde tú quieras.

No era necesaria la advertencia, pero Phillotson no dijo nada.

—Recuerdo lo que me dijo el vicario de Shaston al marcharme, después del escándalo que se armó porque la dejé marcharse con su amante: «Lo único que puede usted hacer para recuperar su posición y la de ella, es reconocer que ha sido un error no sujetarla con mano dura e inteligente, dejarla que vuelva si quiere y ser más firme en el futuro». Pero entonces estaba yo tan obcecado que no le hice el menor caso. Y ni se me pasó por la cabeza que después del divorcio se le ocurriera hacer lo que ha hecho.

Se oyó el ruido de la verja de la casa de la señora Edlin y alguien cruzó en dirección de la escuela. Phillotson dijo:

—¡Buenas noches!

—¡Ah, es usted, señor Phillotson! —dijo la señora Edlin—. Venía a verle. He estado con ella, ayudándola a deshacer el equipaje, ¡y palabra, señor, que no deberían dar ese paso!

—¿Qué paso…, la boda?

—Sí. La pobre se lo está imponiendo a la fuerza; y no tiene usted idea de lo que sufre. Yo no he estado nunca ni a favor ni en contra de la religión, pero no puede ser justo obligarla a hacer eso, y usted debería quitárselo de la cabeza. Claro, que todo el mundo dirá que está muy bien que usted le haya abierto los brazos otra vez y le perdonarán. Pero yo, ni hablar.

—Es ella la que quiere casarse y yo estoy de acuerdo —dijo Phillotson con grave reserva, sintiendo que esta oposición le hacía afirmarse más en su decisión de manera ilógica—. Voy a corregir gran parte de mi falta de firmeza.

—No lo creo. Si es mujer de alguien, es del otro. Ha tenido tres hijos de él y la quiere con locura; ¡y es una vergüenza obligar de mala manera a hacer una cosa así a la pobre chiquilla! No tiene a nadie. Y la muy terca no quiere dejar que se le acerque el único hombre que es amigo suyo de verdad. ¡Digo yo que quién le habrá metido esa idea en el magín!

—No lo sé. Yo no, se lo aseguro. Es algo completamente voluntario por su parte. Eso es todo cuanto tengo que decir —dijo Phillotson con dureza—. Ha cambiado usted mucho, señora Edlin. ¡Es impropio de usted!

—Bien. Ya sabía yo que se iba a ofender; pero no me importa. La verdad es la verdad.

—No estoy ofendido, señora Edlin. Ha sido usted una vecina muy amable. Pero es obligación mía ver qué es lo más conveniente para mí y para Susanna. Entonces ¿no vendrá a la iglesia con nosotros?

—No. ¡Mal rayo me parta si voy!… ¡No sé adónde vamos a parar en estos tiempos! El matrimonio se ha vuelto una cosa tan seria en esta época que solo de pensar en casarse va a tener una que echarse a temblar. En mis tiempos nos lo tomábamos con más alegría; ¡y no nos iba tan mal! Cuando nos casamos mi pobre marido y yo, lo estuvimos celebrando toda la semana y hubo bebida para toda la parroquia, ¡y eso que tuvimos que pedir prestada media corona para poner casa!

Después de marcharse la señora Edlin otra vez a su casa, Phillotson dijo, preocupado:

—No sé si debería dar este paso…; al menos, con tanta precipitación.

—¿Por qué?

—Si es cierto que ella obra en contra de sus inclinaciones, solo por un sentimiento nuevo del deber o de la religión, tal vez sería prudente esperar un poco.

—Ahora que has recorrido todo este camino no debes echarte atrás. Mi opinión es esa.

—No resulta fácil dejarlo ahora: eso es cierto. Pero me ha dado un vuelco el corazón cuando he visto que daba un respingo al descubrir la licencia.

—Bueno, procura que no te dé más vuelcos el corazón, muchacho. Tengo intención de llevarla yo hasta el altar, y tú la vas a tomar por esposa. Siempre he sentido sobre mi conciencia no haberme opuesto con más energía a que la dejaras irse, y ahora que hemos llegado hasta aquí no me quedaré tranquilo si no te ayudo a terminar de solucionar este asunto.

Phillotson asintió y, viendo la firmeza de su amigo, se volvió más sincero:

—Seguramente, cuando la gente se entere de lo que he hecho, más de uno dirá que soy un idiota y un blando. Pero nadie conoce a Sue como yo. Aunque tiene una forma de ser tan evasiva, en el fondo es de una honestidad tal que no creo que haya actuado jamás en contra del dictado de su conciencia. El que haya vivido con Fawley no significa nada. El día que me dejó para irse con él estaba completamente convencida de que actuaba con toda justicia. Ahora en cambio piensa que no.

Llegó la mañana siguiente, y se consumó el autosacrificio de la mujer en aras de lo que a ella le gustaba llamar sus principios, con el consentimiento de estos dos amigos, cada uno desde su propio punto de vista. Phillotson fue a casa de la viuda Edlin a recoger a Sue unos minutos después de las ocho. La niebla que los días anteriores estuvo remansada en las depresiones había subido ahora hasta aquí, dejando prendidos en los árboles del prado unos jirones que no tardaron en convertirse en gruesas gotas. La novia aguardaba ya dispuesta, con el sombrero puesto y todo. Jamás en su vida se había parecido tanto a un lirio como a la pálida luz de esa mañana. Purificada, cansada del mundo y arrepentida, el tremendo esfuerzo de sus nervios había hecho presa en su carne y en sus huesos haciéndola parecer más menuda que antes, aunque Sue no había sido alta ni en los días en que había gozado de buena salud.

—Vamos —dijo el maestro de escuela, cogiéndola magnánimamente de la mano. Pero reprimió el impulso de besarla al recordar el sobresalto de la víspera, que tan desagradablemente le había impresionado.

Gillingham se unió a ellos y salieron de la casa. La viuda Edlin se mantuvo firme en su decisión de no asistir a la ceremonia.

—¿Dónde está la iglesia? —dijo Sue. Apenas había estado en el pueblo desde la demolición de la vieja iglesia, y en su preocupación había olvidado la nueva.

—Aquí cerca —dijo Phillotson; un momento después, la torre del campanario surgía grande y solemne de la niebla. El vicario estaba ya allí y cuando los vio entrar dijo alegremente:

—Casi hará falta encender las velas.

—¿De verdad…, quieres que sea tuya, Richard? —preguntó Sue con un susurro.

—Claro, querida: por encima de todo en el mundo.

Sue no dijo nada más; y por segunda o tercera vez sintió él que no obraba con ese instinto humanitario que un día le impulsara a dejarla marchar.

Estaban de pie los cinco: el sacerdote, el sacristán, la pareja y Gillingham; y llevaron inmediatamente a cabo la sagrada ceremonia. En la nave del templo había dos o tres personas, y cuando el cura llegó a lo de «Lo que Dios ha unido», se oyó una voz de mujer que dijo en alto:

—¡Al fin los ha juntado Dios!

Fue como si sus propios espectros repitieran aquella otra escena similar ocurrida hacía años en Melchester. Cuando estamparon sus firmas en el libro, el vicario felicitó al marido y a la esposa por haber realizado un acto noble y justo de mutuo perdón.

—Todo está bien cuando termina bien —dijo sonriendo—. Ahora pueden ser muy dichosos, después de haberse «salvado por el fuego».

Cruzaron el templo casi vacío y se dirigieron a la escuela. Gillingham quería volver a casa esa misma noche, y se despidió temprano. Felicitó igualmente a la pareja.

—Bueno —dijo al despedirse de Phillotson, que le había acompañado un trecho—, ahora podré dar la noticia a la gente de tu pueblo; y no pases cuidado, ya verás cómo dirán todos: «Bien hecho».

Cuando el maestro de escuela volvió, Sue andaba ocupada en quehaceres domésticos, esforzándose por aparentar que había vivido allí toda la vida. Pero se quedó cortada al verle acercarse y él se sintió dolido al darse cuenta.

 

—Por supuesto, querida, no voy a entrometerme en tu intimidad personal, como tampoco lo hice antes —dijo gravemente—. Lo hemos hecho por nuestro bienestar social; esa es su justificación, aunque no sea mi razón para hacerlo.

Sue se animó un poco.

VI. 6.

La escena tenía lugar en la puerta de la casa donde vivía Jude, en las afueras de Christminster, lejos de San Silas, porque ese barrio donde había vivido antes le deprimía tremendamente. Estaba lloviendo. Una mujer vestida con unas ropas negras ya raídas estaba junto al umbral hablando con Jude, que sujetaba la puerta con la mano.

—Estoy sola, sin una perra y sin casa…, ¡ni más ni menos! Mi padre me ha echado a la calle después de pedirme hasta el último penique para meterlo en su negocio, y luego va y me trata de holgazana solo porque estaba a la espera de encontrar colocación. ¡Estoy lo mismo que un pordiosero! Si tú no me puedes echar una mano y tenerme contigo, Jude, tendré que ir a parar a un hospicio o a algún sitio peor. Hace un minuto acaban de guiñarme el ojo un par de estudiantes. ¡Qué difícil le resulta a una mujer ser virtuosa donde hay tanto joven!

La mujer que hablaba de este modo bajo la lluvia era Arabella, y esa tarde era un día después del nuevo matrimonio de Sue con Phillotson.

—Lo siento por ti, pero yo no soy aquí más que un realquilado —dijo Jude con sequedad.

—Entonces ¿quieres que me vaya por ahí?

—Te daré dinero para que pases unos días.

—Pero ¿no puedes tener conmigo el detalle de tenerme en tu casa? Me resulta insoportable la idea de ir a dormir a una posada; estoy demasiado sola. Por favor, Jude, ¡te lo pido por nuestros viejos tiempos!

—No, no —dijo Jude atropelladamente—. No quiero que me recuerden esas cosas; como te pongas a hablar de eso, no muevo ni un dedo por ti.

—Entonces, ¡me echas! —dijo Arabella. Inclinó la cabeza contra el marco de la puerta y comenzó a sollozar.

—La casa está llena —dijo Jude—. Y aparte de la habitación, solo tengo un cuartito trastero, que es muy poca cosa, para guardar las herramientas, las plantillas y los pocos libros que he querido conservar.

—¡Eso sería un palacio para mí!

—No tiene cama.

—Podría echar algún colchón en el suelo. Me bastaría con eso.

Como no tenía valor para tratarla con aspereza, y no sabía qué hacer, Jude llamó al individuo que alquilaba las habitaciones y le dijo que se trataba de una conocida que se encontraba en un apuro tremendo, y que se había quedado temporalmente sin sitio donde dormir.

—¿No se acuerda de mí, de cuando estaba yo de camarera en El Cordero y el Banderín hace tiempo? —comentó Arabella—. ¡Mi padre me ha insultado esta tarde y no he tenido más remedio que dejarle, a pesar de que me encuentro sin un céntimo!

El patrón dijo que no se acordaba de su cara.

—Pero en fin, siendo amiga del señor Fawley haré lo que pueda por un día o dos…, si él responde por usted.

—Sí, sí —dijo Jude—. En realidad, me ha cogido completamente desprevenido; pero me gustaría ayudarla a resolver esta dificultad.

Finalmente llegaron a un acuerdo, y metieron una litera en el cuarto trastero de Jude a fin de que Arabella se acomodara en él hasta que resolviera su problema, del que no tenía la culpa, como había declarado, y pudiera regresar otra vez a casa de su padre.

Mientras esperaban a que hicieran los arreglos, dijo Arabella:

—Supongo que te habrás enterado de la noticia.

—Sospecho a qué te refieres; pero no sé nada.

—He tenido carta de Anny, que vive ahora en Alfredston. Dice que se ha enterado de lo de la boda que iba a ser ayer; pero dice que no sabe si se casaron por fin.

—No quiero que hablemos de ello.

—No, no, claro. Solo que eso viene a demostrar la clase de mujer que…

—¡Te digo que no me hables de ella! ¡Es una tonta! ¡Pero es un ángel también, la pobre!

—Si se han casado, puede que a él se le presente la ocasión de recobrar el puesto de antes, según piensa todo el mundo; al menos eso dice Anny. Todas las influencias que tiene se alegrarán, incluyendo al mismísimo obispo.

—Por favor, Arabella.

Arabella se instaló cabalmente en la estrecha buhardilla de arriba, y al principio no hizo nada por acercarse a Jude. Andaba de un lado a otro ocupada en sus propios asuntos, los cuales, según le contaba a él cuando se veían por casualidad en la escalera, no eran otros que los de encontrar colocación en la clase de trabajo que a ella mejor le iba. Cuando Jude le sugirió que en Londres tendría más posibilidades de abrirse camino en el negocio de la bebida, ella hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No, hay demasiadas tentaciones allí —dijo—. Prefiero una humilde taberna en cualquier aldea antes que eso.

Estaba desayunando Jude más tarde que de costumbre el domingo siguiente por la mañana, como siempre hacía, cuando llegó ella muy modosa a preguntarle si podía desayunar con él porque se le había roto el cacharro del té y no podía comprarse otro en ese momento, ya que las tiendas estaban cerradas.

—Sí, cómo no —dijo él con indiferencia.

Comieron durante un rato sin cambiar palabra, y de pronto comentó ella:

—Pareces muy pensativo, muchacho. Lo siento por ti. —Lo estoy.

—Es por ella, lo sé. Ya sé que no es asunto mío, pero si quieres podría enterarme de todo lo referente a la boda, suponiendo que se hayan casado por fin.

—¿Y cómo?

—Quiero ir a Alfredston a recoger unas cuantas cosas que tengo allí. Podría ir a ver a Anny, que es seguro que estará enterada de todo, ya que tiene amistades en Marygreen.

Jude no podía en conciencia dar su consentimiento a este plan; pero sus dudas acabaron por imponerse sobre su discreción y vencieron en la lucha que sostenía en su interior.

—Pregúntale si quieres —dijo—. Yo no he tenido ninguna noticia de allá. Deben de haberla celebrado muy en privado, si… si se han llegado a casar.

—Lo que pasa es que no tengo bastante dinero para ir y volver; si no, habría ido ya. Tendré que esperar hasta que gane algo.

—Bueno…, si es por eso, puedo pagarte yo el viaje —dijo él con impaciencia. Y así, su inquietud por el bienestar de Sue y su posible matrimonio le impulsó a despachar en busca de información al último emisario en quien habría pensado, de haberlo escogido deliberadamente.

Cuando Arabella iba a marcharse, le pidió que volviera en el tren de las siete a más tardar. Pero una vez se hubo ido, se dijo:

—¿Para qué le habré dicho que esté de regreso a una hora concreta? Ella no es nada mío; ¡ni la otra tampoco!

Pero después de terminar el trabajo no pudo resistirlo y se fue a la estación a esperar a Arabella, empujado por la febril premura de saber las novedades que pudiera traerle y enterarse de lo peor. Arabella había venido haciéndose hoyuelos en las mejillas durante todo el viaje de regreso y bajó muy sonriente del tren. Él se limitó a preguntar lacónicamente: «¿Y bien?», con una expresión que era lo más opuesto a una sonrisa.

—Se han casado.

—¡Sí…, claro, era natural! —replicó. Pero ella se percató de la dura expresión de sus labios al hablar.

—Anny dice que le ha contado Belinda, su parienta de Marygreen, que fue una ceremonia muy triste, ¡y extraña!

—¿Qué quieres decir con eso de triste? Ella quería casarse otra vez con él, ¿no? ¡Y él también!

—Sí, eso sí. En parte, ella quería, pero en parte no. La señora Edlin estaba furiosa con todo eso, y cogió a Phillotson por banda y le dijo en la cara lo que pensaba. Pero Sue estaba tan excitada que tiró al fuego el camisón más precioso que se había puesto cuando vivía contigo para borrarte de su vida por completo. Bueno…, si una mujer piensa así, debe hacer las cosas de esa manera. Yo en eso la alabo, aunque otras no. —Ara-bella suspiró—. Pensó que él era su único marido y que a los ojos de Dios Todopoderoso no pertenecía a nadie más, mientras estuviera con vida. ¡Puede que haya otra mujer que piense lo mismo del suyo, también! —Arabella volvió a suspirar.