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100 Clásicos de la Literatura

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Se levantó y se dirigió a la alcoba contigua, en la que le habían extendido una cama en el suelo. Y allí le oyó decir:

—¡Si los niños no estuviéramos, no habría problemas!

—¡No pienses eso, mi amor! —exclamó ella con determinación—. ¡Anda, duerme!

A la mañana siguiente se despertó Sue cuando eran algo más de las seis, y decidió levantarse rápidamente y acercarse antes de desayunar a la posada donde Jude le había dejado dicho que se quedaba para contarle lo que ocurría, antes de que saliera. Se levantó en silencio para evitar que se despertaran los niños, porque sabía que estaban cansados con el ajetreo del día anterior.

Encontró a Jude desayunando en la oscura taberna que había elegido para compensar el gasto de la habitación de ella; y Sue le explicó que estaban otra vez sin alojamiento. Jude había pasado la noche angustiado por ella, dijo. De todas formas, ahora era de madrugada y la tarea de buscar alojamiento no parecía tan desalentadora como la noche anterior, ni a ella le impresionaba tanto no encontrar sitio como al principio. Jude convino con ella en que no valía la pena exigir el derecho de retener la habitación por una semana, y que era mejor dejarla en seguida.

—Os vendréis todos a esta posada por un día o dos —dijo—. Es un lugar muy ordinario y no me parece apropiado para los niños, pero así tendremos más tiempo para buscar. Hay un montón de casas de alquiler por las afueras…, en mi antiguo barrio de Beersheba. Desayuna conmigo ya que estás aquí, mi vida. ¿Estás segura de que te encuentras bien? Tenemos tiempo de sobra para volver y preparar la comida de los niños antes de que se despierten. Además, voy a ir contigo.

Se puso a comer apresuradamente con él, y un cuarto de hora más tarde salieron juntos, dispuestos a coger las maletas y marcharse inmediatamente de aquella casa, al parecer demasiado respetable para Sue. Al llegar y subir a la habitación, encontraron en silencio la habitación de los niños, y Sue llamó en voz baja a la patrona para que hiciera el favor de subirle una tetera y algo para desayunar. Así lo hizo esta, y sacando Sue un par de huevos que había traído, los metió en el agua hirviendo y pidió a Jude que se los cuidara mientras llamaba a los pequeños, ya que eran alrededor de las ocho y media.

Jude estaba vigilando la tetera con el reloj en la mano para controlar el tiempo que debían cocer los huevos, de suerte que daba la espalda a la habitacioncita de los niños. Un grito repentino de Sue le hizo darse la vuelta de un salto. Vio que la puerta del cuartito, o más bien del cuchitril —que parecía haber girado pesadamente sobre sus goznes—, estaba abierta y que Sue se había desplomado en el umbral. Se apresuró a levantarla del suelo al tiempo que dirigía una mirada al colchón extendido sobre el entarimado: los niños no estaban allí. Entonces miró asustado por toda la habitación. Detrás de la puerta había dos perchas para colgar ropa, y de ellas pendían los cuerpos de los dos pequeños, con un trozo de cordel de embalar alrededor del cuello, y un poco más allá, el pequeño Jude colgaba de un clavo de manera similar. Cerca del mayor había una silla tumbada. Sus ojos, vidriosos, estaban fijos en la habitación; pero los de la niña y el bebé estaban cerrados.

Medio paralizado por el tremendo horror de la escena, dejó a Sue tendida en el suelo, cortó las cuerdas con su navaja y echó a los tres niños en la cama; pero al tocar sus cuerpos comprendió que debían de estar muertos. Recogió a Sue, que seguía desmayada, y la depositó en el lecho de la otra habitación; después de lo cual le pidió a la patrona que la atendiera y echó a correr en busca de un médico.

Cuando regresó, Sue había vuelto en sí; y las dos pobres mujeres, inclinadas sobre los niños haciendo ímprobos esfuerzos por reanimarlos, componían un cuadro junto con los tres pequeños cadáveres que le hizo perder el dominio de sus nervios. Fue el médico más próximo, pero como Jude había intuido, su presencia era inútil. No podía hacerse ya nada por ellos, porque aunque sus cuerpos estaban muy poco fríos, el médico dedujo que debían de llevar colgados más de una hora. Por lo que pudieron deducir los padres más tarde, cuando fueron capaces de razonar, el mayor de los niños, al despertar, buscó a Sue en la otra habitación y, al ver que no estaba, cayó en un acceso de desesperación, a la que estaba predispuesto su morboso temperamento con los sucesos y la revelación de la noche anterior. Además, encontraron un trozo de papel en el suelo, en el que se leían estas palabras con la letra del niño, escritas con el lápiz que él solía llevar:

«Porque somos demasiados».

Al ver el papel, los nervios de Sue se desataron completamente, convencida de que su conversación con el niño había sido la causa principal de la tragedia, sumiéndose en una agonía convulsiva que no parecía tener fin. La llevaron a la habitación del piso de abajo a viva fuerza y allí quedó echada, sacudida su endeble figura por los sollozos entrecortados, con los ojos clavados en el techo, mientras la mujer de la casa trataba en vano de calmarla.

Desde esta habitación se oía a la gente que andaba de un lado a otro en la de arriba, y suplicó que la dejaran subir otra vez; solo lograron retenerla a base de asegurarle que, en caso de que hubiera alguna esperanza, su presencia podría ser perjudicial, recordándole además que debía cuidarse, no fuera a dañar al niño que estaba por venir. No se cansaba de preguntar, y por último bajó Jude y le dijo que no había esperanzas. Tan pronto como pudo hablar, le confesó lo que le había dicho al niño y le dijo que se sentía culpable de lo que había sucedido.

—No —dijo Jude—. Lo que le impulsó a obrar así fue algo que estaba en su naturaleza. El doctor dice que actualmente surgen niños así…, una clase de seres desconocida en la generación anterior…, niños que no son sino resultado de las nuevas concepciones de la vida. Parece que llegan a ver todo el tremendo terror de la existencia antes de ser lo bastante mayores para tener la fuerza de enfrentarse a ella. Dice que es el principio de un deseo universal de negarse a vivir. Es un hombre de ideas avanzadas este doctor, pero no puede aportar ningún consuelo a…

Jude había reprimido por Sue su propio dolor, pero ahora se desmoronó; y esto contribuyó a que ella se esforzara por condolerse con él, lo cual la distrajo en cierto modo de los punzantes reproches que se hacía a sí misma. Cuando todo el mundo se hubo marchado, le permitieron ver a los niños.

El semblante del muchacho expresaba la historia completa de la situación de toda la familia. En ese rostro pequeño se resumían todas las desdichas y negros nubarrones que habían ensombrecido el primer matrimonio de Jude, junto con todos sus contratiempos, errores, miedos y fracasos. Era el punto nodal de todos ellos, el foco, la expresión unificada de lo que eran sus vidas. Había temido por la inconsciencia de sus padres, había temblado por su falta de entendimiento y por las desdichas de ellos había muerto.

Cuando la casa se quedó vacía y no tuvieron otra cosa que hacer que esperar la encuesta judicial, una voz apagada, inmensa y grave que provenía de los espesos muros de enfrente inundó la habitación.

—¿Qué es eso? —dijo Sue conteniendo su agitada respiración.

—El órgano de la capilla del colegio. El organista debe de estar ensayando. Es la antífona del Salmo setenta y tres: «Ciertamente, Dios ama al pueblo de Israel».

Ella comenzó a sollozar de nuevo.

—¡Ay, ay, hijitos míos! ¡No habían hecho nada malo! ¿Por qué han tenido que morir ellos y no yo?

Hubo otro silencio… que finalmente vinieron a romper dos individuos que conversaban en la calle.

—¡Seguro que están hablando de nosotros! —gimió Sue—. ¡Nos hemos convertido en un espectáculo para el mundo, para los ángeles y para los hombres!

Jude se puso a escuchar.

—No, no hablan de nosotros —dijo—. Son dos clérigos de criterio distinto que discuten sobre la postura de la Iglesia oriental. ¡Bendito sea Dios…, sobre la postura de la Iglesia oriental, cuando hay tanto sufrimiento en toda la creación!

Hubo otro silencio, hasta que Sue experimentó un nuevo arrebato de incontrolable dolor:

—Hay como una fuerza por encima de nosotros que nos grita: «¡No!». Primero dijo: «¡No estudiaréis!». Luego dijo: «¡No trabajaréis!». Ahora dice: «¡No amaréis!».

Jude trató de consolarla diciéndole:

—No está bien que digas eso, cariño.

—¡Pero si es verdad!

Así siguieron esperando, y Sue volvió una vez más a la habitación.

No quiso que guardaran las ropitas, los zapatitos y los calcetines del bebé, que habían quedado sobre una silla en el momento de su muerte; aunque Jude habría deseado quitarle todo eso de la vista. Pero cada vez que lo tocaba, ella le imploraba que lo dejase, y una vez que la mujer de la casa intentó recogerlo también, estalló en una furia casi salvaje.

Jude temía sus silencios apáticos, indiferentes, casi más que sus arrebatos furiosos.

—¿Por qué no me dices nada, Jude? —exclamó, después de uno de ellos—. ¡No me dejes sola! ¡No puedo soportar la soledad de verme fuera de donde tú miras!

—Vamos, cariño; si estoy aquí —dijo poniendo su rostro muy cerca del suyo.

—Sí… ¡Ay, compañero mío, nuestra unión, tan perfecta que nos habíamos fundido los dos en uno, está ahora manchada de sangre!

—Ensombrecida por la muerte, ¡eso es todo!

—¡Ah, pero he sido yo la que le incitó realmente, sin saber lo que hacía! Le hablé al niño como se habla a las personas mayores. Le dije que el mundo estaba en contra nuestra; le dije que para vivir de esta manera valía más no estar en el mundo; y él lo ha tomado al pie de la letra. Y le dije también que iba a tener otro niño. ¡Ah, con qué amargura me lo estuvo reprochando!

 

—¿Por qué lo hiciste, Sue?

—No lo sé. Quería ser completamente sincera. No podía soportar engañarle en lo que se refiere a la vida. Sin embargo, no fui completamente sincera, porque por una falsa delicadeza se lo dije demasiado oscuramente. ¿Por qué, queriendo ser más inteligente que las demás mujeres, me he quedado solo a mitad de camino, en vez de serlo del todo? ¿Por qué no le contaría algunas mentiras inocentes, en vez de decirle verdades a medias? ¡Fue mi falta de aplomo; así que no pude decidirme ni a ocultarle las cosas ni a revelárselas!

—Tu plan podía haber sido bueno para la mayoría de los casos; solo en nuestra situación particular cabía la posibilidad de que resultara mal. Él tenía que enterarse tarde o temprano.

—Yo que precisamente le estaba haciendo un vestidito nuevo a mi pobre chiquitín; ¡ahora ya no le veré nunca con él puesto, ni le podré decir más cositas!… Tengo los ojos tan hinchados que casi no puedo ver; ¡y ya ves tú, hace poco más de un año me consideraba completamente feliz! ¡Hemos ido demasiado lejos con nuestro amor; nos hemos dejado llevar por el egoísmo más completo! Decíamos (¿te acuerdas?) que íbamos a convertir la alegría en una virtud. Yo decía que era una tendencia de la Naturaleza, una ley de la Naturaleza y una raison d’être que fuéramos dichosos con los instintos con que ella nos había dotado, instintos que la civilización se había encargado de reprimir. ¡Qué cosas más horribles decía yo! ¡Ahora el Destino nos ha clavado esta puñalada por la espalda, por haber cometido la estupidez de fiarnos de la Naturaleza!

Se sumió en muda contemplación, hasta que dijo:

—¡Tal vez sea mejor que se hayan ido! ¡Sí, me doy cuenta de que es así! ¡Es mejor ser arrancado de la vida en su frescor que seguir en el mundo para ir marchitándose miserablemente!

—Sí —replicó Jude—. Algunos dicen que los padres debían alegrarse cuando sus hijos mueren en la infancia.

—¡Pero ¡qué saben ellos!… ¡Ay, hijitos míos, hijitos míos, si pudierais estar vivos ahora! Bien cierto era que el niño no quería vivir, porque si no, no lo habría hecho. Para él no era un disparate la muerte: formaba parte de su naturaleza incurablemente triste, ¡pobre chico! ¡Pero los otros…, mis propios hijos y tuyos!

Nuevamente miró Sue hacia los vestiditos y los calcetines y zapatitos que estaban en la silla; y todo su ser se estremeció como una cuerda de guitarra.

—Soy un ser digno de lástima —dijo—. ¡Estorbo ya en la tierra y en el Cielo! ¡Todos estos acontecimientos me han hecho perder la cabeza! ¿Qué podríamos hacer? —Se quedó mirando a Jude, apretándole fuertemente la mano.

—No se puede hacer nada —contestó él—. Las cosas son como son y van a parar al fin que les está destinado.

Ella meditó un momento.

—¡Sí! ¿Quién dijo eso? —preguntó con desaliento.

—Viene en el coro del Agamenón. No se me va de la cabeza desde que ha sucedido esto.

—Mi pobre Jude, ¡qué manera de estrellarte en todo!; tú más que yo, ¡porque al menos yo te he tenido a ti! ¡Pensar que has aprendido eso por tu propio esfuerzo y, sin embargo, estás viviendo en la miseria y en la desesperación!

Después de estas momentáneas divagaciones, le volvió el dolor como una oleada.

A su debido tiempo llegó el forense y examinó los cuerpos; más tarde tuvo lugar el interrogatorio, y finalmente vino la lúgubre mañana del entierro. La noticia, aparecida en los periódicos, había hecho acudir a un grupo de curiosos que parecían estar contando los cristales de las ventanas y las piedras de los muros. Las dudas que existían sobre las verdaderas relaciones de la pareja venían a añadir un aliciente más a su curiosidad. Sue había expresado su deseo de acompañar a los dos pequeñuelos hasta la tumba, pero en el último momento se desvaneció, y los ataúdes fueron sacados en silencio mientras ella seguía inconsciente. Jude subió al vehículo y este emprendió la marcha, con gran alivio para el patrón de la casa, que ahora no tenía más que a Sue y los equipajes y esperaba que la habitación quedara desalojada por completo a lo largo del día, liberando al fin su casa de la exasperante notoriedad que había adquirido durante la semana por la desafortunada decisión de su mujer de admitir a esos forasteros. Por la tarde consultó en privado con el dueño del edificio y se pusieron de acuerdo en que, si surgía algún inconveniente a causa de la tragedia que había ocurrido allí, tratarían de cambiarle el número.

Cuando Jude hubo visto las dos cajas depositadas en la tierra —una con el pequeño Jude y otra con los otros dos niños—, volvió apresuradamente al lado de Sue, y al encontrarla echada aún en su habitación no quiso molestarla y se fue. Pero como se sentía desasosegado, volvió a eso de las cuatro. La mujer creía que aún estaba dormida, pero al poco regresó para decirle que no estaba en su dormitorio. Tampoco encontró allí ni su chaqueta ni su sombrero, es decir, que había salido. Jude echó a correr hacia la taberna donde él se quedaba a dormir. Luego, al pararse a pensar adónde habría podido dirigir sus pasos, tomó el camino del cementerio, entró y cruzó en dirección al lugar donde se habían efectuado los entierros más recientes. Los ociosos que habían ido hasta allí atraídos por la tragedia se habían marchado ya. Un hombre con una pala en las manos estaba tratando de terminar de llenar de tierra la fosa común para los tres niños; pero una mujer, plantada en el hoyo a medio llenar y completamente frenética, le sujetaba el brazo. Era Sue; sus ropas de vivos colores, que ella no quiso cambiar por las de luto que él le había comprado, evidenciaban un dolor aún más profundo del que hubiera podido expresar el convencional vestido negro.

—¡Los está tapando, pero no lo hará mientras no haya visto yo a mis pequeñines! —gritó furiosa al ver a Jude—. Quiero verlos otra vez. ¡Jude… Jude, por favor…, quiero verlos! ¡No sabía que ibas a dejar que se los llevaran mientras yo estaba dormida! Me dijiste que los vería otra vez, antes de que cerraran las cajas; ¡pero no has esperado, y has dejado que se los llevaran! ¡Ay, Jude, qué cruel eres conmigo tú también!

—Quiere obligarme a que vuelva a sacar la tierra de la fosa para ver los ataúdes —dijo el hombre de la pala—. Deberían llevarla a casa por bien suyo. Se ve que no es responsable, la pobre. No se puede sacar la tierra otra vez, señora. Ande, váyase a casa con su marido, quédese allí tranquila y dele aún gracias a Dios de que pronto tendrá otro que vendrá a quitarle las penas.

Pero Sue siguió implorando con acento lastimero:

—¿Es que no puedo verlos una vez, una vez nada más? ¿No puedo? ¡Solo un minutito, Jude! ¡Seré muy buena, y no te desobedeceré ya nunca más, Jude, si me dejas verlos! ¡Me iré a casa tranquilamente y no querré volverlos a ver más! ¿Por qué no puedo? ¿Por qué?

Y continuó en estos términos. Jude se sintió embargado por una pena tan honda que pensó si no sería preferible intentar que el hombre accediera a ello. Pero esto no le haría ningún bien a Sue; al contrario, podría serle perjudicial; y comprendió que debía llevársela a casa inmediatamente. Así que la persuadió, le habló con ternura y la rodeó con el brazo para sostenerla; hasta que por fin cedió, desamparada, y se dejó convencer para abandonar el cementerio.

Jude quiso alquilar un coche para llevarla a casa, pero ella se opuso, por economizar, y volvieron andando despacio, Jude vestido de negro y ella de color rojo y marrón. Jude tenía que haber buscado un alojamiento esa misma tarde, pero se dio cuenta de que era imposible; así que un rato después entraban de nuevo en la odiosa casa. Sue se fue a acostar inmediatamente y Jude mandó llamar a un médico.

Jude aguardó abajo hasta bien entrada la noche; y a hora muy avanzada ya, bajaron a darle la noticia de que Sue había tenido el niño prematuramente y que también este había muerto.

VI. 3.

Sue estaba convaleciente, aunque habría deseado morir, y Jude había encontrado trabajo en su antiguo oficio. Vivían en otro sitio, en las proximidades de Beersheba, no lejos de la iglesia de las Ceremonias: San Silas.

Solían permanecer sentados en silencio, desalentados ante la idea de que las cosas, más que obstáculos impasibles, les eran declaradamente hostiles. En los días en que su entendimiento fulguraba como una estrella, Sue había estado obsesionada por vagos y extraños desvaríos, en los que se figuraba que el mundo era como un poema o como una melodía compuesta durante un sueño; que era maravilloso para el espíritu semidormido, pero desesperadamente absurdo para el que estaba completamente lúcido; que la Primera Causa obraba automáticamente como un sonámbulo y no reflexivamente como un sabio; que en el ámbito de las condiciones terrestres parecía que jamás se había llegado a contemplar en las criaturas una perceptividad emocional tan desarrollada como la alcanzada por los seres pensantes y cultos. Pero la aflicción presta a las fuerzas contrarias una apariencia antropomorfa, y todas esas ideas habían dado paso, para Jude y para ella, a un sentimiento de huida ante un perseguidor.

—¡Debemos resignarnos! —dijo ella con tristeza—. Toda la antigua ira de ese Poder que tenemos encima se ha desatado sobre nosotros, sus pobres criaturas, y debemos someternos. No tenemos elección. No hay más remedio. ¡De nada sirve luchar contra Dios!

—Es solo contra el hombre y las circunstancias impasibles —replicó Jude.

—¡Es verdad! —murmuró ella—. ¡En qué estaría yo pensando! ¡Me estoy volviendo supersticiosa como una salvaje!… Sea quien sea o lo que sea nuestro enemigo, me siento sometida a él. No me quedan ya fuerzas para luchar ni para emprender nada. ¡Me siento vencida, completamente vencida!… «¡Nos hemos convertido en espectáculo para el mundo, para los ángeles y para los hombres!». Ahora ando repitiendo esto a cada momento.

—Yo siento lo mismo que tú.

—¿Qué vamos a hacer? Tú tienes trabajo ahora, pero recuerda que puede que sea solo porque la historia de nuestras relaciones no es del dominio público… ¡Probablemente si se enterasen de que nuestro matrimonio no se ha llegado a celebrar te quitarían el empleo, como hicieron en Aldbrickham!

—No sé… No creo. De todos modos, pienso que debíamos formalizarlo ahora… en cuanto puedas salir a la calle.

—¿Crees que debemos hacerlo?

—Claro.

Y Jude se quedó absorto en sus pensamientos.

—Últimamente me ha dado por pensar —dijo— que pertenezco a esa legión de hombres repudiados por las gentes virtuosas que llaman seductores. ¡Me quedo asombrado cuando lo pienso! No he tenido conciencia de obrar así, ni de guardar malas intenciones contigo, a quien quiero más que a mí mismo. ¡Y, no obstante, soy uno de esos! ¡Me pregunto si no estarán tan ciegos, si no serán tan simples como yo!… Sí, Sue; eso es lo que soy. Yo te he seducido…; tú eras de clase distinta: eras una persona refinada, destinada por la Naturaleza a conservarte intacta. ¡Pero no pude dejarte tranquila!

—¡No, no, Jude! —dijo ella con viveza—. No te reproches algo que no eres. Si alguien tiene la culpa, soy yo.

—Te he apoyado en tu decisión de dejar a Phillotson, y sin mí quizá no le habrías forzado a que te dejara marchar.

—Lo habría hecho de todos modos. En cuanto a nosotros, el que no hayamos llegado a formalizar nuestro matrimonio es el único detalle sensato de nuestra unión. Con ello hemos evitado insultar la solemnidad de nuestros primeros matrimonios.

—¿Solemnidad? —Jude la miró con cierta sorpresa y comprendió que no era la Sue de sus primeros tiempos.

—Sí —dijo ella con un ligero temblor en la voz—. He sentido unos temores horribles, un miedo espantoso por la insolencia de mi propia acción. ¡He pensado… que todavía soy su mujer!

—¿De quién?

—De Richard.

—¡Por Dios, cariño!… Y eso, ¿por qué?

—¡No puedo explicarlo! Solo puedo decirte que de vez en cuando me viene esa idea.

—Es porque estás débil, ¡es un desvarío de la fiebre que no tiene pies ni cabeza! No dejes que te atormente.

Sue suspiró apesadumbrada.

Como una especie de compensación a estas penosas discusiones, mejoraron de situación económica, cosa que de haberles sucedido en otros tiempos los habría llenado de alegría. Muy poco después de su llegada, Jude había encontrado inesperadamente una buena colocación en su antiguo oficio, a la vez que el tiempo veraniego beneficiaba su frágil constitución; en apariencia los días se sucedían con esa monótona uniformidad que tan bienhechora resulta después de una desgracia. La gente parecía haber olvidado que Jude había manifestado alguna vez ideas peligrosamente desviadas, y él subía a diario a los antepechos y frontispicios de los colegios en los que nunca pudo entrar, y remozaba la ruinosa mampostería de los ventanales desde los que nunca pudo asomarse, como si jamás hubiera abrigado otro deseo que el de hacer lo que hacía.

 

Pero había experimentado un cambio: ahora ya no asistía a los oficios religiosos con asiduidad. Había una cosa que le turbaba más que ninguna otra y era que Sue y él habían emprendido un camino espiritualmente opuesto desde la tragedia; los acontecimientos que habían ampliado su concepción de la vida, leyes, costumbres y dogmas, no habían influido en Sue en el mismo sentido. No era ya la misma de aquellos días independientes, cuando su inteligencia brillaba como una fulgurante luz por encima de los convencionalismos y formalismos que él respetaba por entonces, aunque ahora ya no.

Cierto domingo por la tarde volvió él a una hora avanzada. Sue no estaba en casa; pero no tardó en regresar, y la notó silenciosa y sumida en sus pensamientos.

—¿En qué piensa mi mujercita? —preguntó él con curiosidad.

—¡Bueno, no sabría decírtelo con claridad! He estado pensando que hemos sido egoístas, inconscientes, incluso impíos en nuestra conducta, tanto tú como yo. Nuestra vida ha sido un intento inútil por alcanzar el goce personal. Pero la abnegación es un sendero más elevado. ¡Deberíamos mortificar la carne…, esta carne terrible que es la maldición de Adán!

—¡Sue! —murmuró—. ¿Qué te ha pasado?

—¡Deberíamos sacrificar continuamente nuestra propia vida en aras del deber! Pero no; yo siempre he hecho lo que me ha apetecido. ¡Me merezco el castigo que he recibido! ¡Quisiera encontrar el medio de arrancar el mal que hay en mí y todos mis monstruosos errores y toda mi conducta pecaminosa!

—¡Sue…, mi pobre pequeña! Tú no tienes un interior malo. Tus instintos naturales son perfectamente sanos; quizá no sean lo apasionados que yo quisiera, pero son buenos, elevados y puros. Como te he dicho muchas veces, eres la mujer más etérea y menos sensual que ha existido jamás, sin llegar a una inhumana carencia de sexo. ¿Por qué hablas ahora de este modo tan extraño? No hemos sido egoístas, salvo cuando no perjudicaba a nadie que lo fuéramos. Tú solías decir que la naturaleza humana es noble y paciente, no vil y corrompida, y yo he terminado por creer que tenías razón. ¡Y ahora parece que has adoptado un punto de vista mucho más bajo!

—Quiero tener un corazón humilde y un espíritu limpio; ¡pero nunca he tenido ni lo uno ni lo otro!

—Tú has sido valerosa en tus pensamientos y en tu manera de sentir, y yo debía haberte admirado más de lo que lo he hecho. Pero estaba demasiado lleno de dogmas estrechos en aquel tiempo para poder apreciarlo.

—¡No digas eso, Jude! Quisiera poder arrancar de mi vida cada una de mis palabras y pensamientos atrevidos. Renunciar a una misma…; ¡eso es lo que está por encima de todo! La verdad es que no puedo humillarme lo bastante. ¡Me gustaría cubrirme toda entera de espinas para que con mi sangre saliera toda la maldad que hay en mí!

—¡Chist! —dijo él, apretando el pequeño rostro de Sue contra su pecho, como si fuera una niña—. ¡Es el dolor lo que te hace hablar así! ¡Esa clase de remordimiento no es para ti, mi pequeña sensitiva, sino para los seres malvados de la tierra… que son incapaces de sentirlo!

—No deberías hablar así —murmuró ella, después de permanecer un rato en la misma actitud.

—¿Por qué no?

—Eso es debilidad.

—¡Y dale! Pero ¿hay algo mejor en este mundo que el que nos amemos?

—Sí; depende de la clase de amor; y el tuyo, el nuestro quiero decir, es malo.

—¡Yo no quiero que lo sea, Sue! Venga, ¿cuándo quieres que formalicemos nuestro matrimonio en una sacristía?

Sue guardó silencio; parecía desasosegada.

—Nunca —susurró.

Ignorando el hondo significado de sus palabras, aceptó Jude serenamente su negativa y no dijo nada. Transcurrieron unos minutos y él la creyó dormida; pero le habló con suavidad y se dio cuenta de que había estado completamente despierta todo el tiempo. Sue se incorporó en la cama y suspiró.

—Esta noche hay un perfume extraño e indescriptible en torno a ti, Sue —dijo él—. No me refiero solo a tu espíritu, sino a tus ropas también. Una especie de olor vegetal que me resulta familiar, aunque no lo logro identificar en este momento.

—Es incienso.

—¿Incienso?

—He estado en los oficios de San Silas y me he puesto cerca de donde humeaba el incienso.

—¡Ah! …, en San Silas.

—Sí. Suelo ir a veces.

—¡Conque vas allí!

—Escucha, Jude, me encuentro muy sola aquí por las mañanas cuando te marchas al trabajo, y pienso y pienso en… en mis… —Se detuvo hasta que logró dominar el nudo que se le hacía en la garganta—. Y ya que está tan cerca, me he acostumbrado a ir.

—Claro, claro… Por supuesto, no tengo nada que objetar. Solo que me resulta extraño en ti. ¡Qué poco se figuran lo que tienen entre ellos!

—¿A qué te refieres, Jude?

—Bueno…; a que eres una escéptica, para ser claro.

—¿Por qué quieres causarme este dolor, Jude, cariño, en mis tribulaciones? Pero sé que no te referías a eso. De todos modos no debes decirlo.

—Me callo. ¡Pero estoy bastante sorprendido!

—Bueno, quiero decirte otra cosa, Jude. No te enfadarás, ¿verdad? Lo he pensado la mar de veces desde que faltan los niños. Creo que debería dejar de ser tu mujer… o de vivir como tal.

—¿Cómo?… ¡Pero si eres mi mujer!

—Desde tu punto de vista; pero…

—Por supuesto, le tenemos prevención a la ceremonia; y una infinidad de personas, de tener las mismas razones que nosotros, habrían hecho lo mismo. Pero la experiencia se ha encargado de probar que nos hemos juzgado mal y que hemos exagerado nuestras debilidades; y si tú empiezas a respetar los ritos y las ceremonias, como parece, me pregunto por qué no eres tú la primera en querer que nos casemos inmediatamente. Pues claro que eres mi mujer, Sue; en todos los aspectos menos en el legal. ¿Qué quieres decir con todo eso?

—¡Yo creo que no lo soy!

—¿No? Supongamos ahora que hubiésemos celebrado la ceremonia. ¿Considerarías entonces que lo éramos?

—No. Ni siquiera entonces me lo parecería. Entonces me parecería mucho peor de lo que me parece ahora.

—¿Por qué, mi vida, en nombre de toda la maldad del mundo? —Porque soy de Richard.

—¡Ah, ya me has hablado antes de esa idea absurda!

—Antes no era más que una impresión; pero a medida que pasa el tiempo me siento cada vez más convencida: o le pertenezco a él o no le pertenezco a nadie.

—¡Dios mío…, qué manera de cambiarnos el sitio!

—Sí. Es posible.

Una noche de verano, pocos días más tarde, se hallaban los dos sentados en el mismo saloncito de abajo cuando llamaron a la puerta de la casa del carpintero donde vivían. Unos momentos después sonaron unos golpecitos en la puerta de la habitación que tenían realquilada. Antes de darles tiempo a levantarse, se abrió la puerta y apareció una figura de mujer.

—¿Está aquí el señor Fawley?

Jude y Sue sintieron un sobresalto, a la vez que él respondía maquinalmente que sí; era la voz de Arabella.

Jude le rogó por puro formalismo que pasara, y Arabella fue a sentarse en el banco de la ventana, donde vieron su perfil recortado contra la luz. Aunque no podían distinguir ni la expresión de su cara ni su aspecto general, sin embargo había algo en ella que parecía indicar que no disfrutaba de una situación desahogada ni se arreglaba con tanta exageración como en vida de Cartlett.