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100 Clásicos de la Literatura

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Llegó el día de la subasta, y Sue preparó por última vez su desayuno, el del niño y el de Jude en la casita que él había amueblado. El día había amanecido lluvioso; además, Sue se encontraba indispuesta, y no queriendo dejar solo a su pobre Jude en tan tristes circunstancias, puesto que él debía estar allí durante un determinado tiempo, siguió el consejo del subastador y se acomodó en una de las habitaciones de arriba que habían podido vaciar de muebles, y así permaneció apartada de los compradores. Allí fue donde la encontró Jude; y junto con el niño, y entre baúles, cestas y bultos, y dos sillas y una mesa que no estaban en venta, se sentaron a charlar.

Empezaron a sonar pasos, subiendo y bajando por la gastada escalera, de los que venían a inspeccionar los artículos, algunos de los cuales eran de factura tan antigua y singular que tenían un valor artístico. Una o dos veces intentaron abrir la puerta de la habitación donde estaban ellos; y para evitar cualquier intromisión Jude escribió «Privado» en un pedazo de papel y lo pegó en la puerta.

No tardaron en darse cuenta de que, en vez de discutir sobre el mobiliario, los posibles compradores comenzaban a hacerlo sobre la vida de ellos dos y de sus pasados hasta unos extremos insospechados e intolerables. Hasta ahora no habían descubierto en qué ilusorio anonimato habían estado viviendo últimamente. Sue tomó en silencio la mano de su compañero, y con los ojos fijos el uno en el otro, oyeron los comentarios que hacían al pasar; la personalidad extraña y misteriosa del Padrecito Tiempo era uno de los temas que más conjeturas y sospechas suscitaba. Finalmente comenzó la subasta en la sala de abajo, donde se podía oír cómo ajustaban el precio de cada artículo familiar, dejando los más caros muy por debajo de su valor, y los que no tenían ninguno, en unas cantidades irrisorias.

—La gente no nos comprende —suspiró él con pesar—. Me alegro de que hayamos decidido irnos.

—El problema es adónde.

—Lo mejor es a Londres. Allí uno puede vivir como le dé la gana.

—¡No, por favor, a Londres no! Lo sé. Allí seríamos desdichados.

—¿Por qué?

—¿No se te ocurre?

—¿Porque vive allí Arabella?

—Esa es la razón principal.

—Pero en provincias estaré siempre con el temor de que se repita lo que nos ha pasado aquí. Y no es que me importe verme precisado a explicar, pongo por caso, toda la historia del niño. Pero para que olvide totalmente su pasado, he decidido guardar silencio. Estoy asqueado ya de tanto trabajar en las iglesias; ¡me gustaría poder renunciar a ese tipo de trabajo, si me lo llegaran a ofrecer!

—Deberías haber aprendido el estilo clásico. El gótico es un estilo bárbaro después de todo. Pugin estaba equivocado; Wren tenía razón. Recuerda el interior de la catedral de Christminster, casi el lugar donde nos vimos por primera vez. Bajo esos pintorescos detalles normandos puede ver uno el infantilismo grotesco de un pueblo inculto que intenta imitar las desaparecidas formas romanas, conservadas solamente por una tradición oscura.

—Sí…, me tienes medio convertido a tus ideas por lo que me has dicho en otras ocasiones. Pero uno puede trabajar sin gustarle lo que hace. Tengo que hacer algo, gótico o no.

—Me gustaría que pudiésemos tener los dos un trabajo en el que no contaran las circunstancias personales —dijo ella sonriendo dramáticamente—. Yo estoy inhabilitada para la enseñanza como tú para trabajar en las iglesias. Tendrás que buscar salida en las obras de estaciones de ferrocarril, puentes, teatros, salas de conciertos, hoteles…, cosas que no tengan relación con la conducta.

—No tengo práctica de eso…, podría abrir una panadería. Me he criado en ese oficio viviendo en casa de la tía, ya sabes. Pero aun para ser panadero tienes que someterte a las conveniencias sociales, si quieres hacerte con una clientela.

—Eso si no pones un puesto de pasteles y tortas de jengibre en los mercados y ferias, donde la gente es gloriosamente indiferente a todo, quitando la calidad de la mercancía.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por la voz del subastador:

—Ahora este banco antiguo de roble: ¡ejemplar único de viejo estilo inglés que merecería el interés de todos los coleccionistas!

—Era de mi bisabuelo —dijo Jude—. ¡Me habría gustado poder conservar esa pobre reliquia!

Uno a uno se fueron yendo los artículos, y así transcurrió la tarde. Jude y sus dos compañeros iban sintiendo hambre y cansancio, pero después de los comentarios que habían escuchado, les daba apuro salir mientras no se marcharan los compradores. Sin embargo, se acercaba el momento de subastar los últimos lotes y tendrían que salir pronto bajo la lluvia para llevar las cosas de Sue al alojamiento provisional.

—Y ahora el lote siguiente: dos pares de palomos, vivos y bien gordos; ¡un suculento plato para la comida del domingo!

La inminencia de la venta de estas aves fue la peor prueba de toda la tarde. Sue los quería entrañablemente, y cuando vieron que no había manera de conservarlos, se sintieron más apenados que por la pérdida de todo el mobiliario. Sue trató de contener las lágrimas cuando oyó la insignificante suma en que fueron valorados sus queridos pichones, y cómo fueron subiendo el precio poquito a poco hasta que finalmente fueron adjudicados. El que los había comprado era un vecino que tenía una pollería, por lo que estaban irremisiblemente condenados a morir antes del mercado del día siguiente.

Al verla tratando de disimular su pena, Jude la besó y dijo que ya era hora de ir a ver si tenían preparadas las habitaciones. Iría con el niño y volvería en seguida a recogerla.

Al quedarse sola se puso a esperar pacientemente; pero Jude no regresaba. Por último se decidió a salir, puesto que no había ya moros en la costa; y al pasar por delante de la tienda del pollero, no lejos de allí, vio sus pichones en una canasta junto a la puerta. La emoción que experimentó al verlos, junto con la creciente oscuridad de la noche, la incitaron a obrar impulsivamente, y después de echar una rápida mirada en torno a sí tiró del pasador de la tapa y siguió caminando. La tapa se desprendió hacia dentro y los pichones echaron a volar con un aleteo que hizo salir a la puerta al furioso pollero soltando juramentos y maldiciones.

Sue llegó temblando a la habitación, y encontró a Jude y al niño arreglándola para que ella se encontrara a gusto.

—¿Los compradores pagan antes de llevarse las cosas? —preguntó sin aliento.

—Creo que sí, ¿por qué?

—¡Porque entonces he hecho una cosa que está mal! —Y se lo contó con amargo pesar.

—Tendré que pagárselos al pollero si no los ha cogido —dijo Jude—. Pero no importa. No te inquietes por eso, cariño.

—¡Ha sido una estupidez por mi parte! ¿Por qué la ley de la Naturaleza será siempre matar?

—¿Es verdad eso, madre? —preguntó el niño inmediatamente.

—¡Sí! —dijo Sue con vehemencia.

—Bueno, seguramente habrán aprovechado la ocasión esos pobres palomos —dijo Jude—. Tan pronto como hayamos arreglado las cuentas de la subasta, y hayamos pagado todas nuestras deudas, nos vamos.

—¿Adónde nos vamos? —preguntó el pequeño Tiempo, preocupado.

—Partiremos en secreto… Iremos a Alfredston, o a Melchester, o a Shaston, o a Christminster. Y si no, podemos ir a cualquier otro sitio.

—¿Y por qué tenemos que ir allá, padre?

—Porque hay una nube que se cierne sobre nosotros; «¡aunque no hemos ofendido a ningún hombre, ni hemos corrompido a ningún hombre, ni hemos engañado a ningún hombre!». Sino que hemos «hecho lo que era justo a nuestros propios ojos».

V. 7.

A partir de esa semana, Jude Fawley y Sue no aparecieron más por el pueblo de Aldbrickham.

Nadie sabía adónde se habían ido, sobre todo porque nadie hizo nada por enterarse. Cualquiera que fuese lo bastante curioso para hacer indagaciones sobre las andanzas de esta enigmática pareja podría haber descubierto sin gran esfuerzo que habían aprovechado su habilidad profesional para dedicarse a una vida ambulante, casi nómada, que no dejó de tener su encanto por un tiempo.

Allá donde Jude oía decir que había algún trabajo de cantería que hacer se presentaba él, eligiendo con preferencia los lugares más alejados de los que él y Sue habían frecuentado. Entraba a trabajar en una obra, larga o breve, hasta que esta se terminaba; y seguía buscando.

Así pasaron dos años y medio. A veces se encontraba esculpiendo ajimeces para una mansión solariega en el campo, otras colocando balaustradas en un ayuntamiento, tallando sillares para un hotel de Sandbourne o para un museo de Casterbridge, y unas veces llegaba hasta Exonbury, y otras hasta Stoke-Barehills. Más tarde estuvo en Kennetbridge, un pueblo floreciente situado a no más de dieciocho kilómetros al sur de Marygreen, siendo esta la vez que más se aproximó al pueblo donde le conocían; porque tenía un miedo tremendo a que le preguntaran por su vida y sus cosas los que le conocieron en su estudiosa y prometedora juventud, y en su breve y desdichada vida matrimonial.

En algunos de estos lugares permanecía meses enteros, y en otros, unas semanas tan solo. Su extraña y repentina aversión a las obras de carácter religioso, fueran episcopales o anglicanas, que se le había despertado bajo la dolorosa experiencia de sentirse incomprendido, persistió en él aun después de recuperada la calma, menos por temor a una nueva censura que por la rigurosa exigencia que se impuso a sí mismo de no ir a buscar un medio de subsistencia entre quienes censuraban su conducta; y también por la contradicción existente entre sus dogmas anteriores y sus actuales prácticas religiosas, que apenas eran una sombra de aquel bagaje de creencias con que entró al principio en Christminster. Intelectualmente se iba aproximando a la actitud que Sue sostenía cuando se conocieron por primera vez.

 

Un sábado por la tarde del mes de mayo, casi tres años después de aquel día en que Arabella los viera a él y a Sue en la exposición agrícola, algunas personas que se encontraron allí volvieron a tropezarse.

Era la feria de primavera de Kennetbridge y, aunque el antiguo centro de reunión de comerciantes había disminuido considerablemente desde sus primeros tiempos, la recta y extensa calle por la que se entraba al casco urbano presentaba un aspecto animado hacia mediodía. A esa hora entró en el pueblo un carruaje ligero entre otros muchos vehículos por la carretera del norte, y subió hasta una posada de la liga antialcohólica. De él descendieron dos mujeres: una de ellas, la que conducía, tenía aspecto de campesina; la otra, de figura bien formada, se cubría con el riguroso luto de una viuda. Su vestido severo, bastante entallado, parecía fuera de lugar en medio del bullicio y la confusión de un mercado provinciano.

—Quiero ir a ver exactamente dónde es, Anny —dijo la dama viuda a su compañera, después de que un hombre se hiciera cargo del coche y el caballo—; luego volveré y me reuniré contigo aquí, y entraremos a tomar algo de comer y de beber. Empiezo a sentirme desfallecida.

—De mil amores —dijo la otra—. Aunque habría preferido que nos hubiéramos quedado en el hostal Las Damas o en La Sota. En estas casas de la liga antialcohólica no te sirven gran cosa.

—Bueno, haz el favor de contener ahora tu glotonería, criatura —dijo con reprobación la mujer de luto—. El lugar apropiado es este. Bien: entonces nos veremos aquí dentro de media hora, a no ser que quieras venir conmigo a ver el lugar donde van a construir el nuevo templo.

—No, gracias. Ya me lo contarás.

Las dos amigas emprendieron, pues, cada una su camino, y la de los negros crespones adoptó un paso firme y la expresión de no tener nada que ver con el bullicio que la rodeaba. Preguntando, llegó a la entrada de una tapia, en el interior de la cual se veían las zanjas para los cimientos de un edificio; en el tablero del exterior había unos carteles enormes, en los que se anunciaba que esa tarde, a las tres, vendría un famoso predicador de Londres a colocar la primera piedra del templo que se iba a erigir.

Una vez comprobado el lugar, la impresionantemente enlutada viuda volvió sobre sus pasos y se distrajo un rato observando el movimiento de la feria. Luego le llamó la atención un pequeño puesto de pasteles y tortas de jengibre situado entre tinglados de toldos y caballetes pretenciosos. Estaba cubierto con un paño de una blancura inmaculada y atendido por una mujer joven que no tenía aspecto de estar avezada en el oficio, a la que le ayudaba un niño de cara octogenaria.

—¡Por todos los… santos! —murmuró la viuda para sus adentros—. ¡Esa mujer es Sue…, no puede ser otra! —Se acercó al puesto—. ¿Cómo está usted, señora Fawley? —dijo blandamente.

Sue cambió de color al reconocer a Arabella a través de los enlutados velos.

—¿Cómo está usted, señora Cartlett? —dijo toda envarada. Y al darse cuenta de su vestimenta, le preguntó con cierta simpatía a pesar suyo—: ¿Cómo? ¿Es que ha perdido…?

—A mi pobre marido, sí. Falleció de repente hace seis semanas, dejándome en una situación no muy airosa que digamos, a pesar de que se portó siempre muy bien conmigo. Pero por muchos que sean los beneficios que deje un bar, se los llevan casi íntegros los fabricantes de bebidas, en vez de quedárselos los que las venden… ¿Y tú, pequeño viejecillo? Supongo que me conoces, ¿no?

—Sí, señora. Usted es la mujer que yo pensaba que era mi madre, hasta que vi que no —contestó el Padre Tiempo, que por entonces había aprendido ya a emplear el lenguaje usual de Wessex.

—Muy bien. No importa. Soy una amiga.

—Juey —dijo Sue de pronto—. Vete al andén de la estación con esta bandeja…, me parece que está a punto de llegar un tren.

Cuando se hubo marchado el niño, Arabella prosiguió:

—¡En la vida llegará a ser una hermosura, el pobre! ¿Sabe que soy su madre verdadera?

—No. Él cree que hay una especie de misterio en torno a sus padres…, nada más. Jude se lo dirá cuando sea un poco mayor.

—Pero ¿cómo ha llegado usted a este trabajo? Me tiene sorprendida.

—Esta ocupación es solo temporal…, una salida que se nos ha ocurrido mientras estamos en dificultades.

—¿Entonces vive con él aún?

—Sí.

—¿Se han casado?

—Por supuesto.

—¿Han tenido niños?

—Dos.

—Y otro que está por venir, a lo que veo.

Sue acusó la tortura de estas preguntas directas y crueles, y sus tiernos labios comenzaron a temblar.

—¡Por Dios, señora, no hay motivo para echarse a llorar! ¡Al contrario, mucha gente se sentiría orgullosa!

—No es que sienta vergüenza, ¡no es lo que usted piensa! ¡Pero resulta tan trágico traer nuevos seres al mundo, resulta tan presuntuoso, que me pregunto a veces si tengo derecho a hacerlo!

—No se lo tome así, querida… Pero no me ha dicho cómo ha venido a parar a un oficio como este. Jude solía ser un tipo más bien orgulloso…, casi se consideraba por encima de cualquier clase de negocio.

—Quizá sea que mi marido ha cambiado un poco desde entonces. ¡Estoy segura de que ahora no es tan orgulloso! —Y los labios de Sue volvieron a temblar—. Me dedico a esto porque él cogió un enfriamiento a primeros de año, cuando trabajaba en una obra de cantería para una sala de conciertos de Quartershot; le tocó trabajar bajo la lluvia porque tenía que quedar todo terminado para un día fijo. Ahora ya está mejor. ¡Pero hemos tenido una época angustiosa bastante larga! Hay una anciana, una viuda, que nos ha ayudado a sobrellevarlo; pero ya no tardará en dejarnos.

—Bueno, yo también me he vuelto una persona respetable, a Dios gracias; y desde que me he quedado viuda pienso con más seriedad. ¿Cómo es que escogió este oficio de vender tortas de jengibre?

—Por pura casualidad. Él se crio en una panadería, así que se le ocurrió echar mano de lo que sabía y hacer estos dulces, porque de esa manera no tenía necesidad de salir de casa. Los llamamos dulces de Christminster. Han sido un éxito.

—Nunca había visto nada parecido. ¡Vaya, son ventanas, y torres, y pináculos! ¡Y están muy buenos, palabra! —Se había servido uno ella misma y se lo estaba comiendo sin el menor miramiento.

—Sí. Son recuerdos de los colegios de Christminster. Ventanales góticos y claustros. Fue una chifladura suya eso de hacerlos en dulce.

—Siempre con la misma canción de Christminster…, ¡hasta en los pasteles! —rio Arabella—. Jude siempre será el mismo. Es una pasión que le domina. ¡Es un tipo raro y no cambiará!

Sue suspiró, mostrando su mal humor al oír cómo le criticaba.

—Vamos, ¿no piensa usted lo mismo? ¡Claro que sí, por muy enamorada que esté de él!

—Desde luego, Christminster viene a ser una especie de idea fija para él de la que jamás se curará. Todavía considera esa ciudad como un gran centro de pensamientos elevados y audaces, en vez de verla tal como es en realidad: un nido de maestros vulgares cuya característica principal consiste en rendir un tímido servilismo a la tradición.

Arabella se burlaba de Sue, más por su manera de hablar que por lo que decía en sí.

—¡Qué raro resulta oír hablar de esa manera a una mujer que vende pasteles! —dijo—. ¿Por qué no vuelve a su trabajo de maestra?

Sue movió negativamente la cabeza.

—No quieren saber nada de mí.

—¿Por el divorcio, quizás?

—Por eso y por otras cosas. Y no existe ninguna razón para que yo desee volver a la enseñanza. Hemos renunciado a todas nuestras ambiciones y nunca habíamos sido tan felices hasta el día en que él cayó enfermo.

—¿Dónde viven ustedes?

—Eso no importa.

—¿Aquí, en Kennetbridge?

La actitud de Sue dio a entender a Arabella que su suposición era acertada.

—Aquí está el muchacho de vuelta otra vez —prosiguió Arabella—. ¡El hijo mío y de Jude!

Los ojos de Sue relampaguearon.

—¡No tiene por qué echarme eso a la cara! —gritó.

—¡Bueno, bueno! …, aunque casi estoy por decir que me gustaría tenerle conmigo… Pero, por Dios, no vaya a pensar que quiero quitárselo, en la vida se me ocurriría semejante cosa, ¡a pesar de que debe tener usted bastante con los suyos! Está en buenas manos, lo sé; y no soy yo mujer para encontrarle defectos a lo que el Señor ha dispuesto. Ahora he alcanzado una mayor resignación espiritual.

—¿De veras? Cómo me gustaría encontrarme como usted.

—Debería intentarlo —replicó la viuda desde las serenas alturas de un alma consciente no solo de su superioridad espiritual, sino social también—. No es que quiera presumir de haber sentido la llamada de la religión, pero no soy la que era. Después de la muerte de Cartlett, pasé un día por delante de una capilla que hay en una calle vecina a la nuestra y me metí en ella para protegerme de un chaparrón. Sentía la necesidad de alguna clase de apoyo para soportar la pérdida, y como aquello era mejor que la ginebra, empecé a frecuentar el lugar porque allí encontraba gran alivio. Pero ahora me he marchado de Londres, ¿sabe?, y vivo en Alfredston con mi amiga para estar cerca de mi tierra. Hoy no he venido por lo de la feria. Esta tarde va a venir a colocar la primera piedra de un nuevo templo un famoso predicador de Londres, y he venido con Anny. Bueno, tengo que ir a buscarla.

Y Arabella se despidió de Sue y se fue.

V. 8.

Por la tarde, Sue y la demás gente que animaba la feria de Kennetbridge pudieron oír cánticos dentro de la valla cubierta de letreros, en el extremo de la calle. Los que se acercaron a fisgar vieron una multitud endomingada, con sus libros de himnos en las manos, alrededor de las zanjas donde se iban a erigir los muros del futuro templo. Arabella Cartlett estaba allí con los demás, envuelta en sus velos negros. Tenía la voz clara y poderosa, por lo que destacaba por encima del resto elevándose y bajando según la melodía, al tiempo que su abultado pecho hacía lo mismo.

Dos horas más tarde, Anny y la señora Cartlett, tras haber tomado el té en la posada de la liga antialcohólica, emprendieron el camino de regreso por las tierras altas y llanas que se extienden entre Kennetbridge y Alfredston. Arabella iba pensativa; pero su pensamiento no estaba puesto en la nueva capilla, como Anny había supuesto al principio.

—No…, es otra cosa —confesó por último Arabella de mal humor—. He venido aquí hoy sin pensar en nadie más que en mi pobre Cartlett y en la difusión del Evangelio mediante este nuevo templo que han empezado a construir esta tarde. Pero ha pasado algo que ha venido a sacarme de mis ideas por completo. ¡Anny, he vuelto a oír hablar de él y la he visto a ella!

—¿De quién hablas?

—De Jude; he visto a su mujer. Y desde ese momento, ya podía estar haciendo lo que fuera, y por mucho que cantara los himnos con todas mis fuerzas, no he podido dejar de pensar en él; y eso no está nada bien, siendo miembro de la congregación como soy.

—¿No puedes ponerte a pensar en lo que ha dicho hoy el predicador de Londres y dejar a un lado esas chaladuras?

—Sí. ¡Pero es que tengo un corazón travieso que me lleva por donde él quiere!

—¡Ah, yo también sé lo que es eso de tener malos pensamientos! ¡Si supieras lo que sueño a veces, por más que me empeño en quitármelo de la cabeza, verías cómo también estoy pasando lo mío! —Anny se había vuelto seria últimamente, desde que su novio la había plantado.

—¿Qué podría hacer? —apremió Arabella con voluptuosidad.

—Podrías cortarle un mechón de pelo a tu difunto marido, hacerte con él un prendedor y estarte mirándolo a todas las horas del día.

—¡No tengo un solo cabello suyo, y aunque lo tuviera, no serviría de nada!… ¡A pesar de lo reconfortante que dicen que es la religión, me gustaría tener a Jude otra vez a mi lado!

—Debes luchar con valor contra ese sentimiento, ya que pertenece a otra. Y he oído decir que una cosa muy buena, cuando les viene la comezón a las viudas muy ardientes, es ir a la sepultura del marido al anochecer y estarse allí un rato arrodillada.

—¡Bah! Tú y yo sabemos de sobra cuál es el remedio; ¡solo que no quiero!

Siguieron por la recta carretera hasta que Marygreen apareció en el horizonte, a la izquierda, no muy lejos de la carretera general. Llegaron a lo alto de la cuesta, adonde sube el camino del pueblo, cuyo campanario se veía al otro lado de la hondonada. Dejaron el cruce atrás, y cuando pasaba por delante de la solitaria casa que Arabella y Jude habían ocupado durante los primeros meses de matrimonio, y donde tuvo lugar la matanza del cerdo, no pudo contenerse más.

 

—¡Es más mío que suyo! —prorrumpió—. ¡Quisiera saber con qué derecho lo tiene ella consigo! ¡Como pueda, se lo quito!

—¡Por Dios, Abby! ¡Que solo hace seis semanas que ha faltado tu marido! ¡Pídele al Cielo que no te permita eso!

—¡Que me ahorquen si lo hago! ¡Lo que se siente, se siente! ¡No quiero seguir siendo una vil hipocritona, ya está!

Arabella se había sacado precipitadamente del bolsillo un mazo de folletos que llevaba para repartirlos por la feria, de los que había dado algunos. Y mientras hablaba, arrojó el paquete al otro lado del seto.

—He probado esa especie de remedio, pero ha resultado un fracaso. ¡Ahora voy a ser la que siempre he sido, desde mi nacimiento!

—¡Chist! ¡Estás excitada, querida! Vete a casa tranquilamente y tómate una taza de té; y no hablemos más de él. No vamos a volver a venir por esta carretera que va al pueblo donde él vive, puesto que te pone tan excitada. Ya verás como no tardarás en encontrarte más serena.

Arabella se fue calmando gradualmente; y cruzaron la calzada romana. Cuando empezaba a descender la cuesta larga y empinada, vieron delante de ellas a un hombre flaco y entrado en años que caminaba meditabundo y cansado. Llevaba una cesta en la mano; su indumentaria denotaba un cierto abandono, lo cual, sumado a ese algo indefinible que había en su aspecto general, hacía ver que era el único dueño, administrador, confidente y amigo de su propia persona, y que no tenía ya a nadie en el mundo que pudiera ejercer ninguna de esas funciones por él. El resto del trayecto era cuesta abajo, y adivinando que se dirigía a Alfredston, se ofrecieron a llevarle, lo que él aceptó.

Arabella le miró, y volvió a mirarle, hasta que por último le preguntó:

—Si no me equivoco, estoy hablando con el señor Phillotson, ¿verdad?

El pasajero se volvió en redondo y se quedó mirándola a su vez.

—Sí, así me llamo —dijo—. Pero yo no la recuerdo a usted, señora.

—Yo me acuerdo perfectamente de usted, de cuando estaba de maestro en Marygreen, porque yo era una de sus alumnas. Yo subía todos los días desde Cresscombe porque allí teníamos a una señorita nada más, y usted enseñaba mejor. Pero no se acordará de mí como yo de usted. Me llamo Arabella Donn.

Phillotson movió negativamente la cabeza.

—No —dijo cortésmente—. No recuerdo su nombre. Y, además, sería muy difícil que reconociera en usted, que ahora es una señora, a la colegiala delgaducha que sin duda sería por entonces.

—Bueno, yo siempre he tenido buenas carnes sobre mis huesos. No importa; el caso es que ahora vivo aquí con unas amigas. ¿A que no sabe con quién llegué a casarme?

—No.

—Con Jude Fawley, que también fue alumno suyo (creo que de la clase nocturna) durante un tiempo, ¿no? Y más tarde volvió a conocerle, si no me equivoco.

—¡Dios mío, Dios mío! —exclamó Phillotson perdiendo su rigidez—. ¿Usted es la mujer de Fawley? Claro…, ¡tenía mujer! Y él, yo tenía entendido…

—Me divorcié lo mismo que usted, aunque por mejores motivos.

—¿De veras?

—Bueno, en el fondo tuvo razón en decidirse, por él y por mí; porque yo no tardé en casarme otra vez, y todo me ha ido bastante bien hasta el reciente fallecimiento de mi marido. Pero a usted…, ¡a usted le va francamente mal!

—No —dijo Phillotson con repentino mal humor—. Preferiría no hablar de eso, pero… estoy convencido de que hice lo que debía, lo que era justo y moral. He sufrido por mi decisión y mis ideas, pero así es como pienso todavía; ¡a pesar de que el hecho de haberla dejado me haya supuesto perder muchas cosas más!

—Perdió la escuela y una buena paga que le daban, ¿no? —Prefiero no hablar de ese asunto. He vuelto aquí hace poco…; a Marygreen, quiero decir.

—¿Seguirá en la escuela otra vez, igual que antes?

La tristeza pugnaba por salirle de dentro y al final cedió.

—Estoy aquí —replicó—. Pero no igual que antes. Se me tolera. Era mi último recurso; poca cosa es volver a esto, después de haber estado en mejor situación y después de todos los proyectos que me había hecho durante tantos años: es volver a cero con todas sus humillaciones. Pero es un refugio. Me gusta el aislamiento de este lugar, y como el vicario me conocía ya antes de mi decisión con respecto a mi mujer, que han tachado de excéntrica y arruinó mi reputación como maestro de escuela, aceptó mis servicios cuando todas las demás escuelas se habían cerrado para mí. Sin embargo, aunque aquí me dan cincuenta libras al año, cuando en cualquier otro lugar cobraría doscientas, lo prefiero a tener que correr el riesgo de que me echen en cara mis pasadas desventuras familiares; porque eso es lo que ocurriría, si intentara dar un paso.

—Razón tiene. Un espíritu resignado es una dicha constante. Ella no ha salido mejor parada.

—¿Quiere decir que no le van bien las cosas?

—Hoy mismo me la he encontrado por casualidad en Kennetbridge, y cualquier cosa puede decirse de ella menos que esté nadando en la abundancia. Su marido está enfermo y a ella se la comen las preocupaciones. Fue una estupidez lo que hizo usted con ella, y se tiene merecido el daño que se ha hecho a sí mismo manchando su propio hogar de esa manera, y perdone el atrevimiento.

—¿Por qué?

—Porque ella era inocente.

—¡Qué tontería! ¡Ni siquiera trataron de defenderse!

—Porque les tenía sin cuidado. Por entonces ella era completamente inocente de esa acusación que le devolvió la libertad. Yo la vi poco después y tuve ocasión de comprobarlo por mí misma hablando con ella.

Phillotson se agarró con fuerza al borde de la calesa y se quedó turbado y perplejo ante esa información.

—De todos modos… ella quería irse —dijo.

—Sí. Pero usted no debía habérselo consentido. Esa es la única manera de tratar a las mujeres fantasiosas que andan soñando despiertas, sean inocentes o culpables. Con el tiempo, ella habría cambiado. ¡Todas cambiamos! ¡Es lo normal! ¡Al final todo se arregla! Sin embargo, creo que todavía quiere bastante a ese hombre… tanto si es marido suyo como si no. Usted obró demasiado a la ligera. ¡Yo que usted la habría amarrado bien! ¡No habrían tardado en írseles las ganas de patalear! No hay nada como encerrarnos y tener un cómitre de marido para domesticarnos. Además, usted tenía la ley de su parte. Ya lo dijo Moisés. ¿No le vienen a la cabeza sus palabras?

—En este momento, no, señora. Lo siento.

—¡Y dice usted que es maestro de escuela! A mí me impresionaban mucho cuando las leían en la iglesia, y luego me daban que pensar. «Entonces el hombre quedará limpio; pero la mujer tendrá que soportar su iniquidad». Son condenadamente duras para nosotras; ¡pero no tenemos más remedio que sonreír y callar la boca! ¡Ja, ja! En fin, ahora tiene su merecido.

—Sí —dijo Phillotson, con amarga tristeza—. La crueldad es una ley que se halla presente en la sociedad y en toda la naturaleza; ¡y no podemos sustraernos a ella por mucho que nos empeñemos!

—Bueno… no se olvide de intentarlo la próxima vez, viejo.

—No le puedo contestar a eso, señora. Jamás he conocido a fondo a las mujeres.

Habían dejado atrás la cuesta y rodaban por la llana depresión inmediata a Alfredston; al pasar por las proximidades de un molino, dijo Phillotson que era allí adonde se dirigía; así que se detuvieron, bajó él y les dio las buenas noches con gesto preocupado.

Entretanto, Sue, aunque su venta de pasteles en la feria de Kennetbridge había sido un negocio redondo, había perdido toda la momentánea alegría que le había producido este éxito sobreponiéndose a su tristeza. En cuanto terminó de vender todos los «dulces de Christminster», se pasó por el brazo la cesta vacía, recogió el lienzo con que había cubierto el puesto que había alquilado, y dándole las demás cosas al niño, se marchó de allí con él. Siguieron por un camino, y a cosa de unos ochocientos metros se encontraron con una anciana que llevaba en brazos a un bebé vestido de corto y a otro algo mayor de la mano.