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100 Clásicos de la Literatura

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Pasaron los dos con el niño por el torniquete, y Arabella y su marido pasaron después a poca distancia. Cuando estuvieron en el interior, la mujer del posadero pudo ver que los dos se ocupaban del muchacho señalándole y explicándole un sinfín de cosas interesantes, animales y aparatos; una sombra de tristeza pasaba por sus semblantes cada vez que no conseguían sacarle de su indiferencia.

—¡Cómo se pega a él! —dijo Arabella—. No…, me parece que no se han casado; si no, no estarían tan pendientes el uno del otro de esa manera…, ¡digo yo!

—Pero ¿no dijiste que se habían casado por fin?

—Tenía entendido que iban a casarse, nada más; que se habían decidido por fin, después de haberlo dejado una o dos veces… Míralos, parece que no hay nadie más que ellos dos en la feria. ¡Si fuera yo, me daría vergüenza hacer el ridículo de esa manera!

—Yo no veo nada de particular en su comportamiento. Si no me lo llegas a decir, ni me habría dado cuenta de que están enamorados.

—Tú nunca ves nada —replicó ella.

Sin embargo, la idea de Cartlett sobre el comportamiento de las parejas de enamorados o de jóvenes matrimonios era indudablemente la de la inmensa mayoría, a quienes por lo visto no chocaba en absoluto lo que descubría la aguda mirada de Arabella.

—¡Lo tiene hechizado como si fuera un hada! —continuó Arabella—. Mira cómo la está mirando y cómo se queda embelesado; me da la sensación de que ella no le quiere a él igual. Para mí que esa no es muy ardiente que digamos, aunque esté todo lo enamorada que quiera…, vamos, hasta donde sea capaz; y le hará sufrir cada vez que quiera… lo que es natural que un hombre quiera. Mira, van a entrar en las cuadras de caballos de tiro. Vamos.

—Pero yo no quiero ver caballos de tiro. Nosotros no tenemos por qué seguir a esos dos. Si hemos venido a ver la exposición, quiero que la veamos a nuestra manera, lo mismo que ellos la ven a la suya.

—Bueno…, supongo que prefieres que quedemos en un sitio a una hora determinada, ¿en aquella tienda de refrescos, por ejemplo, y va cada uno por su lado? Así podrás ver lo que te apetece, y yo igual.

A Cartlett no le pareció mala la idea, y se separaron; él se dirigió al pabellón donde se exhibían los procesos de malteado de la cerveza y Arabella se alejó en la misma dirección que habían tomado Jude y Sue. Sin embargo, antes de volver a tenerlos a la vista se le puso delante una cara radiante, nada menos que la de Anny, la amiga de su juventud.

Anny soltó una carcajada franca y cordial por el mero hecho de haberse encontrado casualmente.

—Sigo viviendo allá —dijo tan pronto como recuperó la calma—. Me voy a casar pronto, pero mi futuro no ha podido venir conmigo. De todas formas hemos venido un montón de amigas a esta excursión, aunque de momento las he perdido de vista y no sé por dónde andan.

—¿Has visto a Jude y a su joven amiga, o esposa, o lo que sea? Yo le acabo de ver hace un momento.

—No. Lo menos hace años que no le he visto.

—Bueno, deben de andar por aquí cerca. Sí; allí están…, ¡junto al caballo gris!

—¡Ah!, conque esa es su amiga…; ¿su mujer dices que es? ¿Es que se ha casado otra vez?

—No sé.

—Es bonita, ¿no?

—Sí…, no está mal; pasable, diría yo. Aunque no es para estar seguros, tratándose de una personita tan endeble y nerviosa.

—¡Él tiene una pinta estupenda también! No tenías que haberle dejado, Arabella.

—Creo que tienes razón —murmuró ella.

Anny se echó a reír.

—¡Así eres tú, Arabella! Siempre te gustará cualquier hombre menos el tuyo.

—Bueno, me gustaría saber a qué mujer no le pasa lo mismo. En cuanto a la individua esa que lleva a su lado, no sabe lo que es amor…; ¡al menos a lo que yo llamo amor! Se le ve en la cara que no.

—Y, seguramente, mi querida Abby, tú tampoco lo sabes según lo entiende ella.

—¡Ni quiero saberlo!… Mira, se van al Pabellón de Arte. Me gustaría ver algo de pintura. ¿Vamos allá? ¡Vaya, parece que se ha juntado aquí toda la gente de Wessex! Ahí viene el doctor Vilbert. Hacía años que no le veía, y está igual que cuando yo solía ir a verle. ¿Cómo está usted, doctor? En este mismo momento estaba diciendo que le encuentro igual de joven que cuando me veía usted de soltera.

—No es más que el resultado de tomar regularmente mis propias píldoras. Solo cuesta dos chelines y medio la caja… debidamente garantizadas con el sello del Gobierno. Permítame aconsejarle que siga mi ejemplo y compre esa misma inmunidad contra los estragos del tiempo. Se la dejo en tres peniques menos.

El médico se había sacado una caja del bolsillo del chaleco y Arabella se vio obligada a comprarla.

—Al mismo tiempo —prosiguió él, cuando hubo cobrado sus píldoras—, cuenta con la ventaja de tenerme a su disposición, señora…; ¿no es usted la señora Fawley, antes llamada señorita Donn, que vivía en las afueras de Marygreen?

—Sí. Pero ahora soy la señora Cartlett.

—¡Ah! …, ¿lo perdió usted entonces? ¡Un muchacho que prometía! Era alumno mío. Yo le enseñé lenguas muertas. Y, créame, en poco tiempo llegó a saber tanto como yo.

—Lo he perdido; pero no como usted se figura —dijo Arabella con sequedad—. Nos hemos separado judicialmente. Mírelo; allí está vivito y coleando; con su mujercita. Ahora entran en la exposición de arte.

—¡Válgame Dios! Y parece que la quiere.

—Dicen que son primos.

—Yo diría que el parentesco debe de resultarle muy cómodo para sus sentimientos, ¿verdad?

—Sí; eso debió de pensar el marido de ella cuando decidió divorciarse… ¿Vamos a la exposición de pintura nosotros también?

El trío cruzó el césped y entró. Jude, Sue y el niño, ignorantes del interés que estaban despertando, se habían acercado a la maqueta de un edificio que había en un rincón de la galería y estuvieron contemplándola largo rato antes de continuar. Arabella y sus amigos se acercaron poco después y leyeron el cartelito: «Maqueta del Colegio Cardinal, Christminster; por J. Fawley y S. F. M. Bridehead».

—Admiraban su propia obra —dijo Arabella—. ¡Este Jude… siempre está pensando en los colegios de Christminster, en vez de pensar en ganar dinero!

Curiosearon un poco los cuadros y siguieron en dirección al templete de la banda de música. Después de escuchar un poco a la banda militar, Jude, Sue y el pequeño se encaminaron a la otra parte. A Arabella no le preocupaba que la reconocieran, pero iban demasiado ensimismados y embargados de emoción por los aires marciales que interpretaba la banda de música, para descubrirla debajo de aquel velo cuajado de lentejuelas. Dio un rodeo por fuera de la muchedumbre que escuchaba y pasó por detrás de los dos enamorados, cuyos movimientos tenían hoy un insospechado atractivo para ella. Al observarlos atentamente desde atrás, vio cómo la mano de Jude buscaba la de Sue y cómo se juntaban los dos para ocultar, así lo creían ellos, esta tácita expresión de afecto mutuo.

—¡Qué idiotas…; parecen dos críos! —murmuró Arabella para sus adentros de mal humor, mientras iba a reunirse con sus acompañantes, y sumiéndose después en un mudo abstraimiento.

Entretanto, Anny le había comentado en broma a Vilbert el ansioso interés de Arabella por su primer marido.

—Oiga —le dijo el galeno a Arabella aparte—, ¿le interesaría esto, señora Cartlett? No forma parte de mi farmacopea habitual, pero a veces lo piden. —Sacó una pequeña redoma que contenía un líquido claro—. Es un filtro amoroso como los que empleaban los antiguos con tanto éxito. Lo descubrí estudiando sus escritos, y no sé que haya fallado una sola vez.

—¿De qué está hecho? —preguntó Arabella con curiosidad.

—Bueno…, lleva una destilación del jugo extraído de corazones de paloma, o bien de pichones. Ese es uno de los ingredientes. Se necesita un centenar de corazones para llenar este frasquito.

—¿Y dónde consigue usted tantos pichones?

—Es un secreto; pero, en fin: cojo un pedazo de sal gema, cosa que a las palomas les gusta un disparate, y la pongo en el palomar de mi casa. En pocas horas acuden palomas de los cuatro puntos cardinales: norte, sur, este y oeste, y así consigo todas las que me hacen falta. Para emplear este líquido tiene que verter unas diez gotas en la bebida del hombre deseado y hacer que se la tome. Pero, recuerde, esto se lo cuento solo porque deduzco por sus preguntas que tiene idea de comprarlo. Tenga confianza en mí.

—Muy bien; le compraré un frasco y se lo daré a alguna amiga para que lo pruebe con su prometido. —Sacó cinco chelines, que era el precio estipulado, y ocultó la pequeña redoma en su amplio seno. Al poco rato dijo que había quedado con su marido y se separó, dirigiéndose hacia el puesto de refrescos; Jude, su compañera y el niño habían continuado su recorrido hasta el pabellón de horticultura, donde los vio Arabella contemplando un rosal en flor.

Se detuvo un momento a observarlos, y luego fue a reunirse con su marido con no muy afables sentimientos. Lo encontró sentado en un taburete junto a la barra, charlando con una de las mozas picarescamente vestidas que le servía de beber.

—¡Yo creía que tenías bastante con lo de casa! —comentó Arabella de mal humor—. No habrás hecho ochenta kilómetros de viaje desde tu propio bar para venir a meterte en otro. ¡Vamos, llévame a dar una vuelta, como hacen los demás hombres con sus mujeres! ¡Pues sí, cualquiera diría que eras un soltero sin otra cosa en qué pensar que en ti mismo!

—Pero si habíamos quedado en que nos veríamos aquí; ¿qué otra cosa podía hacer?

—Bueno; ya estamos juntos, vámonos —replicó ella dispuesta a pelearse con el lucero del alba. Y salieron los dos, el hombre barrigón y la mujer exuberante, con el humor contrariado y regañón que suelen tener la mayoría de los matrimonios de la cristiandad.

 

Mientras tanto, la pareja excepcional y el chico seguían en el pabellón de flores: un palacio encantado para el gusto exquisito de ambos… Las mejillas de Sue, habitualmente pálidas, reflejaban el matiz sonrosado de las mismas rosas que contemplaba, porque la alegría de los espectáculos, el aire, la música y la emoción de pasar un día fuera con Jude la habían animado, encendiendo en sus ojos una chispa de vivacidad. Le encantaban las rosas, y Arabella había visto cómo Sue había detenido a Jude contra su voluntad, mientras ella leía los nombres de las diversas variedades, y había presenciado cómo acercaba la cara a pocos centímetros de las flores para olerlas.

—¡Me gustaría meter la cara dentro de ellas, de lo que me gustan! —había dicho—. Pero seguro que está prohibido tocarlas, ¿verdad, Jude?

—Sí, mi amor —dijo él. Luego, en broma, le dio un ligero empujón, de suerte que fue a meter la nariz entre los pétalos.

—¡Nos va a pillar el guardia y yo le voy a decir que la culpa es de mi marido!

Y se volvió a mirarle, y sonrió de una manera que a Arabella le pareció bien elocuente.

—¿Eres feliz? —murmuró él.

Ella asintió.

—¿Por qué? ¿Porque has venido a ver la Gran Exposición Agrícola de Wessex o porque hemos venido?

—Siempre estás tratando de hacerme confesar toda clase de ideas absurdas. Naturalmente, porque me instruyo viendo todas esas máquinas de arar, y esas trilladoras, y esas segadoras, y las vacas, y los cerdos, y las ovejas.

Jude se consideraba más que satisfecho con cualquier respuesta de su siempre ambigua compañera. Pero cuando ya no se acordaba de que le había preguntado eso, ni esperaba respuesta alguna, ella prosiguió:

—Me da la sensación de que hemos vuelto a la felicidad griega, que nos hemos tapado los ojos para las enfermedades y el dolor y hemos olvidado lo que la humanidad nos ha enseñado durante veinticinco siglos desde entonces, como dice una de tus lumbreras de Christminster… Sin embargo, hay una sombra cerca de nosotros, solo una. —Y miró al niño viejo, al que habían ido enseñándoselo todo con el deseo de despertar su interés, aunque habían fracasado de la manera más rotunda.

El niño sabía lo que se decían entre sí y lo que pensaban.

—Lo siento muchísimo, muchísimo, padre y madre —dijo—. ¡Pero no os preocupéis por mí, por favor! No lo puedo remediar. ¡A mí me gustarían las flores una barbaridad si dejara de pensar que dentro de unos días se habrán marchitado todas!

V. 6.

La vida que habían llevado hasta ahora había pasado inadvertida, pero a partir del día del fallido intento de matrimonio comenzó a llamar la atención de otras personas, además de Arabella. La gente de la calle de la Primavera y del vecindario en general no entendía, ni tal vez estaba preparada para entender, los sentimientos particulares, las emociones, las situaciones y los temores de Sue y de Jude. La llegada inesperada de un niño que llamaba padre a Jude y madre a Sue, la interrupción de una ceremonia matrimonial que debía haberse llevado a cabo en la oficina del Registro Civil, junto con los rumores de los respectivos divorcios, eran hechos extraños que solo tenían una explicación para la mentalidad de todos.

El pequeño Tiempo —pues aunque se le asignara formalmente el nombre de «Jude» le quedó el apodo por lo bien que le cuadraba— volvía por la tarde de la escuela y repetía en casa los comentarios y preguntas que otros niños le habían hecho, y esto causaba a Sue y a Jude honda pena y tristeza cuando lo oían.

El resultado fue que poco después de la frustrada ceremonia del Registro Civil, la pareja se ausentó —se decía que habían ido a Londres— varios días, dejando a alguien al cuidado del niño. Cuando regresaron dieron a entender indirectamente, con total indiferencia y aire de cansancio, que por fin se habían casado. Sue, a quien hasta entonces habían llamado señora Bridehead, adoptó ahora abiertamente el nombre de señora Fawley. Su actitud apagada, temerosa e indiferente parecía corroborar todo esto.

Pero el error (así fue como lo llamaron) de haber ido a casarse tan en secreto vino a añadir más misterio a sus vidas; y se dieron cuenta de que su situación no había mejorado ante sus vecinos como ellos habían esperado. Un enigma vivo no dejaba de ser tan interesante como un escándalo apagado.

El chico del panadero y el de la tienda de comestibles, que al principio solían quitarse el gorro galantemente en presencia de Sue cada vez que iban a llevarle algún encargo, no se tomaban ya la molestia de rendirle ese homenaje; y las mujeres de los artesanos de la vecindad mantenían la mirada fija hacia delante cuando se cruzaban con ella.

Nadie se metía con ellos, es cierto; pero comenzaron a sentirse envueltos en una atmósfera opresiva, sobre todo a partir de la excursión a la Feria, como si esa visita hubiera atraído alguna mala influencia sobre ellos. Y el temperamento de ambos era precisamente de esos que sufren en un ambiente así y les cuesta un triunfo aclarar las cosas con una explicación vigorosa y sincera. Su evidente esfuerzo por normalizar la situación había llegado demasiado tarde para que diera resultado.

Los encargos de lápidas y epitafios empezaron a escasear, y dos o tres meses más tarde, cuando llegó el otoño, Jude comprendió que debía volver a entrar a trabajar a jornal, solución tanto más desafortunada en esos momentos, cuanto que todavía no había saldado las costas del juzgado del año anterior.

Una noche se hallaba sentado a la mesa compartiendo la cena con Sue y el niño.

—Estoy pensando —le dijo a ella— que tengo que marcharme. Aquí nos va bien, desde luego; pero si pudiéramos irnos a un lugar donde nadie nos conozca, viviríamos más a gusto y tendríamos más posibilidades. Así que me temo que lo mejor será dejar este pueblo, ¡aunque sé lo difícil que va a ser para ti, pobrecita mía!

Sue, que se afectaba siempre mucho cuando la consideraban como objeto de lástima, se entristeció.

—Bueno, no me importa —dijo al cabo de un momento—. Me deprime muchísimo la manera cómo me miran aquí. ¡Y tú que querías esta casa y estos muebles exclusivamente por mí y por el niño! A ti te sobraban y era un gasto innecesario. En fin, hagamos lo que hagamos, y vayamos a donde vayamos, no quiero que me separes del niño, ¿eh, mi vida? ¡No podría dejarle que se fuera ahora! Esa sombra que oscurece su espíritu me resulta patética; ¡espero verla desaparecer un día! Y me quiere también. No irás a separarme de él, ¿verdad?

—¡Claro que no, mi vida! Vayamos a donde vayamos, buscaremos un alojamiento que sea agradable. Tendré que moverme, probablemente… conseguiré un empleo aquí y otro allá.

—Yo también trabajaré en algo, por supuesto, hasta… hasta… Bueno, ahora que no puedo ayudarte rotulando tendré que buscar alguna otra cosa.

—No tengas tanta prisa en buscar trabajo —dijo él con pesar—. No quiero. No me gustaría, Sue. Ya tienes bastante con ocuparte de ti misma y del niño.

Llamaron a la puerta y Jude fue a abrir. Sue se puso a oír la conversación.

—¿Está en casa el señor Fawley?… Biles y Willis, los contratistas de obras, me envían para saber si tomaría usted el encargo de repasar la inscripción de los Diez Mandamientos en una pequeña iglesia que han estado restaurando recientemente no lejos de aquí, en el campo.

Jude lo pensó y dijo que sí podría.

—No es un trabajo muy artístico —prosiguió el del recado—. El cura es un individuo chapado a la antigua y se ha negado a que le hagan en su iglesia otra cosa que no sea limpiar y reparar.

—¡Un anciano muy valiente! —se dijo Sue, que se oponía sentimentalmente a los horrores de las restauraciones sobrecargadas.

—Los Diez Mandamientos están sobre el muro oriental —continuó el recadero—, y quiere que se los restauren como el resto del muro, ya que se ha negado a que se los lleven como parte del material de desecho que el contratista se queda, según es costumbre en estos contratos.

Ajustaron el precio del encargo y Jude volvió a entrar.

—Mira —dijo alegremente—. Otro trabajo en el que me puedes echar una mano…, al menos puedes intentarlo. Tendremos toda la iglesia para nosotros solos, puesto que el resto de la obra está terminado.

Al día siguiente fue a la iglesia, que estaba solo a tres kilómetros. Era cierto lo que había dicho el empleado del contratista. Las Tablas de la Ley se alzaban severas sobre los instrumentos de la gracia cristiana como principal ornamento del presbiterio, talladas en el estilo seco y elegante del siglo anterior. Y como estaban enmarcadas por una franja de escayola ornamental, no era posible quitarlas de allí para restaurarlas. Primero hacía falta renovar una parte que la humedad había deteriorado. Después de terminar esto y de limpiar el conjunto, comenzó a remozar la inscripción. Al segundo día fue Sue por la mañana a ver en qué podía ayudarle y también porque tenía ganas de estar con él.

El silencio y la soledad del recinto le dieron confianza y, encaramada en un andamio de escasa altura que Jude había armado, al que había subido de todos modos con un poco de miedo, comenzó a pintar las letras de la primera tabla mientras él restauraba las de la segunda. Estaba muy contenta de su práctica; había aprendido en la época en que pintaba textos iluminados para la tienda de objetos religiosos de Christminster. Parecía que nadie iba a molestarlos; y el agradable canto de los pájaros y el susurro del follaje de octubre les llegaba a través de la ventana y se mezclaban en sus conversaciones.

Sin embargo, no los iban a dejar disfrutar de esta tranquilidad mucho tiempo. A eso de las doce y media oyeron pasos en la grava del exterior. Entraron el vicario y el fabriquero de la iglesia, y al acercarse a ver lo que estaban haciendo, se quedaron sorprendidos al descubrir que el ayudante era una mujer joven. Pasaron a la nave lateral, al tiempo que la puerta se abría nuevamente y entraba la figura del pequeño Tiempo, que venía llorando. Sue le había dicho dónde podría encontrarlos entre las horas de clase, si quería. Bajó ella del andamio y le dijo:

—¿Qué te ocurre, mi amor?

—No he podido quedarme a comer en la escuela porque decían… —Y le contó que algunos chicos habían insultado a su madre adoptiva; y Sue, apenada, manifestó su indignación a Jude que estaba en lo alto. El niño salió al atrio y Sue reanudó su trabajo. En esto volvió a abrirse la puerta e irrumpió con paso decidido la mujer de la limpieza con su delantal blanco. Sue la reconoció, pues tenía amistades en la calle de la Primavera a quienes solía ir a visitar. La mujer miró a Sue, abrió la boca y alzó las manos; evidentemente, había reconocido a la compañera de Jude como esta la había reconocido a ella. A continuación fueron dos señoras las que entraron, y después de charlar con la asistenta se acercaron también, y como Sue estaba arriba, se pararon a presenciar cómo trazaba las letras y a mirar con impertinencia su figura recortada contra la blanca pared, hasta que Sue se puso tan nerviosa que comenzó a temblar visiblemente. Después se dirigieron adonde estaban los demás hablando en voz baja, y una dijo sin que llegara a oídos de Sue:

—Es su mujer, ¿no?

—Unos dicen que sí y otros que no —contestó la asistenta.

—¿No? Entonces debería serlo; de él o de quien sea… ¡la cosa está bien clara!

—Deben de haberse casado hace muy pocas semanas, si es que lo han hecho.

—¡Extraña pareja para venir a pintar las Tablas de la Ley! ¡Me parece que Biles y Willis podían habérselo pensado antes de contratarles!

El fabriquero de la iglesia dijo que posiblemente Biles y Willis no sabían nada del asunto; y la otra, la que había estado charlando con la vieja, puntualizó lo que había querido decir con eso de «extraña pareja».

Los probables derroteros de la conversación en voz baja que a continuación tuvo lugar se pusieron de manifiesto cuando el fabriquero refirió, en un tono de voz que todo el mundo podía oír en el interior de la iglesia, una anécdota sugerida evidentemente por el tema de ese momento.

—Pues bien, es curioso, pero mi abuelo me contó la extraña historia de un caso que pasó hace muchísimo tiempo, cuando pintaban los Mandamientos en una iglesia de las afueras de Gaymead…, a un paso de aquí. Por aquella época, los Mandamientos se pintaban por regla general con letras doradas sobre fondo negro, y así es como los tenían en la iglesia esa que digo antes de que la reconstruyeran. Y hace un centenar de años hubo necesidad de restaurarlos como ahora los nuestros, y contrataron a unos hombres de Aldbrickham para ese trabajo. Querían que la obra estuviese terminada para un domingo en particular, así que los hombres tuvieron que quedarse trabajando el sábado hasta muy tarde; de muy mala gana, porque por entonces no se pagaba el trabajo extra como se paga ahora. Por aquellas fechas no había verdadera religión en el país ni para los sacerdotes, ni para los sacristanes, ni para los feligreses; y con el fin de que los hombres siguieran trabajando, el vicario les había servido bastante de beber durante la tarde. Al caer la noche enviaron a uno a traer más bebida: ron, para ser exactos. Fue pasando el tiempo y cada vez estaban más achispados, hasta que por último fueron y pusieron la botella de ron y los vasos en la mesa de la Comunión, acercaron un caballete o dos y se sentaron alrededor, y se sirvieron un buen vaso a cada uno. Nada más acabar de vaciarlo de un trago, dicen que cayeron todos sin sentido. No se sabe el tiempo que estuvieron sin conocimiento, pero cuando se levantaron había estallado una tormenta terrible, y les pareció ver en la penumbra una silueta oscura de piernas delgadas y pies extraños encaramada en la escalera, que estaba rematando el trabajo. Cuando se hizo de día vieron que, efectivamente, el trabajo estaba terminado; pero no recordaban en absoluto haberlo hecho ellos. Se marcharon a casa, y de lo primero que se enteraron fue del escándalo que había habido en la iglesia ese domingo por la mañana, porque al entrar la gente en la iglesia y empezar el oficio, vieron que los Diez Mandamientos estaban escritos sin el «no». La gente decente no volvió a asistir a los oficios en esa iglesia durante mucho tiempo, y tuvieron que enviar al obispo para que la volviera a consagrar. Así es como lo contaban cuando yo era niño. Pueden ustedes pensar lo que quieran, pero este caso de hoy me ha traído a la memoria ese otro, como digo.

 

La concurrencia echó otra mirada como para comprobar si Jude y Sue habían omitido también los «noes», y luego fueron saliendo de la iglesia uno a uno. La vieja salió la última. Sue y Jude, que no habían dejado de trabajar, enviaron al niño a la escuela y siguieron sin decir palabra; por fin, al mirarla Jude con atención, vio que había estado llorando en silencio.

—¡Ánimo, cariño, no hagas caso! —dijo él—. ¡Yo sé lo que es eso!

—¡No puedo soportar que esas gentes, y todo el mundo, juzguen mal a los demás solo porque quieren vivir a su manera! ¡Esas opiniones son precisamente las que hacen que las personas mejor intencionadas se vuelvan atrevidas y lleguen hasta la inmoralidad!

—¡No te dejes abatir! Eso no era más que una historia divertida.

—¡Sí, pero se la hemos recordado nosotros! ¡Me temo que he venido a estropear el trabajo, Jude, en vez de ayudarte!

El haber sugerido semejante historia no tenía ciertamente ninguna gracia, sobre todo teniendo en cuenta la gravedad de la situación. Sin embargo, pocos minutos después, Sue pareció ver que el problema tenía su lado cómico esta mañana, y enjugándose los ojos se echó a reír.

—¡Después de todo —dijo—, tiene gracia que seamos nosotros dos, con nuestra extraña aventura, quienes estemos aquí pintando los Diez Mandamientos! Tú, un réprobo, y yo…, en mi estado… ¡Ay, querido! —Y con la mano en los ojos, rio entrecortadamente y en silencio hasta sentirse sin fuerzas.

—Eso está mejor —dijo Jude alegremente—. Ahora es cuando vamos por buen camino; ¡a que sí, mi niña!

—¡Pero de todos modos, la cosa es seria! —suspiró ella, cogiendo el pincel y enderezándose nuevamente—. ¿Pero ves cómo ellos consideran que no estamos casados? ¡No lo quieren admitir! ¡Es increíble!

—A mí me tiene sin cuidado que lo crean o no —dijo Jude—. No me voy a tomar más la molestia de convencerlos.

Se sentaron a comer —se habían traído la comida para no perder tiempo—; y después, cuando estaban a punto de reanudar el trabajo, entró un hombre en la iglesia y Jude reconoció en seguida al contratista Willis. Este le hizo una seña a Jude y le habló aparte.

—Mire usted, acabo de recibir una queja sobre este asunto —dijo con embarazo—. Yo no quiero meterme en sus cosas; y además no tenía idea de lo que pasaba, como es natural; ¡pero no tengo más remedio que pedirles a usted y a ella que lo dejen, y ya vendrá otro a terminarlo! Es lo mejor para evitar cualquier disgusto. De todos modos, le pagaré la semana entera.

Jude era demasiado independiente para protestar; y el contratista le pagó y se marchó. Jude recogió las herramientas y Sue limpió su pincel. Luego sus ojos se encontraron.

—¡Cómo habremos sido tan tontos como para suponer que podíamos llevar a cabo este trabajo! —dejó caer ella con acento trágico—. ¡Naturalmente, no debíamos…, o mejor, yo soy la que no debía haber venido!

—¡Quién se iba a figurar que fuera a venir nadie a un lugar tan apartado como este y que nos iban a ver! —replicó Jude—. Bueno, ya no tiene remedio, cariño; y desde luego, no quisiera perjudicar a la empresa Willis quedándome aquí. —Se sentaron unos minutos; salieron luego de la iglesia, y después de recoger al niño, prosiguieron el camino hacia Aldbrickham ensimismados en sus pensamientos.

Fawley seguía aún interesado en la enseñanza y, como era natural por sus propias experiencias, apoyaba activamente, en la humilde medida de sus fuerzas, la «igualdad de oportunidades». Se había adscrito a una Sociedad de Perfeccionamiento Mutuo de Artesanos que se había fundado en el pueblo casi por el mismo tiempo en que llegó él; sus miembros eran gentes jóvenes de todos los credos y filiaciones, incluidos sacerdotes, congregacionalistas, anabaptistas, unitarios, positivistas y demás —del agnosticismo apenas se oía hablar en aquel entonces—, cuyo común deseo era ampliar conocimientos mediante este lazo de unión aceptablemente firme. La cuota era una pequeña cantidad y el local resultaba acogedor; y la actividad de Jude, sus inusitados conocimientos y, sobre todo, su singular intuición para lo que se debía leer y cómo sacar provecho de ello —lograda en sus años de lucha contra su mala estrella—, le habían llevado a formar parte de la junta directiva.

Unos días después de que le despidieran del trabajo de restauración de la iglesia, y antes de recibir ningún otro encargo, fue a una reunión de la citada junta. Era tarde cuando llegó: ya estaban todos los demás, y al entrar le miraron todos con aire dubitativo, murmurando apenas unas palabras de saludo. Sospechó entonces que habían estado discutiendo o deliberando alguna cuestión que le atañía a él. Despacharon unos cuantos asuntos corrientes y pasaron a exponer el hecho de que el número de suscriptores había experimentado un súbito descenso en el barrio. Uno de los miembros —un hombre realmente justo y bien intencionado— comenzó a hablar con evasivas acerca de determinadas causas posibles: que había que atenerse fielmente a los estatutos; porque si la junta no era respetada, y no se observaba al menos una línea de conducta común dentro de sus diferencias, la institución se vendría abajo. No se dijo nada más en presencia de Jude, pero él sabía lo que eso quería decir; así que se dirigió a la mesa y escribió una nota por la que dimitía de su cargo desde ese momento.

De este modo, la sensible pareja se iba viendo cada vez más obligada a marcharse. Luego les enviaron las facturas, y se presentó un problema: ¿qué haría Jude con los pesados muebles de su tía abuela si se marchaba del pueblo para irse no sabía adónde? Esto, y la necesidad de disponer de dinero, hizo que se decidiera a subastarlos, aunque le habría gustado conservar estos bienes venerables.