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100 Clásicos de la Literatura

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Todos los respetables habitantes y gentes acomodadas del pueblo se pusieron en contra de Phillotson. Pero para sorpresa suya se levantaron una docena o más de campeones, como brotados del suelo, en su defensa.

Se ha dicho ya que Shaston era el puerto donde anclaba un curioso e interesante grupo de gentes ambulantes que frecuentaban las numerosas ferias y mercados que tenían lugar por todo Wessex durante los meses de verano y otoño. Aunque Phillotson no había cruzado jamás una palabra con ninguno de estos señores, ahora ellos aportaban noblemente un heroico refuerzo en su defensa. El grupo comprendía dos buhoneros, el dueño de un barracón de tiro al blanco con las chicas que cargaban los rifles, un par de profesores de boxeo, el encargado de un tiovivo, dos mujeres que hacían escobas por los pueblos y se decían viudas, uno que andaba vendiendo pan de jengibre, el dueño de unos columpios y uno de esos forzudos con los que el público puede medir su fuerza.

Esta generosa falange de defensores, y algunos otros de criterio independiente cuyas propias experiencias conyugales habían atravesado las mismas vicisitudes, se levantaron y estrecharon efusivamente la mano de Phillotson; después de lo cual manifestaron todos ellos a la asamblea sus puntos de vista con tal vehemencia que en seguida se organizó la discusión, y el resultado fue una batalla campal en la que destrozaron una pizarra, rompieron los cristales de tres ventanas de la escuela, un tintero fue a estamparse contra la pechera de un concejal, un capillero se vio catapultado de tal modo contra el mapa de Palestina que metió la cabeza exactamente en Samaria, y de allí salieron infinidad de ojos amoratados y narices ensangrentadas, una de las cuales fue, para horror de todo el mundo, la del venerable párroco, debido al celo de un deshollinador que había tomado partido en favor de Phillotson. Cuando el maestro vio la cara del párroco manando sangre comenzó a lamentar, casi gimoteando, todos estos desdichados y bochornosos incidentes, y sintió en el alma no haber presentado la dimisión cuando se la pidieron, marchándose a casa tan enfermo que a la mañana siguiente no pudo levantarse de la cama.

El grotesco y lamentable incidente fue el comienzo de una seria enfermedad; y siguió postrado en su lecho solitario, en el patético estado de ánimo del hombre maduro que comprende al fin que su vida intelectual y familiar se encamina hacia la oscuridad y el fracaso. Gillingham iba a verle por las tardes y en una de las ocasiones mencionó el nombre de Sue.

—¡A ella le tiene sin cuidado lo que a mí me pase! —dijo Phillotson—. ¿Por qué iba a importarle?

—Pero no sabe que estás enfermo.

—Tanto mejor para ella y para mí.

—¿Dónde viven ella y su amante?

—En Melchester, supongo; al menos él vivía allí hace algún tiempo.

Cuando Gillingham llegó a su casa, se sentó y se puso a reflexionar, y por último escribió una carta anónima a Sue con el sobre dirigido a nombre de Jude, a la capital diocesana. Al llegar a dicha ciudad, la remitieron a Marygreen, al Wessex Norte, y de aquí la envió a Aldbrickham la única persona que sabía la dirección que tenían ambos actualmente: la viuda que había asistido a su tía.

Tres días después, al atardecer, cuando ya el sol se ocultaba con todo su esplendor por las tierras bajas de Blackmoor y las ventanas de Shaston semejaban lenguas de fuego a ojos de los campesinos del valle, al enfermo le pareció que alguien entraba en la casa, y unos minutos después llamaron a la puerta del dormitorio. Phillotson guardó silencio; se abrió la puerta con indecisión y apareció… Sue.

Llevaba un vestido claro y primaveral, y su llegada fue como una aparición: como el vuelo de una polilla. Phillotson alzó los ojos hacia ella y se sonrojó; pero pareció reprimir su primer impulso de hablar.

—No he venido por nada —dijo Sue inclinando su atemorizado rostro hacia él—. Solo me he enterado de que estabas enfermo…, muy enfermo; y…, y como sé que tú reconoces que puede existir otra clase de afecto entre hombre y mujer además del físico, he venido.

—No estoy muy grave, mi querida amiga. Solo me encuentro indispuesto.

—No lo sabía; ¡y me temo que solo una enfermedad grave habría justificado mi visita!

—Sí…, sí. ¡Y casi habría preferido que no hubieses venido! Quiero decir que es un poco demasiado pronto. Pero ya que estás aquí, vamos a aprovecharlo lo mejor que podamos. Supongo que no has oído decir nada de la escuela.

—No…; ¿qué pasa?

—Nada; que me voy a otro pueblo. El comité y yo no nos entendemos y lo tengo que dejar…; eso es todo.

Ni por un instante sospechó ella, ni en ese momento ni después, las desastrosas consecuencias que le acarreó a él el haberla dejado que se fuera; ni una sola vez se le pasó por la cabeza ni recibió noticia alguna de Shaston. Hablaron de cosas triviales e intrascendentes, y cuando la pasmada criadita subió el té, le dijo él que trajera otra taza para Sue. Aquella jovencita estaba muchísimo más interesada en la historia de lo que ellos se figuraban, y al bajar la escalera alzó los ojos y los brazos en un exagerado gesto de asombro. Mientras sorbían el té, Sue se acercó a la ventana, y dijo con aire meditabundo:

—Es preciosa la puesta de sol, Richard.

—Desde aquí casi todas son maravillosas debido a los rayos que atraviesan la neblina del valle. En fin, yo me las tengo que perder, puesto que no llegan hasta este oscuro rincón donde tengo que estar acostado.

—¿No te gustaría ver esta en particular? Es como si se hubieran abierto las puertas del cielo.

—¡Ah, sí! Pero no puedo.

—Yo te ayudaré.

—No… Esta cama no puede correrse.

—Pero ahora verás lo que voy a hacer.

Se dirigió al aguamanil, que tenía un espejo orientable, y lo corrió hasta la ventana colocándolo de modo que reflejara la luz del sol, luego movió el espejo hasta que los rayos del sol fueron a dar en la cara de Phillotson.

—¡Mira!… ¡Mira qué sol más rojo y más grande! —dijo ella—. Estoy segura de que te gustará…; ¡ya verás como sí! —Hablaba en un tono infantil, contrito, afable, como si no pudiera hacer demasiado por él.

Phillotson sonrió con tristeza.

—¡Eres una criatura verdaderamente singular! —murmuró, con el sol deslumbrándole los ojos—. ¿Cómo se te ha ocurrido venir a verme, después de lo que pasó?

—¡Dejemos estar lo que pasó! —se apresuró a decir—. Tengo que coger el autobús para la estación, ya que Jude no sabe que he venido; estaba fuera a la hora de salir, así que volveré inmediatamente. Richard, estoy muy contenta de ver que te encuentras mejor. No me odias, ¿a que no? ¡Has sido un amigo muy bueno para mí!

—Me alegro de saber que piensas eso —dijo Phillotson con sequedad—. ¡No, no te odio!

Se hizo de noche muy de prisa en la oscura habitación durante esa charla intermitente, y cuando encendieron las velas y llegó la hora de marcharse, Sue le puso la mano encima de las suyas… o más bien la deslizó fugazmente entre las de Phillotson, porque así era de expresiva. Al marcharse, casi había cerrado ya la puerta, cuando él la llamó:

—¡Sue!

Había notado, en el momento en que ella se dirigía a la puerta, que se iba con el rostro lloroso y los labios temblorosos.

Fue una falta de tacto hacerla volver; se dio cuenta al llamarla. Pero no pudo remediarlo, y ella volvió.

—Sue —murmuró—, ¿quieres que hagamos las paces y te quedas? ¡Te prometo perdonarte y olvidarlo todo!

—¡Oh, no puedes, no puedes! —dijo ella atribuladamente—. ¡Es imposible que lo olvides ahora!

—¿Es que él es ya tu marido, quiero decir de hecho, naturalmente?

—Puedes suponerlo. Está en trámites para divorciarse de su mujer, Arabella.

—¡Su mujer! Eso sí que es una noticia para mí; conque estaba casado.

—Fue un mal matrimonio.

—Como el tuyo.

—Como el mío. Lo hace más por ella que por él mismo. Su mujer le escribió pidiéndole que le hiciera ese favor, porque así ella podría casarse y llevar una vida respetable. Y Jude ha accedido.

—Una esposa… Hacerle un favor. Sí, claro; el favor de dejarla en completa libertad… Pero todo esto a mí no me gusta. Yo puedo perdonarte, Sue.

—¡No, no! ¡Tú no puedes volver a recibirme, ahora que he sido lo bastante perversa… como para hacer lo que he hecho!

Se había despertado en el semblante de Sue ese temor incipiente que siempre surgía en ella cuando él cambiaba de amigo a marido, obligándola a adoptar una actitud defensiva frente a los sentimientos conyugales de él.

—Ahora debo irme. Ya volveré…; ¿puedo?

—Yo no te pido que te vayas, ni siquiera ahora. Lo que te pido es que te quedes.

—Gracias, Richard; pero debo marcharme. Puesto que no estás tan grave como yo había pensado, no me puedo quedar.

—Es suya…; ¡suya de pies a cabeza! —dijo Phillotson; pero tan débilmente que Sue no le oyó mientras cerraba la puerta. Por temor a que el maestro reaccionara de manera impulsiva y sentimental, y quizá también por cierto pudor a confesar lo que él consideraría una arbitrariedad propia de su habitual volubilidad de carácter, no se atrevió a decirle que sus relaciones con Jude, hasta el momento, eran incompletas; y Phillotson se quedó sufriendo las torturas del infierno al pensar en la mezcla endemoniada y terrible de aversión y simpatía que le manifestaba aquella mujer que llevaba su apellido, y que tanta prisa se daba por regresar con su amante.

Gillingham estaba tan interesado en los problemas de Phillotson, y tan seriamente preocupado por él, que subía a Shaston dos o tres veces por semana, aunque entre ir y volver el viaje representaba unos quince kilómetros, trayecto que tenía que hacer entre la hora del té y la de la cena, después de todo un día de trabajo en la escuela. Cuando pasó a verle después de la visita de Sue, encontró a su amigo abajo en el salón, y Gillingham observó que su estado de ansiedad había cedido y se encontraba más sereno y tranquilo.

 

—Ha estado aquí después de venir tú la última vez —dijo Phillotson.

—¿Quién, tu mujer?

—Sí.

—¡Ah! ¿Habéis hecho las paces?

—No… Vino nada más que a arreglarme la almohada con sus blancas y pequeñas manos; hizo el papel de solícita enfermera durante media hora y luego se fue.

—¡Por vida de!… ¡La muy tunanta!

—¿Qué dices?

—¡No…; nada!

—¿Qué piensas?

—Pienso que es una mujercita inasequible y antojadiza. Si no fuera tu mujer…

—No lo es; es de otro, salvo ante la ley. Y estoy pensando en algo que ella misma me sugirió mientras hablábamos, y es que en atención a ella debía solicitar la disolución legal del lazo que nos une. Y es extraño, pero ahora es cuando pienso que lo puedo hacer: ahora que ella ha vuelto aquí y ha rechazado mi ofrecimiento de que se quedara contando con mi perdón. Creo que esta visita suya me da la oportunidad de pedir el divorcio, aunque hasta ahora no se me había ocurrido. ¿De qué me vale seguir teniéndola sujeta a mí si no es mía? Yo sé (vamos, estoy completamente seguro) que ella consideraría este paso como el gesto más caritativo que yo podría tener con ella. Porque, aunque siente simpatía por mí como persona y me compadece e incluso llora por mí, como marido en cambio no me puede soportar; hablando sin eufemismos, me detesta. Me detesta, y mi única alternativa honrosa, digna y humanitaria es completar lo que ya está empezado… Y por imperativo de la vida también, sería preferible que ella fuese independiente. Yo he arruinado ya irremisiblemente mi porvenir por hacer lo que creía que era mejor para los dos, aunque ella no lo sepa; de aquí a que me muera, solo veo ante mí una espantosa miseria, porque jamás me volverán a aceptar como profesor. Aún me daré por satisfecho si consigo sacar lo bastante para subsistir lo que me resta de vida, ahora que me he quedado sin trabajo. En esas condiciones es preferible vivir solo. Y también puedo decirte que lo que me ha dado la idea de dejarla libre es cierta noticia que ella me ha dado: que Fawley está en trámite de divorciarse también.

—¡Ah!, pero ¿está también casado? ¡Vaya una pareja rara!

—Bueno…, no era tu opinión lo que quería. Lo que iba a decirte es que el liberarla yo no va a perjudicarla lo más mínimo, sino que le brindará una posibilidad de ser feliz como no había soñado ella hasta ahora. Porque entonces podrán casarse, cosa que debían haber hecho desde un principio. Gillingham no se dio prisa en contestar.

—Puede que no esté de acuerdo con tus razones —dijo lentamente, porque respetaba siempre cualquier parecer, aunque no lo compartiera—. Pero creo que está bien tu decisión… si eres capaz de llevarla a cabo. Aunque no sé si podrás.

****

QUINTA PARTE

EN ALDBRICKHAM Y OTROS LUGARES

V. 1.

Podemos ver en seguida cómo se disiparon las dudas de Gillingham, si nos saltamos la serie de incidentes y meses penosos que siguieron a los acontecimientos del capítulo anterior y llegamos a un domingo del mes de febrero del año siguiente.

Sue y Jude vivían en Aldbrickham y mantenían exactamente las mismas relaciones que habían establecido entre sí cuando ella abandonó Shaston para reunirse con él el año anterior. Los trámites judiciales les llegaban solo como un rumor lejano, junto con alguna carta que apenas entendían.

Como de costumbre, se habían sentado a tomar juntos el desayuno en una casita a nombre de Jude, por la que pagaba quince libras mensuales de alquiler más tres libras de impuestos diversos, y que había amueblado él con las vetustas pertenencias de su anciana tía, gastándose en traerlas de Marygreen más de lo que valían. Sue vivía en la casa y se ocupaba de todo.

Al entrar en la habitación esa mañana, Sue traía en la mano una carta que acababa de recibir.

—Bueno, ¿de qué se trata? —le preguntó él después de darle un beso.

—La sentencia provisional del caso Phillotson versus Phillotson y Fawley, fallada hace seis meses, acaba de ser declarada definitiva.

—¡Ah! —dijo Jude mientras se sentaba.

El pleito de Jude contra Arabella había tenido la misma conclusión un mes o dos antes. Ambos casos eran demasiado insignificantes para aparecer en los periódicos y solo habían quedado registrados los nombres en una larga lista de casos parecidos.

—¡Ahora, Sue, pase lo que pase, puedes hacer lo que te apetezca! —Miró a su amada con curiosidad.

—Ahora somos los dos tan libres como si no nos hubiéramos casado nunca, ¿verdad?

—Igual…, a no ser, me parece, que un cura se niegue personalmente a casarte otra vez y deje el trabajo para otro.

—Pero yo me pregunto: ¿es ese exactamente nuestro caso? Sé que generalmente es así. ¡Pero tengo la desagradable sensación de que he conseguido mi libertad a base de falsos pretextos!

—¿Cómo?

—Pues… que si se hubiera conocido la verdad sobre nosotros, no habría sido esa la sentencia. El juicio se ha resuelto así solo porque no ha habido ninguna defensa y hemos dejado que prosperaran falsas suposiciones. Desde luego, mi libertad es legal. Pero ¿lo es propiamente?

—Bueno…, ¿y por qué has dejado que la cosa se basara en una suposición falsa? La única persona a la que puedes echarle la culpa es a ti misma —dijo él maliciosamente.

—¡Jude, por favor! No deberías ser tan quisquilloso con eso a estas alturas. Debes tomarme como soy.

—Muy bien, cariño, no lo seré. Tal vez tengas razón. En cuanto a lo que me preguntabas, nosotros no estábamos obligados a probar nada. Eso era asunto de ellos. De cualquier modo, vivimos juntos.

—Sí. Aunque no como ellos piensan.

—Una cosa es verdad: que decida lo que decida la sentencia, cuando un matrimonio se ha disuelto, se ha disuelto. Esa es la ventaja que tenemos por ser unas personas oscuras; te resuelven estas cosas por la vía rápida. Lo mismo pasó con el caso de Arabella y mío. Yo tenía miedo de que se llegara a descubrir el delito de su segundo matrimonio y la sancionaran; pero nadie se interesó por ella… ni le preguntaron ni sospecharon nada. De haber sido personajes importantes, habríamos tenido un sinfín de dificultades y habrían pasado días y días en investigaciones.

Sue fue contagiándose gradualmente del buen humor de su enamorado por esta sensación de libertad y le propuso salir al campo a pasear, aunque tuvieran que hacer una comida fría. Jude accedió. Sue subió a arreglarse y se puso un vestido de colores alegres para celebrar su libertad; al verla, Jude se puso una corbata más clara.

—Ahora vamos a pavonearnos por ahí cogidos del brazo como cualquier pareja de novios —dijo él—. Legalmente estamos en nuestro derecho.

Salieron de la ciudad y siguieron andando por un sendero que atravesaba las tierras llanas de los alrededores y los campos de cultivo que ahora estaban helados, sin verdor ni cosecha alguna. La pareja estaba, sin embargo, tan absorta en su nueva situación que apenas se daba cuenta del paisaje.

—Bueno, cariño, el resultado de todo esto es que podremos casarnos, después de que pase un espacio de tiempo decente.

—Sí; supongo que sí —dijo Sue sin entusiasmo.

—¿Es que no quieres?

—No es que no quiera, Jude, cariño; pero mi manera de sentir es exactamente la misma que antes. Tengo el mismo miedo a que ese lazo férreo del matrimonio mate el afecto que tú sientes por mí y el que siento yo por ti, como ocurrió con nuestros desdichados padres.

—Pero ¿qué podemos hacer? Yo te quiero y tú lo sabes, Sue.

—Lo sé de sobra. Pero pienso que me gustaría muchísimo seguir viviendo siempre como si fuéramos novios, como ahora, y viéndonos solo de día. Es muchísimo más dulce…, al menos para la mujer, cuando está segura de su compañero. Sobre todo ahora que ya no tenemos por qué estar tan pendientes de las apariencias.

—Nuestras experiencias matrimoniales no han sido muy alentadoras, desde luego —dijo él con cierta tristeza—; bien por nuestra propia forma de ser, descontenta y poco práctica, bien por nuestra mala suerte. Pero nosotros dos…

—Sería juntar dos descontentos, lo que resultaría el doble de catastrófico… Me parece, Jude, que empezaría a tenerte miedo desde el momento en que te comprometieras a quererme bajo el sello del Gobierno y ese mismo trámite me autorizara a mí a ser amada por ti… ¡Uf, qué horrible, qué sórdido me parece todo eso! Aunque seas libre, yo me fío de ti más que de ningún otro hombre en el mundo.

—¡No, no… no digas que el matrimonio sería capaz de cambiarme! —protestó él; no obstante, su voz delataba cierto temor también.

—Aparte de nosotros y de nuestras desdichadas rarezas, resulta extraño a la naturaleza del hombre amar toda la vida a una persona porque se le ha dicho que debe y tiene que estar enamorado de esa persona. Probablemente habría más posibilidad de que lo hiciera si se le dijese que no la amara. Si la ceremonia del matrimonio consistiera en el juramento y la firma de un contrato por ambas partes comprometiéndose a no amarse a partir de esa fecha, por haber sido autorizada la posesión, y a evitar lo más posible estar juntos en público, habría más parejas de enamorados de las que hay hoy en día. ¡Figúrate la de citas clandestinas que tendrían el marido y la mujer perjuros, la de veces que negarían haberse visto, que treparían a las ventanas de los dormitorios y se esconderían en los armarios! Entonces habría muy pocas relaciones frías.

—Sí; pero aun admitiendo que eso sea cierto, tú no eres la única persona en el mundo que lo ve, mi pequeña Sue. La gente sigue casándose porque no puede resistirse a las fuerzas naturales, aunque muchos se dan cuenta perfectamente de que tal vez están comprando el placer de un mes con la desdicha de toda una vida. Estoy seguro de que mis padres, lo mismo que los tuyos, comprendieron eso, si es que tenían el mismo hábito de observación que nosotros. Pero de todos modos se casaron, porque tenían pasiones comunes. Pero tú, Sue, una criatura tan fantasmal, incorpórea, si me permites decirlo, tienes tan escasa pasión animal en tu interior que puedes imponer la razón sobre la materia, cuando los demás infortunados mortales, hechos de burda materia, no podemos.

—Bueno —suspiró ella—, acabas de reconocer que la cosa terminaría mal para nosotros. Y yo no soy una mujer tan excepcional como tú crees. Hay menos mujeres de las que crees a quienes les gusta el matrimonio; y solo van a él por la dignidad que les confiere y las ventajas sociales que consiguen a veces: dignidad y ventajas de las que estoy completamente decidida a prescindir.

Jude volvió una vez más sobre su antigua queja: que con la intimidad que ahora tenían, no la había oído nunca decir honesta y sinceramente que le amaba o que podría amarle.

—A veces temo que sea porque no puedes —dijo él con una incertidumbre que se acercaba al enfado—. Y sigues igual de reticente. Yo sé que las mujeres se aconsejan unas a otras que no deben decir nunca toda la verdad a un hombre. Pero la forma más elevada de afecto se basa en una absoluta sinceridad por ambas partes. Las mujeres no saben que cuando un hombre piensa en aquellas con las que ha tenido relaciones sentimentales, su corazón se siente más unido a la que ha sido completamente sincera con él. Los mejores hombres, aunque se dejan cautivar por las que se muestran esquivas y vanas, no son retenidos por ellas. Una Némesis acecha siempre a la mujer que juega al juego del engaño demasiado a menudo; y esta Némesis será el absoluto desprecio que tarde o temprano sentirán por ella sus viejos admiradores y que le acompañará hasta la tumba sin despertar la menor compasión.

Sue, que contemplaba la lejanía, adoptó una expresión culpable; y replicó de pronto con voz trágica:

—¡Creo que hoy no te quiero lo mismo que antes, Jude! —¿No? ¿Por qué?

—Bueno, pues… porque no eres galante…, te pones demasiado sermoneador. ¡Aunque supongo que debo de ser tan mala y despreciable que me merezco el más riguroso de los reproches!

—No, no eres mala. Eres una mujer adorable. Pero escurridiza como una anguila cuando quiero arrancarte una confesión.

—¡Sí, soy mala, y terca, y de todo! ¡De nada sirve que digas que no! Las personas que son buenas no necesitan que se las regañe como a mí… Pero ahora ya no tengo a nadie más que a ti, y nadie puede salir en mi defensa; ¡es muy duro que no pueda decidir por mí misma cómo voy a vivir contigo, si casada o no!

 

—Sue, mi queridísima compañera, yo no pretendo obligarte a nada…, ¡pues no faltaba más! No está bien que seas tan suspicaz. Anda, no hablemos más de eso, seguiremos lo mismo que hasta ahora; durante el resto del paseo charlaremos de estas praderas solamente, y de los arroyos, y de las perspectivas que se les presenta a los agricultores para este año que viene.

Después de eso no volvieron a mencionar entre ellos el tema del matrimonio durante varios días, aunque viviendo como vivían, con solo un pasillo entre los dos, el tema estaba constantemente en el pensamiento de ambos. Sue ayudaba ahora a Jude materialmente: hacía poco que se dedicaba él a tallar lápidas y a labrar inscripciones por cuenta propia, instalado en un patio pequeño que había en la parte trasera de su casita; durante los descansos de sus tareas domésticas, ella le señalaba las letras en la piedra, y después de labrarlas Jude, las pintaba de negro. Era un trabajo inferior al que desempeñara antes como restaurador en la catedral, y sus únicos clientes eran las gentes humildes de la vecindad, que sabían lo barato que trabajaba este «Dude Fawley: Escultor de monumentos» (como se titulaba a sí mismo en el rótulo de la puerta), y le encargaban las sencillas lápidas que necesitaban para sus difuntos. Pero ahora se sentía más libre que antes, y era el único medio de que Sue, que deseaba fervientemente no representar una carga para él, pudiera echarle una mano.

V. 2.

Era una noche de finales de mes, y Jude acababa de regresar a casa después de asistir a una conferencia sobre historia antigua en una sala pública próxima a donde vivían. Sue, que se había quedado en casa durante su ausencia, le sirvió de cenar. En contra de su costumbre, no hizo ningún comentario. Jude cogió una revista y se sumió en su lectura hasta que, al levantar la vista, vio que ella tenía una expresión preocupada.

—¿Te sientes triste, Sue? —preguntó.

Tardó un momento en contestar.

—Tengo un recado para ti —dijo.

—¿Ha venido alguien?

—Sí. Una mujer. —La voz de Sue tembló al hablar; de pronto se sentó, y poniéndose las manos en el regazo con gesto de desamparo, fijó la mirada en el fuego de la chimenea—. ¡No sé si he hecho bien o no! —prosiguió—. Le dije que no estabas en casa, y cuando me contestó que esperaría le dije que a lo mejor no podrías verla.

—¿Por qué dijiste eso, cariño? Supongo que querría alguna lápida. ¿Iba de luto?

—No. No iba de luto ni quería ninguna lápida; y me he figurado que no desearías verla. —Sue le miraba con ojos suplicantes.

—Pero ¿quién era? ¿No te lo ha dicho?

—No. No quiso dejar su nombre. Pero yo sé quién es…, ¡lo sé! ¡Es Arabella!

—¡Válgame el Cielo! ¿A qué habrá venido Arabella? ¿Por qué se te ha ocurrido pensar que es ella?

—No sabría decirlo. ¡Pero lo sé! Estoy completamente segura… por la manera de brillarle los ojos cuando me miró. Era una mujer más bien gorda y de pinta vulgar.

—Bueno…, yo no diría que Arabella es vulgar exactamente, a no ser por su manera de hablar, aunque puede que se haya vuelto un poco ahora por trabajar en una taberna. Era más bien guapa, cuando yo la conocí.

—¡Guapa! ¡Claro…, claro que lo es!

—Me ha parecido como si te temblaran los labios. Bueno, dejando eso aparte, puesto que ya no significa nada para mí y está casada con otro de corazón, ¿por qué habrá venido a molestarnos?

—¿Estás seguro de que está casada? ¿Tienes noticias concluyentes de que es así?

—No…, concluyentes no. Pero esa fue la razón por la que me pidió que nos divorciáramos. Ella y el hombre ese querían llevar una vida decente, según me dio a entender.

—¡Ay, Jude…, estoy segura de que era Arabella! —exclamó cubriéndose los ojos con las manos—. ¡Qué desgraciada soy! ¡Haya venido a lo que haya venido, parece un mal presagio! Tú seguramente no podrías soportar verla, ¿a que no?

—Desde luego que no. Me sería muy doloroso hablar con ella ahora…, por ella tanto como por mí. Pero se ha marchado. ¿Dijo si volvería?

—No. Pero se fue de muy mala gana.

Sue, que se trastornaba ante cualquier pequeñez, no pudo probar bocado, y tan pronto como Jude acabó de cenar, subió a acostarse. No bien terminó él de apagar el fuego, pasar el cerrojo y subir la escalera, oyó que llamaban a la puerta. Sue, que no había hecho más que entrar en su habitación, salió precipitadamente.

—¡Es ella otra vez! —susurró Sue con acento aterrado.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque ha llamado así antes.

Se quedaron atentos, y volvieron a llamar. No tenían criada, así que había de contestar uno de los dos.

—Me asomaré por la ventana —dijo Sue—. Sea quien sea, no esperará que le abramos a estas horas.

Entró en su habitación y abrió la ventana. La calle, habitada por gente trabajadora que se retiraba temprano, estaba desierta de un extremo a otro; solo se veía una figura: la de una mujer que paseaba arriba y abajo cerca de una farola que había unos metros más allá.

—¿Quién es? —preguntó él.

—¿Es usted el señor Fawley? —oyó decir a la mujer, con la voz inconfundible de Arabella.

Jude contestó que sí.

—¿Es ella? —preguntó Sue en voz baja desde la puerta de la habitación.

—Sí, cariño —dijo Jude—. ¿Qué quieres, Arabella? —preguntó.

—Perdóname, Jude, por venir a molestarte —dijo Arabella con humildad—. Pero he venido a verte antes…, quería verte urgentemente esta noche, si puede ser. ¡Estoy en un apuro y no tengo a nadie que pueda ayudarme!

—¿Tienes problemas, dices?

—Sí.

Hubo un silencio. Jude sintió nacer en su pecho una inoportuna simpatía por ella ante esta súplica.

—Pero ¿no estabas casada? —preguntó.

Arabella dudó.

—No, Jude, no lo estoy —respondió—. Por fin él no quiso. Y estoy en un gran apuro. Dentro de poco me van a dar un puesto de camarera. Pero tendré que esperar algún tiempo, y de veras me encuentro en un apuro por una responsabilidad que me viene a caer encima desde Australia; si no, no habría venido a molestarte…, de veras que no. Es algo que quiero hablar contigo.

Sue estaba expectante, en una tensión dolorosa, escuchando cada palabra, pero sin decir ni una.

—¿Es por falta de dinero, Arabella? —preguntó él en un tono verdaderamente amable.

—Tengo bastante para pagarme la habitación esta noche y lo justo para volver.

—¿Dónde vives?

—Sigo en Londres. —Estaba a punto de darle la dirección, pero dijo—: Temo que puedan estar escuchándonos, así que no quiero entrar en detalles aquí en voz alta. Si quieres acompañarme un poco hacia la Posada del Príncipe, donde voy a quedarme esta noche, te lo explicaré todo. ¡Anda, hazme ese favor; te lo pido en nombre de nuestros viejos tiempos!

—¡Pobrecilla!… Creo que debo tener con ella la atención de escucharla —dijo Jude, que estaba perplejo—. Puesto que se va mañana, no creo que tenga mucha importancia.

—¡Pero puedes ir a verla mañana, Jude! ¡No vayas ahora, Jude! —dijo Sue suplicante desde la puerta—. ¡Eso es solo una trampa, estoy segura; igual que la que te tendió antes! ¡No, no vayas, cariño! Es una mujer de pasiones bajas…, ¡lo veo en su figura, se lo noto en la voz!

—De todos modos iré —dijo Jude—. No intentes detenerme, Sue. Bien sabe Dios lo poco que la quiero ahora, pero no deseo ser cruel con ella. —Se dirigió a la escalera.

—¡Pero ella no es tu mujer! —gritó Sue toda excitada—. Y yo…

—Y tú por ahora tampoco, cariño —replicó Jude.

—¿Pero es que vas a irte con ella? ¡No lo hagas! ¡Quédate en casa! ¡Por favor, por lo que más quieras, quédate en casa, Jude, no te vayas con ella, puesto que no es más mujer tuya que yo!

—Bueno, en cierto modo lo es más que tú si vamos a eso —dijo cogiendo el sombrero con decisión—. Te he pedido que te cases conmigo, y he esperado con una paciencia propia del santo Job, y no veo yo que haya conseguido nada con mi abnegación. Seguramente le daré algún dinero y escucharé lo que está deseando contarme; ¡es lo menos que se puede hacer!