Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Los tres trataron de sostener una embarazosa conversación acerca de la tragedia, de la que Jude se había considerado obligado a informarla inmediatamente, en su día, aunque ella jamás contestara a esa carta.

—Acabo de venir del cementerio —dijo ella—; he preguntado por la sepultura del niño y la he encontrado. No pude venir al entierro… Gracias por avisarme, de todos modos. Leí la noticia en los periódicos y comprendí que no hacía falta aquí… No, no pude venir al entierro —repitió Arabella, la cual, completamente incapaz de adoptar una actitud a la altura de la catástrofe, no hacía más que darle vueltas a lo mismo—. Pero me alegro de haber encontrado la sepultura. Como es tu oficio, Jude, supongo que podrás hacerles una lápida.

—Les haré una lápida —dijo Jude con aire triste.

—Era mi hijo y naturalmente me siento apenada por él. —Es natural. A todos nos pasa lo mismo.

—Por los demás, como no eran míos, no lo sentí tanto, claro. —Por supuesto.

Se oyó un suspiro en el rincón oscuro donde estaba sentada Sue.

—Más de una vez pensé llevarme al mío conmigo —continuó la señora Cartlett—. ¡Puede que entonces no hubiera pasado nada! Pero, naturalmente, no quise apartarlo de tu mujer.

—No soy su mujer —oyeron decir a Sue.

Lo inesperado de esta declaración hizo enmudecer a Jude.

—¡Ah, le ruego que me perdone, no faltaba más —dijo Arabella—, yo creía que lo era!

Jude se dio cuenta, por el tono que había empleado Sue, de que por debajo de sus palabras latían sus nuevas y trascendentales ideas; pero, naturalmente, todo esto pasó inadvertido para Arabella, salvo su obvio significado. Esta, después de mostrarse sorprendida por la declaración de Sue, se recobró y siguió charlando con plácida grosería acerca de «su» chico por el que, a pesar de no haber mostrado ningún interés cuando estaba con vida, exhibía ahora una ceremoniosa pesadumbre que al parecer reconfortaba su conciencia. Se refirió al pasado y, al hacer cierta observación, se dirigió a Sue otra vez. No obtuvo ninguna respuesta: Sue se había marchado inadvertidamente de la habitación.

—Ha dicho que no es tu mujer, ¿no? —prosiguió Arabella cambiando de tono—. ¿Por qué habrá dicho eso?

—No te lo puedo explicar —dijo Jude escuetamente.

—Lo es, ¿no? Me dijo una vez que lo era.

—Yo no tengo por qué criticar lo que ella dice.

—¡Ah…, ya veo! Bueno, tengo que irme. Voy a quedarme aquí esta noche y he pensado que lo menos que podía hacer era venir a visitarte. Pasaré la noche en donde estuve una vez de camarera y mañana volveré a Alfredston. Mi padre ha regresado y estoy viviendo con él.

—¿Ha vuelto de Australia? —dijo Jude sin mucho interés.

—Sí. No logró abrirse camino allá. Ha pasado lo suyo. Madre murió de disen…, como se llame, durante el tiempo de los calores, y padre y dos de los chicos han vuelto hace poco. Ha tomado una casita cerca de donde vivíamos antes y de momento me ocupo yo de mantenerla en orden.

La primera mujer de Jude conservó su actitud formularia de buena educación aun después de haberse marchado Sue, y limitó el tiempo de su visita a lo que exigiría la más estricta respetabilidad. Cuando se hubo marchado, Jude, visiblemente aliviado, subió y llamó a Sue…, preocupado por el cambio que había experimentado.

No tuvo respuesta, y el carpintero que atendía las habitaciones de arriba le dijo que no había subido. Jude se quedó perplejo y luego se alarmó, puesto que era bastante tarde para salir. El carpintero llamó a su mujer, y esta dijo que a lo mejor se había llegado a la iglesia de San Silas, ya que solía ir allí a menudo.

—Pero no a estas horas de la noche —dijo Jude—. Ahora estará cerrada.

—Ella conoce a alguien que tiene la llave y se la dejan a la hora que vaya a pedirla.

—¿Desde cuándo viene sucediendo esto?

—Desde hace unas semanas, me parece.

Jude echó a andar maquinalmente en dirección a la iglesia, a la que no se había acercado ni una sola vez desde que vivió aquí hacía años, cuando sus ideas juveniles eran más místicas que ahora. Los alrededores estaban desiertos, pero la puerta no estaba cerrada con llave; levantó el picaporte sin hacer ruido, y cerrando la puerta tras él, se quedó dentro completamente inmóvil. El silencio reinante parecía albergar un rumor, como una respiración agitada o sollozante que provenía del otro extremo del templo. La alfombra del suelo amortiguaba sus pasos al avanzar en aquella dirección, en medio de una oscuridad que apenas rasgaba el desmayado resplandor de las luces de la calle.

Allá enfrente, muy por encima de los peldaños del presbiterio, Jude pudo distinguir una enorme cruz latina sólidamente construida: con seguridad era igual de grande que el modelo que reproducía. Parecía suspendida en el aire por unos alambres invisibles, y la habían adornado con grandes joyas que fulguraban débilmente por alguna luz que provenía del exterior al ladearse la cruz a derecha e izquierda en un movimiento apenas perceptible. Al pie de ella había como un bulto de ropas negras, del cual provenían los sollozos que había oído al entrar. Era la silueta de Sue arrodillada en el pavimento.

—¡Sue! —susurró.

Una cosa blanca surgió de la negra silueta: había vuelto su rostro.

—¿Qué… quieres de mí aquí, Jude? —dijo casi con acritud—. ¡No debías haber venido! ¡Quería estar sola! ¿Por qué vienes a importunarme aquí?

—¡Qué preguntas tienes! —replicó él con reproche, porque le hería en lo vivo esa actitud que había adoptado ante él—. ¿Por qué vengo? ¡Quién había de venir sino yo, que te quiero más que a mí mismo y más… muchísimo más de lo que tú me has querido a mí! ¿Por qué razón me dejas para venirte sola aquí?

—No me censures, Jude. ¡No podría soportarlo! Ya te lo he dicho varias veces. ¡Debes tomarme como lo que soy, una desdichada… destrozada por culpa de mis locuras! No he podido soportar la presencia de Arabella; me sentía tan completamente desdichada que he tenido que irme. Ella parece aún tu mujer, ¡y Richard, mi marido!

—¡Pero si no son nada para nosotros!

—Sí, mi buen amigo, sí lo son. Yo veo el matrimonio de otro modo ahora. ¡Mis niñitos me han sido arrebatados para hacérmelo saber! El hecho de que el hijo de Arabella matara a los míos ha sido un juicio: el bien aniquilando al mal. ¡Y qué, qué es lo que puedo hacer! ¡Soy un ser despreciable… demasiado indigno para vivir entre las personas corrientes!

—¡Esto es terrible! —dijo Jude al borde de las lágrimas—. ¡Es monstruoso y antinatural que ahora tengas tantos remordimientos, cuando no has hecho mal alguno!

—¡Ah…, tú no sabes lo mala que soy!

Jude respondió con vehemencia:

—¡Sí que lo sé! ¡Conozco cada átomo y cada partícula tuya! Me haces odiar el cristianismo, o el misticismo, o el sacerdotalismo, o como quiera que se llame, si es eso lo que ha ocasionado este derrumbamiento tuyo. ¡Que una mujer de sensibilidad poética y clarividente, de un espíritu que resplandecía como el diamante, de quien todos los sabios del mundo se habrían sentido orgullosos de haber tenido la dicha de conocerte, se degrade de esta manera! ¡Me alegro de no tener nada que ver con las cosas divinas…, me alegro una barbaridad, si son capaces de arruinarte de esta manera!

—Estás furioso, Jude, y eres muy duro conmigo; además no ves las cosas como son.

—Entonces vente a casa conmigo, cariño, y quizá llegue a entenderlo. Estoy abrumado… y tú también te encuentras desquiciada en este momento. —La cogió por el talle y la ayudó a levantarse, pero aunque ella obedeció, prefirió hacerlo sin su ayuda.

—No es que me desagrades, Jude —dijo con voz dulce y suplicante—. ¡Te amo lo mismo que antes! Solo…, solo que no debo amarte… nunca más. ¡Ay, nunca más!

—Eso no puedo consentirlo.

—¡Pero yo estoy convencida de que no soy tu mujer! Le pertenezco a él… Estoy unida a él mediante sacramento para toda la vida. ¡Y eso es algo que nada puede cambiar!

—¡Pero somos un hombre y una mujer, si es que existen hombres y mujeres en el mundo! ¡Y evidentemente, ante la naturaleza, es ese el matrimonio propiamente dicho!

—Pero no ante el Cielo. Ante el Cielo he aceptado otra clase de unión y la he formalizado para toda la eternidad en la iglesia de Melchester.

—Sue, Sue…, ¡el dolor te ha conducido a este estado de insensatez! ¡Después de convertirme a tus ideas en tantísimas cuestiones, ahora vienes y das media vuelta de repente… sin razón de ninguna clase, confundiendo todo lo que decías al principio por intuición únicamente! Has matado en mí el poco afecto y respeto que me quedaba por mi vieja amiga la Iglesia… Lo que no puedo entender en ti es tu extraordinaria ceguera para con tu antigua lógica. ¿Es una reacción personal tuya o es esto corriente entre las mujeres? ¿Es la mujer una unidad de pensamiento realmente o se trata solo de una fracción que requiere siempre su acoplamiento a una totalidad? ¡Cuántas veces has defendido que el matrimonio no es más que un contrato rudimentario, cosa que es verdad, haciendo ver todos los inconvenientes y todos los contrasentidos en los que incurre! ¡Si dos y dos eran cuatro cuando éramos felices juntos, supongo que deberían seguir siéndolo ahora! ¡La verdad es que no lo entiendo, lo repito!

—¡Ah, mi querido Jude!, eso es porque eres igual que el sordo que observa a la gente que escucha música. Tú dices: «¿Qué estarán mirando? No hay nada». Pero la verdad es que hay algo.

—Eso es muy duro viniendo de ti; ¡y no existe paralelismo alguno con ese ejemplo! Habías arrojado la vieja corteza de los prejuicios y me enseñaste a hacer lo mismo; y ahora te vuelves en contra de ti misma. Confieso que estoy completamente estupefacto y no sé qué pensar de ti.

 

—¡Mi querido amigo, mi único amigo, no seas duro conmigo! No puedo evitar ser como soy y estoy convencida de que tengo razón…, de que por fin veo la luz. Pero, ¡ay!, ¡cómo sacar provecho de ello!

Siguieron andando un poco más, hasta que salieron del templo y ella fue a devolver la llave.

—¿Puede ser esta la muchacha —dijo Jude cuando regresó, animado de una cierta beligerancia ahora que se encontraba en la calle— que trajo deidades paganas a la ciudad más fervorosamente cristiana, la que se burlaba de la vieja señorita Fontover cuando esta se puso a pisotearlas? …, ¿la que citaba a Gibbon y a Shelley y a Mill? ¡Dónde estarán el amado Apolo y la adorable Venus ahora!

—¡Por favor, no seas tan cruel conmigo, Jude, que soy muy desdichada! —sollozó ella—. ¡Es superior a mis fuerzas! Estaba en el error…, no puedo razonarlo contigo. Estaba equivocada…, ¡me dejaba llevar por mi propia vanidad! La aparición de Arabella ha sido el final. No te burles de mí: ¡es una cosa que me hiere como un cuchillo!

Jude la rodeó con sus brazos y la besó apasionadamente allí, en la calle silenciosa, sin dar tiempo a que ella se lo impidiera. Siguieron caminando hasta que llegaron ante un pequeño café.

—Jude —dijo ella conteniendo las lágrimas—, ¿te importaría alquilar una habitación aquí?

—Lo haré… si realmente es ese tu deseo. ¿Tú quieres que lo haga? Deja que te acompañe y trate de comprenderte. —Siguieron andando y entraron los dos. Ella dijo que no quería cenar; subió a oscuras a la habitación y encendió una luz. Al volverse vio que Jude la había seguido y que permanecía en el umbral de la puerta. Sue se acercó a él, puso la mano sobre las suyas y le dijo:

—Buenas noches.

—¡Pero Sue! ¿Es que yo no vivo aquí?

—¡Has dicho que harías lo que yo deseara!

—Sí. ¡Muy bien!… ¡Tal vez he hecho mal en discutir de manera tan desagradable! Tal vez al no podernos casar escrupulosamente desde un principio a la manera tradicional, deberíamos habernos separado. Tal vez el mundo no esté lo bastante iluminado para comprender una experiencia como la nuestra. ¡Quiénes éramos tú y yo para asumir una empresa de pioneros!

—Me alegro que comprendas eso por fin. Yo nunca me propuse hacer lo que hice de una manera deliberada. ¡Llegué a adoptar una actitud falsa por celos y por atolondramiento!

—Y sin duda por amor…; ¿tú me amabas?

—Sí. Pero yo quería que no pasáramos de esos términos, y seguir amándonos siempre como al principio; hasta…

—¡Pero los enamorados no pueden vivir toda la vida así!

—Las mujeres sí; los hombres no, porque ellos… no quieren. La mujer media es superior al hombre en esto; en que jamás incita, solamente responde. Deberíamos haber vivido en una mera comunión espiritual y nada más.

—He sido yo la desdichada causa del cambio, ¡ya lo he dicho antes!… ¡Bueno, como quieras!… Pero la naturaleza humana no puede evitar ser así.

—Claro, pero eso es justamente lo que hay que aprender: el dominio de sí mismo.

—Lo repito, si alguien ha tenido la culpa de todo esto no eres tú, sino yo.

—No, la he tenido yo. Tu maldad ha consistido solo en el deseo natural del hombre de poseer a la mujer. La mía no fue el deseo recíproco, hasta que los celos me incitaron a desplazar a Arabella. Yo creía que dejarte que te acercaras a mí obedecía a un sentimiento de caridad, que era horriblemente egoísta torturarte del mismo modo que a mi anterior amigo. Pero yo no habría cedido si no me hubieras hecho caer amenazándome con volver con ella… ¡Pero no hablemos más de eso! Jude, ¿quieres dejarme ahora?

—Sí… Pero, Sue, esposa, ¡porque lo eres de veras! —exclamó él—, aquel reproche que te hice era verdadero en definitiva. Nunca me has amado a mí como yo a ti; ¡nunca, nunca! ¡Tú no tienes un corazón apasionado, tu corazón no arde como la llama! Tú eres, por encima de todo, una especie de hada o de duende, ¡no una mujer!

—Al principio yo no te amaba, Jude; eso lo reconozco. Al principio de conocerte quería solo que te enamoraras de mí. No quería coquetear contigo exactamente; pero esa ansia innata que mina la moral de algunas mujeres casi más que una pasión desenfrenada, esa ansia por atraer y cautivar sin tener en cuenta el daño que esto le ocasiona al hombre, palpitaba en mí; y cuando me di cuenta de que te tenía cogido me asusté. Y luego no sé lo que pasó, no podía consentir que te fueras, que volvieras con Arabella, seguramente; así que decidí amarte, Jude. Pero ya ves, aunque acabé queriéndote mucho, la cosa empezó con el deseo egoísta y cruel de hacer sufrir tu corazón sin permitir que el mío sufriera por ti.

—¡Y ahora aumentas tu crueldad dejándome!

—¡Ah, sí! ¡Cuanto más tarde en decidirme, más daño te haré!

—¡Pero Sue! —dijo él con una repentina intuición de su propio peligro—. ¡No cometas una inmoralidad en nombre de unos principios morales! Tú has sido mi salvación social. ¡Quédate conmigo, aunque solo sea por humanidad! Tú sabes lo débil que soy. Conoces de sobra mi dos grandes enemigos: mi debilidad por el sexo femenino y mi inclinación a la bebida. ¡No me abandones a ellos, Sue, aunque sea solo para salvar tu alma! ¡Las dos cosas las he mantenido alejadas de mí desde que tú te convertiste en mi ángel de la guarda! Desde que te tengo a ti he sido capaz de vencer cualquier tentación sin el menor riesgo. ¿No vale mi salvación el pequeño sacrificio de un principio dogmático? ¡Tengo verdadero terror a que, si me dejas, haga lo que el cerdo: que después de lavarlo se va al lodazal a revolcarse!

Sue se echó a llorar.

—¡Ay, no hagas eso, Jude! ¡No lo harás! ¡Yo rezaré por ti noche y día!

—Bueno, no importa; no te aflijas —dijo Jude con generosidad—. Bien sabe Dios lo que he sufrido por ti en otro tiempo, y lo que ahora sufro también. Pero tal vez no sea tanto como lo que sufres tú. ¡Por regla general, la mujer se lleva la peor parte a la larga!

—Es cierto.

—A no ser que sea absolutamente indigna y despreciable. ¡Y este no es tu caso!

Sue respiró con agitación.

—¡Me temo que sí lo es!… Bueno, Jude, buenas noches, ¡por favor!

—¿No puedo quedarme? ¿Solo una vez? Igual que tantas veces. ¡Sue, mi mujercita!, ¿por qué no?

—No, no; ¡tu mujer no!… ¡Por favor, Jude, estoy en tus manos; no trates de hacerme volver atrás ahora que tengo tanto ganado!

—Muy bien. Como quieras. Es algo que te debo, cariño, en castigo por haber impuesto mi voluntad al principio. ¡Dios mío, qué egoísta he sido! Seguramente…, ¡seguramente he echado a perder uno de los amores más elevados y más puros que hayan existido jamás entre hombre y mujer!… ¡Entonces, que el velo de nuestro templo se rasgue en dos desde este momento!

Se llegó a la cama, quitó una de las dos almohadas y la arrojó al suelo.

Sue le miró, se inclinó sobre la barandilla de la cama y lloró en silencio.

—¡No comprendes que para mí es un problema de conciencia y no que haya dejado de quererte! —murmuró ella entrecortadamente—. ¡Dejar de quererte! ¡Pero no quiero decirlo más, porque me parte el corazón y destruirá todo lo que he empezado! ¡Jude, buenas noches!

—Buenas noches —dijo él, y se volvió para marcharse.

—¡Pero dame un beso! —dijo ella, incorporándose de un salto—. ¡No puedo…, no puedo soportar…!

La estrechó entre sus brazos y le besó el rostro lloroso como casi nunca lo había hecho anteriormente, y así permanecieron hasta que ella dijo:

—¡Adiós, adiós!

Y luego, apartándole con dulzura, trató de mitigar su pena diciendo:

—Seguiremos siendo muy buenos amigos de todos modos, Jude, ¿quieres? Y nos veremos a menudo… ¡Sí!, y olvidaremos todo esto y trataremos de ser lo mismo que éramos antes, ¿quieres?

Jude no fue capaz de contestar, así que dio media vuelta y bajó las escaleras.

VI. 4.

El hombre al que Sue consideraba ahora como su legítimo marido, según el nuevo giro de sus ideas, vivía en Marygreen.

El día antes de la tragedia de los niños, Phillotson los había visto a los dos, a ella y a Jude, cuando estuvo en Christminster presenciando el desfile hasta el teatro. Pero en ese momento no le dijo nada a su amigo Gillingham, el cual, como viejo amigo suyo que era, había ido a estar una temporada con él, y de él precisamente había partido la idea de ir a Christminster a pasar el día.

—¿En qué vas pensando? —dijo Gillingham cuando volvían de regreso—. ¿En el título universitario que nunca llegaste a tener? —No, no —dijo Phillotson con sequedad—. En alguien a quien he visto hoy. —Y un momento después añadió—: En Susanna.

—Yo la he visto también.

—Pues no has dicho nada.

—No quería que la vieras. Pero ya que la has visto, podías haberle dicho: «¿Qué tal, mi querida excompañera?».

—¡Ah! Desde luego. Pero a ver qué piensas tú de esto: tengo motivos más que suficientes para suponer que ella era inocente cuando nos divorciamos, y que yo estaba completamente equivocado. ¡Así como suena! Tremendo, ¿no?

—Ya se ha ocupado ella después de que tuvieras razón, por lo que se ve.

—Déjate de bromas fáciles. Decididamente, yo tenía que haber esperado.

Al finalizar la semana, después de regresar Gillingham a su escuela próxima a Shaston, Phillotson se fue como de costumbre al mercado de Alfredston; seguía dándole vueltas a lo que le había contado Arabella el día que bajaban la larga cuesta que él había conocido mucho antes que Jude, aunque para él no tenía un significado tan intenso. Una vez en el pueblo, compró su semanario local de siempre, y al sentarse más tarde en un bar a tomar un refresco, antes de emprender la caminata de ocho kilómetros que suponía el regreso, se sacó el periódico del bolsillo para leer un rato. Y sus ojos tropezaron con la noticia del «Extraño suicidio de los hijos de un picapedrero».

Aunque era de naturaleza poco impresionable, le afectó hondamente dejándole no poco asombrado, porque no alcanzaba a entender la edad del mayor que consignaba el periódico. Sin embargo, no cabía duda de que la noticia debía de ser cierta.

—¡Su cáliz de dolor se ha colmado ahora! —se dijo, y siguió pensando y pensando en Sue y en lo que había sacado con dejarle.

Dado que Arabella se había ido a vivir a Alfredston y que el maestro de escuela visitaba todos los sábados el mercado de ese pueblo, no es de extrañar que a las pocas semanas se encontraran de nuevo… justo cuando hacía muy poco que ella había regresado de Christminster, donde había permanecido mucho más tiempo de lo que en un principio se había propuesto, a fin de observar de cerca a Jude, a pesar de que él no la había vuelto a ver. Iba Phillotson de regreso a casa, cuando se encontró con Arabella, que se dirigía al pueblo.

—¿Le gusta este camino, señora Cartlett? —dijo él.

—Hace poco que he empezado a frecuentarlo otra vez —replicó ella—. Por aquí he vivido yo de soltera y de casada, y todas las cosas de mi vida que me han dejado algún recuerdo están unidas a esta carretera. Por cierto, que hace poco han venido a removerse dentro de mí, porque he estado de paso por Christminster. Sí; he visto a Jude.

—¡Ah! ¿Qué tal soportan los dos la terrible desgracia?

—¡De una manera bas-tan-te, bas-tan-te extraña! Ella ha dejado de vivir con él. He oído algo sobre el particular justo antes de venirme, aunque me da la sensación de que las cosas andaban ya así cuando fui a visitarlos.

—¿No vive con su marido? ¿Por qué?; yo creía que eso habría servido para unirlos aún más.

—Él no es su marido, después de todo. Al final no llegaron a casarse, aunque hayan pasado por marido y mujer durante bastante tiempo. Y ahora, este triste percance en vez de serviles para decidirse y poner las cosas en regla, a ella le ha dado una extraña preocupación por lo religioso, igual que a mí cuando tuve la desgracia de perder a mi pobre Cartlett, solo que ella lo ha tomado más a lo histérico que yo. Y según tengo entendido va diciendo por ahí que es la mujer de usted a los ojos del Cielo y de la Iglesia…, de usted y solo de usted, y que no puede ser de ningún otro, por muchas cosas que hayan pasado.

—¡Ah!, ¿conque se han separado?…

—Verá, el mayor de los niños era mío…

—¿Cómo, suyo?

—Sí, pobre crío…, nació en legítimo matrimonio, a Dios gracias. Y a lo mejor ella considera, por encima de las demás cosas, que yo debería haber estado en su lugar. No sé. De todos modos, por lo que a mí me toca, no tardaré en marcharme de este pueblo. Tengo que cuidar ahora de mi padre, y no podemos estar viviendo en un agujero como este. Creo que no tardaré en encontrar trabajo en algún bar de Christminster o de alguna otra gran ciudad.

 

Se separaron. Phillotson siguió subiendo la cuesta; pero se detuvo a los pocos metros y, volviendo apresuradamente, la llamó:

—¿Qué dirección tienen ahora?

Arabella se la dio.

—Muchas gracias. Adiós y buenas tardes.

Arabella sonrió con astucia al reanudar su camino y no paró de hacerse hoyuelos en las mejillas mientras caminaba por la carretera, desde los sauces desmochados hasta los viejos hospicios de la primera calle del pueblo.

Entretanto, Phillotson subió a Marygreen y, por primera vez tras un prolongado período, miró con esperanza hacia el futuro. Al cruzar bajo los árboles inmensos del prado en dirección a la humilde escuela con la que se tenía que conformar, se detuvo un momento y se imaginó a Sue saliendo a la puerta a esperarle. Jamás hombre alguno ha sufrido más contratiempos debido a su propia caridad, ya fuera cristiana o pagana, que Phillotson por dejar marchar a Sue. Las gentes virtuosas le habían arrastrado de Herodes a Pilatos casi más allá de lo soportable; estuvo muy cerca de morir de hambre, y ahora dependía exclusivamente del sueldo irrisorio que tenía asignado la escuela de este pueblucho (en donde murmuraban del sacerdote justamente por haberle protegido). A menudo había pensado, por los comentarios que había hecho Arabella, que debía haber sido más severo con Sue, que podía haber vencido su obstinación. Sin embargo, era tal su terquedad y su desprecio de la opinión de los demás y de los principios con los que había sido educado, que la convicción que tenía de haber obrado rectamente respecto a su mujer no sufrió la menor vacilación.

Unos principios alterados por el sentimiento en un sentido pueden ser propensos a desatar la misma catástrofe en sentido contrario. Los impulsos que le habían llevado a devolverle la libertad a Sue le inducían ahora a considerar que no tenía demasiada importancia que hubiera vivido un tiempo con Jude. Todavía sentía afecto por ella, a su manera extraña, si es que no la amaba, y dejando aparte toda consideración, no tardó en comprender que para él representaría una gran alegría tenerla consigo de nuevo, suponiendo que ella deseara volver.

Pero se daba cuenta de que sería preciso recurrir a algún artificio para contener el soplo frío e inhumano del desprecio del mundo. Y aquí estaban precisamente los elementos que necesitaba para ello. Teniendo a Sue nuevamente, y casándose con ella otra vez con la respetable justificación de haberla juzgado erróneamente y haberse divorciado de ella por equivocación, podía conseguir cierta comprensión social, reanudar sus antiguos cursos, volver quizá a la escuela de Shaston, e incluso llegar a predicador.

Decidió escribir a Gillingham para pedirle consejo, rogándole que le contestara qué le parecía la decisión que había tomado de enviarle una carta a ella. Naturalmente, Gillingham contestó que ahora que ella se había ido, lo mejor era dejarla estar; le parecía que si había que considerarla mujer de alguien, debía ser del hombre de quien había tenido tres hijos y a quien debía sus trágicas aventuras. Probablemente, como su afecto parecía tan excepcionalmente fuerte, esta singular pareja terminaría legalizando su unión, y entonces todo quedaría arreglado, sería decente y estaría en orden.

—¡Pero si ella no quiere, no quiere! —exclamó Phillotson para sí—. ¡Qué positivista es este Gillingham! Ella está influida por el espíritu y las enseñanzas de Christminster. Yo comprendo perfectamente que considere indisoluble el matrimonio y sé de dónde le vienen esas ideas. Desde luego no son mías, pero me serviré de ellas.

Escribió una breve contestación a Gillingham:

Sé que estoy completamente equivocado, pero no estoy de acuerdo contigo. El hecho de que haya vivido con él y le haya dado tres hijos, a mi juicio (aunque no puedo aportar ahora ninguna justificación lógica o moral para ello, según las ideas tradicionales), le ha valido poco más que para completar su educación. Le escribiré y así sabré si lo que dice esa mujer es verdad o no.

En realidad no tenía por qué haberle comunicado nada a su amigo, ya que había tomado esta decisión antes de escribirle. Sin embargo, Phillotson tenía esa manera de actuar.

Por consiguiente, le dirigió a Sue una epístola cuidadosamente meditada y, como conocía su temperamento emocionable, dejó traslucir entre líneas una severidad rigurosa, ocultando escrupulosamente la heterodoxia de sus sentimientos para no asustarla. Le explicaba que había llegado a su conocimiento que sus ideas habían cambiado considerablemente, por lo que se sentía impulsado a confesarle que las suyas también se habían modificado bastante con los acontecimientos que se derivaron de su partida. No le ocultaba que esta carta no pretendía ser ni mucho menos una apasionada declaración de amor. Solo se debía al deseo de que sus vidas, si no llegaban a ser dichosas, al menos no acabaran en un absoluto fracaso, como indudablemente ocurriría, por haber actuado él con lo que consideró entonces que era estricta justicia, caridad y razón.

Según veía, en esta vieja civilización no estaba permitido dejarse llevar por un sentimiento instintivo e incontrolado de la justicia y el derecho. Era preciso obrar con el sentido adquirido y cultivado de la equidad, si se deseaba disfrutar de un bienestar medio y una reputación aceptable, y dejar a un lado todo afecto amoroso que careciese de trabas.

Le sugería que fuera con él a Marygreen.

Después lo pensó y quitó el penúltimo párrafo; volvió a redactar la carta y la envió inmediatamente, esperando con cierto nerviosismo la respuesta.

Pocos días después, una figura atravesaba la niebla blanquecina que envolvía el barrio de Christminster llamado de Beersheba, en dirección al lugar donde Jude Fawley había ido a vivir al separarse de Sue. Sonaron unos tímidos golpecitos en la puerta de la casa donde vivía.

Era de noche, de modo que él se encontraba en casa; y por una especie de presentimiento, se levantó de un salto y acudió a abrir la puerta personalmente.

—¿Quieres salir un momento? Preferiría no entrar. Quiero…, quiero hablar contigo y que vayamos juntos al cementerio.

Las palabras de Sue sonaron temblorosas. Jude se puso el sombrero.

—No está bien que andes por ahí a estas horas —dijo él—. Pero si no quieres entrar, a mí me da lo mismo.

—Prefiero caminar un poco. No te entretendré demasiado.

Jude se sintió al principio demasiado afectado para poder decir nada; también ella estaba en ese momento hecha tal manojo de nervios que había perdido todo su valor inicial, y siguieron caminando durante un rato a través de la niebla como dos espectros de Caronte, sin pronunciar una sola palabra.

—Quiero decirte algo —empezó Sue al cabo de un momento, hablando atropelladamente unas veces y otras, con embarazo—, para que no te enteres después por casualidad. Me voy con Richard. Él, generosamente, se ha dignado perdonarme.

—¿Vuelves? Pero cómo vas a volver…

—Nos casaremos los dos otra vez. Solo por guardar las formas y para dar una satisfacción al mundo, que no ve las cosas como son. Aunque, por supuesto, soy ya su mujer. Eso no puede cambiarlo nada.

Jude se volvió hacia ella con una angustia casi feroz.

—¡Pero si eres mi mujer! Sí, lo eres. Y lo sabes de sobra. Yo siempre he lamentado ese fingimiento nuestro de marcharnos fuera para volver diciendo que nos habíamos casado legalmente, solo por salvar las apariencias. Yo te quería y tú me querías a mí; y nos comprendíamos a las mil maravillas; y eso es el matrimonio. Aún nos queremos, lo mismo tú a mí que yo a ti, ¡lo sé, Sue! Y por eso no ha terminado nuestro matrimonio.