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100 Clásicos de la Literatura

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Había tanta determinación en su actitud, que Sue comprendió que era inútil oponerse. No dijo nada más, sino que volvió a su habitación humildemente como una mártir, y le oyó bajar, descorrer el cerrojo y cerrar tras él. Entonces, dejando a un lado su dignidad como hace toda mujer cuando no hay nadie que pueda sorprenderla, bajó presurosa entre acongojados sollozos. Escuchó. Sabía exactamente a qué distancia estaba la posada donde dijo Arabella que iba a quedarse esa noche. Tardarían unos siete minutos en llegar allí andando a un paso normal; y siete minutos para volver. Si no volvía en catorce minutos, es que se habían entretenido. Eran las once menos veinticinco. Pudiera ser que entrara en la posada con Arabella, ya que llegarían antes de cenar; quizá ella le obligara a beber algo; y solo el Cielo sabría qué calamidades le sobrevendrían entonces.

Sue siguió esperando sumida en muda incertidumbre. Parecía que había transcurrido ya el tiempo que ella había calculado, cuando se abrió la puerta y apareció Jude.

Sue dio un grito de alegría.

—¡Oh, sabía que podía fiarme de ti…, qué bueno eres!… —comentó.

—No la he encontrado en la calle y he salido en zapatillas. Se ha debido ir pensando que soy tan duro de corazón que no he querido escuchar lo que quería decirme, la pobre. He vuelto para ponerme las botas; está empezando a llover.

—Pero ¡por qué te tomas todas esas molestias por una mujer que se ha portado tan mal contigo! —dijo Sue, en un estallido de celos y de desilusión.

—Pero, Sue, se trata de una mujer, y hubo un tiempo en que la quería; yo no puedo ser un bruto en estas circunstancias.

—¡Ella ya no es tu mujer! —exclamó Sue con apasionada excitación—. ¡No debes salir a buscarla! ¡No está bien! No puedes irte con ella, ahora que es una extraña para ti. ¡Pero cómo puedes olvidar una cosa como esa, mi vida!

—Es la misma de siempre: una criatura sin rumbo, descuidada, irreflexiva —dijo mientras seguía poniéndose las botas—. Lo que esos leguleyos de Londres hayan decidido sobre nuestro caso no tiene nada que ver con mis verdaderas relaciones con ella. Si era mi mujer cuando estaba en Australia con otro marido, ahora lo sigue siendo.

—¡Pero no lo era! ¡Eso es lo que quiero hacerte ver! ¡Es absurdo!… Bueno, volverás en seguida, dentro de unos minutos, ¿verdad que sí, cariño? ¡Es demasiado vulgar, demasiado ordinaria para hablar con ella durante mucho rato, Jude, y siempre lo ha sido!

—Tal vez sea grosero yo también, por desgracia. Tengo en mi interior el germen de todas las flaquezas humanas, estoy convencido…, por eso me di cuenta de que era una insensatez hacerme cura. Creo que me he salvado de entregarme a la bebida; ¡pero no tengo idea de qué vicio oculto se despertará en mi naturaleza! ¡Yo te quiero, Sue, aunque haya estado aguardando tanto tiempo para tan poca cosa! Todo lo mejor y más noble que hay en mí te ama, y tu desasimiento respecto a todo lo que es grosero me ha relevado y me ha permitido hacer lo que jamás habría imaginado que sería capaz de hacer, ni yo ni ningún hombre, hace un año o dos. Está muy bien proclamar el dominio de sí y denunciar la maldad que significa tener sometida a una mujer. ¡Pero me gustaría que unas cuantas personas virtuosas que condenaron en el pasado mi actitud hacia Arabella y otras cosas, se encontraran en este suplicio de Tántalo en que me encuentro yo en estas últimas semanas!… Se convencerían, me parece, de que me he sometido un poco al plegarme siempre a tus deseos… y viviendo aquí, en la misma casa, sin que haya nada entre nosotros dos.

—Sí, has sido muy bueno conmigo, Jude; demasiado bien lo sé, mi querido protector.

—Bueno…, Arabella ha recurrido a mí para pedirme ayuda. ¡Al menos debo salir y hablar con ella, Sue!

—¡Yo no digo nada!… ¡Si debes hacerlo, hazlo! —dijo ella estallando en unos sollozos que parecía que iban a partirle el corazón—. ¡No tengo a nadie más que a ti, Jude, y vas a dejarme! No sabía que eras así… No puedo soportarlo, ¡no puedo! ¡Si ella fuera tuya, sería diferente!

—O si lo fueras tú.

—Está bien…, si debo serlo, lo seré. ¡Puesto que tú lo quieres así, bueno! Lo seré. ¡No era esa mi intención! Y tampoco quería casarme otra vez… ¡Pero sí, de acuerdo, de acuerdo! Yo te quiero. ¡Debía haberme dado cuenta de que me conquistarías a la larga, viviendo como vivimos!

Corrió hacia él y le echó los brazos al cuello.

—No soy una criatura fría y sin sexo, ¿verdad?, solo porque te haya mantenido a distancia. ¡Estoy segura de que tú no piensas eso de mí! ¡Espera y verás! Yo te pertenezco, ¿no? ¡Pues me rindo!

—Y yo arreglaré las cosas para nuestro matrimonio mañana, o tan pronto como tú quieras.

—Sí, Jude.

—Bueno, entonces dejémosla que se vaya —dijo él, abrazándola con dulzura—. No estaría bien que ahora fuera a verla. Ella no es como tú, mi vida, ni lo ha sido jamás: hablo solo con estricta justicia. No llores más. Toma y toma; y toma. —La besó a un lado, luego al otro, y en medio, y volvió a cerrar la puerta con cerrojo.

El día siguiente amaneció lluvioso.

—Bueno, cariño —dijo Jude alegremente en el desayuno—; como hoy es sábado, quiero ir a ver si pueden hacerse las primeras amonestaciones mañana mismo para no perder una semana. Las hacemos, ¿no? Porque así nos ahorramos una libra o dos.

Sue asintió con aire ausente. Pero en ese momento su pensamiento discurría por otros cauces. Había pasado el momento intenso de la pasión, y sus rasgos reflejaban el abatimiento.

—¡Estoy pensando en lo mala y egoísta que fui anoche! —murmuró—. Decididamente fue una falta de caridad o algo peor tratar así a Arabella. ¡No me importó que estuviera en apuros ni que quería hablar contigo! Puede que verdaderamente quisiera consultarte algo con toda justicia. ¡Esa es una manifestación más de mi maldad! El amor tiene sus oscuras leyes morales cuando interviene la rivalidad… Al menos, si el de los demás no las tienen, el mío sí… ¿Qué le pasaría anoche? ¡Ojalá que llegara bien a la posada, la pobre!

—Pues claro que llegó —dijo Jude con placidez.

—Espero que no encontrara la puerta cerrada y no tuviera que andar por esas calles bajo la lluvia. ¿Me dejas que me ponga el impermeable y vaya a ver si llegó bien? Llevo pensando en ella toda la mañana.

—Bueno…, no creo que sea necesario. No tienes ni idea de cómo sabe arreglárselas sola. De todas maneras, cariño, si quieres puedes ir a ver.

No tenía límites la cantidad de penitencias extrañas e inútiles que Sue se imponía humildemente cuando se sentía contrita, y era siempre instintivo en ella ir a ver especialmente a aquellas personas con las que estaba en tales relaciones que habrían precisamente hecho alejarse a cualquiera; así que la petición no sorprendió a Jude.

—Y cuando vengas —dijo él—, quisiera ir a eso de las amonestaciones. ¿Vendrás conmigo?

Sue dijo que sí y salió provista de impermeable y paraguas, dejando que Jude la besara y devolviéndole el beso como nunca lo había hecho hasta ahora. Decididamente, los tiempos habían cambiado.

—¡El pajarillo ha sido atrapado al fin! —dijo ella con una sombra de tristeza en su sonrisa.

—No…, solo ha llegado a su cobijo —afirmó él.

Echó a andar por la calle enfangada y no tardó en llegar a la posada que había mencionado Arabella, no lejos de allí. Le informaron que Arabella no se había marchado aún, y no sabiendo cómo hacerse anunciar, le envió recado de que había venido una persona amiga suya de la calle de la Primavera, y dio la dirección de Jude. Le rogaron que subiera, mostrándole la habitación de Arabella, y se encontró con que esta no se había levantado aún. Iba a dar media vuelta, cuando Arabella gritó desde la cama:

—Pasa y cierra la puerta.

Sue obedeció. Arabella estaba acostada de cara a la ventana y no se volvió inmediatamente; Sue fue lo bastante mala, pese a su arrepentimiento, como para desear por un instante que Jude hubiera podido ver a su antigua esposa en ese momento, con la luz del día dando de lleno sobre ella. Bajo la luz de las lámparas había podido parecer medianamente guapa de perfil, pero ahora tenía un aspecto desaliñado que impresionaba; y al ver el frescor juvenil de su propia persona reflejado en el espejo se animó; hasta que comprendió, tras una breve reflexión, que esa satisfacción suya era baja y sexual, y sintió asco de sí misma.

—Solo he venido a ver si no tuvo problemas anoche al volver y si se encontraba bien —dijo con amabilidad—. Me quedé preocupada después, por si le llegaba a pasar algo.

—¡Oh, qué idiotez! Creía que el que había venido a visitarme era… su amigo… su marido, señora Fawley, porque supongo que lo será usted, ¿no? —dijo Arabella, echando la cabeza sobre las almohadas con un gesto de desencanto y aflojando los hoyuelos que se había tomado el trabajo de hacer.

—No, no lo soy —dijo Sue.

—¡Ah!, creí que lo era, aunque él no fuera realmente suyo. La decencia es la decencia a cualquier hora del día.

—No sé qué quiere decir —dijo Sue con sequedad—. ¡Es mío, si es eso lo que quiere darme a entender!

—Ayer no lo era.

Sue se puso como una amapola, y preguntó:

—¿Cómo lo sabe?

—Por la manera como me habló usted. Bueno, querida, se ha dado usted prisa; espero que mi visita de anoche la haya ayudado a decidirse…, ¡ja, ja! Pero no se lo quiero quitar.

Sue miró la lluvia, el tocador sucio, la cola de cabello postizo que Arabella había colgado del espejo, como cuando vivía con Jude, y se sintió arrepentida de haber venido. En ese momento llamaron a la puerta y la doncella entró con un telegrama para la «señora Cartlett».

Arabella lo abrió sin levantarse de la cama y su ceño desapareció.

 

—Le agradezco mucho que se haya preocupado por mí —dijo suavemente, cuando la doncella se hubo marchado—; pero no era necesario que se molestase. Definitivamente mi hombre no puede pasarse sin mí y consiente en mantener la promesa de casarnos que me hizo al principio. ¡Mire lo que dice! Este viene en respuesta de uno que yo le mandé. —Le tendió el telegrama para que Sue lo leyera, pero esta no se lo cogió—. Me pide que vuelva. Dice que la taberna que tiene en Lambeth se le irá a pique si no le ayudo. ¡Pero ese no me vuelve a poner la mano encima el día que tenga una copa de más, sobre todo ahora que estamos más casados por las leyes inglesas que nunca!… En cuanto a usted, si yo estuviera en su lugar camelaría cuanto antes a Jude para que me llevara al altar de una vez. Se lo digo como amiga.

—Él lo está deseando —replicó Sue con frío orgullo.

—Entonces adelante, por Dios. Que después la vida con un hombre no viene a ser más que una especie de negocio, y las cuestiones de dinero andan mejor. Y luego mire, si te peleas y te pone de patitas en la calle, tienes la ley que te protege, cosa que no tendría una de otra manera, a no ser que te arreara una cuchillada o te partiera la cabeza de un estacazo. Y si se larga y te deja (se lo digo como amiga, de mujer a mujer, porque nunca se sabe de lo que es capaz un hombre), entonces tienes la ganga de poder quedarte con los muebles sin que te tengan por ladrona. Yo me voy a casar con mi hombre otra vez, ahora que está dispuesto, ya que la cosa quedó un poco deslucida en la primera ceremonia. En el telegrama que le mandé anoche le decía que Jude y yo casi nos habíamos arreglado; ¡eso es lo que ha debido asustarle! A lo mejor nos habíamos arreglado de verdad, si no llega a ser por usted —dijo riendo—; y entonces, ¡qué diferente sería todo! ¡No hay hombre más bobo que Jude cuando una mujer se encuentra en apuros y le camela un poquitín! Se porta igual que con los pájaros y los bichos. De todas maneras, ya que todo ha salido bien, es como si hubiéramos hecho las paces y la perdono. Y se lo digo otra vez: arregle su asunto legalmente lo antes posible. Tropezará con un montón de problemas más adelante si no lo hace.

—Ya le he dicho que él me ha pedido que nos casemos: que convirtamos nuestro matrimonio natural en un matrimonio legal —dijo Sue, con más dignidad aún—. Es por deseo mío exclusivamente por lo que no nos hemos casado ya.

—¡Ah, sí!… Es usted una mujer fuerte, como yo —dijo Arabella mirando a su visitante con humorístico cinismo—. Dejó plantado al primero, lo mismo que yo, ¿verdad?

—Bueno, ¡adiós, buenos días!… Tengo que marcharme —dijo Sue apresuradamente.

—Y yo también; ¡tengo que levantarme y largarme de aquí! —replicó la otra saltando de la cama tan de improviso, que temblaron las partes blandas de su persona. Sue se hizo a un lado con azoramiento—. ¡Por Dios, que soy una mujer nada más…, no un fenómeno de dos metros!… Un momento, querida —prosiguió, poniendo la mano sobre el brazo de Sue—. Era verdad que quería consultar cierto asunto con Jude, como le dije a él. Vine por eso, más que por otra cosa. ¿Podrá venir a hablar conmigo a la estación? Yo tengo que irme ahora para allá. ¿No? Bueno, le escribiré. No quería decírselo por carta, pero no importa: lo haré.

V. 3.

Cuando Sue llegó a casa, Jude la estaba esperando en la puerta para ir a hacer la primera gestión para la boda. Ella se cogió de su brazo y se fueron los dos sin decir palabra, como suelen hacer los buenos compañeros. Jude vio que estaba preocupada y se abstuvo de preguntarle.

—¡Ah, Jude…, he estado hablando con ella! —dijo por fin—. ¡Me gustaría no haber ido! Y, sin embargo, es mejor tener presentes ciertas cosas.

—Espero que se haya portado con educación.

—Sí. Me… me cae simpática, no lo puedo remediar…, aunque no sea más que un poco. No le falta generosidad; y me alegro de que se le hayan resuelto de pronto todos los problemas. —Le explicó que la habían vuelto a reclamar, lo que le permitiría recuperar su posición—. Me ha hablado de lo nuestro. Y lo que Arabella me ha dicho me ha convencido más que nunca de lo espantosamente vulgar que resulta una institución legal como el matrimonio…, una especie de trampa para atrapar a un hombre. No puedo soportar ni pensar en ello. ¡Me gustaría no haber prometido dejarte que fueras a pedir las amonestaciones esta mañana!

—Bueno, por mí no te preocupes. Puedo hacerlo en cualquier otro momento. Yo pensaba que a lo mejor te gustaría solucionar eso cuanto antes.

—La verdad es que no estoy ahora más inquieta de lo que estaba antes. Quizá con cualquier otro hombre me habría sentido un poco inquieta; pero entre las poquísimas virtudes que poseen tu familia y la mía, cariño, creo que debe contarse la constancia. Así que no tengo el más mínimo temor de perderte, ahora que soy verdaderamente tuya y tú eres realmente mío. De hecho, siento mi espíritu más aliviado que antes, porque mi conciencia está tranquila respecto a Richard, ahora que puede hacer uso de su libertad. Antes me parecía que le estábamos engañando.

—Sue, cuando te pones así, más que habitante de un país cristiano me pareces una de esas mujeres que surgen en las grandiosas civilizaciones de la Antigüedad que yo solía estudiar en mis tiempos, cuando malgastaba horas y horas leyendo a los clásicos. A veces casi espero que me digas que acabas de charlar con una amiga con la que te has tropezado en la Vía Sacra sobre las noticias más recientes de Octavia o de Livia; o que has estado escuchando la elocuencia de Aspasia o acabas de ver a Praxíteles trabajando en su última Venus, mientras Friné se quejaba de que estaba cansada de posar.

A la sazón habían llegado a la casa del sacristán. Sue se quedó abajo mientras Jude subía hasta la puerta. Cuando ya estaba con la mano levantada para llamar le gritó:

—¡Jude!

Él se volvió.

—Espera un minuto, ¿te importa?

Jude regresó a su lado.

—Vamos a pensarlo —dijo ella tímidamente—. ¡He tenido un sueño tan horrible esta noche!… Y Arabella…

—¿Qué te ha dicho Arabella? —preguntó Jude.

—Me ha dicho que al estar casada, las leyes la protegen a una si el hombre le pega…, y que cuando regaña el matrimonio… Jude, ¿estás seguro de que cuando tengas derecho a poseerme legalmente seremos tan felices como lo somos ahora? Los hombres y las mujeres de nuestra familia son muy generosos cuando todo depende de su buena voluntad, pero chocan siempre cuando se les exige. ¿No temes tú la actitud que sin querer puede resultar de una obligación legal? ¿No te parece que eso puede destruir una pasión cuya esencia consiste en su gratuidad?

—¡Palabra, mi vida, que me estás dando miedo a mí también con todos esos presagios! Bueno. Vámonos a casa y ya lo pensaremos mejor.

La cara de ella se iluminó.

—¡Eso…, vamos a pensarlo! —dijo.

Y se volvieron desde la puerta misma de casa del sacristán; Sue le cogió del brazo y murmuró mientras iban de camino a casa:

¿Puedes impedir el revoloteo de la abeja,

o que cambie la paloma torcaz el color de su cuello?

¡No! Ni puede el amor encadenado…

Lo pensaron mejor, o decidieron pensarlo mejor más adelante. En todo caso, lo aplazaron y les pareció que vivían en un paraíso de ensueño. Al cabo de dos o tres semanas, las cosas seguían igual, sin que las amonestaciones se leyeran en parroquia alguna de Aldbrickham.

Mientras lo iban retrasando y retrasando, una mañana antes del desayuno recibieron una carta y un periódico que les enviaba Arabella. Al ver la letra, Jude subió a la habitación de Sue a decírselo, y ella bajó tan pronto como estuvo arreglada. Sue abrió el periódico y Jude, la carta. Después de echarle una ojeada, le tendió el periódico señalándole con el dedo un párrafo de la primera página; pero él estaba tan embebido en la carta, que no levantó la vista.

—¡Mira! —dijo ella.

Jude miró y leyó. Era un diario que circulaba solo por el sur de Londres, y la noticia que señalaba era simplemente el anuncio de una boda en la iglesia de San Juan de la calle de Waterloo, con los nombres «Cartlett-Donn»; la pareja no era otra que la formada por Arabella y el tabernero.

—Bueno, esto ya es una tranquilidad —dijo Sue con satisfacción—. Aunque considero que sería demasiado bajo hacer lo mismo, me alegro… En fin, ella está segura por ahora en cierto sentido, tenga los defectos que tenga la pobre. Ha hecho bien en comunicárnoslo, en vez de tenernos inquietos por ella. Yo también debería escribir a Richard y preguntarle cómo le va, ¿verdad?

Pero Jude seguía leyendo absorto. Después de echar una mirada al anuncio, dijo con voz preocupada:

—Escucha la carta. ¡No sé ni qué decir ni qué hacer!

LOS TRES CUERNOS, Lambeth

Querido Jude (no quiero poner distancias llamándote señor Fawley):

Te envío hoy un periódico por el que sabrás que me casé otra vez con Cartlett el martes pasado. De manera que el asunto ha terminado definitivamente. Pero te escribo sobre todo por la cuestión de la que te quería hablar en privado cuando fui a Aldbrickham. No se lo podía contar a tu señora amiga, y desde luego hubiera preferido decírtelo de palabra, porque me explico mejor cuando hablo que cuando escribo. La cosa es, Jude, que aunque no te había dicho nunca nada, tuve un niño de nuestro matrimonio a los ocho meses de dejarte, cuando estaba en Sidney viviendo con mis padres. Todo eso lo puedo probar fácilmente. Como me había separado de ti antes de sospechar nada y me encontraba allá, y habíamos regañado además tan en serio, no me pareció conveniente escribirte para darte la noticia. Yo estaba entonces tratando de conseguir una buena colocación, así que mis padres cuidaron del niño y desde entonces ha estado con ellos. Por eso no te dije nada cuando nos encontramos en Christminster, ni después en el juzgado. Tiene edad para comprender, por supuesto, y mis padres me han escrito recientemente diciéndome que como pasan dificultades allá, y yo me he situado bastante bien aquí, no ven por qué tienen que cargar más con el niño, puesto que viven sus padres. Yo lo traería conmigo, desde luego, pero aún no tiene edad para ayudar en el bar, tardaría años en poder hacerlo, y naturalmente Cartlett podría considerarlo un estorbo. En fin, de todos modos me lo mandan con unos amigos que por casualidad se vienen para acá, y quiero pedirte que te hagas cargo de él cuando llegue, porque yo no sabría qué hacer con él. Es legítimamente tuyo, lo juro con toda solemnidad. Si alguien te dijera que no lo es, llámale sucio embustero de parte mía. No importa lo que haya hecho yo antes o después, pero contigo he sido honrada desde que nos casamos hasta que nos separamos, así que te saluda y queda sinceramente tuya, etc.

ARABELLA CARTLETT

Sue tenía el semblante descompuesto.

—¿Qué vamos a hacer, cariño? —preguntó desmayadamente. Jude no contestó, y Sue se quedó mirándole con ansiedad, respirando pesadamente.

—¡Esto sí que es un golpe para mí! —dijo en voz baja—. ¡Es posible que sea verdad! No puedo probarlo. Efectivamente, si nació cuando dice ella, es mío. ¡No comprendo por qué no me lo dijo cuando nos encontramos en Christminster y nos vinimos aquella noche hasta aquí!… ¡Ah!, ahora recuerdo que me dijo que había algo que le gustaría que yo supiera, si alguna vez volvíamos a arreglarnos.

—¡Al pobre niño parece que no le quiere nadie! —replicó Sue, y se le llenaron los ojos de lágrimas.

Jude había logrado ya recobrar su ánimo.

—¡Mío o no, qué noción de la vida tendrá! —dijo—. Confieso que si las cosas me fueran mejor, no me pararía ni un momento a pensar de quién pueda ser. Me lo traería conmigo y lo criaría. ¿Qué significa al fin y al cabo la mezquina cuestión de la paternidad? Si te paras a pensar, ¿qué importa que un niño sea de tu misma sangre o no? Todos los niños de nuestro tiempo son colectivamente hijos nuestros, de los adultos de este mismo tiempo; así que tienen derecho a que los cuidemos en general. Ese amor exagerado de los padres para con sus propios hijos y ese desprecio por los de los demás, así como el espíritu de clase, el patriotismo, el Antónpirulerismo y demás virtudes, no son en el fondo más que egoísmo ruin.

Sue se levantó de un brinco y besó a Jude con apasionada devoción.

—Sí… ¡Así es, mi vida! ¡Y lo traeremos aquí! Y si no es tuyo, tanto mejor. Quisiera que no lo fuera…, ¡pero creo que no está bien pensar eso! ¡Si no lo es, me gustaría tenerlo con nosotros como hijo adoptivo!

—¡Bueno, puedes pensar lo que quieras sobre el niño, mi pequeña y enigmática compañera! —dijo él—. Yo sé que, sea lo que sea, no me gustaría dejar abandonado al pobre crío. Piensa lo que sería su vida en un tugurio de Lambeth, con todas sus malas influencias, con una madre que no le quiere y que evidentemente casi no le ha visto, y un padrastro que no le conoce. «¡Maldito sea el día en que nací y la noche en que dijeron mis padres: hemos engendrado un hijo!». ¡Eso es lo que acabará diciendo el niño, mi hijo, antes de que pase mucho tiempo!

 

—¡Eso no!

—Como soy el demandante, imagino que tendré derecho a hacerme cargo de él.

—Lo tengas o no, deberás traerlo con nosotros. Eso está claro. Haré lo que pueda para ser una madre para él, y ya verás cómo lo podemos arreglar para que esté con nosotros. Trabajaré más. ¿Sabes cuándo llegará?

—Dentro de unas semanas, supongo.

—Me gustaría… ¿Cuándo nos decidiremos a casarnos, Jude? —El día que tú quieras. La decisión es completamente tuya, cariño. Solo tienes que decir una palabra.

—¿Lo haremos antes de que venga el niño?

—Me parece muy bien.

—Así se encontrará en un hogar más natural, quizá —murmuró ella.

Jude escribió una carta en términos puramente formularios diciendo que le enviara al chico tan pronto como llegase, sin hacer la menor alusión a lo sorprendente que resultaba la noticia que Arabella les daba, sin mostrar la menor sombra de duda sobre la paternidad del niño, ni referirse a la actitud que él podía haber observado para con ella de haberlo sabido.

Al día siguiente, en el tren que llegaba a Aldbrickham a las diez de la noche, se hubiera podido ver la cara pálida y menuda de un niño en la oscuridad de un vagón de tercera. Tenía unos ojos grandes y asustados, y llevaba una corbata blanca de lana, sobre la que se veía una llave colgada del cuello con un cordelito: llamaba la atención esa llave al brillar a la luz de la lámpara. En la cinta del sombrero llevaba metido medio billete de tren. Durante casi todo el viaje mantuvo los ojos fijos en el asiento de enfrente, sin volverlos hacia la ventanilla ni siquiera cuando el tren entraba en una estación y lo anunciaban a gritos. En el asiento de enfrente iban dos o tres personas; una de ellas era una trabajadora con una cesta en el regazo en la que llevaba un gatito. La mujer abría de cuando en cuando la tapa, y el gatito sacaba la cabeza y se ponía a juguetear. Todos los viajeros se reían al verlo, menos el chico de la llave y el billete en el sombrero que, mirando al gatito con ojos como platos, parecía decir en silencio: «La risa nace siempre por equivocación. Bien mirado, no existe ningún ser que sea gracioso bajo el sol».

En una ocasión, aprovechando una parada, el revisor se asomó al compartimiento y le dijo al niño:

—¿Qué tal, valiente? Tu baúl va bien en el furgón de equipaje.

—Sí —dijo el muchacho con desánimo; trató de sonreír sin conseguirlo.

Era la Vejez disfrazada de Juventud, pero con tanta torpeza que su verdadera personalidad se entreveía por todos los resquicios. Un oleaje de tiempo ancestral y remoto parecía levantar de vez en cuando a la criatura en el amanecer de su vida, y entonces su rostro contemplaba el pasado a través de un Océano de Tiempo, y daba la impresión de que le dejaba indiferente lo que veía.

Cuando los demás viajeros cerraron los ojos, cosa que fueron haciendo uno tras otro —incluso el mismo gatito se ovilló en su cesta, cansado de su limitado campo de juego—, el muchacho siguió igual que antes. Incluso pareció doblemente despierto, como una divinidad esclava y reducida, sentado pasivamente y contemplando a sus compañeros como si viera el ciclo entero de sus vidas más que sus inmediatas formas corporales.

Era el hijo de Arabella. Con su habitual apatía, había esperado a anunciarle a Jude lo del niño hasta la víspera de su llegada, cuando ya era absolutamente imposible aplazarlo más, a pesar de que lo sabía desde hacía semanas y de que había ido a Aldbrickham, como ella misma dijera, principalmente con la intención de revelarle la existencia del niño y su intención de que viviera en casa de Jude. El mismo día en que ella recibió la respuesta de Jude, ya por la tarde, llegaba el niño a los muelles de Londres, y la familia con la que había venido, después de instalarle en un coche que salía para Lambeth y darle al cochero la dirección de su madre, se despidió de él y se fue.

A su llegada a Los Tres Cuernos, Arabella le miró con una expresión que podía significar: «Eres tal como yo te había imaginado»; le dio una buena comida, un poco de dinero, y a pesar de que ya se estaba haciendo de noche, lo embarcó en el primer tren porque no quería que le viese su marido Cartlett, que estaba fuera.

El tren llegó a Aldbrickham y el niño fue depositado en el andén desierto junto a su baúl. El empleado le cogió el billete y, considerando que aquello era bastante raro, le preguntó adónde iba él solo a esas horas de la noche.

—A la calle de la Primavera —dijo el pequeño sin inmutarse.

—¡Hombre!, eso está muy lejos de aquí; casi en el campo; y la gente se habrá acostado ya.

—Tengo que ir allí.

—Te hará falta alquilar un coche para cargar el baúl.

—No. Tengo que ir andando.

—Bueno; entonces lo mejor será que dejes el baúl aquí y mandes a alguien por él. Hay un autobús que cubre la mitad del camino, pero la otra mitad tendrás que hacerla a pie.

—No me da miedo.

—¿Cómo es que no han venido a esperarte?

—Creo que no sabían que yo iba a venir.

—¿Quiénes son tus amigos?

—Madre me ha pedido que no lo diga.

—Bueno, entonces lo único que puedo hacer es cuidarte esto. Ahora, corre ligero.

Sin decir una palabra más, el chico salió a la calle, echó una ojeada alrededor para ver si alguien le seguía o le estaba mirando. Después de andar un corto trecho, preguntó por la calle adonde iba. Le dijeron que debía seguir todo recto hasta las afueras.

El niño emprendió una marcha firme y maquinal que en él tenía la misma impersonalidad que el movimiento de una ola, de una brisa o de una nube. Siguió literalmente la dirección indicada sin levantar la vista para cerciorarse. Por su actitud podría haberse adivinado que sus ideas sobre la vida eran distintas de las que tenían los niños del pueblo. Los niños reparan primero en los detalles, y de ahí aprenden a elevarse a lo general; empiezan con lo que les es inmediato, para ir abarcando gradualmente lo universal. Él, en cambio, parecía haber empezado por las generalidades de la vida, y nunca se preocupó de los detalles particulares. Para él, las casas, los sauces, los campos oscuros de más allá, no eran edificios de ladrillo, árboles, praderas, sino abstractas residencias humanas, vegetación y mundo sombrío y anchuroso.

Encontró la callejuela que buscaba y llamó a la puerta de la casa de Jude. Este acababa de acostarse, y Sue estaba a punto de entrar en la habitación contigua, cuando oyó llamar, y bajó.

—¿Es aquí donde vive mi padre? —preguntó el niño.

—¿Quién?

—El señor Fawley se llama.

Sue subió corriendo a decírselo a Jude; este bajó apresuradamente tan pronto como pudo, aunque Sue estaba tan impaciente que le pareció que tardaba una eternidad.

—¿Cómo… él… tan pronto? —preguntó a Jude al salir.

Sue examinó los rasgos del niño, y se metió de repente en el cuartito de estar de al lado. Jude colocó al niño a su altura, le miró atentamente con melancólica ternura, y diciéndole que habría ido a esperarle de haber sabido que llegaba tan pronto, lo depositó provisionalmente en una silla y fue en busca de Sue, porque conocía su naturaleza hipersensible y sabía que estaría muy afectada. La encontró en la oscuridad, reclinada sobre una butaca. La rodeó con sus brazos, y poniendo su cara junto a la de ella, susurró: